DESEOS MASCULINOS

Fui uno de los muchos espectadores que en su día quedaron tocados por la hermosísima Los juncos salvajes (1994). En aquel relato de adolescencias, deseos callados e identidades en tránsito, André Techiné ofreció lo mejor de sí y nos dio una lección sobre lo complejo que es liberarse del infinitivo para instalarse en el gerundio. Décadas después, el director francés vuelve a regalarnos una imperfecta pero bella historia sobre chicos que se están haciendo y sobre cómo pelean en esa etapa de la vida en que los hombres, sobre todo los hombres, nos vemos compelidos a cumplir fielmente con unas determinadas expectativas de género. La hermosa historia de amor que nos cuenta esta película, porque al final no es sino una historia de amor,  nos muestra como la virilidad, entendida en el sentido hegemónico del término, nos ata y en muchos casos nos conduce a subrayar el patrón que los otros diseñan para nosotros. La tensión existente entre los dos chicos protagonistas, Tom y Damien, que se plasma literalmente en violencia en la primera parte de la película, es la muestra más clara de cómo la represión del deseo, ese sobre el que los dos hablan cuando preparan una tarea de clase, produce monstruos y mucha infelicidad. Una represión en la que los hombres hemos sido y somos educados desde el momento en que asumimos la homofobia como parte esencial de la identidad masculina.

La misma referencia de los padres de la película – el padre ausente y proveedor de Tom, el padre presente a intervalos, y heroico militar, de Damien – nos muestran el espejo en el que se miran (aunque solo sea de reojo) los dos adolescentes que viven entre la soledad de la rareza, sobre todo en el caso de Tom, y el confortable útero materno (Damien). Un complejo equilibrio al que por cierto parecen desafiar Bowie y el cartel de al película CRAZY en el caso del hijo del militar y que se vuelve huida imposible en los baños solitarios de Tom en el lago de las montañas.

Y entre medias, las madres. La madre de Tom, que es cuidada por el hijo adoptivo , el cual por tanto no continúa el linaje juramentado del padre, y a la que finalmente vemos concibiendo descendencia, pero no un varón sino una hija a la que el hijo coge en sus brazos con miedo primero y ternura después.  Junto a ella, o más bien frente a ella, la madre de Damien, la doctora que extiende sus cuidados más allá de lo privado, una mujer inteligente y autónoma, aunque solo a medias, que tiene la capacidad de saber gestionar los conflictos y de buscar espacios in between. Todo ello mientras el marido ausente y en la guerra no deja de ser el bello héroe sin el que ella se siente a medias, la eterna Penélope que espera al pluscuamperfecto soldado que no sabemos si el hijo admira o esquiva.  (atención SPOILER!!!) Su muerte bien podría ser toda una metáfora de lo que Techiné pretende dar por muerto en su película y un final de capítulo que nos permite vislumbrar un nuevo mundo el que, ojalá, ya nadie tenga que frenar sus deseos. En el que los varones hayamos dejado de vivir en la cárcel del boxeo y los silencios. Un mundo en el que sobren medallas y honores militares, y en el que la Madre Naturaleza, tan presente en la película, nos evidencie que somos nosotros los que creamos monstruos ante nuestra incapacidad para sentir las llamadas liberadoras del cuerpo, la necesidad del otro, la frescura sanadora del agua en la que deberíamos tener la valentía de sumergirnos. Fuertes desde la fragilidad. Como juncos salvajes.

Sigue leyendo ->

LO QUE SE JUEGA EL PSOE

Hace ya algunos años, como me supongo que también buena parte de quienes me leen, fui votante del PSOE. Poco a poco, y me imagino que también como le pasó a muchos de ustedes, me fui sintiendo cada vez más lejos de un partido al que percibía ensimismado, prisionero de sus dilemas y, lo más grave, absolutamente desconectado de lo que bullía en la calle, de las necesidades ciudadanas, de los nuevos vientos que empezaban a reclamar una izquierda más transformadora y menos acomodaticia. Esos males no han hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos, en los que, ante la sacudida de la crisis y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, el PSOE ha sido incapaz de mirarse al espejo y asumir qué tipo de socialismo y sobre todo qué tipo de partido necesita una democracia del siglo XXI.
Por todo ello, el proceso de primarias a punto de abrirse oficialmente no es solo una cuestión interna sino que tiene una inevitable proyección en cuánto a qué partido socialista vamos a encontrarnos en los próximos años y de qué manera va a ser capaz de subvertir un orden de cosas que hoy por hoy mantiene triunfante al neoliberalismo. No se discute por tanto solamente qué persona va a ocupar la secretaría general sino qué proyecto político se arma como alternativa a la derecha acomodaticia y como pieza que finalmente encaje en un panorama que poco tiene que ver con aquél en que los socialistas se convirtieron en la gran esperanza de una España recién nacida a la democracia. Precisamente por eso, porque el contexto no es el mismo y porque los retos a los que nos enfrentamos poco tienen que ver con los de los gloriosos ochenta, me parece un gran error la reivindicación del pasado, la prórroga de liderazgos que ahora tienen poco que decir, el intento de sobrevivir más con el aliento de lo que fueron que con el oxígeno de lo que pueden ser. Lo cual no quiere decir que no se reconozca lo mucho bueno que hicieron los gobiernos socialistas, sino que ese no es, o no debería ser, el eslabón que justo ahora permitirá recuperar la confianza perdida.
Como elector que fui del PSOE, y como ciudadano que además con la llamada nueva política está más decepcionado que ilusionado, me gustaría que el partido que renaciera en mayo nada tuviera que ver con ese aparato que nos recuerda que el uso y el abuso del poder produce monstruos, ni con esas dinámicas que avalan que para muchos/as socialistas estar en el partido ha sido una forma de vida y no un servicio público, ni con esas estructuras tan androcéntricas y patriarcales que solo de manera muy superficial parecen estar comprometidas con la igualdad. La izquierda necesita otros lenguajes y otras estrategias para hacer real un proyecto que en definitiva tiene, o debería tener, como ejes la igualdad real y efectiva de la ciudadanía, el bienestar de todos y de todas, la búsqueda permanente de una mayor justicia social. Un programa que lógicamente supone domar el capitalismo salvaje y entender el ejercicio del poder lejos de la verticalidad masculina. Un horizonte que mal casa con liderazgos populistas, con discursos que abundan en la sensiblería propia de una izquierda que ya difícilmente nos convence de su poderío intelectual y con una manera de entender la política en la que no caben matices ni diálogos porque todo parece dejarse en manos de un/a salvador/a a quien hemos de adorar. Solo cuando el PSOE se libere de esos lastres que lo hacen ser un partido viejo, que no histórico, y poco creíble para quienes lo hemos visto tan seducido por las oligarquías, será posible que empiece a remontar el vuelo. Eso es justo lo que el partido se juega: tener nuevas alas o limitarse a remendar las que hace tiempo solo nacen en las espaldas de quienes necesitan del partido para sobrevivir.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 3 de abril de 2017: 
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/juega-psoe_1136678.html
Sigue leyendo ->

LO QUE SE JUEGA EL PSOE

Hace ya algunos años, como me supongo que también buena parte de quienes me leen, fui votante del PSOE. Poco a poco, y me imagino que también como le pasó a muchos de ustedes, me fui sintiendo cada vez más lejos de un partido al que percibía ensimismado, prisionero de sus dilemas y, lo más grave, absolutamente desconectado de lo que bullía en la calle, de las necesidades ciudadanas, de los nuevos vientos que empezaban a reclamar una izquierda más transformadora y menos acomodaticia. Esos males no han hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos, en los que, ante la sacudida de la crisis y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, el PSOE ha sido incapaz de mirarse al espejo y asumir qué tipo de socialismo y sobre todo qué tipo de partido necesita una democracia del siglo XXI.
Por todo ello, el proceso de primarias a punto de abrirse oficialmente no es solo una cuestión interna sino que tiene una inevitable proyección en cuánto a qué partido socialista vamos a encontrarnos en los próximos años y de qué manera va a ser capaz de subvertir un orden de cosas que hoy por hoy mantiene triunfante al neoliberalismo. No se discute por tanto solamente qué persona va a ocupar la secretaría general sino qué proyecto político se arma como alternativa a la derecha acomodaticia y como pieza que finalmente encaje en un panorama que poco tiene que ver con aquél en que los socialistas se convirtieron en la gran esperanza de una España recién nacida a la democracia. Precisamente por eso, porque el contexto no es el mismo y porque los retos a los que nos enfrentamos poco tienen que ver con los de los gloriosos ochenta, me parece un gran error la reivindicación del pasado, la prórroga de liderazgos que ahora tienen poco que decir, el intento de sobrevivir más con el aliento de lo que fueron que con el oxígeno de lo que pueden ser. Lo cual no quiere decir que no se reconozca lo mucho bueno que hicieron los gobiernos socialistas, sino que ese no es, o no debería ser, el eslabón que justo ahora permitirá recuperar la confianza perdida.
Como elector que fui del PSOE, y como ciudadano que además con la llamada nueva política está más decepcionado que ilusionado, me gustaría que el partido que renaciera en mayo nada tuviera que ver con ese aparato que nos recuerda que el uso y el abuso del poder produce monstruos, ni con esas dinámicas que avalan que para muchos/as socialistas estar en el partido ha sido una forma de vida y no un servicio público, ni con esas estructuras tan androcéntricas y patriarcales que solo de manera muy superficial parecen estar comprometidas con la igualdad. La izquierda necesita otros lenguajes y otras estrategias para hacer real un proyecto que en definitiva tiene, o debería tener, como ejes la igualdad real y efectiva de la ciudadanía, el bienestar de todos y de todas, la búsqueda permanente de una mayor justicia social. Un programa que lógicamente supone domar el capitalismo salvaje y entender el ejercicio del poder lejos de la verticalidad masculina. Un horizonte que mal casa con liderazgos populistas, con discursos que abundan en la sensiblería propia de una izquierda que ya difícilmente nos convence de su poderío intelectual y con una manera de entender la política en la que no caben matices ni diálogos porque todo parece dejarse en manos de un/a salvador/a a quien hemos de adorar. Solo cuando el PSOE se libere de esos lastres que lo hacen ser un partido viejo, que no histórico, y poco creíble para quienes lo hemos visto tan seducido por las oligarquías, será posible que empiece a remontar el vuelo. Eso es justo lo que el partido se juega: tener nuevas alas o limitarse a remendar las que hace tiempo solo nacen en las espaldas de quienes necesitan del partido para sobrevivir.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 3 de abril de 2017: 
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/juega-psoe_1136678.html
Sigue leyendo ->

PATRIOTAS SIN PATRIA

La historia que nos cuenta 1898, Los últimos de Filipinas, la revisión del clásico del cine español que el pasado año dirigió con buen pulso Salvador Calvo, nos plantea un relato que me atrevería a llamar contra-épico, o al menos así lo es desde el punto de vista de las masculinidades que lo protagonizan. La historia del destacamento español que fue sitiado en el pueblo de Baler, en la isla filipina de Luzón, por insurrectos filipinos revolucionarios durante más de 300 días, es un magnífico ejemplo de cómo históricamente la masculinidad hegemónica ha estado ligada al concepto de patria y cómo por tanto el mismo concepto de patriarcado nos remite a un orden político basado en los pactos de los «padres».  Unos padres que han administrado el poder, los recursos y a violencia, y que durante siglos han sido los artífices de un orden que ha debido mantenerse en muchos casos mediante guerras y batallas. Es decir, el orden de las banderas y de los galones, el de las medallas y los reconocimientos, pero también el de los muertos y el de tantas víctimas. El de los territorios y las fronteras, el de los imperios y los colonizados, el de los generales y las esposas que esperan como Penélopes o que como putas les dan placer.

En este caso, la fuerza del relato residen en la resistencia inútil de los sitiados, los cuales durante un tiempo ignoran, y luego no quieren creer, que España había  perdido la guerra y que ha había cedido la soberanía de Filipinas a Estados Unidos. Es decir, se resisten a asumir que la patria a la que se supone estaban defendiendo, cuya bandera enarbolan como parte del mástil de su propia virilidad, ha sido derrotada y los ha dejado sin referencia simbólica a la que agarrarse.  A no ser que asuman como propio el fracaso en la guerra y, en consecuencia, el fracaso de su propia virilidad.

El gran acierto de esta cuidada producción española, y a diferencia de lo que ocurría en la versión de 1945 que lógicamente respondió a  la lógica patriótica que reclamaba el contexto franquista, es situarnos frente a un grupo de hombres que han de enfrentarse a sus propias miserias y que ven puesta a prueba una virilidad que había sido educada para el triunfo y el reconocimiento. Nos encontramos en el relato masculinidades disidentes,  esos jóvenes que se han visto obligados a pelear por una patria en la que ni siquiera creen y que en algún caso optaran por la deserción, junto a los que representan el sentido del deber y la misma cárcel de la masculinidad entendida como ausencia de debilidad. En este sentido, se nos presentan dos modelos distintos de sujetos viriles empoderados pero que comparten un mismo tronco en los personajes que interpretan espléndidamente Luis Tosar (teniente Martín) y Javier Gutiérrez (sargento Jimeno). Mucho más complejo y dubitativo es el Enrique de las Morenas que recrea con su habitual solvencia Eduard Fernández. Junto a ellos, hombres que incluso podríamos calificar de cuidadores y que intentan en algún momento saltarse los patrones, como el médico interpretado por Carlos Hipólito, o el singular monje (Karra Elejalde), que parece ubicarse en una frontera mucho más lúcida y más liberadora incluso que la que podría esperarse de alguien entregado a la religión católica. 

Frente a esos hombres que ya han recorrido buena parte de sus vidas, y a los que vemos tragándose la bilis de su propia amargura o del propio fracaso no reconocido de sus proyectos, nos encontramos al grupo de jóvenes soldados que en muchos casos ni siquiera tienen claro que merezca la pena jugarse la vida por una patria a la que no se hallan tan emocionalmente ligados como sus mayores. Unos jóvenes que ven como el absurdo de la épica masculina les lleva al horror y que incluso se plantean, como en el caso de los desertores, traicionar los valores supremos y ser fieles a su (frágil) libertad. En este sentido, el personaje central de la película, interpretado con gran solvencia por el prometedor Álvaro Cervantes, hace que justo nos posicionemos en ese lado, en el de los interrogantes, en el de la rebelión, en el de unos hombres que apenas han empezado a serlo y que acaban siendo víctimas de una narrativa – la de la hombría patriarcal y patriótica – que los usa como peones.
En este relato tan masculino, las mujeres están prácticamente ausentes, salvo en el caso de Teresa, la puta filipina que actúa en la película como la Eva tentadora, como la serpiente que los reta (impresionante la escena en que el teniente Martín está a punto de matarla porque no resiste su provocadora carnalidad que pone en cuestión la virilidad a la que él se agarra como un último sacramento), como la Scherezade vista con mirada colonial y que les canta el célebre «yo te diré». Aunque también hay una escena, protagonizada por mujeres filipinas,  que nos remite al papel pacificador de las mujeres, a su rol de hacedoras de diálogos, a la proyección política de su ética del cuidado y de su capacidad de dar la vida – esas naranjas sanadoras- que luego los hombres ciegan. Ellas son, justo en ese momento del relato, la única esperanza de que en algún momento los tiros cesen y otro modelo de Humanidad sea posible.

La visión que la película ofrece sobre los hombres filipinos y sobre cómo se nos muestran de manera más carnal, incluso sexual, que los españoles, ha sido analizada por Miguel Caballero en un magnífico texto que hace unos meses se publicó en Tribuna Feminista con el título «Imperio y masculinidad» ( http://www.tribunafeminista.org/2017/01/imperio-y-masculinidad/ ) A él me remito para completar la visión tan lúcida y tan bien rodada que 1898 nos ofrece sobre el triángulo masculinidad-patria-violencia.  Porque este relato cinematográfico nos lanza finalmente una propuesta poco abordada: la crisis que a nivel nacional supuso esa fecha bien podría considerarse también el inicio de la crisis de todo un orden, el de la hegemonía patriarcal, heroica e imperial, colonizadora y depredadora, que en el siglo siguiente se vería más rotundamente socavado, aunque para ello la Humanidad tuviera que sufrir dos guerras mundiales y aunque todavía hoy las mujeres estén lejos en buena parte del planeta de haberse liberado de sus cautiverios. Una llamada de atención que desde la historia nos plantea la necesidad, todavía hoy, en estos tiempos de rearme patriarcal y de nuevos imperialismos, de desertar de nuestra condición de hombres heroicos. 


Sigue leyendo ->

PATRIOTAS SIN PATRIA

La historia que nos cuenta 1898, Los últimos de Filipinas, la revisión del clásico del cine español que el pasado año dirigió con buen pulso Salvador Calvo, nos plantea un relato que me atrevería a llamar contra-épico, o al menos así lo es desde el punto de vista de las masculinidades que lo protagonizan. La historia del destacamento español que fue sitiado en el pueblo de Baler, en la isla filipina de Luzón, por insurrectos filipinos revolucionarios durante más de 300 días, es un magnífico ejemplo de cómo históricamente la masculinidad hegemónica ha estado ligada al concepto de patria y cómo por tanto el mismo concepto de patriarcado nos remite a un orden político basado en los pactos de los «padres».  Unos padres que han administrado el poder, los recursos y a violencia, y que durante siglos han sido los artífices de un orden que ha debido mantenerse en muchos casos mediante guerras y batallas. Es decir, el orden de las banderas y de los galones, el de las medallas y los reconocimientos, pero también el de los muertos y el de tantas víctimas. El de los territorios y las fronteras, el de los imperios y los colonizados, el de los generales y las esposas que esperan como Penélopes o que como putas les dan placer.

En este caso, la fuerza del relato residen en la resistencia inútil de los sitiados, los cuales durante un tiempo ignoran, y luego no quieren creer, que España había  perdido la guerra y que ha había cedido la soberanía de Filipinas a Estados Unidos. Es decir, se resisten a asumir que la patria a la que se supone estaban defendiendo, cuya bandera enarbolan como parte del mástil de su propia virilidad, ha sido derrotada y los ha dejado sin referencia simbólica a la que agarrarse.  A no ser que asuman como propio el fracaso en la guerra y, en consecuencia, el fracaso de su propia virilidad.

El gran acierto de esta cuidada producción española, y a diferencia de lo que ocurría en la versión de 1945 que lógicamente respondió a  la lógica patriótica que reclamaba el contexto franquista, es situarnos frente a un grupo de hombres que han de enfrentarse a sus propias miserias y que ven puesta a prueba una virilidad que había sido educada para el triunfo y el reconocimiento. Nos encontramos en el relato masculinidades disidentes,  esos jóvenes que se han visto obligados a pelear por una patria en la que ni siquiera creen y que en algún caso optaran por la deserción, junto a los que representan el sentido del deber y la misma cárcel de la masculinidad entendida como ausencia de debilidad. En este sentido, se nos presentan dos modelos distintos de sujetos viriles empoderados pero que comparten un mismo tronco en los personajes que interpretan espléndidamente Luis Tosar (teniente Martín) y Javier Gutiérrez (sargento Jimeno). Mucho más complejo y dubitativo es el Enrique de las Morenas que recrea con su habitual solvencia Eduard Fernández. Junto a ellos, hombres que incluso podríamos calificar de cuidadores y que intentan en algún momento saltarse los patrones, como el médico interpretado por Carlos Hipólito, o el singular monje (Karra Elejalde), que parece ubicarse en una frontera mucho más lúcida y más liberadora incluso que la que podría esperarse de alguien entregado a la religión católica. 

Frente a esos hombres que ya han recorrido buena parte de sus vidas, y a los que vemos tragándose la bilis de su propia amargura o del propio fracaso no reconocido de sus proyectos, nos encontramos al grupo de jóvenes soldados que en muchos casos ni siquiera tienen claro que merezca la pena jugarse la vida por una patria a la que no se hallan tan emocionalmente ligados como sus mayores. Unos jóvenes que ven como el absurdo de la épica masculina les lleva al horror y que incluso se plantean, como en el caso de los desertores, traicionar los valores supremos y ser fieles a su (frágil) libertad. En este sentido, el personaje central de la película, interpretado con gran solvencia por el prometedor Álvaro Cervantes, hace que justo nos posicionemos en ese lado, en el de los interrogantes, en el de la rebelión, en el de unos hombres que apenas han empezado a serlo y que acaban siendo víctimas de una narrativa – la de la hombría patriarcal y patriótica – que los usa como peones.
En este relato tan masculino, las mujeres están prácticamente ausentes, salvo en el caso de Teresa, la puta filipina que actúa en la película como la Eva tentadora, como la serpiente que los reta (impresionante la escena en que el teniente Martín está a punto de matarla porque no resiste su provocadora carnalidad que pone en cuestión la virilidad a la que él se agarra como un último sacramento), como la Scherezade vista con mirada colonial y que les canta el célebre «yo te diré». Aunque también hay una escena, protagonizada por mujeres filipinas,  que nos remite al papel pacificador de las mujeres, a su rol de hacedoras de diálogos, a la proyección política de su ética del cuidado y de su capacidad de dar la vida – esas naranjas sanadoras- que luego los hombres ciegan. Ellas son, justo en ese momento del relato, la única esperanza de que en algún momento los tiros cesen y otro modelo de Humanidad sea posible.

La visión que la película ofrece sobre los hombres filipinos y sobre cómo se nos muestran de manera más carnal, incluso sexual, que los españoles, ha sido analizada por Miguel Caballero en un magnífico texto que hace unos meses se publicó en Tribuna Feminista con el título «Imperio y masculinidad» ( http://www.tribunafeminista.org/2017/01/imperio-y-masculinidad/ ) A él me remito para completar la visión tan lúcida y tan bien rodada que 1898 nos ofrece sobre el triángulo masculinidad-patria-violencia.  Porque este relato cinematográfico nos lanza finalmente una propuesta poco abordada: la crisis que a nivel nacional supuso esa fecha bien podría considerarse también el inicio de la crisis de todo un orden, el de la hegemonía patriarcal, heroica e imperial, colonizadora y depredadora, que en el siglo siguiente se vería más rotundamente socavado, aunque para ello la Humanidad tuviera que sufrir dos guerras mundiales y aunque todavía hoy las mujeres estén lejos en buena parte del planeta de haberse liberado de sus cautiverios. Una llamada de atención que desde la historia nos plantea la necesidad, todavía hoy, en estos tiempos de rearme patriarcal y de nuevos imperialismos, de desertar de nuestra condición de hombres heroicos. 


Sigue leyendo ->

THELMA Y LOUISE EN LA TOSCANA

Tras su más que notable El capital humano (2013), el italiano Paolo Virzì nos sorprende con una historia en la que el protagonismo absoluto corresponde a dos mujeres y que con un tono de comedia, que sin embargo tiene mucho de drama (a mí parecer lo peor de la película), nos enfrenta a algunos de los dilemas éticos de las sociedades contemporáneas.

En este sentido, la película es un retrato no incisivo pero sí clarividente sobre algunos de los males que fracturan la sociedad italiana y, en general, sobre el triunfo de un modelo social y político en el que cada vez tienen menos peso los valores éticos comunes frente a las dinámicas competitivas y neoliberales. O, lo que es lo mismo, frente a un orden que prorroga y subraya las referencias morales de la masculinidad hegemónica, olvidándose del “orden amoroso de la vida”.

En este mundo es lógico que dos mujeres como Beatrice y Donatella no encajen de ninguna manera y sean expulsadas a las afueras, ese espacio en el que las mujeres se reencuentran cuando, como en el momento actual, las crisis varias que nos sacuden incrementan sus niveles de vulnerabilidad.
La pazza gioia, traducida en nuestro país como Locas de alegría, no es una película perfecta, pero merece la pena verse porque nos ofrece una mirada distinta a la mayoría del cine comercial y porque además es una gozada ver el festín interpretativo que nos regalan tanto la superlativa Valeria Bruni Tedeschi (Beatrice) como una más contenida Micaella Ramazotti (Donatella).
Siguiendo muy de cerca la estela de la ya mítica Thelma y Louise, a la que incluso se le hace un homenaje expreso en una de las escenas, el relato se construye sobre la relación de sororidad que se establece entre dos mujeres que deciden escapar de la institución psiquiátrica en la que están recluidas, no sabemos bien si por haber contradicho la ley o por haberse dejado llevar por sus supuestos delirios mentales, o por ambas cosas a la vez. En todo caso, esa institución acaba siendo la metáfora de una cárcel en la que ellas se hallan prisioneras, y de un mundo que las ha convertido en víctimas.

Fotograma de 'Locas de alegría'.
Fotograma de ‘Locas de alegría’.
Tal y como hacía la célebre película de Ridley Scott, cuyo mensaje final es tan discutible desde una perspectiva feminista, el director asume las reglas de las conocidas como buddy movie en las que habitualmente una pareja de hombres —policías, delincuentes, héroes siempre— comparten viaje y aventuras, mostrando los lazos mediante los que se construyen las fratrías viriles que nutren las estructuras simbólicas y materiales del patriarcado. En este caso lo que vemos son dos mujeres poderosas, a pesar de las limitaciones que el propio sistema ha marcado a fuego sobre sus cuerpos y sus mentes, que asumen las riendas de su destino y que viajan juntas gracias a una complicidad que poco tiene que ver con la que en general solemos articular los varones.
No creo que estas Thelma y Louise que recorren la Toscana en un intento desesperado de escapar de un mundo que ha construido sus reglas sin contar con ellas sean dos mujeres locas o, mejor dicho, no creo que realmente su diagnóstico sea el de una enfermedad mental de esas que el poder médico —por supuesto, también masculino y disciplinario— ha fijado como criterio excluyente.

Estas locas de alegríanos dan la clave para repensar todo un mundo en el que con demasiada frecuencia ellas son obligadas a estar en los márgenes
Donatella y Beatrice, de las que algunos todavía hoy se atreverían a decir que son unas histéricas o simplemente seres que se dejan llevar más por sus pasiones que por la cabeza, no son más que el resultado de unas estructuras de poder (político, social, emocional también) de las que han acabado siendo sufridoras. Me parece que esa es la lectura más radical de una película a la que le sobran excesos sentimentales al final (esa exaltación de la maternidad y la familia, tan reaccionaria), pero en la que nos encontramos con dos mujeres que hacen todo lo posible por recuperar el poder que la sociedad les ha quitado y que luchan por definirse por sí mismas frente a un entorno que en el mejor de los casos las trata de manera paternalista.
De la misma manera que en las Cortes constituyentes de 1931 hubo algún diputado que negó el derecho de sufragio a las mujeres basándose en que ellas eran “puro histerismo”, todavía hoy el mundo patriarcal que habitamos sigue cuestionando la capacidad de ser por sí mismas y para sí, sobre todo de aquellas que con relativa frecuencia se dejan llevar por las expectativas de género y acaban siendo esclavas de los machos que las dominan en nombre del amor y del deseo.
Estas locas de alegría nos dan la clave para repensar todo un mundo en el que con demasiada frecuencia ellas son obligadas a estar en los márgenes y a no ser reconocidas como sujetos iguales. Beatrice y Donatella, a las que su misma reducción al papel de esposas, amantes o madres les ha robado la autonomía, constituyen un referente que no deberíamos perder de vista en la urgente tarea que tenemos por delante.

Una tarea, la de la revolución feminista, que ha de llevarnos a un futuro lo más inmediato posible en el que Thelma y Louise no se vean obligadas a lanzarse al vacío o en el que las “locas” toscanas se sientan empoderadas para nunca más volver a quedar a merced de los hombres que siempre han sido los que han decidido cuándo amarlas, cuándo abandonarlas y cuándo convertirlas en enfermas. Esos que continúan asumiendo el papel de esposos proveedores, amantes chulos, puteros seductores directores de instituciones y jueces que interpretan la ley a imagen y semejanza de los intereses supuestamente racionales del varón.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS (28 de marzo de 2017):
http://elpais.com/elpais/2017/03/27/mujeres/1490627061_057089.html
Sigue leyendo ->

THELMA Y LOUISE EN LA TOSCANA

Tras su más que notable El capital humano (2013), el italiano Paolo Virzì nos sorprende con una historia en la que el protagonismo absoluto corresponde a dos mujeres y que con un tono de comedia, que sin embargo tiene mucho de drama (a mí parecer lo peor de la película), nos enfrenta a algunos de los dilemas éticos de las sociedades contemporáneas.

En este sentido, la película es un retrato no incisivo pero sí clarividente sobre algunos de los males que fracturan la sociedad italiana y, en general, sobre el triunfo de un modelo social y político en el que cada vez tienen menos peso los valores éticos comunes frente a las dinámicas competitivas y neoliberales. O, lo que es lo mismo, frente a un orden que prorroga y subraya las referencias morales de la masculinidad hegemónica, olvidándose del “orden amoroso de la vida”.

En este mundo es lógico que dos mujeres como Beatrice y Donatella no encajen de ninguna manera y sean expulsadas a las afueras, ese espacio en el que las mujeres se reencuentran cuando, como en el momento actual, las crisis varias que nos sacuden incrementan sus niveles de vulnerabilidad.
La pazza gioia, traducida en nuestro país como Locas de alegría, no es una película perfecta, pero merece la pena verse porque nos ofrece una mirada distinta a la mayoría del cine comercial y porque además es una gozada ver el festín interpretativo que nos regalan tanto la superlativa Valeria Bruni Tedeschi (Beatrice) como una más contenida Micaella Ramazotti (Donatella).
Siguiendo muy de cerca la estela de la ya mítica Thelma y Louise, a la que incluso se le hace un homenaje expreso en una de las escenas, el relato se construye sobre la relación de sororidad que se establece entre dos mujeres que deciden escapar de la institución psiquiátrica en la que están recluidas, no sabemos bien si por haber contradicho la ley o por haberse dejado llevar por sus supuestos delirios mentales, o por ambas cosas a la vez. En todo caso, esa institución acaba siendo la metáfora de una cárcel en la que ellas se hallan prisioneras, y de un mundo que las ha convertido en víctimas.

Fotograma de 'Locas de alegría'.
Fotograma de ‘Locas de alegría’.
Tal y como hacía la célebre película de Ridley Scott, cuyo mensaje final es tan discutible desde una perspectiva feminista, el director asume las reglas de las conocidas como buddy movie en las que habitualmente una pareja de hombres —policías, delincuentes, héroes siempre— comparten viaje y aventuras, mostrando los lazos mediante los que se construyen las fratrías viriles que nutren las estructuras simbólicas y materiales del patriarcado. En este caso lo que vemos son dos mujeres poderosas, a pesar de las limitaciones que el propio sistema ha marcado a fuego sobre sus cuerpos y sus mentes, que asumen las riendas de su destino y que viajan juntas gracias a una complicidad que poco tiene que ver con la que en general solemos articular los varones.
No creo que estas Thelma y Louise que recorren la Toscana en un intento desesperado de escapar de un mundo que ha construido sus reglas sin contar con ellas sean dos mujeres locas o, mejor dicho, no creo que realmente su diagnóstico sea el de una enfermedad mental de esas que el poder médico —por supuesto, también masculino y disciplinario— ha fijado como criterio excluyente.

Estas locas de alegríanos dan la clave para repensar todo un mundo en el que con demasiada frecuencia ellas son obligadas a estar en los márgenes
Donatella y Beatrice, de las que algunos todavía hoy se atreverían a decir que son unas histéricas o simplemente seres que se dejan llevar más por sus pasiones que por la cabeza, no son más que el resultado de unas estructuras de poder (político, social, emocional también) de las que han acabado siendo sufridoras. Me parece que esa es la lectura más radical de una película a la que le sobran excesos sentimentales al final (esa exaltación de la maternidad y la familia, tan reaccionaria), pero en la que nos encontramos con dos mujeres que hacen todo lo posible por recuperar el poder que la sociedad les ha quitado y que luchan por definirse por sí mismas frente a un entorno que en el mejor de los casos las trata de manera paternalista.
De la misma manera que en las Cortes constituyentes de 1931 hubo algún diputado que negó el derecho de sufragio a las mujeres basándose en que ellas eran “puro histerismo”, todavía hoy el mundo patriarcal que habitamos sigue cuestionando la capacidad de ser por sí mismas y para sí, sobre todo de aquellas que con relativa frecuencia se dejan llevar por las expectativas de género y acaban siendo esclavas de los machos que las dominan en nombre del amor y del deseo.
Estas locas de alegría nos dan la clave para repensar todo un mundo en el que con demasiada frecuencia ellas son obligadas a estar en los márgenes y a no ser reconocidas como sujetos iguales. Beatrice y Donatella, a las que su misma reducción al papel de esposas, amantes o madres les ha robado la autonomía, constituyen un referente que no deberíamos perder de vista en la urgente tarea que tenemos por delante.

Una tarea, la de la revolución feminista, que ha de llevarnos a un futuro lo más inmediato posible en el que Thelma y Louise no se vean obligadas a lanzarse al vacío o en el que las “locas” toscanas se sientan empoderadas para nunca más volver a quedar a merced de los hombres que siempre han sido los que han decidido cuándo amarlas, cuándo abandonarlas y cuándo convertirlas en enfermas. Esos que continúan asumiendo el papel de esposos proveedores, amantes chulos, puteros seductores directores de instituciones y jueces que interpretan la ley a imagen y semejanza de los intereses supuestamente racionales del varón.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS (28 de marzo de 2017):
http://elpais.com/elpais/2017/03/27/mujeres/1490627061_057089.html
Sigue leyendo ->

FESTEN: DESMONTANDO AL PATRIARCA

Aunque poco a poco las cosas van cambiando también en las artes escénicas, todavía hoy continúa siendo poco habitual que una mujer no solo consiga poner en pie montajes teatrales sino que también vaya teniendo una voz propia en un ámbito tan masculinizado. Quienes desde hace un tiempo seguimos y admiramos a Magüi Mira hemos podido comprobar cómo se ha ido convirtiendo justo en una de esas mujeres empoderadas que tienen la capacidad y la sabiduría de llevar a las tablas su compromiso ético con el mundo que le ha tocado vivir. Así se pudo comprobar en obras tan dispares como Kathie y el hipopótamo, El discurso del rey o en su particular recreación de la poderosa Cleopatra. No es solo una mirada de mujer la que urdió todas esas tramas sino que sobre esas historias miraron los ojos violetas y, por tanto, transformadores y cívicos que habitan la cabeza de una mujer radicalmente feminista. Esa que además nos demuestra cada día que los años cumplidos son garantía de lucidez y no un demérito en este mundo que parece atar a las mujeres al mito de la eterna juventud.
En esta época de tablas invadidas por estrellas televisivas y por monólogos que hacen rentable la aventura teatral que la mala gestión pública casi ha convertido en suicida, la directora valenciana vuelve a apostar, con la complicidad del Centro Dramático Nacional, por el riesgo y nos regala su versión de una película que a muchos nos sorprendió en su momento: aquella Celebración alemana con la que empezamos a oír hablar de un movimiento llamado Dogma. Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.

Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.

Festen es el relato, a veces tragicómico, siempre hondamente dramático, de cómo la familia ha sido y es el contexto privilegiado para alumbrar y mantener el poder del patriarca que extiende sus dominios sobre sus posesiones, entre las que ocupan un lugar privilegiado la esposa domesticada y los descendientes vulnerables. En la celebración del 60 cumpleaños del señor de la casa estallan todos los silencios, se abren las heridas no cicatrizadas y, al fin, el hijo pisoteado se atreve a liberar todo el dolor que durante siglos lo ha convertido en un ser sin alas. Un dolor que escupe sobre el padre todopoderoso que no dudó en violarlo a él y a su hermana gemela una y otra vez cuando eran niños, con la complicidad de una esposa que, subordinada, siempre miró para otro lado y prefirió mantener intacto el orden familiar.
A través de una bellísima puesta en escena, en la que todo – vestuario, música, iluminación, movimientos – está puesto al servicio de una celebración que acaba siendo emancipadora, Magüi Mira nos coloca frente al espejo y nos muestra, con todo su crudeza, cómo las fauces del patriarca generan víctimas y cuán necesario es que empecemos a rebelarnos contra ellas. Un patriarca que posee a su esposa y a sus hijos e hijas como quien posee tierras y a los que somete a la ceremonia cruel de sus deseos. El siempre sujeto, los demás objetos; él desde el dominio, los demás, incluidos los sirvientes, arrodillados ante su señor. Festen nos muestra, con toda la crudeza que supone ver muy cerca el rostro de los actores y de las actrices, cómo el poder del patriarca se ha erigido durante siglos sobre el control de los cuerpos de las mujeres y de los más débiles sometidos a sus designios. Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra. Todo ello ahora en alianza con un neoliberalismo que lo legitima todo en nombre de los deseos y la libertad.

Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra.

Uno de los mayores aciertos del montaje es que, pese a todo ese dolor que vemos expandirse desde la mesa familiar a los corazones de los espectadores, su final acaba siendo luminoso, blanco, esperanzador. Magüi apuesta por el triunfo de los vínculos amorosos de la vida frente a la omnipotencia del pater familias. Este acaba siendo expulsado, y con él la esposa sumisa, de un círculo en el que ya solo caben los besos y los cuerpos sin máscaras. Desnudos frente a la vida. Como recién nacidos a un nuevo orden en el que mujeres como Linda, la que hija que nos soportó no reconocerse como ser autónomo frente al espejo, abandonen las afueras y se alcen, victoriosas, sobre la mesa de unas familias en las que la jerarquía piramidal al fin haya sido sustituida por la horizontalidad de los y las iguales. 
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 27-3-17:
http://www.tribunafeminista.org/2017/03/festen-desmontando-al-patriarca/
Sigue leyendo ->

FESTEN: DESMONTANDO AL PATRIARCA

Aunque poco a poco las cosas van cambiando también en las artes escénicas, todavía hoy continúa siendo poco habitual que una mujer no solo consiga poner en pie montajes teatrales sino que también vaya teniendo una voz propia en un ámbito tan masculinizado. Quienes desde hace un tiempo seguimos y admiramos a Magüi Mira hemos podido comprobar cómo se ha ido convirtiendo justo en una de esas mujeres empoderadas que tienen la capacidad y la sabiduría de llevar a las tablas su compromiso ético con el mundo que le ha tocado vivir. Así se pudo comprobar en obras tan dispares como Kathie y el hipopótamo, El discurso del rey o en su particular recreación de la poderosa Cleopatra. No es solo una mirada de mujer la que urdió todas esas tramas sino que sobre esas historias miraron los ojos violetas y, por tanto, transformadores y cívicos que habitan la cabeza de una mujer radicalmente feminista. Esa que además nos demuestra cada día que los años cumplidos son garantía de lucidez y no un demérito en este mundo que parece atar a las mujeres al mito de la eterna juventud.
En esta época de tablas invadidas por estrellas televisivas y por monólogos que hacen rentable la aventura teatral que la mala gestión pública casi ha convertido en suicida, la directora valenciana vuelve a apostar, con la complicidad del Centro Dramático Nacional, por el riesgo y nos regala su versión de una película que a muchos nos sorprendió en su momento: aquella Celebración alemana con la que empezamos a oír hablar de un movimiento llamado Dogma. Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.

Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.

Festen es el relato, a veces tragicómico, siempre hondamente dramático, de cómo la familia ha sido y es el contexto privilegiado para alumbrar y mantener el poder del patriarca que extiende sus dominios sobre sus posesiones, entre las que ocupan un lugar privilegiado la esposa domesticada y los descendientes vulnerables. En la celebración del 60 cumpleaños del señor de la casa estallan todos los silencios, se abren las heridas no cicatrizadas y, al fin, el hijo pisoteado se atreve a liberar todo el dolor que durante siglos lo ha convertido en un ser sin alas. Un dolor que escupe sobre el padre todopoderoso que no dudó en violarlo a él y a su hermana gemela una y otra vez cuando eran niños, con la complicidad de una esposa que, subordinada, siempre miró para otro lado y prefirió mantener intacto el orden familiar.
A través de una bellísima puesta en escena, en la que todo – vestuario, música, iluminación, movimientos – está puesto al servicio de una celebración que acaba siendo emancipadora, Magüi Mira nos coloca frente al espejo y nos muestra, con todo su crudeza, cómo las fauces del patriarca generan víctimas y cuán necesario es que empecemos a rebelarnos contra ellas. Un patriarca que posee a su esposa y a sus hijos e hijas como quien posee tierras y a los que somete a la ceremonia cruel de sus deseos. El siempre sujeto, los demás objetos; él desde el dominio, los demás, incluidos los sirvientes, arrodillados ante su señor. Festen nos muestra, con toda la crudeza que supone ver muy cerca el rostro de los actores y de las actrices, cómo el poder del patriarca se ha erigido durante siglos sobre el control de los cuerpos de las mujeres y de los más débiles sometidos a sus designios. Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra. Todo ello ahora en alianza con un neoliberalismo que lo legitima todo en nombre de los deseos y la libertad.

Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra.

Uno de los mayores aciertos del montaje es que, pese a todo ese dolor que vemos expandirse desde la mesa familiar a los corazones de los espectadores, su final acaba siendo luminoso, blanco, esperanzador. Magüi apuesta por el triunfo de los vínculos amorosos de la vida frente a la omnipotencia del pater familias. Este acaba siendo expulsado, y con él la esposa sumisa, de un círculo en el que ya solo caben los besos y los cuerpos sin máscaras. Desnudos frente a la vida. Como recién nacidos a un nuevo orden en el que mujeres como Linda, la que hija que nos soportó no reconocerse como ser autónomo frente al espejo, abandonen las afueras y se alcen, victoriosas, sobre la mesa de unas familias en las que la jerarquía piramidal al fin haya sido sustituida por la horizontalidad de los y las iguales. 
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 27-3-17:
http://www.tribunafeminista.org/2017/03/festen-desmontando-al-patriarca/
Sigue leyendo ->

LOS RÍOS DE ALBERTO

La política española se ha enfangado tanto en los últimos tiempos que es normal que las personas mínimamente sensatas, y sobre todo con un trabajo que les permita ganarse la vida decentemente, no estén por la labor de implicarse en unas dinámicas que, controladas por unas élites oligárquicas, les restan autonomía. Ello no quiere decir que no haya muchas personas honestas, inteligentes y comprometidas en la vida pública. Por supuesto que las hay, aunque me temo que con demasiada frecuencia en un segundo plano o a punto siempre de abandonar el barco. Ahora bien, las que manejan el timón, marcan estrategias y se reparten cuotas de poder suelen ser profesionales de la política para los que la disciplina y la sumisión al jerarca de turno es un mínimo precio que gustosos pagan con tal de mantenerse en el púlpito y, en muchos casos, mantener un nivel de vida y de reconocimiento que por otras vías serían impensables. Estos males se multiplican en la política local, donde la cercanía hace más fáciles las redes clientelares, las servidumbres y las tácticas sicilianas, y donde además el nivel de dedicación es tan extremo para quien se lo toma en serio que es habitual que la «vitae» acabe siendo engullida por el «curriculum».
En un escenario como este es lógico que encajen mal los seres disidentes, las mentes que se interrogan y los individuos que suelen buscar los cientos de matices que hay entre el blanco y el negro. Con este panorama, que tampoco la «nueva política» ha conseguido transformar, sino que más bien lo ha subrayado con estrategias más sibilinas, a nadie de los que lo conocemos bien nos ha cogido por sorpresa que Alberto de los Ríos haya decidido abandonar el Ayuntamiento. Además de ser un hombre que tiene un puesto de trabajo al que volver, cosa que me temo no pueden decir buena parte de sus colegas de Pleno, Alberto es un tipo que asumió hace años que la curiosidad permanente es el mejor estado del alma, que conquistó en una ciudad tan armarizada como esta su irrenunciable derecho a amar a quien le dé la gana y que siempre entendió que la política o transforma la injusta realidad o es solo una escenificación en beneficio de los privilegiados. Su voz pública, además, nunca fue guerrera ni altiva, lo cual no quiere decir que no haya tenido ni tenga convicciones hondas, pero siempre la usó recordando que la ternura, como bien nos enseñó Petra Kelly, también puede ser un arma de lucha.
Con todos estos mimbres, y otros muchos que hacen del profesor De los Ríos un soñador que un día quiso probar la efervescencia de la res publica, es evidente que Capitulares haya acabado siendo un cauce demasiado estrecho y limitado para quien alberga un caudal de utopías en su cerebro de niño grande. Ello no quiere decir, estoy seguro, que se retire a la comodidad de sus habitaciones. Lo imagino curtiéndose en otras batallas, militando en sus múltiples luchas contra la desigualdad, aprendiendo y haciendo ecofeminismo, confiando en las potencialidades del cuidado y en la savia renovadora de lo horizontal. Esta ciudad, por tanto, seguirá disfrutando de su coraje y de su ternura. Solo pierde con su marcha una política que, tan vieja como la más vieja, continúa mirándose el ombligo y desilusionando a quienes un día pensamos que cabían alternativas frente al neoliberalismo salvaje y la democracia formal. Menos mal que seguiremos encontrándonos con Alberto en «la república de las letras» mientras que recordamos lo que la sabia Adrienne Rich un día nos enseñó: «Un movimiento por el cambio vive en los sentimientos, las acciones y las palabras. Cualquier cosa que limite o mutile nuestros sentimientos dificulta más nuestra actuación, hace que nuestros actos sean reactivos, repetitivos: el pensamiento abstracto, las estrechas lealtades tribales, cualquier tipo de superioridad, la arrogancia de creernos en el centro».
LAS FRONTERAS INDECISAS, Diario Córdoba, 22 de marzo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/rios-alberto_1133358.html
Sigue leyendo ->

LOS RÍOS DE ALBERTO

La política española se ha enfangado tanto en los últimos tiempos que es normal que las personas mínimamente sensatas, y sobre todo con un trabajo que les permita ganarse la vida decentemente, no estén por la labor de implicarse en unas dinámicas que, controladas por unas élites oligárquicas, les restan autonomía. Ello no quiere decir que no haya muchas personas honestas, inteligentes y comprometidas en la vida pública. Por supuesto que las hay, aunque me temo que con demasiada frecuencia en un segundo plano o a punto siempre de abandonar el barco. Ahora bien, las que manejan el timón, marcan estrategias y se reparten cuotas de poder suelen ser profesionales de la política para los que la disciplina y la sumisión al jerarca de turno es un mínimo precio que gustosos pagan con tal de mantenerse en el púlpito y, en muchos casos, mantener un nivel de vida y de reconocimiento que por otras vías serían impensables. Estos males se multiplican en la política local, donde la cercanía hace más fáciles las redes clientelares, las servidumbres y las tácticas sicilianas, y donde además el nivel de dedicación es tan extremo para quien se lo toma en serio que es habitual que la «vitae» acabe siendo engullida por el «curriculum».
En un escenario como este es lógico que encajen mal los seres disidentes, las mentes que se interrogan y los individuos que suelen buscar los cientos de matices que hay entre el blanco y el negro. Con este panorama, que tampoco la «nueva política» ha conseguido transformar, sino que más bien lo ha subrayado con estrategias más sibilinas, a nadie de los que lo conocemos bien nos ha cogido por sorpresa que Alberto de los Ríos haya decidido abandonar el Ayuntamiento. Además de ser un hombre que tiene un puesto de trabajo al que volver, cosa que me temo no pueden decir buena parte de sus colegas de Pleno, Alberto es un tipo que asumió hace años que la curiosidad permanente es el mejor estado del alma, que conquistó en una ciudad tan armarizada como esta su irrenunciable derecho a amar a quien le dé la gana y que siempre entendió que la política o transforma la injusta realidad o es solo una escenificación en beneficio de los privilegiados. Su voz pública, además, nunca fue guerrera ni altiva, lo cual no quiere decir que no haya tenido ni tenga convicciones hondas, pero siempre la usó recordando que la ternura, como bien nos enseñó Petra Kelly, también puede ser un arma de lucha.
Con todos estos mimbres, y otros muchos que hacen del profesor De los Ríos un soñador que un día quiso probar la efervescencia de la res publica, es evidente que Capitulares haya acabado siendo un cauce demasiado estrecho y limitado para quien alberga un caudal de utopías en su cerebro de niño grande. Ello no quiere decir, estoy seguro, que se retire a la comodidad de sus habitaciones. Lo imagino curtiéndose en otras batallas, militando en sus múltiples luchas contra la desigualdad, aprendiendo y haciendo ecofeminismo, confiando en las potencialidades del cuidado y en la savia renovadora de lo horizontal. Esta ciudad, por tanto, seguirá disfrutando de su coraje y de su ternura. Solo pierde con su marcha una política que, tan vieja como la más vieja, continúa mirándose el ombligo y desilusionando a quienes un día pensamos que cabían alternativas frente al neoliberalismo salvaje y la democracia formal. Menos mal que seguiremos encontrándonos con Alberto en «la república de las letras» mientras que recordamos lo que la sabia Adrienne Rich un día nos enseñó: «Un movimiento por el cambio vive en los sentimientos, las acciones y las palabras. Cualquier cosa que limite o mutile nuestros sentimientos dificulta más nuestra actuación, hace que nuestros actos sean reactivos, repetitivos: el pensamiento abstracto, las estrechas lealtades tribales, cualquier tipo de superioridad, la arrogancia de creernos en el centro».
LAS FRONTERAS INDECISAS, Diario Córdoba, 22 de marzo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/rios-alberto_1133358.html
Sigue leyendo ->

MARÍA (PARA LOS DEMÁS)

Si alguien tiene alguna duda del cambio de foco que en muchos casos supone que haya una mujer detrás de la cámara, no debería perderse la primera película de la directora Nely Reguera. Sin ser una película redonda, entre otras cosas porque me temo que ha habido demasiadas personas (cinco) metiendo mano en el guión, me parece un magnífico ejemplo de un relato en el que el protagonismo recae en una mujer y en el que contemplamos la vida narrada desde un punto de vista que poco tiene que ver con el masculino dominante. Aunque, todo hay que decirlo, la película no pasa el famoso test de Bechdel: cuando las mujeres hablan entre ellas siempre lo hacen sobre los hombres de su vida.

Lo más interesante de María (y los demás) es cómo nos sitúa frente a una mujer que durante toda su vida no ha hecho otra cosa que estar más pendiente de los demás que de ella misma. Y no solo en el sentido literal del cuidado, sino también en cuanto que han sido los otros – y muy especialmente los varones que la han rodeado – quienes han marcado su existencia. Eso le ha impedido desarrollar plenamente sus aspiraciones, sentirse totalmente autónoma e incluso le ha llevado a vivir una especie de adolescencia prolongada que la hacen ser insegura, dubitativa y frágil, muy frágil, pese a su apariencia de mujer que lo controla todo. En este caso, como casi siempre pasa con las preposiciones, el para es determinante.

María (y los demás) tiene el gran acierto de no ser una película más sobre dilemas familiares, aunque también lo sea, ya que es por encima de todo la historia de una mujer de mediana edad que no ha logrado liberarse de buena parte de sus «cautiverios» y que por lo tanto, aunque no sea capaz de reconocerlo del todo, es esclava de las expectativas que los demás  y que ella misma se ha marcado rígidamente. 

Otro punto positivo es que Nely Reguera nos cuenta este periplo emocional con tono de comedia, sin convertir en un drama excesivo lo que en otras películas hemos visto hecho un culebrón. Gracias a su sentido del humor, la historia de María se salva de la amargura que en todo caso supone vivir una vida que no es la que uno habría querido vivir.  En el caso de la protagonista, tal vez porque su gran error de partida haya sido mirar el mundo y a ella misma bajo el prisma de los varones… y de las mujeres que les siguen el juego. 

Esta luminosa historia, porque al fin parece que María acaba viendo la luz y es capaz de saltarse las reglas, no habría sido la misma sin el derroche interpretativo de una superlativa Bárbara Lennie. Ella vuelve a demostrar que es una de las mejores actrices de nuestro cine: su rostro bello e intenso es capaz de decirlo todo, de seducirnos, de interpelarnos y, finalmente, de acariciarnos. Después de haberla disfrutado sobre los escenarios en la brutal La clausura del amor, en esta película demuestra que la verdadera seducción tiene más que ver con la inteligencia que con el cuerpo, por más que ella esté esplendorosa en escenas como la del vestido de novia. Sin ella, no me cabe la menor duda, esta película habría pasado desapercibida. Con ella, este debut en la pantalla se convierte en una más que sugerente promesa que espero tenga continuación. 

María (y los demás), Nely Reguera, 2015
Filmoteca de Andalucía, Córdoba, 18-3-2017

Sigue leyendo ->

MARÍA (PARA LOS DEMÁS)

Si alguien tiene alguna duda del cambio de foco que en muchos casos supone que haya una mujer detrás de la cámara, no debería perderse la primera película de la directora Nely Reguera. Sin ser una película redonda, entre otras cosas porque me temo que ha habido demasiadas personas (cinco) metiendo mano en el guión, me parece un magnífico ejemplo de un relato en el que el protagonismo recae en una mujer y en el que contemplamos la vida narrada desde un punto de vista que poco tiene que ver con el masculino dominante. Aunque, todo hay que decirlo, la película no pasa el famoso test de Bechdel: cuando las mujeres hablan entre ellas siempre lo hacen sobre los hombres de su vida.

Lo más interesante de María (y los demás) es cómo nos sitúa frente a una mujer que durante toda su vida no ha hecho otra cosa que estar más pendiente de los demás que de ella misma. Y no solo en el sentido literal del cuidado, sino también en cuanto que han sido los otros – y muy especialmente los varones que la han rodeado – quienes han marcado su existencia. Eso le ha impedido desarrollar plenamente sus aspiraciones, sentirse totalmente autónoma e incluso le ha llevado a vivir una especie de adolescencia prolongada que la hacen ser insegura, dubitativa y frágil, muy frágil, pese a su apariencia de mujer que lo controla todo. En este caso, como casi siempre pasa con las preposiciones, el para es determinante.

María (y los demás) tiene el gran acierto de no ser una película más sobre dilemas familiares, aunque también lo sea, ya que es por encima de todo la historia de una mujer de mediana edad que no ha logrado liberarse de buena parte de sus «cautiverios» y que por lo tanto, aunque no sea capaz de reconocerlo del todo, es esclava de las expectativas que los demás  y que ella misma se ha marcado rígidamente. 

Otro punto positivo es que Nely Reguera nos cuenta este periplo emocional con tono de comedia, sin convertir en un drama excesivo lo que en otras películas hemos visto hecho un culebrón. Gracias a su sentido del humor, la historia de María se salva de la amargura que en todo caso supone vivir una vida que no es la que uno habría querido vivir.  En el caso de la protagonista, tal vez porque su gran error de partida haya sido mirar el mundo y a ella misma bajo el prisma de los varones… y de las mujeres que les siguen el juego. 

Esta luminosa historia, porque al fin parece que María acaba viendo la luz y es capaz de saltarse las reglas, no habría sido la misma sin el derroche interpretativo de una superlativa Bárbara Lennie. Ella vuelve a demostrar que es una de las mejores actrices de nuestro cine: su rostro bello e intenso es capaz de decirlo todo, de seducirnos, de interpelarnos y, finalmente, de acariciarnos. Después de haberla disfrutado sobre los escenarios en la brutal La clausura del amor, en esta película demuestra que la verdadera seducción tiene más que ver con la inteligencia que con el cuerpo, por más que ella esté esplendorosa en escenas como la del vestido de novia. Sin ella, no me cabe la menor duda, esta película habría pasado desapercibida. Con ella, este debut en la pantalla se convierte en una más que sugerente promesa que espero tenga continuación. 

María (y los demás), Nely Reguera, 2015
Filmoteca de Andalucía, Córdoba, 18-3-2017

Sigue leyendo ->

DOÑA CLARA O LA MUJER SIN MIEDO A LOS TIBURONES

Es tan poco habitual encontrar en la pantalla mujeres que lleven el timón del relato y que no sean meros personajes dependientes de los principales masculinos, que cuando uno se encuentra con una película como Doña Clara confirma qué mirada tan androcéntrica, y por lo tanto tan parcial, nos ofrece el cine en general. Que la protagonista absoluta de la historia sea una mujer jubilada, independiente, con vida propia y con una fuerza que ya quisiéramos para nosotros muchos hombres, es el principal aliciente de una imprescindible película brasileña que, además, nos ofrece de manera tierna, reposada, sin estridencias, una honda crítica del mundo que estamos construyendo a costa del que estamos reduciendo a escombros.
Acostumbrados a que las mujeres en el cine sean seres que solo viven para la pasión, que andan en muchos casos como “vacas sin cencerro”, arrastrando culpas e incapaces de sobreponerse a los fracasos amorosos, tan cautivas de los deseos y caprichos de los héroes masculinos, reconforta encontrarse con un personaje como el de doña Clara, una señora con poderío que no necesita de los hombres para darle sentido a su vida, por más que estuviera enamoradísima de su marido, y que es capaz de levantarse cada día encontrando un sentido a todo lo que puede hacer por ella misma. Mucho más cuando se enfrenta, sin convertirse en la víctima que paternalmente salvan los varones, a los especuladores que quieren acabar con su espacio, con sus metros cuadrados de soberanía, con las habitaciones propias en las que viven sus músicas, sus recuerdos y sus heridas. Porque también Clara es una mujer que ha sobrevivido a batallas y que luce orgullosa sus cicatrices. Bella y sólida. Con el rostro marcado por las hermosas arrugas que la hacen todavía más atractiva. Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar, al que solo una actriz con el peso de Sonia Braga podría dotar de autenticidad.

Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar

Toda la película está rodada desde el punto de vista de ella, que nos lleva por sus rutinas placenteras y por sus recuerdos, por sus amores y por las canciones que la hacen poderosa. Vemos cómo  Clara ejerce de madre, de tía y de abuela, pero esos papeles no son los que la definen de manera limitada, sino que son solo piezas de algo más complejo que es todo su ser de señora que desafía a un mar lleno de tiburones.  La vemos incluso rebelarse frente a una hija que, como suele ser muy habitual,  trata a la madre mayor como si fuera una niña, una discapacitada o una loca que necesita siempre la tutela de alguien al que se le supone racional y equilibrado solo por su juventud.  Doña Clara es también una mujer que baila, que seduce y que comparte con sus amigas el gozo de saberse autónoma. La que es capaz de generar redes de sororidad que nada tienen que ver con las relaciones que generamos los hombres. La jubilosamente sesentona que no vive ni esclava del cuerpo, ni de las modas ni de las miradas ajenas. La que se baña en la playa pese al oleaje, la que ríe como si la boca fuese un caudal, la que necesita volver a sentir lo que es el placer de gozar junto a otro cuerpo.
Pero además de ese prodigioso retrato femenino, Aquarius, que es el título original de la película y el nombre del edificio en el que resiste doña Clara como si le fuera la vida en ello, es una hermosísima defensa de eso que, como diría la profesora Laura Mora, es el “orden amoroso de la vida” frente al depredador que representan los sujetos masculinos – el poder del padre, el peso del dinero, la corrupción de la política – a los que debe enfrentarse. En este sentido, la película de Kleber Mendonça Filho es una feroz crítica del mundo capitalista en su versión más neoliberal – que va tan de la mano con el patriarcado – y frente al que todas y todos nos volvemos vulnerables.  Un mundo al que solo parecen interesarle los beneficios – de unos pocos, claro –  y al que no le importa pisotear el bienestar de la mayoría. Justo por ello necesitamos muchas mujeres con la hondura ética de doña Clara, y muchos hombres que aprendan de ellas y, por tanto, del feminismo como lógica emancipadora que persigue un planeta más justo y equilibrado. Un planeta que sea capaz de renacer cómo el larguísimo pelo negro de la protagonista y de bailar al ritmo de las hermosas canciones brasileñas de la banda sonora de una película que nos reconcilia con el cine al que siempre me gusta imaginar como si fuera una ventana abierta al mar.
Publicado en TRIBUNA FEMINISTA, 15 de marzo de 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/03/dona-clara-o-la-mujer-sin-miedo-a-los-tiburones/
Sigue leyendo ->

DOÑA CLARA O LA MUJER SIN MIEDO A LOS TIBURONES

Es tan poco habitual encontrar en la pantalla mujeres que lleven el timón del relato y que no sean meros personajes dependientes de los principales masculinos, que cuando uno se encuentra con una película como Doña Clara confirma qué mirada tan androcéntrica, y por lo tanto tan parcial, nos ofrece el cine en general. Que la protagonista absoluta de la historia sea una mujer jubilada, independiente, con vida propia y con una fuerza que ya quisiéramos para nosotros muchos hombres, es el principal aliciente de una imprescindible película brasileña que, además, nos ofrece de manera tierna, reposada, sin estridencias, una honda crítica del mundo que estamos construyendo a costa del que estamos reduciendo a escombros.
Acostumbrados a que las mujeres en el cine sean seres que solo viven para la pasión, que andan en muchos casos como “vacas sin cencerro”, arrastrando culpas e incapaces de sobreponerse a los fracasos amorosos, tan cautivas de los deseos y caprichos de los héroes masculinos, reconforta encontrarse con un personaje como el de doña Clara, una señora con poderío que no necesita de los hombres para darle sentido a su vida, por más que estuviera enamoradísima de su marido, y que es capaz de levantarse cada día encontrando un sentido a todo lo que puede hacer por ella misma. Mucho más cuando se enfrenta, sin convertirse en la víctima que paternalmente salvan los varones, a los especuladores que quieren acabar con su espacio, con sus metros cuadrados de soberanía, con las habitaciones propias en las que viven sus músicas, sus recuerdos y sus heridas. Porque también Clara es una mujer que ha sobrevivido a batallas y que luce orgullosa sus cicatrices. Bella y sólida. Con el rostro marcado por las hermosas arrugas que la hacen todavía más atractiva. Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar, al que solo una actriz con el peso de Sonia Braga podría dotar de autenticidad.

Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar

Toda la película está rodada desde el punto de vista de ella, que nos lleva por sus rutinas placenteras y por sus recuerdos, por sus amores y por las canciones que la hacen poderosa. Vemos cómo  Clara ejerce de madre, de tía y de abuela, pero esos papeles no son los que la definen de manera limitada, sino que son solo piezas de algo más complejo que es todo su ser de señora que desafía a un mar lleno de tiburones.  La vemos incluso rebelarse frente a una hija que, como suele ser muy habitual,  trata a la madre mayor como si fuera una niña, una discapacitada o una loca que necesita siempre la tutela de alguien al que se le supone racional y equilibrado solo por su juventud.  Doña Clara es también una mujer que baila, que seduce y que comparte con sus amigas el gozo de saberse autónoma. La que es capaz de generar redes de sororidad que nada tienen que ver con las relaciones que generamos los hombres. La jubilosamente sesentona que no vive ni esclava del cuerpo, ni de las modas ni de las miradas ajenas. La que se baña en la playa pese al oleaje, la que ríe como si la boca fuese un caudal, la que necesita volver a sentir lo que es el placer de gozar junto a otro cuerpo.
Pero además de ese prodigioso retrato femenino, Aquarius, que es el título original de la película y el nombre del edificio en el que resiste doña Clara como si le fuera la vida en ello, es una hermosísima defensa de eso que, como diría la profesora Laura Mora, es el “orden amoroso de la vida” frente al depredador que representan los sujetos masculinos – el poder del padre, el peso del dinero, la corrupción de la política – a los que debe enfrentarse. En este sentido, la película de Kleber Mendonça Filho es una feroz crítica del mundo capitalista en su versión más neoliberal – que va tan de la mano con el patriarcado – y frente al que todas y todos nos volvemos vulnerables.  Un mundo al que solo parecen interesarle los beneficios – de unos pocos, claro –  y al que no le importa pisotear el bienestar de la mayoría. Justo por ello necesitamos muchas mujeres con la hondura ética de doña Clara, y muchos hombres que aprendan de ellas y, por tanto, del feminismo como lógica emancipadora que persigue un planeta más justo y equilibrado. Un planeta que sea capaz de renacer cómo el larguísimo pelo negro de la protagonista y de bailar al ritmo de las hermosas canciones brasileñas de la banda sonora de una película que nos reconcilia con el cine al que siempre me gusta imaginar como si fuera una ventana abierta al mar.
Publicado en TRIBUNA FEMINISTA, 15 de marzo de 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/03/dona-clara-o-la-mujer-sin-miedo-a-los-tiburones/
Sigue leyendo ->

DOÑA CLARA O LA MUJER SIN MIEDO A LOS TIBURONES

Es tan poco habitual encontrar en la pantalla mujeres que lleven el timón del relato y que no sean meros personajes dependientes de los principales masculinos, que cuando uno se encuentra con una película como Doña Clara confirma qué mirada tan androcéntrica, y por lo tanto tan parcial, nos ofrece el cine en general. Que la protagonista absoluta de la historia sea una mujer jubilada, independiente, con vida propia y con una fuerza que ya quisiéramos para nosotros muchos hombres, es el principal aliciente de una imprescindible película brasileña que, además, nos ofrece de manera tierna, reposada, sin estridencias, una honda crítica del mundo que estamos construyendo a costa del que estamos reduciendo a escombros.
Acostumbrados a que las mujeres en el cine sean seres que solo viven para la pasión, que andan en muchos casos como “vacas sin cencerro”, arrastrando culpas e incapaces de sobreponerse a los fracasos amorosos, tan cautivas de los deseos y caprichos de los héroes masculinos, reconforta encontrarse con un personaje como el de doña Clara, una señora con poderío que no necesita de los hombres para darle sentido a su vida, por más que estuviera enamoradísima de su marido, y que es capaz de levantarse cada día encontrando un sentido a todo lo que puede hacer por ella misma. Mucho más cuando se enfrenta, sin convertirse en la víctima que paternalmente salvan los varones, a los especuladores que quieren acabar con su espacio, con sus metros cuadrados de soberanía, con las habitaciones propias en las que viven sus músicas, sus recuerdos y sus heridas. Porque también Clara es una mujer que ha sobrevivido a batallas y que luce orgullosa sus cicatrices. Bella y sólida. Con el rostro marcado por las hermosas arrugas que la hacen todavía más atractiva. Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar, al que solo una actriz con el peso de Sonia Braga podría dotar de autenticidad.

Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar

Toda la película está rodada desde el punto de vista de ella, que nos lleva por sus rutinas placenteras y por sus recuerdos, por sus amores y por las canciones que la hacen poderosa. Vemos cómo  Clara ejerce de madre, de tía y de abuela, pero esos papeles no son los que la definen de manera limitada, sino que son solo piezas de algo más complejo que es todo su ser de señora que desafía a un mar lleno de tiburones.  La vemos incluso rebelarse frente a una hija que, como suele ser muy habitual,  trata a la madre mayor como si fuera una niña, una discapacitada o una loca que necesita siempre la tutela de alguien al que se le supone racional y equilibrado solo por su juventud.  Doña Clara es también una mujer que baila, que seduce y que comparte con sus amigas el gozo de saberse autónoma. La que es capaz de generar redes de sororidad que nada tienen que ver con las relaciones que generamos los hombres. La jubilosamente sesentona que no vive ni esclava del cuerpo, ni de las modas ni de las miradas ajenas. La que se baña en la playa pese al oleaje, la que ríe como si la boca fuese un caudal, la que necesita volver a sentir lo que es el placer de gozar junto a otro cuerpo.
Pero además de ese prodigioso retrato femenino, Aquarius, que es el título original de la película y el nombre del edificio en el que resiste doña Clara como si le fuera la vida en ello, es una hermosísima defensa de eso que, como diría la profesora Laura Mora, es el “orden amoroso de la vida” frente al depredador que representan los sujetos masculinos – el poder del padre, el peso del dinero, la corrupción de la política – a los que debe enfrentarse. En este sentido, la película de Kleber Mendonça Filho es una feroz crítica del mundo capitalista en su versión más neoliberal – que va tan de la mano con el patriarcado – y frente al que todas y todos nos volvemos vulnerables.  Un mundo al que solo parecen interesarle los beneficios – de unos pocos, claro –  y al que no le importa pisotear el bienestar de la mayoría. Justo por ello necesitamos muchas mujeres con la hondura ética de doña Clara, y muchos hombres que aprendan de ellas y, por tanto, del feminismo como lógica emancipadora que persigue un planeta más justo y equilibrado. Un planeta que sea capaz de renacer cómo el larguísimo pelo negro de la protagonista y de bailar al ritmo de las hermosas canciones brasileñas de la banda sonora de una película que nos reconcilia con el cine al que siempre me gusta imaginar como si fuera una ventana abierta al mar.
Publicado en TRIBUNA FEMINISTA, 15 de marzo de 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/03/dona-clara-o-la-mujer-sin-miedo-a-los-tiburones/
Sigue leyendo ->

LA MÍSTICA DE LAS NUEVAS PATERNIDADES

Soy padre de un hijo adolescente y no creo que exagere si afirmo que ésta es una de las aventuras más complejas que he tenido que asumir en mi vida. A falta de libro de instrucciones, y nadando permanentemente en un mar de dudas e inseguridades, intento no naufragar en exceso y en asumir todo el proceso como un aprendizaje del que no solo él sino también yo salgamos más empoderados. Lo cual no quiere decir que nos convirtamos en hombres heroicos e imbatibles sino más bien todo lo contrario, es decir, en individuos que hayamos aprendido que la vulnerabilidad y la necesidad del otro/la otra es lo que otorga fortaleza ética a nuestra existencia. Este hondo compromiso me ha regalado algunos de los mejores momentos de mis últimos 15 años, pero también me ha restado tiempo y energías, por lo que no siempre ha sido ese estado ideal que ahora me meten por los ojos en blogs y redes sociales. He intentado, e intento, ser un buen padre, o sea, un padre dubitativo, generoso y cómplice, que no amigo de mi hijo, pero eso no me ha llevado a uno de esos paraísos que parecen sacados de un anuncio y en los que la paternidad se nos vende como si fuera la única vía posible para la felicidad. Al contrario, yo en muchos instantes me he sentido con ganas de tirar la toalla, me he arrepentido de parte de las decisiones de vida y hasta he soñado con dimitir de mi función. Y, por supuesto, he seguido construyendo otras muchas facetas de mi vida que me generan satisfacciones, que multiplican mis energías y que me ayudan a crecer como el hombre de coraje y ternura que un día me propuse ser. Todas ellas tan relevantes como mi paternidad porque sin ellas estoy seguro que mi hijo no tendría cerca al aprendiz de casi todo que continuo siendo. Todo esto, además, me ha permitido comprobar de primera mano que ser padre es un deseo no un derecho.

Por todo ello siento de entrada tanta desconfianza hacia todo ese movimiento, que no sé si no pasa de ser una moda o, en el peor de los casos, una manera de revestir de manera políticamente correcta un neomachismo «soft», que insiste en mostrarnos una imagen brillante de nuevos padres, la cual parece ser, para algunos, el primer paso hacia la construcción de masculinidades mucho más igualitarias y empáticas. Es cierto que esa dimensión de lo privado es casi la única en la que muchos hombres hemos empezado a compartir responsabilidades y a asumirlo como un espacio que nos permite desarrollar habilidades y capacidades que durante siglos pensamos que eran propias de mujeres. No seré yo quien dude de esos padres tiernos que cada vez veo con más frecuencia en los parques o de esos hombres con carrito que generan una expectación por donde pasan digna de la portada de la revista para mujeres más «exigente». Sin embargo, y como hace ya tiempo que asumí eso de que el feminismo es una permanente «filosofía de la sospecha», no dejo de preguntarme si detrás de esa fachada hay o no una auténtica transformación, y no solo de ellos, sino sobre todo de las relaciones de género, o sea, de poder, que siguen dando forma al sistema sexo/género. Me gustaría saber cómo es el reparto de autoridad en su ámbito familiar, o cómo esos padres amorosos actúan en sus entornos laborales o si perpetúan las fratrías viriles de siempre aunque hayan cambiado los escenarios. Querría imaginar que ese esmero en jugar con los niños, o en darle la merienda, o en jugar con ellos mientras se bañan, tiene su correspondencia en la transformación de muchos de las expresiones macro y micro de una masculinidad que continúa, me temo, apoyándose en los muchos privilegios que heredamos de nuestros padres. Sería estupendo pensar que todos esos padres que recogen a sus niños del cole pero que no sé si son capaces de sacrificar parte de su recorrido profesional para que sus compañeras brillen, o que no me consta si señalan con el dedo a los colegas que a su alrededor hacen alarde de machismo o que dudo si están por la labor de militar al lado de mujeres feministas con el objetivo de hacer más justo el mundo que vivimos, tuvieran muy claro que lo personal es político y que no se trata simplemente de ser buen padre sino de asumir que ya es hora que aprendamos a restar y a dividir. Porque solo así, por ejemplo, nuestras compañeras podrán sumar oportunidades, prestigio y autoridad. Como también sería revelador comprobar que esos hombres tan cuidadores lo son también de ancianos, enfermos o dependientes, es decir, que igualmente se implican en trabajos de atención a los demás que no suelen ser tan gratificantes ni divertidos como acompañar a un hijo en su crecimiento.

Creo que corremos el riego pues de convertir las nuevas paternidades en una especie de mística mediante la cual, una vez más, asumimos las portadas y el protagonismo, acaparamos jornadas y eventos, convirtiéndonos en héroes que en vez de superpoderes llevan en sus manos ramos de flores y paquetes de pañales. Me da miedo pensar que nos volvamos a quedar en la superficie y que la conversión del 19 de marzo en día del padre igualitario no sea más que una operación cosmética de esas que hacen que todo cambie para que todo siga igual. Y todo ello porque estoy plenamente convencido de que la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver con unas estructuras de poder – político, económico, cultural, simbólico – que van mucho más allá de nuestras relaciones familiares. Unas relaciones que, obviamente, hemos de construir sobre el reconocimiento del otro como igual y de la corresponsabilidad a todos los niveles, pero que no bastarán para darle la vuelta a un mundo en el que ellas son las principales víctimas del «gobierno de los padres», incluidos esos que ahora suben fotos a Facebook acariciando a su hijo como nunca el suyo hizo con ellos.


Sigue leyendo ->

LA MÍSTICA DE LAS NUEVAS PATERNIDADES

Soy padre de un hijo adolescente y no creo que exagere si afirmo que ésta es una de las aventuras más complejas que he tenido que asumir en mi vida. A falta de libro de instrucciones, y nadando permanentemente en un mar de dudas e inseguridades, intento no naufragar en exceso y en asumir todo el proceso como un aprendizaje del que no solo él sino también yo salgamos más empoderados. Lo cual no quiere decir que nos convirtamos en hombres heroicos e imbatibles sino más bien todo lo contrario, es decir, en individuos que hayamos aprendido que la vulnerabilidad y la necesidad del otro/la otra es lo que otorga fortaleza ética a nuestra existencia. Este hondo compromiso me ha regalado algunos de los mejores momentos de mis últimos 15 años, pero también me ha restado tiempo y energías, por lo que no siempre ha sido ese estado ideal que ahora me meten por los ojos en blogs y redes sociales. He intentado, e intento, ser un buen padre, o sea, un padre dubitativo, generoso y cómplice, que no amigo de mi hijo, pero eso no me ha llevado a uno de esos paraísos que parecen sacados de un anuncio y en los que la paternidad se nos vende como si fuera la única vía posible para la felicidad. Al contrario, yo en muchos instantes me he sentido con ganas de tirar la toalla, me he arrepentido de parte de las decisiones de vida y hasta he soñado con dimitir de mi función. Y, por supuesto, he seguido construyendo otras muchas facetas de mi vida que me generan satisfacciones, que multiplican mis energías y que me ayudan a crecer como el hombre de coraje y ternura que un día me propuse ser. Todas ellas tan relevantes como mi paternidad porque sin ellas estoy seguro que mi hijo no tendría cerca al aprendiz de casi todo que continuo siendo. Todo esto, además, me ha permitido comprobar de primera mano que ser padre es un deseo no un derecho.


Por todo ello siento de entrada tanta desconfianza hacia todo ese movimiento, que no sé si no pasa de ser una moda o, en el peor de los casos, una manera de revestir de manera políticamente correcta un neomachismo «soft», que insiste en mostrarnos una imagen brillante de nuevos padres, la cual parece ser, para algunos, el primer paso hacia la construcción de masculinidades mucho más igualitarias y empáticas. Es cierto que esa dimensión de lo privado es casi la única en la que muchos hombres hemos empezado a compartir responsabilidades y a asumirlo como un espacio que nos permite desarrollar habilidades y capacidades que durante siglos pensamos que eran propias de mujeres. No seré yo quien dude de esos padres tiernos que cada vez veo con más frecuencia en los parques o de esos hombres con carrito que generan una expectación por donde pasan digna de la portada de la revista para mujeres más «exigente». Sin embargo, y como hace ya tiempo que asumí eso de que el feminismo es una permanente «filosofía de la sospecha», no dejo de preguntarme si detrás de esa fachada hay o no una auténtica transformación, y no solo de ellos, sino sobre todo de las relaciones de género, o sea, de poder, que siguen dando forma al sistema sexo/género. Me gustaría saber cómo es el reparto de autoridad en su ámbito familiar, o cómo esos padres amorosos actúan en sus entornos laborales o si perpetúan las fratrías viriles de siempre aunque hayan cambiado los escenarios. Querría imaginar que ese esmero en jugar con los niños, o en darle la merienda, o en jugar con ellos mientras se bañan, tiene su correspondencia en la transformación de muchos de las expresiones macro y micro de una masculinidad que continúa, me temo, apoyándose en los muchos privilegios que heredamos de nuestros padres. Sería estupendo pensar que todos esos padres que recogen a sus niños del cole pero que no sé si son capaces de sacrificar parte de su recorrido profesional para que sus compañeras brillen, o que no me consta si señalan con el dedo a los colegas que a su alrededor hacen alarde de machismo o que dudo si están por la labor de militar al lado de mujeres feministas con el objetivo de hacer más justo el mundo que vivimos, tuvieran muy claro que lo personal es político y que no se trata simplemente de ser buen padre sino de asumir que ya es hora que aprendamos a restar y a dividir. Porque solo así, por ejemplo, nuestras compañeras podrán sumar oportunidades, prestigio y autoridad. Como también sería revelador comprobar que esos hombres tan cuidadores lo son también de ancianos, enfermos o dependientes, es decir, que igualmente se implican en trabajos de atención a los demás que no suelen ser tan gratificantes ni divertidos como acompañar a un hijo en su crecimiento.

Creo que corremos el riego pues de convertir las nuevas paternidades en una especie de mística mediante la cual, una vez más, asumimos las portadas y el protagonismo, acaparamos jornadas y eventos, convirtiéndonos en héroes que en vez de superpoderes llevan en sus manos ramos de flores y paquetes de pañales. Me da miedo pensar que nos volvamos a quedar en la superficie y que la conversión del 19 de marzo en día del padre igualitario no sea más que una operación cosmética de esas que hacen que todo cambie para que todo siga igual. Y todo ello porque estoy plenamente convencido de que la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver con unas estructuras de poder – político, económico, cultural, simbólico – que van mucho más allá de nuestras relaciones familiares. Unas relaciones que, obviamente, hemos de construir sobre el reconocimiento del otro como igual y de la corresponsabilidad a todos los niveles, pero que no bastarán para darle la vuelta a un mundo en el que ellas son las principales víctimas del «gobierno de los padres», incluidos esos que ahora suben fotos a Facebook acariciando a su hijo como nunca el suyo hizo con ellos.


Soy padre de un hijo adolescente y no creo que exagere si afirmo que ésta es una de las aventuras más complejas que he tenido que asumir en mi vida. A falta de libro de instrucciones, y nadando permanentemente en un mar de dudas e inseguridades, intento no naufragar en exceso y en asumir todo el proceso como un aprendizaje del que no solo él sino también yo salgamos más empoderados. Lo cual no quiere decir que nos convirtamos en hombres heroicos e imbatibles sino más bien todo lo contrario, es decir, en individuos que hayamos aprendido que la vulnerabilidad y la necesidad del otro/la otra es lo que otorga fortaleza ética a nuestra existencia. Este hondo compromiso me ha regalado algunos de los mejores momentos de mis últimos 15 años, pero también me ha restado tiempo y energías, por lo que no siempre ha sido ese estado ideal que ahora me meten por los ojos en blogs y redes sociales. He intentado, e intento, ser un buen padre, o sea, un padre dubitativo, generoso y cómplice, que no amigo de mi hijo, pero eso no me ha llevado a uno de esos paraísos que parecen sacados de un anuncio y en los que la paternidad se nos vende como si fuera la única vía posible para la felicidad. Al contrario, yo en muchos instantes me he sentido con ganas de tirar la toalla, me he arrepentido de parte de las decisiones de vida y hasta he soñado con dimitir de mi función. Y, por supuesto, he seguido construyendo otras muchas facetas de mi vida que me generan satisfacciones, que multiplican mis energías y que me ayudan a crecer como el hombre de coraje y ternura que un día me propuse ser. Todas ellas tan relevantes como mi paternidad porque sin ellas estoy seguro que mi hijo no tendría cerca al aprendiz de casi todo que continuo siendo.

Por todo ello siento de entrada tanta desconfianza hacia todo ese movimiento, que no sé si no pasa de ser una moda o, en el peor de los casos, una manera de revestir de manera políticamente correcta un neomachismo «soft», que insiste en mostrarnos una imagen brillante de nuevos padres, la cual parece ser, para algunos, el primer paso hacia la construcción de masculinidades mucho más igualitarias y empáticas. Es cierto que esa dimensión de lo privado es casi la única en la que muchos hombres hemos empezado a compartir responsabilidades y a asumirlo como un espacio que nos permite desarrollar habilidades y capacidades que durante siglos pensamos que eran propias de mujeres. No seré yo quien dude de esos padres tiernos que cada vez veo con más frecuencia en los parques o de esos hombres con carrito que generan una expectación por donde pasan digna de la portada de la revista para mujeres más «exigente». Sin embargo, y como hace ya tiempo que asumí eso de que el feminismo es una permanente «filosofía de la sospecha», no dejo de preguntarme si detrás de esa fachada hay o no una auténtica transformación, y no solo de ellos, sino sobre todo de las relaciones de género, o sea, de poder, que siguen dando forma al sistema sexo/género. Me gustaría saber cómo es el reparto de autoridad en su ámbito familiar, o cómo esos padres amorosos actúan en sus entornos laborales o si perpetúan las fratrías viriles de siempre aunque hayan cambiado los escenarios. Querría imaginar que ese esmero en jugar con los niños, o en darle la merienda, o en jugar con ellos mientras se bañan, tiene su correspondencia en la transformación de muchos de las expresiones macro y micro de una masculinidad que continúa, me temo, apoyándose en los muchos privilegios que heredamos de nuestros padres. Sería estupendo pensar que todos esos padres que recogen a sus niños del cole pero que no sé si son capaces de sacrificar parte de su recorrido profesional para que sus compañeras brillen, o que no me consta si señalan con el dedo a los colegas que a su alrededor hacen alarde de machismo o que dudo si están por la labor de militar al lado de mujeres feministas con el objetivo de hacer más justo el mundo que vivimos, tuvieran muy claro que lo personal es político y que no se trata simplemente de ser buen padre sino de asumir que ya es hora que aprendamos a restar y a dividir. Porque solo así, por ejemplo, nuestras compañeras podrán sumar oportunidades, prestigio y autoridad. Como también sería revelador comprobar que esos hombres tan cuidadores lo son también de ancianos, enfermos o dependientes, es decir, que igualmente se implican en trabajos de atención a los demás que no suelen ser tan gratificantes ni divertidos como acompañar a un hijo en su crecimiento. Todo ello por no hablar, porque eso sí que sería para nota, de lo importante que sería que fueran haciendo algunas lecturas feministas que les permitieran asumir el tapiz que han tejido millones de mujeres como un modo de vida y no como una simple bandera que enarbolan el 8M o el 25N.

Creo que corremos el riego pues de convertir las nuevas paternidades en una especie de mística mediante la cual, una vez más, asumimos las portadas y el protagonismo, acaparamos jornadas y eventos, convirtiéndonos en héroes que en vez de superpoderes llevan en sus manos ramos de flores y paquetes de pañales. Me da miedo pensar que nos volvamos a quedar en la superficie y que la conversión del 19 de marzo en día del padre igualitario no sea más que una operación cosmética de esas que hacen que todo cambie para que todo siga igual. Y todo ello porque estoy plenamente convencido de que la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver con unas estructuras de poder – político, económico, cultural, simbólico – que van mucho más allá de nuestras relaciones familiares. Unas relaciones que, obviamente, hemos de construir sobre el reconocimiento del otro como igual y de la corresponsabilidad a todos los niveles, pero que no bastarán para darle la vuelta a un mundo en el que ellas son las principales víctimas del «gobierno de los padres», incluidos esos que ahora suben fotos a Facebook acariciando a sus hijos como nunca los suyos hicieron con ellos.

Publicado en THE HUFFINGTON POST, 17-3-2017:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/la-mistica-de-las-nuevas-paternidades_a_21879956/?utm_hp_ref=es-homepage

Sigue leyendo ->

LA MÍSTICA DE LAS NUEVAS PATERNIDADES

Soy padre de un hijo adolescente y no creo que exagere si afirmo que ésta es una de las aventuras más complejas que he tenido que asumir en mi vida. A falta de libro de instrucciones, y nadando permanentemente en un mar de dudas e inseguridades, intento no naufragar en exceso y en asumir todo el proceso como un aprendizaje del que no solo él sino también yo salgamos más empoderados. Lo cual no quiere decir que nos convirtamos en hombres heroicos e imbatibles sino más bien todo lo contrario, es decir, en individuos que hayamos aprendido que la vulnerabilidad y la necesidad del otro/la otra es lo que otorga fortaleza ética a nuestra existencia. Este hondo compromiso me ha regalado algunos de los mejores momentos de mis últimos 15 años, pero también me ha restado tiempo y energías, por lo que no siempre ha sido ese estado ideal que ahora me meten por los ojos en blogs y redes sociales. He intentado, e intento, ser un buen padre, o sea, un padre dubitativo, generoso y cómplice, que no amigo de mi hijo, pero eso no me ha llevado a uno de esos paraísos que parecen sacados de un anuncio y en los que la paternidad se nos vende como si fuera la única vía posible para la felicidad. Al contrario, yo en muchos instantes me he sentido con ganas de tirar la toalla, me he arrepentido de parte de las decisiones de vida y hasta he soñado con dimitir de mi función. Y, por supuesto, he seguido construyendo otras muchas facetas de mi vida que me generan satisfacciones, que multiplican mis energías y que me ayudan a crecer como el hombre de coraje y ternura que un día me propuse ser. Todas ellas tan relevantes como mi paternidad porque sin ellas estoy seguro que mi hijo no tendría cerca al aprendiz de casi todo que continuo siendo. Todo esto, además, me ha permitido comprobar de primera mano que ser padre es un deseo no un derecho.


Por todo ello siento de entrada tanta desconfianza hacia todo ese movimiento, que no sé si no pasa de ser una moda o, en el peor de los casos, una manera de revestir de manera políticamente correcta un neomachismo «soft», que insiste en mostrarnos una imagen brillante de nuevos padres, la cual parece ser, para algunos, el primer paso hacia la construcción de masculinidades mucho más igualitarias y empáticas. Es cierto que esa dimensión de lo privado es casi la única en la que muchos hombres hemos empezado a compartir responsabilidades y a asumirlo como un espacio que nos permite desarrollar habilidades y capacidades que durante siglos pensamos que eran propias de mujeres. No seré yo quien dude de esos padres tiernos que cada vez veo con más frecuencia en los parques o de esos hombres con carrito que generan una expectación por donde pasan digna de la portada de la revista para mujeres más «exigente». Sin embargo, y como hace ya tiempo que asumí eso de que el feminismo es una permanente «filosofía de la sospecha», no dejo de preguntarme si detrás de esa fachada hay o no una auténtica transformación, y no solo de ellos, sino sobre todo de las relaciones de género, o sea, de poder, que siguen dando forma al sistema sexo/género. Me gustaría saber cómo es el reparto de autoridad en su ámbito familiar, o cómo esos padres amorosos actúan en sus entornos laborales o si perpetúan las fratrías viriles de siempre aunque hayan cambiado los escenarios. Querría imaginar que ese esmero en jugar con los niños, o en darle la merienda, o en jugar con ellos mientras se bañan, tiene su correspondencia en la transformación de muchos de las expresiones macro y micro de una masculinidad que continúa, me temo, apoyándose en los muchos privilegios que heredamos de nuestros padres. Sería estupendo pensar que todos esos padres que recogen a sus niños del cole pero que no sé si son capaces de sacrificar parte de su recorrido profesional para que sus compañeras brillen, o que no me consta si señalan con el dedo a los colegas que a su alrededor hacen alarde de machismo o que dudo si están por la labor de militar al lado de mujeres feministas con el objetivo de hacer más justo el mundo que vivimos, tuvieran muy claro que lo personal es político y que no se trata simplemente de ser buen padre sino de asumir que ya es hora que aprendamos a restar y a dividir. Porque solo así, por ejemplo, nuestras compañeras podrán sumar oportunidades, prestigio y autoridad. Como también sería revelador comprobar que esos hombres tan cuidadores lo son también de ancianos, enfermos o dependientes, es decir, que igualmente se implican en trabajos de atención a los demás que no suelen ser tan gratificantes ni divertidos como acompañar a un hijo en su crecimiento.

Creo que corremos el riego pues de convertir las nuevas paternidades en una especie de mística mediante la cual, una vez más, asumimos las portadas y el protagonismo, acaparamos jornadas y eventos, convirtiéndonos en héroes que en vez de superpoderes llevan en sus manos ramos de flores y paquetes de pañales. Me da miedo pensar que nos volvamos a quedar en la superficie y que la conversión del 19 de marzo en día del padre igualitario no sea más que una operación cosmética de esas que hacen que todo cambie para que todo siga igual. Y todo ello porque estoy plenamente convencido de que la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver con unas estructuras de poder – político, económico, cultural, simbólico – que van mucho más allá de nuestras relaciones familiares. Unas relaciones que, obviamente, hemos de construir sobre el reconocimiento del otro como igual y de la corresponsabilidad a todos los niveles, pero que no bastarán para darle la vuelta a un mundo en el que ellas son las principales víctimas del «gobierno de los padres», incluidos esos que ahora suben fotos a Facebook acariciando a su hijo como nunca el suyo hizo con ellos.


Soy padre de un hijo adolescente y no creo que exagere si afirmo que ésta es una de las aventuras más complejas que he tenido que asumir en mi vida. A falta de libro de instrucciones, y nadando permanentemente en un mar de dudas e inseguridades, intento no naufragar en exceso y en asumir todo el proceso como un aprendizaje del que no solo él sino también yo salgamos más empoderados. Lo cual no quiere decir que nos convirtamos en hombres heroicos e imbatibles sino más bien todo lo contrario, es decir, en individuos que hayamos aprendido que la vulnerabilidad y la necesidad del otro/la otra es lo que otorga fortaleza ética a nuestra existencia. Este hondo compromiso me ha regalado algunos de los mejores momentos de mis últimos 15 años, pero también me ha restado tiempo y energías, por lo que no siempre ha sido ese estado ideal que ahora me meten por los ojos en blogs y redes sociales. He intentado, e intento, ser un buen padre, o sea, un padre dubitativo, generoso y cómplice, que no amigo de mi hijo, pero eso no me ha llevado a uno de esos paraísos que parecen sacados de un anuncio y en los que la paternidad se nos vende como si fuera la única vía posible para la felicidad. Al contrario, yo en muchos instantes me he sentido con ganas de tirar la toalla, me he arrepentido de parte de las decisiones de vida y hasta he soñado con dimitir de mi función. Y, por supuesto, he seguido construyendo otras muchas facetas de mi vida que me generan satisfacciones, que multiplican mis energías y que me ayudan a crecer como el hombre de coraje y ternura que un día me propuse ser. Todas ellas tan relevantes como mi paternidad porque sin ellas estoy seguro que mi hijo no tendría cerca al aprendiz de casi todo que continuo siendo.

Por todo ello siento de entrada tanta desconfianza hacia todo ese movimiento, que no sé si no pasa de ser una moda o, en el peor de los casos, una manera de revestir de manera políticamente correcta un neomachismo «soft», que insiste en mostrarnos una imagen brillante de nuevos padres, la cual parece ser, para algunos, el primer paso hacia la construcción de masculinidades mucho más igualitarias y empáticas. Es cierto que esa dimensión de lo privado es casi la única en la que muchos hombres hemos empezado a compartir responsabilidades y a asumirlo como un espacio que nos permite desarrollar habilidades y capacidades que durante siglos pensamos que eran propias de mujeres. No seré yo quien dude de esos padres tiernos que cada vez veo con más frecuencia en los parques o de esos hombres con carrito que generan una expectación por donde pasan digna de la portada de la revista para mujeres más «exigente». Sin embargo, y como hace ya tiempo que asumí eso de que el feminismo es una permanente «filosofía de la sospecha», no dejo de preguntarme si detrás de esa fachada hay o no una auténtica transformación, y no solo de ellos, sino sobre todo de las relaciones de género, o sea, de poder, que siguen dando forma al sistema sexo/género. Me gustaría saber cómo es el reparto de autoridad en su ámbito familiar, o cómo esos padres amorosos actúan en sus entornos laborales o si perpetúan las fratrías viriles de siempre aunque hayan cambiado los escenarios. Querría imaginar que ese esmero en jugar con los niños, o en darle la merienda, o en jugar con ellos mientras se bañan, tiene su correspondencia en la transformación de muchos de las expresiones macro y micro de una masculinidad que continúa, me temo, apoyándose en los muchos privilegios que heredamos de nuestros padres. Sería estupendo pensar que todos esos padres que recogen a sus niños del cole pero que no sé si son capaces de sacrificar parte de su recorrido profesional para que sus compañeras brillen, o que no me consta si señalan con el dedo a los colegas que a su alrededor hacen alarde de machismo o que dudo si están por la labor de militar al lado de mujeres feministas con el objetivo de hacer más justo el mundo que vivimos, tuvieran muy claro que lo personal es político y que no se trata simplemente de ser buen padre sino de asumir que ya es hora que aprendamos a restar y a dividir. Porque solo así, por ejemplo, nuestras compañeras podrán sumar oportunidades, prestigio y autoridad. Como también sería revelador comprobar que esos hombres tan cuidadores lo son también de ancianos, enfermos o dependientes, es decir, que igualmente se implican en trabajos de atención a los demás que no suelen ser tan gratificantes ni divertidos como acompañar a un hijo en su crecimiento. Todo ello por no hablar, porque eso sí que sería para nota, de lo importante que sería que fueran haciendo algunas lecturas feministas que les permitieran asumir el tapiz que han tejido millones de mujeres como un modo de vida y no como una simple bandera que enarbolan el 8M o el 25N.

Creo que corremos el riego pues de convertir las nuevas paternidades en una especie de mística mediante la cual, una vez más, asumimos las portadas y el protagonismo, acaparamos jornadas y eventos, convirtiéndonos en héroes que en vez de superpoderes llevan en sus manos ramos de flores y paquetes de pañales. Me da miedo pensar que nos volvamos a quedar en la superficie y que la conversión del 19 de marzo en día del padre igualitario no sea más que una operación cosmética de esas que hacen que todo cambie para que todo siga igual. Y todo ello porque estoy plenamente convencido de que la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver con unas estructuras de poder – político, económico, cultural, simbólico – que van mucho más allá de nuestras relaciones familiares. Unas relaciones que, obviamente, hemos de construir sobre el reconocimiento del otro como igual y de la corresponsabilidad a todos los niveles, pero que no bastarán para darle la vuelta a un mundo en el que ellas son las principales víctimas del «gobierno de los padres», incluidos esos que ahora suben fotos a Facebook acariciando a sus hijos como nunca los suyos hicieron con ellos.

Publicado en THE HUFFINGTON POST, 17-3-2017:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/la-mistica-de-las-nuevas-paternidades_a_21879956/?utm_hp_ref=es-homepage

Sigue leyendo ->

8M: FLORES VIOLETAS PARA LA MITAD

Me imagino que, dados los tiempos de rearme patriarcal que sufrimos, más de un neomachista se preguntará el próximo miércoles en las redes sociales qué sentido tiene seguir a estas alturas celebrando el 8 de marzo. Bastaría con responderle que más que como celebración continúa siendo necesario como día de vindicación, porque las conquistas, que sin duda las ha habido, siguen siendo precarias, parciales y no han conseguido acabar con las múltiples intersecciones que provocan en todo el planeta que las mujeres sean las más vulnerables. Bastaría con hacer números y sumar las asesinadas, las violadas o las prostituidas. Bastaría con enumerar todos los datos objetivos, y por tanto no opinables, que nos continúan mostrando que para ellas existen más obstáculos en el disfrute de muchos derechos y que su estatuto de ciudadanía, comparado con el nuestro, continúa lejos de la igualdad real. Bastaría con explicar cómo el poder, la autoridad y el prestigio siguen mayoritariamente en manos masculinas y cómo, frente el tímido pero ya imparable progreso de nuestras compañeras, muchos están reaccionando atrincherándose en su zona de confort. Miedosos ante la irreversible pérdida de privilegios y desubicados ante una realidad que empieza a negarles su tradicional heroísmo. Sobran pues razones para el paro internacional que han organizado para este año. Bastaría con recordar que las están asesinando todos los días.
A tanto machito al que últimamente parecen dar alas los espacios en los que el anonimato no oculta la cobardía, habría que dejarle muy claro en un día como el 8 de marzo que las mujeres son nada más y nada menos que la mitad de la Humanidad. Que no estamos hablando por tanto de un colectivo, ni de una minoría, ni siquiera de un grupo social al que hay que atender con la lógica formal del Derecho antidiscriminatorio. Ellas son la mitad de la ciudadanía y, por lo tanto, deberían ser la mitad del poder y de la autoridad, la mitad de la cultura y los saberes, la mitad de las propietarias y de las lideresas del planeta. Eso es justamente lo que implica reivindicar una democracia auténticamente paritaria en la que la mitad femenina no solo supere el estado de “subordiscriminación” que todavía sufre sino que también forme parte de la definición de las reglas de juego y de la construcción de los relatos que nos definen como humanos.
El 8 de marzo ha de ser pues un día de recordatorio de cómo por ejemplo las políticas de austeridad y el neolibealismo están teniendo como principales sufridoras a las mujeres, o de cómo la pretendida «nueva política» vuelve a certificar que ellas son las grandes perdedoras de todas las revoluciones, pero también ha de ser un día de reconocimiento de todas esas mujeres, habitualmente invisibles o en el mejor de los casos ocultas en notas a pie de página, que luchan cada día por transformar este mundo cruel e injusto que habitamos. Un mundo en el que nosotros, la mitad privilegiada, necesitamos no solo echarnos a un lado y renunciar a parte de nuestros dividendos, sino también aprender de todo lo que ellas pueden enseñarnos sobre el orden amoroso de la vida, la ética de los cuidados, la horizontalidad o la empatía como condición ética mediante la que superar el miedo al otro/la otra. Esas mujeres, de cuyo feminismo me nutro y que permanentemente me colocan ante el espejo de mis miserias, se merecen este miércoles mi entregado reconocimiento. Y con ellas, todas las que se quedaron por el camino, a las que como a mis abuelas no dejaron subir a los púlpitos, a las que como mi madre redujeron a ángeles del hogar, a las que como mi sobrina casi adolescente me gustaría ver libres de los Malumas de turno. Todas ellas merecen recibir este miércoles un ramo de flores violetas en las que vaya cosido con nuestros hilos vulnerables el compromiso de ser cómplices activos con todo lo que queda por transformar.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 6 de marzo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/8m-flores-violetas-mitad_1128819.html
Sigue leyendo ->

8M: FLORES VIOLETAS PARA LA MITAD

Me imagino que, dados los tiempos de rearme patriarcal que sufrimos, más de un neomachista se preguntará el próximo miércoles en las redes sociales qué sentido tiene seguir a estas alturas celebrando el 8 de marzo. Bastaría con responderle que más que como celebración continúa siendo necesario como día de vindicación, porque las conquistas, que sin duda las ha habido, siguen siendo precarias, parciales y no han conseguido acabar con las múltiples intersecciones que provocan en todo el planeta que las mujeres sean las más vulnerables. Bastaría con hacer números y sumar las asesinadas, las violadas o las prostituidas. Bastaría con enumerar todos los datos objetivos, y por tanto no opinables, que nos continúan mostrando que para ellas existen más obstáculos en el disfrute de muchos derechos y que su estatuto de ciudadanía, comparado con el nuestro, continúa lejos de la igualdad real. Bastaría con explicar cómo el poder, la autoridad y el prestigio siguen mayoritariamente en manos masculinas y cómo, frente el tímido pero ya imparable progreso de nuestras compañeras, muchos están reaccionando atrincherándose en su zona de confort. Miedosos ante la irreversible pérdida de privilegios y desubicados ante una realidad que empieza a negarles su tradicional heroísmo. Sobran pues razones para el paro internacional que han organizado para este año. Bastaría con recordar que las están asesinando todos los días.
A tanto machito al que últimamente parecen dar alas los espacios en los que el anonimato no oculta la cobardía, habría que dejarle muy claro en un día como el 8 de marzo que las mujeres son nada más y nada menos que la mitad de la Humanidad. Que no estamos hablando por tanto de un colectivo, ni de una minoría, ni siquiera de un grupo social al que hay que atender con la lógica formal del Derecho antidiscriminatorio. Ellas son la mitad de la ciudadanía y, por lo tanto, deberían ser la mitad del poder y de la autoridad, la mitad de la cultura y los saberes, la mitad de las propietarias y de las lideresas del planeta. Eso es justamente lo que implica reivindicar una democracia auténticamente paritaria en la que la mitad femenina no solo supere el estado de “subordiscriminación” que todavía sufre sino que también forme parte de la definición de las reglas de juego y de la construcción de los relatos que nos definen como humanos.
El 8 de marzo ha de ser pues un día de recordatorio de cómo por ejemplo las políticas de austeridad y el neolibealismo están teniendo como principales sufridoras a las mujeres, o de cómo la pretendida «nueva política» vuelve a certificar que ellas son las grandes perdedoras de todas las revoluciones, pero también ha de ser un día de reconocimiento de todas esas mujeres, habitualmente invisibles o en el mejor de los casos ocultas en notas a pie de página, que luchan cada día por transformar este mundo cruel e injusto que habitamos. Un mundo en el que nosotros, la mitad privilegiada, necesitamos no solo echarnos a un lado y renunciar a parte de nuestros dividendos, sino también aprender de todo lo que ellas pueden enseñarnos sobre el orden amoroso de la vida, la ética de los cuidados, la horizontalidad o la empatía como condición ética mediante la que superar el miedo al otro/la otra. Esas mujeres, de cuyo feminismo me nutro y que permanentemente me colocan ante el espejo de mis miserias, se merecen este miércoles mi entregado reconocimiento. Y con ellas, todas las que se quedaron por el camino, a las que como a mis abuelas no dejaron subir a los púlpitos, a las que como mi madre redujeron a ángeles del hogar, a las que como mi sobrina casi adolescente me gustaría ver libres de los Malumas de turno. Todas ellas merecen recibir este miércoles un ramo de flores violetas en las que vaya cosido con nuestros hilos vulnerables el compromiso de ser cómplices activos con todo lo que queda por transformar.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 6 de marzo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/8m-flores-violetas-mitad_1128819.html
Sigue leyendo ->

SOLO HOMBRES SOLOS FRENTE AL MAR

Más allá del drama excesivo y pretencioso que Manchester frente al mar termina siendo, lo cual hace que sus virtudes se diluyan con la ayuda inestimable de un metraje al que le sobra como mínimo media hora, lo que más interesante me ha resultado de esta película, solo aparentemente indie, es el retrato que nos ofrece de un hombre herido, que arrastra no solo el pasado trágico que vivió sino también una manera de entenderse a sí mismo que le impide pasar página. En el personaje de Lee Chandler, el solitario y huraño hombre que tiene que volver a su comunidad de origen tras la muerte de su hermano y que deberá hacerse cargo de su sobrino de 16 años, confluyen buena parte de los rasgos que han hecho y hacen de la masculinidad hegemónica un cárcel para los que habitan en ella. Lee es un hombre al que le cuesta expresar sus emociones, incluso articular palabras que generen diálogos, que carece de habilidades para generar empatía, que parece vivir más para dentro que hacia afuera. Un hombre que parece no digerir su debilidad, lo cual se convierte en su principal obstáculo para enfrentarse de una vez por todas a su propia historia y ser capaz de remontar el vuelo.
Esas incapacidades, que en parte compartimos todos los hombres que durante siglos hemos sido socializados para no asumir nuestra vulnerabilidad y para crecer convertidos en los héroes de la película, se nos muestran con rotundidad gracias a la interpretación de Casey Affleck,  cuyo rostro, a veces poco más expresivo que una roca, es como la pantalla en la que vemos desfilar el ejército de una virilidad que no parece no entender de inseguridades, flaquezas y lágrimas. La que siempre debe estar dispuesta para cumplir el papel que se exige de ella, la que ha de dar respuesta a las preguntas más complejas, la que nunca debe mostrar inseguridad ni titubeos. La que además, en el caso de Lee, carece de recursos emocionales que le permitan superar la culpa.
Es justo el reencuentro con su sobrino de 16 años, un chico que parece que solo es capaz de calmar sus penas y de responder a sus interrogantes follando con sus novias, y al que también cuesta ver mostrando emociones, ni siquiera cuando está viviendo la tragedia de la muerte del padre, el que provoca que se remuevan los lodos que durante un tiempo suponíamos en reposo. Ante esa encrucijada, en la que ya no le bastará con saber de instalaciones de fontanería y de la que no podrá escapar bebiendo cerveza, vemos cómo el hombre de paternidad «interrumpida» tiene que hacer un esfuerzo por salir de la jaula y no seguir huyendo del espejo. Y solo muy avanzada la película, al fin, vemos que se acerca al sobrino desorientado, y lo abraza. Lo que no nos queda claro es si la experiencia de los afectos y  las responsabilidades de cuidador harán que surja un nuevo Lee.
Esta historia es, por supuesto, y como suelen serlo la mayoría de las películas que se hacen, es una historia de hombres. Donde también nosotros somos los protagonistas absolutas, los héroes incluso en el dolor, los que dominamos todos los espacios y responsabilidades, pese a nuestra manifiesta incapacidad para gestionar los asuntos más emocionales. Ellas, en esta película, y como también suele ser habitual en los relatos triunfantes, son apenas personajes secundarios y muy estereotipados, apenas trazados con un par de líneas. Mujeres ausentes, mujeres que callan, mujeres que de las que apenas sabemos nada, como mucho que siguen aferrándose al amor para sobrevivir. Apenas sabemos nada del personaje que interpreta con su habitual maestría Michelle Williams, cuando se me antoja uno de los más interesantes del relato. La exmujer de Lee, que parece haber recuperado el timón de su vida, aunque en una prodigiosa escena descubramos que continúa siendo infeliz, apenas es un trazo, un boceto, un par de líneas que no salen de lo básico y de lo que se espera de una amante esposa y madre, sufridora por excelencia, siempre dispuesta a conciliar. Ahora bien, mucho más estereotipada, y condenada a la locura y la enfermedad (otro clásico del relato patriarcal), es la exmujer del hermano de Lee, de la que tampoco conocemos otras claves que aquellas que la sitúan casi en una caricatura de la mujer mala, la Eva bíblica, la bruja a la que por cierto intenta redimir un cristiano muy fundamentalista. Y, por cierto, una mala madre que es capaz de abandonar al hijo durante años y a la que tan poco vemos muy interesada por recuperarlo.
Manchester frente al mar es, pues, una película que bajo su apariencia de cine rompedor y propuesta alternativa al cine más comercial, bebe de las fuentes más clásicas del melodrama y nos ofrece un estupendo relato, eso sí, de todas las «discapacidades» que la masculinidad tradicional continúa hoy arrastrando. Tal vez por eso, aunque la Academia de Hollywood no sea consciente, Casey Affleck se haya llevado esta madrugada el Oscar al mejor actor. Gracias a un personaje que sin duda vale más que lo que él vale como actor.
Sigue leyendo ->

SOLO HOMBRES SOLOS FRENTE AL MAR

Más allá del drama excesivo y pretencioso que Manchester frente al mar termina siendo, lo cual hace que sus virtudes se diluyan con la ayuda inestimable de un metraje al que le sobra como mínimo media hora, lo que más interesante me ha resultado de esta película, solo aparentemente indie, es el retrato que nos ofrece de un hombre herido, que arrastra no solo el pasado trágico que vivió sino también una manera de entenderse a sí mismo que le impide pasar página. En el personaje de Lee Chandler, el solitario y huraño hombre que tiene que volver a su comunidad de origen tras la muerte de su hermano y que deberá hacerse cargo de su sobrino de 16 años, confluyen buena parte de los rasgos que han hecho y hacen de la masculinidad hegemónica un cárcel para los que habitan en ella. Lee es un hombre al que le cuesta expresar sus emociones, incluso articular palabras que generen diálogos, que carece de habilidades para generar empatía, que parece vivir más para dentro que hacia afuera. Un hombre que parece no digerir su debilidad, lo cual se convierte en su principal obstáculo para enfrentarse de una vez por todas a su propia historia y ser capaz de remontar el vuelo.
Esas incapacidades, que en parte compartimos todos los hombres que durante siglos hemos sido socializados para no asumir nuestra vulnerabilidad y para crecer convertidos en los héroes de la película, se nos muestran con rotundidad gracias a la interpretación de Casey Affleck,  cuyo rostro, a veces poco más expresivo que una roca, es como la pantalla en la que vemos desfilar el ejército de una virilidad que no parece no entender de inseguridades, flaquezas y lágrimas. La que siempre debe estar dispuesta para cumplir el papel que se exige de ella, la que ha de dar respuesta a las preguntas más complejas, la que nunca debe mostrar inseguridad ni titubeos. La que además, en el caso de Lee, carece de recursos emocionales que le permitan superar la culpa.
Es justo el reencuentro con su sobrino de 16 años, un chico que parece que solo es capaz de calmar sus penas y de responder a sus interrogantes follando con sus novias, y al que también cuesta ver mostrando emociones, ni siquiera cuando está viviendo la tragedia de la muerte del padre, el que provoca que se remuevan los lodos que durante un tiempo suponíamos en reposo. Ante esa encrucijada, en la que ya no le bastará con saber de instalaciones de fontanería y de la que no podrá escapar bebiendo cerveza, vemos cómo el hombre de paternidad «interrumpida» tiene que hacer un esfuerzo por salir de la jaula y no seguir huyendo del espejo. Y solo muy avanzada la película, al fin, vemos que se acerca al sobrino desorientado, y lo abraza. Lo que no nos queda claro es si la experiencia de los afectos y  las responsabilidades de cuidador harán que surja un nuevo Lee.
Esta historia es, por supuesto, y como suelen serlo la mayoría de las películas que se hacen, es una historia de hombres. Donde también nosotros somos los protagonistas absolutas, los héroes incluso en el dolor, los que dominamos todos los espacios y responsabilidades, pese a nuestra manifiesta incapacidad para gestionar los asuntos más emocionales. Ellas, en esta película, y como también suele ser habitual en los relatos triunfantes, son apenas personajes secundarios y muy estereotipados, apenas trazados con un par de líneas. Mujeres ausentes, mujeres que callan, mujeres que de las que apenas sabemos nada, como mucho que siguen aferrándose al amor para sobrevivir. Apenas sabemos nada del personaje que interpreta con su habitual maestría Michelle Williams, cuando se me antoja uno de los más interesantes del relato. La exmujer de Lee, que parece haber recuperado el timón de su vida, aunque en una prodigiosa escena descubramos que continúa siendo infeliz, apenas es un trazo, un boceto, un par de líneas que no salen de lo básico y de lo que se espera de una amante esposa y madre, sufridora por excelencia, siempre dispuesta a conciliar. Ahora bien, mucho más estereotipada, y condenada a la locura y la enfermedad (otro clásico del relato patriarcal), es la exmujer del hermano de Lee, de la que tampoco conocemos otras claves que aquellas que la sitúan casi en una caricatura de la mujer mala, la Eva bíblica, la bruja a la que por cierto intenta redimir un cristiano muy fundamentalista. Y, por cierto, una mala madre que es capaz de abandonar al hijo durante años y a la que tan poco vemos muy interesada por recuperarlo.
Manchester frente al mar es, pues, una película que bajo su apariencia de cine rompedor y propuesta alternativa al cine más comercial, bebe de las fuentes más clásicas del melodrama y nos ofrece un estupendo relato, eso sí, de todas las «discapacidades» que la masculinidad tradicional continúa hoy arrastrando. Tal vez por eso, aunque la Academia de Hollywood no sea consciente, Casey Affleck se haya llevado esta madrugada el Oscar al mejor actor. Gracias a un personaje que sin duda vale más que lo que él vale como actor.
Sigue leyendo ->

FENCES, EL PODER DEL PADRE

El patriarcado consiste en el poder de los padres: un sistema familiar y social, ideológico y político en el que los hombres- a través de la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley y el lenguaje, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo – deciden cuál es o no es el papel que las mujeres deben interpretar y en el que las mujeres están en toda circunstancia sometidas al varón”
No he podido evitar recordar la descriptiva y acertada definición que del patriarcado haceAdrienne Rich en su imprescindible Nacemos de mujer al ver la película Fences. La más que notable adaptación cinematográfica que Denzel Washington ha realizado de la obra de teatro de August Wilson que ya había triunfado en los escenarios es mucho más que una historia sobre los prejuicios raciales en los Estados Unidos de los años 50. Por encima de ese relato, que efectivamente es central en la película, en ella nos encontramos el retrato perfecto de cómo en el entorno familiar se construye y expresa el poder del padre. Troy, interpretado de manera soberbia por el mismo Denzel Washington, encarna a la perfección al sujeto proveedor, que se proyecta en lo público (aunque como en el caso del personaje podamos considerarlo un fracasado) y que por supuesto tiene vida más allá de la cerca o valla – las simbólicas fences del título – con la que pretende rodear la casa en la que se recluye su mujer y de la que entran y salen los hijos. Una vida más ella de la cerca en la que también cabe una amante, la otra, la que le da, según él mismo, todo eso que su mujer no es capaz de darle.

Por encima del relato racial, que efectivamente es central en la película, en ella nos encontramos el retrato perfecto de cómo en el entorno familiar se construye y expresa el poder del padre.

A Troy lo vemos permanentemente ejerciendo autoridad sobre su mujer y sus hijos, poniendo orden o intentando ponerlo, estableciendo reglas y límites. En este sentido, es clarificadora la conversación que tiene con uno de sus hijos casi al principio de la película en la que subraya la condición heroica de padre proveedor y en la que deja muy claro quién manda en aquella casa. “Sí, señor” es la respuesta que Cory, el chaval adolescente que está deseando “matar al padre” (metafóricamente hablando), debe repetir frente al dueño de la casa. Como si fuera un soldado disciplinado, un subordinado frente a su jefe, un esclavo frente a su propietario. En esta relación de dominio juega un papel esencial el miedo: Cory crece temiendo al padre, esquivándolo para no recibir sus golpes, huyendo para al fin poder hacer su propia vida. Todo un clásico en el ejercicio del poder por parte de la masculinidad hegemónica: frente a los vínculos voluntarios que genera el afecto y la empatía, las cadenas que fabrica el miedo a quién siempre tiene la última palabra. La masculinidad hegemónica construida sobre la fuerza, la violencia y la subordinación de los otros.

Todo un clásico en el ejercicio del poder por parte de la masculinidad hegemónica: frente a los vínculos voluntarios que genera el afecto y la empatía, las cadenas que fabrica el miedo a quién siempre tiene la última palabra.

Como buen patriarca, Troy siente que es el dueño y poseedor no solo de la casa que tanto esfuerzo le ha costado pagar – solo cuenta su esfuerzo, por supuesto no es valorado el trabajo realizado sin compensación por la esposa durante los años en que ella ha sido fiel compañera, madre y cuidadora- sino también de quienes habitan en ella. Esa posesión la vemos sobre todo proyectada hacia Rose, la mujer con la que lleva casado más de quince años, y a la que vemos tratar como si fuera de su propiedad. Incluso cuando la llama o se dirige a ella, detectamos que para él ella representa la sujeta siempre atenta a sus requerimientos. Cuando vuelve a casa, del trabajo o del bar, la llama a gritos desde la esquina, porque ella siempre está: en la cocina, zurciendo calcetines, tendiendo ropa. Ella es la eterna Penélope. Pero también las sometidas se rebelan: No soy tu animal doméstico, le dice ella en un tenso momento de la historia. Domus: el hogar como espacio de la mujer domesticada.
Y cuando estalle el drama, que no adelanto para no fastidiar a quienes no hayan visto la película, Rose responderá desde los afectos y la entrega, aun cuando la ira esté inflamando su pecho. La mujer se hará madre para evitar que las heridas sangren aunque ese ejercicio de generosidad – las mujeres siempre como paradigma de la entrega a los demás, amorosas esclavas que dan sin recibir – le sirva también para poner su “cerca” particular frente a Troy. Pese al dolor, ella continuará siendo la cuidadora, la sanadora, la que logra al final de la historia que Cory también perdone al padre puñetero. Así completamos el círculo perfecto de la sufriente esposa, la madre entregada, la santa generosa y humilde. La que, aunque no sepamos si es consciente de ello o no, no ha hecho otra cosa en su vida que vivir por y para los demás. La experta en coser desperfectos, en aguantar y en callar, en hacer posible que el tapiz no se deshilache del todo.

Así completamos el círculo perfecto de la sufriente esposa, la madre entregada, la santa generosa y humilde. La que, aunque no sepamos si es consciente de ello o no, no ha hecho otra cosa en su vida que vivir por y para los demás.

La complejidad del personaje de Rose, atrapada en un mundo en el que ella no ha tenido nunca posibilidad de dictar las reglas, condicionada por un amor que le hace siempre entregarse y no dejarse llevar por la ira, nos es transmitida gracias al prodigioso talento de esa enorme actriz que es Viola Davis. Solo por su impecable interpretación merece la pena ver Fences, porque en su rostro es posible hallar las huellas de todo el sufrimiento de millones de mujeres. Porque en ella – en la actriz y en el personaje – vemos cómo interseccionan el género y el color de piel como factores que multiplican su vulnerabilidad. Porque su Rose vuelve a demostrarnos eso que también Adrienne Rich ha explicado con tanta lucidez y que esta película nos recuerda con cierta amargura: cómo los seres humanos conocemos por primera vez el amor y la decepción, el poder y la ternura en la persona de una mujer.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 25-2-17:
http://www.tribunafeminista.org/2017/02/fendes-el-poder-del-padre/
Sigue leyendo ->

FENCES, EL PODER DEL PADRE

El patriarcado consiste en el poder de los padres: un sistema familiar y social, ideológico y político en el que los hombres- a través de la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley y el lenguaje, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo – deciden cuál es o no es el papel que las mujeres deben interpretar y en el que las mujeres están en toda circunstancia sometidas al varón”
No he podido evitar recordar la descriptiva y acertada definición que del patriarcado haceAdrienne Rich en su imprescindible Nacemos de mujer al ver la película Fences. La más que notable adaptación cinematográfica que Denzel Washington ha realizado de la obra de teatro de August Wilson que ya había triunfado en los escenarios es mucho más que una historia sobre los prejuicios raciales en los Estados Unidos de los años 50. Por encima de ese relato, que efectivamente es central en la película, en ella nos encontramos el retrato perfecto de cómo en el entorno familiar se construye y expresa el poder del padre. Troy, interpretado de manera soberbia por el mismo Denzel Washington, encarna a la perfección al sujeto proveedor, que se proyecta en lo público (aunque como en el caso del personaje podamos considerarlo un fracasado) y que por supuesto tiene vida más allá de la cerca o valla – las simbólicas fences del título – con la que pretende rodear la casa en la que se recluye su mujer y de la que entran y salen los hijos. Una vida más ella de la cerca en la que también cabe una amante, la otra, la que le da, según él mismo, todo eso que su mujer no es capaz de darle.

Por encima del relato racial, que efectivamente es central en la película, en ella nos encontramos el retrato perfecto de cómo en el entorno familiar se construye y expresa el poder del padre.

A Troy lo vemos permanentemente ejerciendo autoridad sobre su mujer y sus hijos, poniendo orden o intentando ponerlo, estableciendo reglas y límites. En este sentido, es clarificadora la conversación que tiene con uno de sus hijos casi al principio de la película en la que subraya la condición heroica de padre proveedor y en la que deja muy claro quién manda en aquella casa. “Sí, señor” es la respuesta que Cory, el chaval adolescente que está deseando “matar al padre” (metafóricamente hablando), debe repetir frente al dueño de la casa. Como si fuera un soldado disciplinado, un subordinado frente a su jefe, un esclavo frente a su propietario. En esta relación de dominio juega un papel esencial el miedo: Cory crece temiendo al padre, esquivándolo para no recibir sus golpes, huyendo para al fin poder hacer su propia vida. Todo un clásico en el ejercicio del poder por parte de la masculinidad hegemónica: frente a los vínculos voluntarios que genera el afecto y la empatía, las cadenas que fabrica el miedo a quién siempre tiene la última palabra. La masculinidad hegemónica construida sobre la fuerza, la violencia y la subordinación de los otros.

Todo un clásico en el ejercicio del poder por parte de la masculinidad hegemónica: frente a los vínculos voluntarios que genera el afecto y la empatía, las cadenas que fabrica el miedo a quién siempre tiene la última palabra.

Como buen patriarca, Troy siente que es el dueño y poseedor no solo de la casa que tanto esfuerzo le ha costado pagar – solo cuenta su esfuerzo, por supuesto no es valorado el trabajo realizado sin compensación por la esposa durante los años en que ella ha sido fiel compañera, madre y cuidadora- sino también de quienes habitan en ella. Esa posesión la vemos sobre todo proyectada hacia Rose, la mujer con la que lleva casado más de quince años, y a la que vemos tratar como si fuera de su propiedad. Incluso cuando la llama o se dirige a ella, detectamos que para él ella representa la sujeta siempre atenta a sus requerimientos. Cuando vuelve a casa, del trabajo o del bar, la llama a gritos desde la esquina, porque ella siempre está: en la cocina, zurciendo calcetines, tendiendo ropa. Ella es la eterna Penélope. Pero también las sometidas se rebelan: No soy tu animal doméstico, le dice ella en un tenso momento de la historia. Domus: el hogar como espacio de la mujer domesticada.
Y cuando estalle el drama, que no adelanto para no fastidiar a quienes no hayan visto la película, Rose responderá desde los afectos y la entrega, aun cuando la ira esté inflamando su pecho. La mujer se hará madre para evitar que las heridas sangren aunque ese ejercicio de generosidad – las mujeres siempre como paradigma de la entrega a los demás, amorosas esclavas que dan sin recibir – le sirva también para poner su “cerca” particular frente a Troy. Pese al dolor, ella continuará siendo la cuidadora, la sanadora, la que logra al final de la historia que Cory también perdone al padre puñetero. Así completamos el círculo perfecto de la sufriente esposa, la madre entregada, la santa generosa y humilde. La que, aunque no sepamos si es consciente de ello o no, no ha hecho otra cosa en su vida que vivir por y para los demás. La experta en coser desperfectos, en aguantar y en callar, en hacer posible que el tapiz no se deshilache del todo.

Así completamos el círculo perfecto de la sufriente esposa, la madre entregada, la santa generosa y humilde. La que, aunque no sepamos si es consciente de ello o no, no ha hecho otra cosa en su vida que vivir por y para los demás.

La complejidad del personaje de Rose, atrapada en un mundo en el que ella no ha tenido nunca posibilidad de dictar las reglas, condicionada por un amor que le hace siempre entregarse y no dejarse llevar por la ira, nos es transmitida gracias al prodigioso talento de esa enorme actriz que es Viola Davis. Solo por su impecable interpretación merece la pena ver Fences, porque en su rostro es posible hallar las huellas de todo el sufrimiento de millones de mujeres. Porque en ella – en la actriz y en el personaje – vemos cómo interseccionan el género y el color de piel como factores que multiplican su vulnerabilidad. Porque su Rose vuelve a demostrarnos eso que también Adrienne Rich ha explicado con tanta lucidez y que esta película nos recuerda con cierta amargura: cómo los seres humanos conocemos por primera vez el amor y la decepción, el poder y la ternura en la persona de una mujer.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 25-2-17:
http://www.tribunafeminista.org/2017/02/fendes-el-poder-del-padre/
Sigue leyendo ->

FEMINISMO EMANCIPADOR VERSUS MULTICULTURALISMO ACRÍTICO

En los últimos años no han dejado de aparecer en los medios noticias que han tenido como protagonistas a mujeres a las que hemos visto en encrucijadas derivadas de su identidad cultural o religiosa. Hace apenas unas semanas leíamos cómo un juzgado de Palma, apoyándose en la libertad religiosa de la demandante, respaldaba el uso del velo islámico de una azafata de tierra a la que la empresa Acciona se lo había prohibido (http://politica.elpais.com/politica/2017/02/13/actualidad/1486988386_177187.html). A principios de año, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos fallaba en contra de un matrimonio musulmán que se negó a que sus hijas fueran a clases mixtas de natación en Suiza (http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/10/actualidad/1484050734_880287.html).  Han sido innumerables los casos en los que el conflicto se ha planteado con respecto al uso por parte de menores de símbolos religiosos en la escuela (http://ccaa.elpais.com/ccaa/2016/09/19/valencia/1474289825_103412.html), por no hablar de polémicas convertidas en espectáculo mediático como la prohibición del burkini el pasado verano(http://internacional.elpais.com/internacional/2016/08/26/actualidad/1472217871_554853.html). Todas estas noticias tienen en común dos elementos: 1º) los sujetos que portan un determinado símbolo o que tratan de cumplir con un determinado código de conducta son mujeres; 2º) con diferente intensidad, en todos los casos asistimos a un posible conflicto entre las normas propias de una cultura, en la mayoría de los casos vinculada directa o indirectamente a creencias religiosas, y los valores que hemos asumido como comunes en ese imperfecto pero admirable pacto social que hemos denominado “constitucionalismo”. Estas dos referencias nos ponen sobre la pista de las dos cuestiones que interseccionan entre sí y que constituyen uno de los grandes retos de nuestros sistemas democráticos. De una parte, la garantía de unas sociedades interculturales en las que hagamos posible un más que aceptable equilibrio entre igualdad y pluralismo. De otra, la protección de los derechos de las mujeres y de las niñas como presupuesto ineludible de una democracia que para ser tal necesita considerarlas sujetos autónomos y con voz propia. El hecho de que sean precisamente ellas, las mujeres de determinadas culturas, las que se vean sometidas a presiones y se conviertan en foco de conflictos, mientras que sus compañeros varones carecen de las mismas ataduras, obliga a que enfoquemos todas estas cuestiones desde una perspectiva de género, es decir, teniendo en cuenta que las relaciones de poder sobre las que se construyen las culturas y en las que tradicionalmente las mujeres están en posiciones de subordiscriminación.  Unas posiciones que alimentan en general todas las religiones, muy especialmente las monoteístas, las cuales se apoyan en dogmas creados o interpretados por jerarcas masculinos que, a su vez, se traducen en normas y reglas que perpetúan la desigualdad de género. Todo ello nos obliga, de entrada, a asumir que la mayoría de los conflictos que se plantean no son tanto de tipo religioso o cultural sino político – hablamos de poder, de estatus, de ciudadanía – y de que sólo aplicando el principio de igualdad, en cuanto fundamento de nuestro pacto social, podremos gestionarlos adecuadamente. Esta perspectiva nos obliga a tener presente la dimensión interseccional de la discriminación que sufren las mujeres, al tiempo que no perdemos de vista que, como bien nos advierte Nancy Fraser, identidad, participación y distribución de bienes y recursos van de la mano.

Por lo tanto, frente a un multiculturalismo “acrítico”, que de manera ciertamente paradójica ha sido el más extendido en cierta izquierda europea, la creciente diversidad cultural y religiosa de nuestras sociedades debería obligarnos a replantear los fundamentos del “pacto social” – poder, ciudadanía, igualdad, derechos humanos – con el objetivo último de que el sistema permita garantizar el libre desarrollo de la personalidad de todos y de todas. Un objetivo que exige por poner las bases sociales, políticas, culturales y económicas para que las mujeres dejen de ser heterodesignadas. Ello implica situar el concepto de autonomíaen el foco de atención principal en los debates que hoy tenemos abiertos en torno a los derechos humanos de las mujeres. Este concepto, que nada tiene que ver con la “libre elección” mitificado por el neoliberalismo, y que ha de situarse siempre en un contexto relacional, obliga entre otras cosas a la liberación de adscripciones coercitivas y a la participación pública en condiciones de igualdad. Algo que sigue siendo todavía hoy un reto para las mujeres en muchos contextos culturales en los que continúan estando condenadas a ser las “guardianas de las tradiciones”,  mientras que sus compañeros varones ejercen poder en lo público y en lo privado sin sentirse maniatados ni por dioses ni por costumbres.

Este proceso no debería olvidar que la teoría de los derechos es necesariamente una teoría de límites – por lo tanto, los derechos humanos de las mujeres y niñas deberían ser un barrera incuestionable frente a cualquier práctica religiosa o cultural que pretenda ampararse en libertades como la de conciencia o religiosa – y que al tiempo que plantamos cara al patriarca que identificamos con claridad en otros contextos deberíamos someter a crítica el jerarca que habita en la nuestra. De ahí mi convencimiento de que el feminismo, entendido como pensamiento radicalmente humanista y como propuesta de acción política que pretende darle la vuelta a un orden político y cultura hecho a imagen y semejanza de los privilegios masculinos, constituye la mejor herramienta para revisar los derechos humanos desde una lógica de emancipación y autonomía. Solo desde esa mirada será posible ir encontrando respuestas a los inevitables conflictos de unas sociedades cada vez más diversas en las que las mujeres continúan siendo las más vulnerables. En este sentido, es urgente no perder de vista la dimensión transnacional del feminismo, en lucha siempre contra las injusticias globales, y la necesidad de fomentar diálogos entre eso que Celia Amorós denominó hace tiempo las “vetas de ilustración” presentes en todas las culturas. Por eso no estaría mal despojarnos del peso etnocéntrico que a veces nos ciega desde nuestra posición global dominante así como de la creencia de que solo las mujeres blancas y occidentales son capaces de articular un discurso feminista. Unos diálogos que, por cierto, solo serán posibles en un marco laico y en el que desde lo público se garanticen los derechos sociales como fundamentales.

A estos retos, que en la práctica plantean muchos dilemas éticos, políticos y jurídicos, constituyen, he dedicado mi último trabajo de investigación en el que planteo cuáles serían, a mi parecer, los itinerarios feministas para una democracia intercultural (https://issuu.com/tirantloblanch/docs/99d98bb05d558b696e8d14e0e7f9cdfb?e=1601165/44625800#search). O, lo que es lo mismo, para empezar a rebelarnos contra las injusticias que provocan la suma de tres dominaciones – la neoliberal, la etnocéntrica y la patriarcal – y que tiene como principales víctimas a las niñas y a las mujeres del planeta. Les invito a seguir el mapa y a asumir el reto: nos va la democracia,  y las vidas de muchas niñas y mujeres, en ello.

Autonomía, género y diversidad: itinerarios feministas para una democracia intercultural, Tirant lo Blanch, Valencia, 2017.

Fotografía: Caperucita Roja, de Fernando Bayona (cedida por el autor para la portada del libro).
Sigue leyendo ->

FEMINISMO EMANCIPADOR VERSUS MULTICULTURALISMO ACRÍTICO

En los últimos años no han dejado de aparecer en los medios noticias que han tenido como protagonistas a mujeres a las que hemos visto en encrucijadas derivadas de su identidad cultural o religiosa. Hace apenas unas semanas leíamos cómo un juzgado de Palma, apoyándose en la libertad religiosa de la demandante, respaldaba el uso del velo islámico de una azafata de tierra a la que la empresa Acciona se lo había prohibido (http://politica.elpais.com/politica/2017/02/13/actualidad/1486988386_177187.html). A principios de año, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos fallaba en contra de un matrimonio musulmán que se negó a que sus hijas fueran a clases mixtas de natación en Suiza (http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/10/actualidad/1484050734_880287.html).  Han sido innumerables los casos en los que el conflicto se ha planteado con respecto al uso por parte de menores de símbolos religiosos en la escuela (http://ccaa.elpais.com/ccaa/2016/09/19/valencia/1474289825_103412.html), por no hablar de polémicas convertidas en espectáculo mediático como la prohibición del burkini el pasado verano(http://internacional.elpais.com/internacional/2016/08/26/actualidad/1472217871_554853.html). Todas estas noticias tienen en común dos elementos: 1º) los sujetos que portan un determinado símbolo o que tratan de cumplir con un determinado código de conducta son mujeres; 2º) con diferente intensidad, en todos los casos asistimos a un posible conflicto entre las normas propias de una cultura, en la mayoría de los casos vinculada directa o indirectamente a creencias religiosas, y los valores que hemos asumido como comunes en ese imperfecto pero admirable pacto social que hemos denominado “constitucionalismo”. Estas dos referencias nos ponen sobre la pista de las dos cuestiones que interseccionan entre sí y que constituyen uno de los grandes retos de nuestros sistemas democráticos. De una parte, la garantía de unas sociedades interculturales en las que hagamos posible un más que aceptable equilibrio entre igualdad y pluralismo. De otra, la protección de los derechos de las mujeres y de las niñas como presupuesto ineludible de una democracia que para ser tal necesita considerarlas sujetos autónomos y con voz propia. El hecho de que sean precisamente ellas, las mujeres de determinadas culturas, las que se vean sometidas a presiones y se conviertan en foco de conflictos, mientras que sus compañeros varones carecen de las mismas ataduras, obliga a que enfoquemos todas estas cuestiones desde una perspectiva de género, es decir, teniendo en cuenta que las relaciones de poder sobre las que se construyen las culturas y en las que tradicionalmente las mujeres están en posiciones de subordiscriminación.  Unas posiciones que alimentan en general todas las religiones, muy especialmente las monoteístas, las cuales se apoyan en dogmas creados o interpretados por jerarcas masculinos que, a su vez, se traducen en normas y reglas que perpetúan la desigualdad de género. Todo ello nos obliga, de entrada, a asumir que la mayoría de los conflictos que se plantean no son tanto de tipo religioso o cultural sino político – hablamos de poder, de estatus, de ciudadanía – y de que sólo aplicando el principio de igualdad, en cuanto fundamento de nuestro pacto social, podremos gestionarlos adecuadamente. Esta perspectiva nos obliga a tener presente la dimensión interseccional de la discriminación que sufren las mujeres, al tiempo que no perdemos de vista que, como bien nos advierte Nancy Fraser, identidad, participación y distribución de bienes y recursos van de la mano.

Por lo tanto, frente a un multiculturalismo “acrítico”, que de manera ciertamente paradójica ha sido el más extendido en cierta izquierda europea, la creciente diversidad cultural y religiosa de nuestras sociedades debería obligarnos a replantear los fundamentos del “pacto social” – poder, ciudadanía, igualdad, derechos humanos – con el objetivo último de que el sistema permita garantizar el libre desarrollo de la personalidad de todos y de todas. Un objetivo que exige por poner las bases sociales, políticas, culturales y económicas para que las mujeres dejen de ser heterodesignadas. Ello implica situar el concepto de autonomíaen el foco de atención principal en los debates que hoy tenemos abiertos en torno a los derechos humanos de las mujeres. Este concepto, que nada tiene que ver con la “libre elección” mitificado por el neoliberalismo, y que ha de situarse siempre en un contexto relacional, obliga entre otras cosas a la liberación de adscripciones coercitivas y a la participación pública en condiciones de igualdad. Algo que sigue siendo todavía hoy un reto para las mujeres en muchos contextos culturales en los que continúan estando condenadas a ser las “guardianas de las tradiciones”,  mientras que sus compañeros varones ejercen poder en lo público y en lo privado sin sentirse maniatados ni por dioses ni por costumbres.

Este proceso no debería olvidar que la teoría de los derechos es necesariamente una teoría de límites – por lo tanto, los derechos humanos de las mujeres y niñas deberían ser un barrera incuestionable frente a cualquier práctica religiosa o cultural que pretenda ampararse en libertades como la de conciencia o religiosa – y que al tiempo que plantamos cara al patriarca que identificamos con claridad en otros contextos deberíamos someter a crítica el jerarca que habita en la nuestra. De ahí mi convencimiento de que el feminismo, entendido como pensamiento radicalmente humanista y como propuesta de acción política que pretende darle la vuelta a un orden político y cultura hecho a imagen y semejanza de los privilegios masculinos, constituye la mejor herramienta para revisar los derechos humanos desde una lógica de emancipación y autonomía. Solo desde esa mirada será posible ir encontrando respuestas a los inevitables conflictos de unas sociedades cada vez más diversas en las que las mujeres continúan siendo las más vulnerables. En este sentido, es urgente no perder de vista la dimensión transnacional del feminismo, en lucha siempre contra las injusticias globales, y la necesidad de fomentar diálogos entre eso que Celia Amorós denominó hace tiempo las “vetas de ilustración” presentes en todas las culturas. Por eso no estaría mal despojarnos del peso etnocéntrico que a veces nos ciega desde nuestra posición global dominante así como de la creencia de que solo las mujeres blancas y occidentales son capaces de articular un discurso feminista. Unos diálogos que, por cierto, solo serán posibles en un marco laico y en el que desde lo público se garanticen los derechos sociales como fundamentales.

A estos retos, que en la práctica plantean muchos dilemas éticos, políticos y jurídicos, constituyen, he dedicado mi último trabajo de investigación en el que planteo cuáles serían, a mi parecer, los itinerarios feministas para una democracia intercultural (https://issuu.com/tirantloblanch/docs/99d98bb05d558b696e8d14e0e7f9cdfb?e=1601165/44625800#search). O, lo que es lo mismo, para empezar a rebelarnos contra las injusticias que provocan la suma de tres dominaciones – la neoliberal, la etnocéntrica y la patriarcal – y que tiene como principales víctimas a las niñas y a las mujeres del planeta. Les invito a seguir el mapa y a asumir el reto: nos va la democracia,  y las vidas de muchas niñas y mujeres, en ello.

Autonomía, género y diversidad: itinerarios feministas para una democracia intercultural, Tirant lo Blanch, Valencia, 2017.

Fotografía: Caperucita Roja, de Fernando Bayona (cedida por el autor para la portada del libro).

PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 25-2-17:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/feminismo-emancipador-vs-_1_b_14955238.html
Sigue leyendo ->

SIN MAGISTRADAS NO ES CONSTITUCIONAL

El concepto de democracia paritaria ha dado lugar en las últimas décadas a un permanente debate en torno a su significado y, sobre todo, en torno a las consecuencias en que ha de proyectarse en nuestros sistemas constitucionales. Aunque han predominando las discusiones centradas en su dimensión más cuantitativa —la presencia de las mujeres en posiciones de poder y los instrumentos para hacerla efectiva—, no deberíamos olvidar que la paridad tiene también una dimensión cualitativa que nos remite a las raíces mismas de la democracia.
Si efectivamente la igualdad es el principio jurídico y el valor ético que sustenta el sistema que, pese a sus miserias, es el que mejor garantiza los derechos y libertades de los individuos, difícilmente el mismo merecerá el calificativo de democrático si la mitad femenina no goza de un estatuto de ciudadanía igual al de los hombres. Es decir, si no participan en las mismas condiciones y con las mismas oportunidades en el ejercicio del poder y si el sexo continúa siendo determinante de discriminaciones. Por lo tanto, no es osada sino por el contrario obligada consecuencia afirmar que la democracia o es paritaria o no es.
A la espera de que el principio de paridad se incorpore de manera expresa en una urgente y necesaria reforma constitucional, no podemos negar a estas alturas que el mismo forma parte de las esencias del sistema y que, por lo tanto, ha de proyectarse en cualquier actuación de los poderes públicos y ha de presidir cualquier interpretación que hagamos de nuestro ordenamiento jurídico. Porque, insisto, estamos hablando nada más y nada menos que del derecho fundamental de las mujeres a acceder al espacio público, a participar en el ejercicio del poder y a formar parte de la definición de las políticas que nos afectan a todas y a todos.

El denominado mainstreaming de género nos obliga, y así se subrayó hace años en el Derecho Comunitario, a que la igualdad de mujeres y hombres no solo sea un principio transversal a cualquier política, sino que ha de ser el principal, en cuanto que nos remite a la condición esencial que como individuos nos sitúa en el espacio democrático. De ahí, por tanto, que las mujeres, en cuanto ciudadanas, tengan el mismo derecho que nosotros a estar en las instituciones, sin que en su caso, como suele ser habitual, se les exija un plus de méritos o capacidades. Tienen el mismo derecho que nosotros a estar y, por lo tanto, como diría Amelia Valcárcel, a ser tan malas como nosotros podemos serlo en el ejercicio del poder.
Estas lecciones básicas de democracia —porque no se trata de otra cuestión aunque algunos interesadamente, supongo que para mantener sus dividendos, las identifiquen como una reivindicación feminista y , por tanto, según ellos, parcial— deberían tenerlas presentes los partidos políticos que en fechas próximas tendrán que participar en la selección y nombramiento de las personas que integran el Tribunal Constitucional.
No creo que haga falta recordar el evidente desequilibrio que ha existido y que existe en su composición, como tampoco creo necesario recordar que el importantísimo papel que dicho órgano juega en la garantía de nuestro sistema. Simplemente teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional tiene entre sus funciones decidir cuando una ley es o no constitucional, además de que actúa como último garante de nuestros derechos fundamentales a través del recurso de amparo, bastaría para que fuese más que evidente la necesidad de su composición equilibrada. Y no solo porque se trate de un mandato establecido expresamente en el art. 16 de la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, sino porque por exigencia democrática las ciudadanas deben estar presentes en un órgano que permanentemente está interpretando, acomodando y en ocasiones (no siempre) dándole vitalidad a nuestro ordenamiento. De ahí que, por ejemplo, no se entienda que hayamos puesto correctivos para que el Parlamento tenga una composición equilibrada de mujeres y hombres, mientras que dejamos que el Tribunal Constitucional —que con frecuencia actúa como un “legislador negativo”— siga ocupado mayoritariamente por varones.
Insisto: se trata de una reivindicación que deriva del mismo derecho de ciudadanía que tienen las mujeres pero también de la necesidad de que todas las instancias públicas reflejen las múltiples miradas que pueden hacerse sobre la sociedad que vivimos. De ahí que la paridad, también en el Tribunal Constitucional, acabe siendo garantía de mayor justicia social y de respuestas más ajustadas a una realidad marcada por las relaciones de género.
Y, por supuesto, frente a estas exigencias radicales, porque de hecho se nutren de los raíces del constitucionalismo, no vale esgrimir el argumento facilón, y perversamente machista, de que no hay suficientes mujeres juristas para optar a los sillones del Constitucional. Habría que recordarle al ministro de Justicia, que por cierto forma parte de un gobierno en el que la paridad brilla por su ausencia, (no sé si porque en el PP carecen de afiliadas o simpatizantes con el mismo nivel de competencia que los hombres), que las mujeres llevan ya décadas demostrando, también en el ámbito del Derecho, que son tan o más brillantes que nosotros, o como mínimo, igual de mediocres o malas que sus colegas varones. Escudarse en ese tipo de argumentos es la prueba más evidente de que la política y su principal instrumento, el Derecho, siguen en manos de los jerarcas patriarcales que se resisten a abandonar sus posiciones de privilegio. Porque, claro, para que entren ellas, algunos de ellos deberán hacerse a un lado.

Las mujeres tienen el mismo derecho que nosotros a estar en las instituciones, sin que, como suele ser habitual, se les exija un plus de méritos o capacidades
Esperemos pues que próximamente el Tribunal Constitucional, que por cierto no goza de la buena salud que debiera, responda al fin a un equilibrio desde el punto de vista de género, tal y como por cierto responde a otro tipo de equilibrios —territoriales, partidistas— que nadie parece discutir. Así lo reclama la Asociación Española de Mujeres Juezas y con ella todas las personas que hemos firmado un manifiesto llamando la atención de quienes en próximas fechas tendrán en sus manos la posibilidad de hacer un órgano paritario, es decir, democrático, o si por el contrario deciden que siga obedeciendo a los dictados de eso que Clara Campoamor denominó “república aristocrática de privilegio masculino”. Es la salud de nuestro sistema democrático, recordemos, la que está en juego.

Blog Mujeres EL PAÍS, 21 de febrero de 2017:
http://elpais.com/elpais/2017/02/21/mujeres/1487674290_371001.html

MANIFIESTO: ‘POR UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL EQUILIBRADO’

Si quieres firmar el manifiesto, redactado por la Asociación de Mujeres Juezas y que reivindica una verdadera participación de las mujeres en todas las esferas sociales, políticas, culturales o judiciales, puedes hacerlo en el siguiente enlace: Por un Tribunal Constitucional  equilibrado.
Sigue leyendo ->

SIN MAGISTRADAS NO ES CONSTITUCIONAL

El concepto de democracia paritaria ha dado lugar en las últimas décadas a un permanente debate en torno a su significado y, sobre todo, en torno a las consecuencias en que ha de proyectarse en nuestros sistemas constitucionales. Aunque han predominando las discusiones centradas en su dimensión más cuantitativa —la presencia de las mujeres en posiciones de poder y los instrumentos para hacerla efectiva—, no deberíamos olvidar que la paridad tiene también una dimensión cualitativa que nos remite a las raíces mismas de la democracia.
Si efectivamente la igualdad es el principio jurídico y el valor ético que sustenta el sistema que, pese a sus miserias, es el que mejor garantiza los derechos y libertades de los individuos, difícilmente el mismo merecerá el calificativo de democrático si la mitad femenina no goza de un estatuto de ciudadanía igual al de los hombres. Es decir, si no participan en las mismas condiciones y con las mismas oportunidades en el ejercicio del poder y si el sexo continúa siendo determinante de discriminaciones. Por lo tanto, no es osada sino por el contrario obligada consecuencia afirmar que la democracia o es paritaria o no es.
A la espera de que el principio de paridad se incorpore de manera expresa en una urgente y necesaria reforma constitucional, no podemos negar a estas alturas que el mismo forma parte de las esencias del sistema y que, por lo tanto, ha de proyectarse en cualquier actuación de los poderes públicos y ha de presidir cualquier interpretación que hagamos de nuestro ordenamiento jurídico. Porque, insisto, estamos hablando nada más y nada menos que del derecho fundamental de las mujeres a acceder al espacio público, a participar en el ejercicio del poder y a formar parte de la definición de las políticas que nos afectan a todas y a todos.

El denominado mainstreaming de género nos obliga, y así se subrayó hace años en el Derecho Comunitario, a que la igualdad de mujeres y hombres no solo sea un principio transversal a cualquier política, sino que ha de ser el principal, en cuanto que nos remite a la condición esencial que como individuos nos sitúa en el espacio democrático. De ahí, por tanto, que las mujeres, en cuanto ciudadanas, tengan el mismo derecho que nosotros a estar en las instituciones, sin que en su caso, como suele ser habitual, se les exija un plus de méritos o capacidades. Tienen el mismo derecho que nosotros a estar y, por lo tanto, como diría Amelia Valcárcel, a ser tan malas como nosotros podemos serlo en el ejercicio del poder.
Estas lecciones básicas de democracia —porque no se trata de otra cuestión aunque algunos interesadamente, supongo que para mantener sus dividendos, las identifiquen como una reivindicación feminista y , por tanto, según ellos, parcial— deberían tenerlas presentes los partidos políticos que en fechas próximas tendrán que participar en la selección y nombramiento de las personas que integran el Tribunal Constitucional.
No creo que haga falta recordar el evidente desequilibrio que ha existido y que existe en su composición, como tampoco creo necesario recordar que el importantísimo papel que dicho órgano juega en la garantía de nuestro sistema. Simplemente teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional tiene entre sus funciones decidir cuando una ley es o no constitucional, además de que actúa como último garante de nuestros derechos fundamentales a través del recurso de amparo, bastaría para que fuese más que evidente la necesidad de su composición equilibrada. Y no solo porque se trate de un mandato establecido expresamente en el art. 16 de la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, sino porque por exigencia democrática las ciudadanas deben estar presentes en un órgano que permanentemente está interpretando, acomodando y en ocasiones (no siempre) dándole vitalidad a nuestro ordenamiento. De ahí que, por ejemplo, no se entienda que hayamos puesto correctivos para que el Parlamento tenga una composición equilibrada de mujeres y hombres, mientras que dejamos que el Tribunal Constitucional —que con frecuencia actúa como un “legislador negativo”— siga ocupado mayoritariamente por varones.
Insisto: se trata de una reivindicación que deriva del mismo derecho de ciudadanía que tienen las mujeres pero también de la necesidad de que todas las instancias públicas reflejen las múltiples miradas que pueden hacerse sobre la sociedad que vivimos. De ahí que la paridad, también en el Tribunal Constitucional, acabe siendo garantía de mayor justicia social y de respuestas más ajustadas a una realidad marcada por las relaciones de género.
Y, por supuesto, frente a estas exigencias radicales, porque de hecho se nutren de los raíces del constitucionalismo, no vale esgrimir el argumento facilón, y perversamente machista, de que no hay suficientes mujeres juristas para optar a los sillones del Constitucional. Habría que recordarle al ministro de Justicia, que por cierto forma parte de un gobierno en el que la paridad brilla por su ausencia, (no sé si porque en el PP carecen de afiliadas o simpatizantes con el mismo nivel de competencia que los hombres), que las mujeres llevan ya décadas demostrando, también en el ámbito del Derecho, que son tan o más brillantes que nosotros, o como mínimo, igual de mediocres o malas que sus colegas varones. Escudarse en ese tipo de argumentos es la prueba más evidente de que la política y su principal instrumento, el Derecho, siguen en manos de los jerarcas patriarcales que se resisten a abandonar sus posiciones de privilegio. Porque, claro, para que entren ellas, algunos de ellos deberán hacerse a un lado.

Las mujeres tienen el mismo derecho que nosotros a estar en las instituciones, sin que, como suele ser habitual, se les exija un plus de méritos o capacidades
Esperemos pues que próximamente el Tribunal Constitucional, que por cierto no goza de la buena salud que debiera, responda al fin a un equilibrio desde el punto de vista de género, tal y como por cierto responde a otro tipo de equilibrios —territoriales, partidistas— que nadie parece discutir. Así lo reclama la Asociación Española de Mujeres Juezas y con ella todas las personas que hemos firmado un manifiesto llamando la atención de quienes en próximas fechas tendrán en sus manos la posibilidad de hacer un órgano paritario, es decir, democrático, o si por el contrario deciden que siga obedeciendo a los dictados de eso que Clara Campoamor denominó “república aristocrática de privilegio masculino”. Es la salud de nuestro sistema democrático, recordemos, la que está en juego.

Blog Mujeres EL PAÍS, 21 de febrero de 2017:
http://elpais.com/elpais/2017/02/21/mujeres/1487674290_371001.html

MANIFIESTO: ‘POR UN TRIBUNAL CONSTITUCIONAL EQUILIBRADO’

Si quieres firmar el manifiesto, redactado por la Asociación de Mujeres Juezas y que reivindica una verdadera participación de las mujeres en todas las esferas sociales, políticas, culturales o judiciales, puedes hacerlo en el siguiente enlace: Por un Tribunal Constitucional  equilibrado.
Sigue leyendo ->

FEMINISTAS Y TAN FRESCAS

Hace ya algún tiempo que asumí como un compromiso personal y cívico la defensa del feminismo como el pensamiento que más y mejor puede servir para la emancipación del ser humano y, por lo tanto, como la herramienta mediante la que conseguir que ninguna persona sea privada de bienes o derechos en función de su sexo. En estos años de revancha patriarcal, como bien los ha bautizado Alicia Miyares, siento cada día con más convencimiento la necesidad de reafirmar esa defensa y de reivindicar un término que es permanentemente devaluado. Los prejuicios y la ignorancia se están aliando con el terror patriarcal a la pérdida de privilegios y están provocando que el machismo ocupe espacios que ya creíamos conquistados por la igualdad. El retroceso es evidente en muchos ámbitos, por lo que ahora, más que nunca, necesitamos sumar energías y multiplicar la lucha de las muchas y de los pocos que pensamos que es incompatible la democracia con una sociedad en la que una mitad continúa subordinada a la otra. De ahí que resulte tan saludable y gozoso que en esta ciudad, tan poco habituada a romper esquemas, un grupo de mujeres haya decidido crear un espacio para la reflexión y el debate feminista. Su estreno, hace un par de semanas, no pudo ser más exitoso, demostrándose así que la ciudadanía, y muy especialmente las que todavía hoy tienen que luchar por tener las mismas oportunidades y autoridad que nosotros, pide a gritos escapar de los cauces institucionales y hacer política sin hipotecas partidistas ni intermediarios que finalmente parecen mirarse solo su ombligo.
Que estas mujeres se califiquen a sí mismas como frescas, apoyándose en el título del libro de una de las urdidoras de este proyecto, la siempre combativa Anna Freixas, es toda una declaración de intenciones. Porque ese adjetivo, que María Moliner conecta con el descaro o la insolencia, pero también con contar «las verdades del barquero», implica plantarle cara al patriarcado y hacerlo desde la alegría que supone sentirse autónomas y acompañadas, cómplices en un ejercicio lúcido y sanísimo de sororidad. La frescura que reclaman mujeres como Marta Jiménez, Elena Lázaro o Esther Casado supone romper con las cadenas del victimismo, apostar por la construcción de un nuevo mundo y, a ser posible, hacer todo eso con buen humor y poderío. Pisando fuerte, sin pedir perdón ni permiso, sintiéndose luminosamente empoderadas.
Una experiencia como ésta debería convertirse en un referente que, sumado al activismo de todas esas mujeres que en muchos casos desde la invisibilidad y el escaso o nulo reconocimiento luchan en esta ciudad por romper las barreras de género, ayude a remover conciencias y a movilizar el sentido y la sensibilidad necesarios para replantear las cláusulas de un contrato que continúa amparando los privilegios de los poderosos. Espero pues que mes a mes el número de frescas vaya creciendo y sus voces desborden lo políticamente correcto y se hagan presentes e incómodas en la Córdoba del cordobés. También desearía que muchos hombres se fueran acercando a ellas, no para asumir el mando ni el protagonismo, como solemos hacer, ni mucho menos para esgrimir argumentos propios de víctimas, sino para aprender y acompañar, para ser partícipes de una transformación en la que, estoy convencido, nosotros tenemos que estar implicados. Una implicación que pasa necesariamente por la renuncia a buena parte de nuestros privilegios y por el ejercicio real de la corresponsabilidad tanto en lo público como en lo privado. Estaría muy bien que nos dejáramos contagiar por la frescura y la valentía de unas mujeres que nos obligan a mirarnos en el espejo y cuestionarnos qué queda en nosotros del macho que heredamos. Sólo así será posible acabar con eso que Clara Campoamor denominó «una república aristocrática de privilegio masculino» y haremos realidad el mundo que soñó John Stuart Mill gracias en gran medida a la inteligencia de su compañera Harriet Taylor.
LAS FRONTERAS INDECISAS, Diario Córdoba (20-2-17)
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/feministas-tan-frescas_1124785.html
Sigue leyendo ->