TROYANAS: DE VÍCTIMAS A SUJETOS POLÍTICOS

El valor de los clásicos reside en que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.

El gran acierto de esta versión, que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus hijos. Este “desorden” dramático no es sino la expresión más brutal de un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros de alquiler.


Las Troyanas de Carme y Alberto, cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo. A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener sus dividendos.

El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el “hágase en mí según tu palabra” y se agarran a la energía emancipadora del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf, son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero de los dioses que interpreta Ernesto Alterio en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.

Publicado en Diario Público, 23-7-17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9687/troyanas-de-victimas-a-sujetos-politicos/
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TROYANAS: DE VÍCTIMAS A SUJETOS POLÍTICOS

El valor de los clásicos reside en que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.

El gran acierto de esta versión, que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus hijos. Este “desorden” dramático no es sino la expresión más brutal de un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros de alquiler.


Las Troyanas de Carme y Alberto, cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo. A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener sus dividendos.

El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el “hágase en mí según tu palabra” y se agarran a la energía emancipadora del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf, son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero de los dioses que interpreta Ernesto Alterio en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.

Publicado en Diario Público, 23-7-17:
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SU MEJOR HISTORIA: LA HISTORIA CONTADA POR LAS MUJERES

En un mundo como el cinematográfico, prácticamente monopolizado por los varones, y en el que por tanto imperan los relatos androcéntricos y los esquemas narrativos en los que las mujeres apenas son personajes accesorios y siempre articulados en función de sus compañeros heroicos, cada día se hace más necesario, urgente diría yo, contar con otras miradas. Las de aquellas a las que la cultura, al menos la mayoritaria y comercial, sigue relegando al papel de musas y difícilmente encuentran acomodo en los espacios que el patriarcado reserva a los genios masculinos.

Solo de esa manera se podrán ir construyendo otro tipo de relatos y por tanto de imaginarios colectivos que superen al fin los esquemas más rancios del patriarcado. Para ello, insisto, es necesario que cada vez haya más mujeres contando historias, ofreciéndonos su visión de la vida, aportándonos esa otra mitad que falta en la pantalla.  Porque solo cuando la cultura deje de legitimar las estructuras jerárquicas del sistema sexo/género será posible avanzar de verdad hacia una efectiva igualdad. Mientras que sigan fallando los resortes culturales –y por tanto, educativos y socializadores– las leyes, las políticas y los planes de igualdad lograrán resultados tibios, que además serán fácilmente derogables por la fuerza incontrolable de lo que nos entra por los ojos y a través de las emociones

Por todo ello, es tan saludable, y hasta democráticamente inspirador, que podamos encontrar en la cartelera películas dirigidas por mujeres y en las que por tanto sea fácil descubrir la mirada que suele faltar en los productos culturales. Esa experiencia es la que como espectador he tenido al ver la última película de la directora británica Lone Scherfig, cuyo título ha sido traducido al español como Su mejor historia. A Scherfig se deben títulos tan distintos e interesantes como Italiano para principiantes (2000), Wilbur se quiere suicidar (2002) y, sobre todo, la deliciosa An education (2009), en la que lograba dar una vuelta de tuerca al amor romántico.

En su última película la directora adapta una novela escrita por una mujer – Their finest hour and a half, de Lissa Evans– y nos cuenta una historia que está basada en la real de la guionista galesa Diana Morgan, que trabajó en los míticos estudios Ealing durante los años 40. Por lo tanto, nos encontramos con mujeres que cuentan historias de mujeres en un contexto, como el del mundo del cine, donde si todavía hoy sufren discriminaciones de tipo horizontal y vertical no digamos en los años 40, en los que difícilmente podían superar el nivel de floreros o secretarias.

En Su mejor historia, que es también un canto de amor de su directora al cine, vemos cómo la protagonista, interpretada de manera brillante por Gemma Arterton, cree que ha sido contratada como secretaria por el Ministerio de Propaganda británico cuando realmente lo que quieren de ella es que dé credibilidad a los diálogos de mujeres que habitualmente eran concebidos como si las mismas fueran seres de racionalidad limitada y fuertemente estereotipados. Catrin Cole, que así se llama la protagonista, se verá inmersa en la escritura del guión de una película que, en plena segunda guerra mundial, pretende elevar la moral de la población en unos momentos tan difíciles.


Más allá de lo bien contado que está el rodaje de la película propagandística, y del medido tono de comedia que tienen las relaciones entre los personajes de la historia, lo más interesante de esta cuidada película es cómo se nos muestra a un personaje femenino empoderado, que es capaz de liberarse incluso de las ataduras afectivas que en un determinado momento pueden llegar a encadenarla y que, sobre todo, se mueve en un mundo de hombres donde tan complicado era para una mujer, y me temo que todavía lo es, ser reconocida sin prejuicios sexistas y desde la equivalencia de méritos con sus colegas varones.

No se trata de una película a la que podamos calificar de manera rotunda como feminista, pero sí que en ella la directora nos ofrece perspectivas que no suelen ser habituales cuando las historias están en manos masculinas. En este sentido, cabe señalar la mirada crítica y hasta irónica que realiza sobre los héroes masculinos de la pantalla, las reivindicaciones de un mayor protagonismo de los personajes femeninos en historias en las que habitualmente ellas no eran las heroínas o la complicidad con una protagonista que en medio de un contexto tan brutal –la sociedad de los años 40 atravesada por los horrores de la guerra– lucha por ser ella misma, por ser la dueña de su destino y por hacerse valer y reconocer por sus méritos y capacidades. Y por supuesto que hay historia de amor, pero una historia en la que vemos cómo ella intenta en todo momento mantener las riendas y a la que incluso vemos hasta cierto punto resistirse cuando no tiene muy claro si merece la pena entregarse a un hombre.

Su mejor historia, en mitad del páramo terrible en que se convierten las salas de cine en estos meses de verano, es una opción más que recomendable para reconciliarnos no solo con el cine bien hecho, artesanalmente impecable, sino también con otra manera de contar la vida. Con mujeres que ocupan el lugar central de la cartelera y de sus destinos. Con una mirada agudamente crítica sobre un mundo hecho por y para los hombres. Esos hombres que tantas guerras han provocado y provocan, en las que se ponen tantas medallas y de las que siempre han sido y son principales víctimas las mujeres. Las que quedaron viudas, las que perdieron sus hijos y maridos, las que tuvieron que volver a sus casas cuando los héroes volvieron a las fábricas, las que tuvieron que hacer malabarismos para sobrevivir en mitad de las bombas.  Esas que al fin, en películas como la de Lone Scherfig, ocupan su lugar debido en la memoria y en el imaginario que compartimos.

Publicado en eldiario.es (18-7-17):
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/mejor-historia-contada-mujeres_6_666043420.html

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SU MEJOR HISTORIA: LA HISTORIA CONTADA POR LAS MUJERES

En un mundo como el cinematográfico, prácticamente monopolizado por los varones, y en el que por tanto imperan los relatos androcéntricos y los esquemas narrativos en los que las mujeres apenas son personajes accesorios y siempre articulados en función de sus compañeros heroicos, cada día se hace más necesario, urgente diría yo, contar con otras miradas. Las de aquellas a las que la cultura, al menos la mayoritaria y comercial, sigue relegando al papel de musas y difícilmente encuentran acomodo en los espacios que el patriarcado reserva a los genios masculinos.

Solo de esa manera se podrán ir construyendo otro tipo de relatos y por tanto de imaginarios colectivos que superen al fin los esquemas más rancios del patriarcado. Para ello, insisto, es necesario que cada vez haya más mujeres contando historias, ofreciéndonos su visión de la vida, aportándonos esa otra mitad que falta en la pantalla.  Porque solo cuando la cultura deje de legitimar las estructuras jerárquicas del sistema sexo/género será posible avanzar de verdad hacia una efectiva igualdad. Mientras que sigan fallando los resortes culturales –y por tanto, educativos y socializadores– las leyes, las políticas y los planes de igualdad lograrán resultados tibios, que además serán fácilmente derogables por la fuerza incontrolable de lo que nos entra por los ojos y a través de las emociones

Por todo ello, es tan saludable, y hasta democráticamente inspirador, que podamos encontrar en la cartelera películas dirigidas por mujeres y en las que por tanto sea fácil descubrir la mirada que suele faltar en los productos culturales. Esa experiencia es la que como espectador he tenido al ver la última película de la directora británica Lone Scherfig, cuyo título ha sido traducido al español como Su mejor historia. A Scherfig se deben títulos tan distintos e interesantes como Italiano para principiantes (2000), Wilbur se quiere suicidar (2002) y, sobre todo, la deliciosa An education (2009), en la que lograba dar una vuelta de tuerca al amor romántico.

En su última película la directora adapta una novela escrita por una mujer – Their finest hour and a half, de Lissa Evans– y nos cuenta una historia que está basada en la real de la guionista galesa Diana Morgan, que trabajó en los míticos estudios Ealing durante los años 40. Por lo tanto, nos encontramos con mujeres que cuentan historias de mujeres en un contexto, como el del mundo del cine, donde si todavía hoy sufren discriminaciones de tipo horizontal y vertical no digamos en los años 40, en los que difícilmente podían superar el nivel de floreros o secretarias.

En Su mejor historia, que es también un canto de amor de su directora al cine, vemos cómo la protagonista, interpretada de manera brillante por Gemma Arterton, cree que ha sido contratada como secretaria por el Ministerio de Propaganda británico cuando realmente lo que quieren de ella es que dé credibilidad a los diálogos de mujeres que habitualmente eran concebidos como si las mismas fueran seres de racionalidad limitada y fuertemente estereotipados. Catrin Cole, que así se llama la protagonista, se verá inmersa en la escritura del guión de una película que, en plena segunda guerra mundial, pretende elevar la moral de la población en unos momentos tan difíciles.


Más allá de lo bien contado que está el rodaje de la película propagandística, y del medido tono de comedia que tienen las relaciones entre los personajes de la historia, lo más interesante de esta cuidada película es cómo se nos muestra a un personaje femenino empoderado, que es capaz de liberarse incluso de las ataduras afectivas que en un determinado momento pueden llegar a encadenarla y que, sobre todo, se mueve en un mundo de hombres donde tan complicado era para una mujer, y me temo que todavía lo es, ser reconocida sin prejuicios sexistas y desde la equivalencia de méritos con sus colegas varones.

No se trata de una película a la que podamos calificar de manera rotunda como feminista, pero sí que en ella la directora nos ofrece perspectivas que no suelen ser habituales cuando las historias están en manos masculinas. En este sentido, cabe señalar la mirada crítica y hasta irónica que realiza sobre los héroes masculinos de la pantalla, las reivindicaciones de un mayor protagonismo de los personajes femeninos en historias en las que habitualmente ellas no eran las heroínas o la complicidad con una protagonista que en medio de un contexto tan brutal –la sociedad de los años 40 atravesada por los horrores de la guerra– lucha por ser ella misma, por ser la dueña de su destino y por hacerse valer y reconocer por sus méritos y capacidades. Y por supuesto que hay historia de amor, pero una historia en la que vemos cómo ella intenta en todo momento mantener las riendas y a la que incluso vemos hasta cierto punto resistirse cuando no tiene muy claro si merece la pena entregarse a un hombre.

Su mejor historia, en mitad del páramo terrible en que se convierten las salas de cine en estos meses de verano, es una opción más que recomendable para reconciliarnos no solo con el cine bien hecho, artesanalmente impecable, sino también con otra manera de contar la vida. Con mujeres que ocupan el lugar central de la cartelera y de sus destinos. Con una mirada agudamente crítica sobre un mundo hecho por y para los hombres. Esos hombres que tantas guerras han provocado y provocan, en las que se ponen tantas medallas y de las que siempre han sido y son principales víctimas las mujeres. Las que quedaron viudas, las que perdieron sus hijos y maridos, las que tuvieron que volver a sus casas cuando los héroes volvieron a las fábricas, las que tuvieron que hacer malabarismos para sobrevivir en mitad de las bombas.  Esas que al fin, en películas como la de Lone Scherfig, ocupan su lugar debido en la memoria y en el imaginario que compartimos.

Publicado en eldiario.es (18-7-17):
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/mejor-historia-contada-mujeres_6_666043420.html

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Rafael Hernando : l’homme que nous ne devrions pas être

À chaque fois que dans des journées de débats surgit l’interrogation « que signifient les “nouvelles masculinités” ? » — un terme que je rejette car il est de ceux qui ne dépassent pas le politiquement correct et qui, dans ce cas précis, fait même le jeu du patriarcat —, il m’est très difficile de préciser en quoi consiste le fait d’être un homme « nouveau ». Il est en revanche beaucoup plus facile, comme dans tant d’autres débats complexes, de spécifier ce qui en tous cas ne devrait pas faire partie d’une nouvelle compréhension de la virilité, enfin délestée des fardeaux machistes et disposée à emprunter des voies qui permettront d’atteindre l’égalité entre les femmes et les hommes. Dans ce sens, il est très didactique d’utiliser des référents de la vie publique pour signaler ce que justement ne devrait pas être un homme du XXIe siècle. Ce territoire, celui de la vie publique, est encore aujourd’hui presque entièrement peuplé d’individus qui portent confortablement le costume de la « masculinité hégémonique » et qui, logiquement, sont ravis d’être la partie privilégiée du contrat entre femmes et hommes.
On peut extraire deux conséquences positives du débat qui a eu lieu au Congrès des députés il y a quelques jours dans le cadre de la motion de censure présentée par Unidos Podemos contre le gouvernement de Mariano Rajoy (Parti Populaire — PP). La première, c’est de confirmer à quel point le Parlement a besoin de voix catégoriquement féministes comme celle d’Irene Montero (1). La seconde, c’est le magnifique exemple qu’une fois de plus nous a offert le porte-parole du groupe parlementaire du PP, Rafael Hernando, à propos du type de mâle qui ne devrait pas appartenir à la vie publique et qu’aucun jeune ne devrait essayer d’imiter. Comme c’est habituel chez lui, et comme je suppose que c’est ce qu’attend le public qui l’applaudit et partage son insolence misogyne, Hernando a démontré un des axes essentiels de la subjectivité masculine dominante. Il s’agit du mépris des femmes, de la négation de leur individualité et de leur autorité, ainsi que la nécessité de les rabaisser pour que nous puissions, en tant qu’hommes, nous voir deux fois plus grands que notre taille naturelle, comportement que Virginia Woolf avait déjà dévoilé avec son illustre lucidité. Et j’imagine qu’elle ne fait pas partie des livres de chevet d’Hernando et de sa fratrie d’égaux.
Les commentaires du porte-parole du PP (2) — et ne parlons pas des justifications postérieures faites par lui-même et quelques membres (hommes et femmes) de son parti — mettent en relief un des plus grands obstacles que les femmes doivent encore surmonter pour exercer leur statut de citoyennes dans les mêmes conditions que les hommes. Je fais référence non seulement à comment nous, les hommes, continuons pratiquement à monopoliser les tribunes, mais aussi à comment, depuis ces mêmes espaces, où nous agissons en tant que représentants de toutes et de tous, nous avons l’habitude de dévaluer les contributions de nos camarades femmes. Nous nions leur valeur et nous contribuons finalement à perpétuer l’idée que les femmes sont uniquement des êtres qui vivent par et pour les autres, et que donc si elles sont en politique, c’est qu’il y a des hommes qui le permettent et qu’elles doivent toujours, bien entendu, rester dans une position subalterne. De cette façon, et alors que pour les hommes les liens affectifs ou sexuels n’ont jamais été un argument qui sape notre autorité — au contraire, ça peut même être un facteur supplémentaire de reconnaissance entre égaux —, pour les femmes leurs relations personnelles et familiales jouent en leur défaveur et elles sont brandies par l’adversaire comme argument de poids pour discréditer leur action politique.
Rafael Hernando, non seulement à cause du fond mais aussi à cause de la forme de ses propos, est le meilleur exemple d’un modèle de virilité que nous devrions dépasser si nous voulons effectivement construire une société où le système sexe/genre cesse d’établir des hiérarchies entre nous et elles. Il nous faut changer si nous désirons réellement que les valeurs éthiques qui imprègnent notre démocratie aient à voir, comme le féminisme nous l’apprend, avec la reconnaissance de notre fragilité et donc de notre interdépendance, avec la nécessité d’établir des ponts entre personnes différentes, et avec l’acceptation du fait que la vie publique et la vie privée ne sont pas opposées mais plutôt nécessairement complémentaires. Il nous faut un modèle pluriel de virilité qui abandonne l’omnipotence de celui qui se sait être un sujet privilégié, un modèle qui puisse reconnaître les femmes comme la moitié égale sans laquelle le pacte démocratique ne mérite pas ce nom. Cela passe nécessairement par le rejet de notre situation de confort, par le dépassement de l’idée que nos désirs peuvent se convertir en droits, et par la reconnaissance de l’autorité égale de nos camarades femmes qui doivent encore justifier leurs mérites deux fois plus que les hommes, et qui se voient habituellement refuser la considération et la compétence qu’avec tant de facilité on applaudit chez des mâles souvent médiocres.
De qué sirven vuestros minutos de silencio contra al violencia d género si luego en la tribuna os comportáis como unos machistas?#asco
— Leticia Dolera (@LeticiaDolera) 14 juin 2017
(Traduction : À quoi servent vos minutes de silence contre la violence de genre si après à la tribune vous agissez comme des machistes ? #dégoût)
En résonance avec le tweet pertinent que mon admirée Leticia Dolera a fait circuler après avoir écouté Hernando, s’il y a bien quelque chose que nous a démontré l’infructueuse motion de censure de Podemos, c’est que l’Espagne n’a pas tant besoin d’un pacte contre la violence de genre (3) que d’un pacte contre le machisme. Cela passe nécessairement par la perte d’influence dans la vie publique de ceux qui n’ont pas l’air disposés à quitter la tribune de leur virilité, et aussi par un militantisme actif de notre part, les sujets privilégiés, pour renoncer à nos bénéfices et dénoncer férocement tous les comportements et attitudes qui nous marquent comme des mâles habitués à l’exercice de la violence. Une violence qui se traduit non seulement par ce que nous identifions habituellement strictement comme violence de genre, selon la Loi Intégrale contre la violence de genre, mais qui se manifeste aussi dans nos multiples formes d’humiliation et de mépris des femmes.

Octavio Salazar Benítez est un proféministe espagnol, professeur de Droit constitutionnel à l’Université de Cordoue. Vous pouvez consulter son blog ici : http://lashoras-octavio.blogspot.com.es/
Traduction : TRADFEM
(1) NdT : Irene Montero est députée de Podemos et porte-parole du groupe parlementaire Unidos Podemos. C’est également la compagne de Pablo Iglesias, secrétaire général de Podemos et député du même parti.
(2) NdT : Pendant la deuxième journée de débats sur la motion de censure, Hernando, s’adressant à Iglesias, a dit la phrase suivante : « Il y en a qui disent que (hier dans le débat) madame Montero a été meilleure que vous, mais moi je ne vais pas dire ça parce que sinon, je ne sais pas quel impact ça va avoir sur votre relation. » Suite à cette déclaration, de nombreux députés du groupe Unidos Podemos ont exprimé leur indignation face à ce commentaire machiste. Hernando a fini par s’excuser — en ne s’adressant qu’à Iglesias alors que Montero était aussi présente — de la manière suivante : « Si vous êtes fâché et vous sentez offensé à cause de mes paroles, je vous demande pardon. Moi je parlais d’une relation simplement politique. J’ai beaucoup d’estime pour votre porte-parole. Je crois que c’est une bonne porte-parole et je crois qu’elle a encore beaucoup de choses à faire dans cette Chambre. »
(3) NdT : Le pacte contre la violence de genre a été concrétisé par l’adoption de la « Loi Intégrale contre la violence de genre », votée fin 2004 en Espagne. Le texte de loi est disponible ici : http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/lo1-2004.tp.html.

PUBLICADO EN TRADFEM:
https://tradfem.wordpress.com/2017/07/02/rafael-hernando-lhomme-que-nous-ne-devrions-pas-etre/

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Rafael Hernando : l’homme que nous ne devrions pas être

À chaque fois que dans des journées de débats surgit l’interrogation « que signifient les “nouvelles masculinités” ? » — un terme que je rejette car il est de ceux qui ne dépassent pas le politiquement correct et qui, dans ce cas précis, fait même le jeu du patriarcat —, il m’est très difficile de préciser en quoi consiste le fait d’être un homme « nouveau ». Il est en revanche beaucoup plus facile, comme dans tant d’autres débats complexes, de spécifier ce qui en tous cas ne devrait pas faire partie d’une nouvelle compréhension de la virilité, enfin délestée des fardeaux machistes et disposée à emprunter des voies qui permettront d’atteindre l’égalité entre les femmes et les hommes. Dans ce sens, il est très didactique d’utiliser des référents de la vie publique pour signaler ce que justement ne devrait pas être un homme du XXIe siècle. Ce territoire, celui de la vie publique, est encore aujourd’hui presque entièrement peuplé d’individus qui portent confortablement le costume de la « masculinité hégémonique » et qui, logiquement, sont ravis d’être la partie privilégiée du contrat entre femmes et hommes.
On peut extraire deux conséquences positives du débat qui a eu lieu au Congrès des députés il y a quelques jours dans le cadre de la motion de censure présentée par Unidos Podemos contre le gouvernement de Mariano Rajoy (Parti Populaire — PP). La première, c’est de confirmer à quel point le Parlement a besoin de voix catégoriquement féministes comme celle d’Irene Montero (1). La seconde, c’est le magnifique exemple qu’une fois de plus nous a offert le porte-parole du groupe parlementaire du PP, Rafael Hernando, à propos du type de mâle qui ne devrait pas appartenir à la vie publique et qu’aucun jeune ne devrait essayer d’imiter. Comme c’est habituel chez lui, et comme je suppose que c’est ce qu’attend le public qui l’applaudit et partage son insolence misogyne, Hernando a démontré un des axes essentiels de la subjectivité masculine dominante. Il s’agit du mépris des femmes, de la négation de leur individualité et de leur autorité, ainsi que la nécessité de les rabaisser pour que nous puissions, en tant qu’hommes, nous voir deux fois plus grands que notre taille naturelle, comportement que Virginia Woolf avait déjà dévoilé avec son illustre lucidité. Et j’imagine qu’elle ne fait pas partie des livres de chevet d’Hernando et de sa fratrie d’égaux.
Les commentaires du porte-parole du PP (2) — et ne parlons pas des justifications postérieures faites par lui-même et quelques membres (hommes et femmes) de son parti — mettent en relief un des plus grands obstacles que les femmes doivent encore surmonter pour exercer leur statut de citoyennes dans les mêmes conditions que les hommes. Je fais référence non seulement à comment nous, les hommes, continuons pratiquement à monopoliser les tribunes, mais aussi à comment, depuis ces mêmes espaces, où nous agissons en tant que représentants de toutes et de tous, nous avons l’habitude de dévaluer les contributions de nos camarades femmes. Nous nions leur valeur et nous contribuons finalement à perpétuer l’idée que les femmes sont uniquement des êtres qui vivent par et pour les autres, et que donc si elles sont en politique, c’est qu’il y a des hommes qui le permettent et qu’elles doivent toujours, bien entendu, rester dans une position subalterne. De cette façon, et alors que pour les hommes les liens affectifs ou sexuels n’ont jamais été un argument qui sape notre autorité — au contraire, ça peut même être un facteur supplémentaire de reconnaissance entre égaux —, pour les femmes leurs relations personnelles et familiales jouent en leur défaveur et elles sont brandies par l’adversaire comme argument de poids pour discréditer leur action politique.
Rafael Hernando, non seulement à cause du fond mais aussi à cause de la forme de ses propos, est le meilleur exemple d’un modèle de virilité que nous devrions dépasser si nous voulons effectivement construire une société où le système sexe/genre cesse d’établir des hiérarchies entre nous et elles. Il nous faut changer si nous désirons réellement que les valeurs éthiques qui imprègnent notre démocratie aient à voir, comme le féminisme nous l’apprend, avec la reconnaissance de notre fragilité et donc de notre interdépendance, avec la nécessité d’établir des ponts entre personnes différentes, et avec l’acceptation du fait que la vie publique et la vie privée ne sont pas opposées mais plutôt nécessairement complémentaires. Il nous faut un modèle pluriel de virilité qui abandonne l’omnipotence de celui qui se sait être un sujet privilégié, un modèle qui puisse reconnaître les femmes comme la moitié égale sans laquelle le pacte démocratique ne mérite pas ce nom. Cela passe nécessairement par le rejet de notre situation de confort, par le dépassement de l’idée que nos désirs peuvent se convertir en droits, et par la reconnaissance de l’autorité égale de nos camarades femmes qui doivent encore justifier leurs mérites deux fois plus que les hommes, et qui se voient habituellement refuser la considération et la compétence qu’avec tant de facilité on applaudit chez des mâles souvent médiocres.
De qué sirven vuestros minutos de silencio contra al violencia d género si luego en la tribuna os comportáis como unos machistas?#asco
— Leticia Dolera (@LeticiaDolera) 14 juin 2017
(Traduction : À quoi servent vos minutes de silence contre la violence de genre si après à la tribune vous agissez comme des machistes ? #dégoût)
En résonance avec le tweet pertinent que mon admirée Leticia Dolera a fait circuler après avoir écouté Hernando, s’il y a bien quelque chose que nous a démontré l’infructueuse motion de censure de Podemos, c’est que l’Espagne n’a pas tant besoin d’un pacte contre la violence de genre (3) que d’un pacte contre le machisme. Cela passe nécessairement par la perte d’influence dans la vie publique de ceux qui n’ont pas l’air disposés à quitter la tribune de leur virilité, et aussi par un militantisme actif de notre part, les sujets privilégiés, pour renoncer à nos bénéfices et dénoncer férocement tous les comportements et attitudes qui nous marquent comme des mâles habitués à l’exercice de la violence. Une violence qui se traduit non seulement par ce que nous identifions habituellement strictement comme violence de genre, selon la Loi Intégrale contre la violence de genre, mais qui se manifeste aussi dans nos multiples formes d’humiliation et de mépris des femmes.

Octavio Salazar Benítez est un proféministe espagnol, professeur de Droit constitutionnel à l’Université de Cordoue. Vous pouvez consulter son blog ici : http://lashoras-octavio.blogspot.com.es/
Traduction : TRADFEM
(1) NdT : Irene Montero est députée de Podemos et porte-parole du groupe parlementaire Unidos Podemos. C’est également la compagne de Pablo Iglesias, secrétaire général de Podemos et député du même parti.
(2) NdT : Pendant la deuxième journée de débats sur la motion de censure, Hernando, s’adressant à Iglesias, a dit la phrase suivante : « Il y en a qui disent que (hier dans le débat) madame Montero a été meilleure que vous, mais moi je ne vais pas dire ça parce que sinon, je ne sais pas quel impact ça va avoir sur votre relation. » Suite à cette déclaration, de nombreux députés du groupe Unidos Podemos ont exprimé leur indignation face à ce commentaire machiste. Hernando a fini par s’excuser — en ne s’adressant qu’à Iglesias alors que Montero était aussi présente — de la manière suivante : « Si vous êtes fâché et vous sentez offensé à cause de mes paroles, je vous demande pardon. Moi je parlais d’une relation simplement politique. J’ai beaucoup d’estime pour votre porte-parole. Je crois que c’est une bonne porte-parole et je crois qu’elle a encore beaucoup de choses à faire dans cette Chambre. »
(3) NdT : Le pacte contre la violence de genre a été concrétisé par l’adoption de la « Loi Intégrale contre la violence de genre », votée fin 2004 en Espagne. Le texte de loi est disponible ici : http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/lo1-2004.tp.html.

PUBLICADO EN TRADFEM:
https://tradfem.wordpress.com/2017/07/02/rafael-hernando-lhomme-que-nous-ne-devrions-pas-etre/

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TODAS Y TODOS SOMOS MONSTRUOS

En la presentación de su última novela en Córdoba, le escuché a Rosa Montero afirmar que “todos somos monstruos” y que la normalidad no existe, “la normalidad es la normatividad”.  He recordado estas afirmaciones viendo el primer largometraje del jovencísimo Eduardo CasanovaPieles, que es sin duda una de las apuestas más singulares del reciente cine español, nos ofrece una bellísima reflexión en torno a las diferencias que nos singularizan, a la lucha de cada persona por ser ella misma en unas sociedades cada vez más homogeneizadas y  las que parece que cotiza más lo que aparentamos que lo que somos. Estéticamente sugerente, con alguna torpeza narrativa perdonable dado que es el primer largo del actor, la película es una sorprendente apuesta que no dejará indiferente a quien la vea.


Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés, o Laura, la niña sin ojos que vive para dar placer a quienes acuden a ella huyendo de la soledad, o Ana, una mujer con la cara mal formada que acaba empoderándose desde su imagen deforme (“Solo me quieres por mi físico” le suelta en un diálogo perversamente paradójico a su pareja que interpreta un Jon Kortajarena que aquí no aparece bellísimo sino desfigurado);  o el chico (sirena) que quiere librarse de sus piernas aunque realmente lo que quiere es escapar de los abusos paternales que le marcaron de por vida, son seres solitarios, heridos y en lucha. A través de ellas y de ellos, Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Son ellas muy especialmente las prisioneras de un juego en el que parece siempre ganar el que se ajusta a los cánones de la belleza física imperante y en el que los cuerpos, sobre todo, insisto, los de ellas, son educados desde la más tierna infancia para la seducción. Los personajes que interpretan Ana Polvorosa, Macarena Gómez, Candela Peña o Itziar Castro, nos interpelan desde un mundo “rosa” que las mantiene prisioneras. Sus historias son la prueba más evidente de cómo el verdadero sentido político y ético de la igualdad no puede ser otro que  el reconocimiento de las diferencias. La luminosa alegría que deriva de los múltiples tactos, olores y colores de las pieles que nos singularizan.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA (http://www.tribunafeminista.org/2017/06/pieles-de-eduardo-casanova/) Y EN LA PÁGINA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS (http://www.clasicasymodernas.org/critica-cine-pieles-eduardo-casanova/)
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TODAS Y TODOS SOMOS MONSTRUOS

En la presentación de su última novela en Córdoba, le escuché a Rosa Montero afirmar que “todos somos monstruos” y que la normalidad no existe, “la normalidad es la normatividad”.  He recordado estas afirmaciones viendo el primer largometraje del jovencísimo Eduardo CasanovaPieles, que es sin duda una de las apuestas más singulares del reciente cine español, nos ofrece una bellísima reflexión en torno a las diferencias que nos singularizan, a la lucha de cada persona por ser ella misma en unas sociedades cada vez más homogeneizadas y  las que parece que cotiza más lo que aparentamos que lo que somos. Estéticamente sugerente, con alguna torpeza narrativa perdonable dado que es el primer largo del actor, la película es una sorprendente apuesta que no dejará indiferente a quien la vea.


Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés, o Laura, la niña sin ojos que vive para dar placer a quienes acuden a ella huyendo de la soledad, o Ana, una mujer con la cara mal formada que acaba empoderándose desde su imagen deforme (“Solo me quieres por mi físico” le suelta en un diálogo perversamente paradójico a su pareja que interpreta un Jon Kortajarena que aquí no aparece bellísimo sino desfigurado);  o el chico (sirena) que quiere librarse de sus piernas aunque realmente lo que quiere es escapar de los abusos paternales que le marcaron de por vida, son seres solitarios, heridos y en lucha. A través de ellas y de ellos, Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Son ellas muy especialmente las prisioneras de un juego en el que parece siempre ganar el que se ajusta a los cánones de la belleza física imperante y en el que los cuerpos, sobre todo, insisto, los de ellas, son educados desde la más tierna infancia para la seducción. Los personajes que interpretan Ana Polvorosa, Macarena Gómez, Candela Peña o Itziar Castro, nos interpelan desde un mundo “rosa” que las mantiene prisioneras. Sus historias son la prueba más evidente de cómo el verdadero sentido político y ético de la igualdad no puede ser otro que  el reconocimiento de las diferencias. La luminosa alegría que deriva de los múltiples tactos, olores y colores de las pieles que nos singularizan.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA (http://www.tribunafeminista.org/2017/06/pieles-de-eduardo-casanova/) Y EN LA PÁGINA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS (http://www.clasicasymodernas.org/critica-cine-pieles-eduardo-casanova/)
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MAGNA LGTBI

Que en Córdoba se celebre por primera vez una marcha para conmemorar el día del Orgullo LGTBI es sin duda una magnífica noticia. Aunque me temo que las calles no rebosarán de gente como cuando sacamos Vírgenes y Cristos a pasear, espero que sirva como valiente demostración de que en esta ciudad también vivimos personas orgullosas y felices de no comulgar con la «normalidad» que no es otra cosa que la «normatividad». Orgullosas, sí, porque tras la larga historia de persecución y humillaciones, que lamentablemente no hemos conseguido erradicar del todo, es de justicia que podamos hacer pública demostración de que si algún sentido tiene la igualdad es precisamente para reconocer las diferencias que nos individualizan.
La marcha del próximo miércoles debería ser portada en todos los medios porque supone un feliz intento de ruptura con algunos de los armarios que siguen encorsetando a una ciudad en la que no es casual que hayan tenido tan poco arraigo las asociaciones LGTBI, salvo aquellas que en tiempos no tan remotos hicieron de su capa un sayo y se dedicaron a vivir de las subvenciones públicas. En pocas ciudades, como pasó en la nuestra, se inauguró por todo lo alto un festival de cine gay y lésbico y la alcaldesa, de izquierdas según rezaban los carteles electorales con los que se publicitó para ser votada, dejó vacío su palco del Gran Teatro. Algo que por cierto nunca habría hecho en un trofeo de dominó de las peñas ni mucho menos en el pregón de la Semana Santa. En una ciudad como la nuestra resulta muy complicado romper las inercias y no digamos abrir las ventanas. No es de extrañar, por tanto, que en la Córdoba de magnas marianas y de pastorales que incitan al odio y la discriminación, el Grindr se ponga al rojo vivo cada vez que empiezan a sonar las cornetas y tambores, como tampoco debería sorprendernos que todavía hoy algunos pongan el grito en el cielo cuando el reino de los chulos al que subió Ocaña y las pollas de Nazario ocuparon un espacio municipal. Y eso que muy cerca estaba presente, eterno, el nombre de Pepe Espaliú para recordarnos que no hay peor muerte que la que sufren los vivos que no son reconocidos como iguales.

Me temo que la Córdoba de hoy no difiere tanto como podríamos pensar de la que retratan los diarios de Bernier. Continuamos siendo una ciudad de cánticos que rozan lo sublime desde lo individual pero que son incapaces de generar sinfonías en las que quede claro de una vez por todas que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Somos una ciudad de poetas, de músicos y de grandes mentes que, en muchos casos, no trascienden los minutos de un recital cosmopoético o las largas horas de noches blancas en las que todas y todos creemos vivir en el paraíso. El iluso paraíso de quien alucina por una sobredosis de flamenquines y guitarras.
La gran revolución de esta ciudad llegará el día que todas y todos nos liberemos del miedo, recuperemos las agallas perdidas y asumamos que es nuestra responsabilidad construir un contexto más sostenible desde el punto de vista humano. Por eso me temo, y sé bien de lo que hablo por propia experiencia, que no habrá más remedio que abrir todos los armarios y tirar las llaves al río. Solo así dejaremos de ser la ciudad de la tolerancia y nos convertiremos en la del reconocimiento. Algo que solo sucederá cuando nos atrevamos a huir de la fritanga y el incienso y empecemos a recorrer las calles sin miedo a que alguien nos apunte con el dedo porque no somos de nadie ni tenemos dueño. Solo así será posible al fin liberarnos de la regla del dont ask dont tell que tantas víctimas sigue generando entre quienes piensan que no hay otra opción que disimular los deseos con un antifaz.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 26 de junio de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/magna-lgtbi_1155805.html
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MAGNA LGTBI

Que en Córdoba se celebre por primera vez una marcha para conmemorar el día del Orgullo LGTBI es sin duda una magnífica noticia. Aunque me temo que las calles no rebosarán de gente como cuando sacamos Vírgenes y Cristos a pasear, espero que sirva como valiente demostración de que en esta ciudad también vivimos personas orgullosas y felices de no comulgar con la «normalidad» que no es otra cosa que la «normatividad». Orgullosas, sí, porque tras la larga historia de persecución y humillaciones, que lamentablemente no hemos conseguido erradicar del todo, es de justicia que podamos hacer pública demostración de que si algún sentido tiene la igualdad es precisamente para reconocer las diferencias que nos individualizan.
La marcha del próximo miércoles debería ser portada en todos los medios porque supone un feliz intento de ruptura con algunos de los armarios que siguen encorsetando a una ciudad en la que no es casual que hayan tenido tan poco arraigo las asociaciones LGTBI, salvo aquellas que en tiempos no tan remotos hicieron de su capa un sayo y se dedicaron a vivir de las subvenciones públicas. En pocas ciudades, como pasó en la nuestra, se inauguró por todo lo alto un festival de cine gay y lésbico y la alcaldesa, de izquierdas según rezaban los carteles electorales con los que se publicitó para ser votada, dejó vacío su palco del Gran Teatro. Algo que por cierto nunca habría hecho en un trofeo de dominó de las peñas ni mucho menos en el pregón de la Semana Santa. En una ciudad como la nuestra resulta muy complicado romper las inercias y no digamos abrir las ventanas. No es de extrañar, por tanto, que en la Córdoba de magnas marianas y de pastorales que incitan al odio y la discriminación, el Grindr se ponga al rojo vivo cada vez que empiezan a sonar las cornetas y tambores, como tampoco debería sorprendernos que todavía hoy algunos pongan el grito en el cielo cuando el reino de los chulos al que subió Ocaña y las pollas de Nazario ocuparon un espacio municipal. Y eso que muy cerca estaba presente, eterno, el nombre de Pepe Espaliú para recordarnos que no hay peor muerte que la que sufren los vivos que no son reconocidos como iguales.

Me temo que la Córdoba de hoy no difiere tanto como podríamos pensar de la que retratan los diarios de Bernier. Continuamos siendo una ciudad de cánticos que rozan lo sublime desde lo individual pero que son incapaces de generar sinfonías en las que quede claro de una vez por todas que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Somos una ciudad de poetas, de músicos y de grandes mentes que, en muchos casos, no trascienden los minutos de un recital cosmopoético o las largas horas de noches blancas en las que todas y todos creemos vivir en el paraíso. El iluso paraíso de quien alucina por una sobredosis de flamenquines y guitarras.
La gran revolución de esta ciudad llegará el día que todas y todos nos liberemos del miedo, recuperemos las agallas perdidas y asumamos que es nuestra responsabilidad construir un contexto más sostenible desde el punto de vista humano. Por eso me temo, y sé bien de lo que hablo por propia experiencia, que no habrá más remedio que abrir todos los armarios y tirar las llaves al río. Solo así dejaremos de ser la ciudad de la tolerancia y nos convertiremos en la del reconocimiento. Algo que solo sucederá cuando nos atrevamos a huir de la fritanga y el incienso y empecemos a recorrer las calles sin miedo a que alguien nos apunte con el dedo porque no somos de nadie ni tenemos dueño. Solo así será posible al fin liberarnos de la regla del dont ask dont tell que tantas víctimas sigue generando entre quienes piensan que no hay otra opción que disimular los deseos con un antifaz.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 26 de junio de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/magna-lgtbi_1155805.html
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¿PARA CUÁNDO UN ORGULLO FEMINISTA?

Hace unos días mi compañera, la profesora de la Universidad de Barcelona Argelia Queralt comentaba en su Facebook, asombrada ante el despliegue madrileño con las celebraciones del Orgullo, por qué no ocurría algo similar con las reivindicaciones de las mujeres. Ella misma se asombraba de cómo un colectivo había logrado en poco tiempo generar tanta atención y expectación mientras que todavía hoy las feministas necesitan tanto esfuerzo no solo para que su voz se escuche sino, de entrada, para que sean tomadas en serio.  Las reflexiones de Argelia ponen el dedo en algunas de las llagas que en estas “sociedades formalmente iguales” continúan manteniendo como subordiscriminadas a las mujeres, al tiempo que cuestionan la deriva que, a mi parecer, está tomando una celebración, la del 28J, que parece haber encontrado un feliz acomodo en la gozosa intersección entre neoliberalismo y patriarcado.

Pienso que las respuestas ante los interrogantes que se planteaba mi colega están interrelacionadas. El color violeta del feminismo, que como bien saben todos los que se han tomado un mínimo interés en rastrear su historia no es solo un movimiento vindicativo sino también toda una teoría política emancipadora, difícilmente alcanzará el nivel de reconocimiento social y apoyo político que está consiguiendo la bandera del arco iris porque, entre otras cosas, sus propuestas son críticas con los poderes establecidos. Es decir, el feminismo es incómodo porque pone ante el espejo a la mitad masculina privilegiada y a todas las estructuras que los hombres hemos ido creando y prorrogando para mantener nuestros dividendos.  Unas estructuras que se han visto ferozmente reforzadas en estos años de neoliberalismo salvaje en los que no es por tanto casualidad que estemos asistiendo a lo que se ha llegado a calificar como “revancha patriarcal”.  El cóctel explosivo que representa la sacrosanta libertad individual – o, lo que es lo mismo, la libertad omnipotente de los que están en la parte privilegiada del contrato – y la necesidad de reconducirnos a meros consumidores – de bienes, de experiencias, de deseos – está provocando que el siglo XXI sea el más peligroso para las que están en posición de extrema vulnerabilidad y se convierten por tanto en objeto consumido, contraparte sometida o simplemente en cuerpo sobre el que el patriarcado continúa escribiendo sus reglas.

Las celebraciones del orgullo, que han ido perdiendo progresivamente su tono reivindicativo y se han convertido en una fiesta de la que es evidente hay sectores – económicos pero también políticos – que obtienen sabrosos beneficios, encajan a la perfección en unas dinámicas donde el ocio y el placer, mediados por el dinero, se convierten en las reglas del juego. Unas reglas ante las que, insisto, no todos somos iguales. De entrada, no lo pueden ser quienes forman parte del colectivo  y no pueden permitirse el lujo de formar parte de la fiesta simplemente por razones económicas, como tampoco lo son quienes viven en contextos que nada tienen que ver con los urbanos y en los que la vivencia de la diversidad sexual está lejos del frenesí de Chueca.

Ahora bien, quienes continúan siendo las más desiguales, de entrada por razones de invisibilidad, son las mujeres, las cuales apenas forman parte de los discursos que se articulan en torno a esta celebración, ni muchos menos del imaginario colectivo que se está creando. Es decir, el sujeto estándar continúa siendo el varón, el varón con poder me atrevería a decir, por lo que me temo que lo debería ser una palanca más para subvertir las fuerzas del patriarcado no acabe siendo sino un factor más de apuntalamiento de un régimen político en el que continúa estando muy claro quién dicta las normas, quien tiene el monopolio de lo público y quién goza del prestigio y la autoridad. De ahí que, por ejemplo, no nos debería extrañar que sean justamente una parte del colectivo de hombres gais quienes estén pidiendo la regulación en nuestro país de los vientres de alquiler.
No seré yo quien niegue la alegría que supone vivir en un país donde son posibles celebraciones como las del 28J, ni quien se oponga a un estilo de fiesta en el que yo al menos no me siento identificado, pero sí que creo que es necesario hacer un análisis mucho más reposado del momento en el que estamos con respecto a las políticas de igualdad y sobre cuáles son los retos que como sociedad democrática deberíamos plantearnos. Por supuesto que todas las leyes que reconozcan, y a ser posible garanticen, derechos son bienvenidas, pero no nos basta con dichos instrumentos como tampoco la explosión festiva del 28J debería satisfacernos del todo. Porque, si arañamos ligeramente la superficie, podemos comprobar cómo la dimensión estructural de las desigualdades continúa casi inamovible y como además el perverso sistema está haciendo todo lo posible para desactivar luchas, generar enfrentamientos y diluir los sujetos políticos. Para quienes seguimos pensando que la madre de todas las batallas es la que todavía hoy debemos seguir manteniendo contra el patriarcado, es urgente que sumemos energías, no equivoquemos el foco al señalar al oponente y, sobre todo, desarrollemos estrategias sociales y políticas que permitan empoderar a las que, con independencia de su orientación sexual y no digamos que con ella, continúan estando en la parte subordinada del pacto. Mientras que no rompamos esas cadenas, me temo que otras muchas que van anudadas a esa que es la principal continuarán manteniendo su brillo. Y, en todo caso, nunca deberíamos olvidar, tampoco los hombres gais, bisexuales o de género fluido, que, como bien nos enseñó Audre Lorde, nunca podremos desmantelar la casa del amo usando sus herramientas.

Imagen: Fotograma de la serie When we rise
Publicado en PÚBLICO, 24/06/17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9313/para-cuando-un-orgullo-feminista/
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¿PARA CUÁNDO UN ORGULLO FEMINISTA?

Hace unos días mi compañera, la profesora de la Universidad de Barcelona Argelia Queralt comentaba en su Facebook, asombrada ante el despliegue madrileño con las celebraciones del Orgullo, por qué no ocurría algo similar con las reivindicaciones de las mujeres. Ella misma se asombraba de cómo un colectivo había logrado en poco tiempo generar tanta atención y expectación mientras que todavía hoy las feministas necesitan tanto esfuerzo no solo para que su voz se escuche sino, de entrada, para que sean tomadas en serio.  Las reflexiones de Argelia ponen el dedo en algunas de las llagas que en estas “sociedades formalmente iguales” continúan manteniendo como subordiscriminadas a las mujeres, al tiempo que cuestionan la deriva que, a mi parecer, está tomando una celebración, la del 28J, que parece haber encontrado un feliz acomodo en la gozosa intersección entre neoliberalismo y patriarcado.

Pienso que las respuestas ante los interrogantes que se planteaba mi colega están interrelacionadas. El color violeta del feminismo, que como bien saben todos los que se han tomado un mínimo interés en rastrear su historia no es solo un movimiento vindicativo sino también toda una teoría política emancipadora, difícilmente alcanzará el nivel de reconocimiento social y apoyo político que está consiguiendo la bandera del arco iris porque, entre otras cosas, sus propuestas son críticas con los poderes establecidos. Es decir, el feminismo es incómodo porque pone ante el espejo a la mitad masculina privilegiada y a todas las estructuras que los hombres hemos ido creando y prorrogando para mantener nuestros dividendos.  Unas estructuras que se han visto ferozmente reforzadas en estos años de neoliberalismo salvaje en los que no es por tanto casualidad que estemos asistiendo a lo que se ha llegado a calificar como “revancha patriarcal”.  El cóctel explosivo que representa la sacrosanta libertad individual – o, lo que es lo mismo, la libertad omnipotente de los que están en la parte privilegiada del contrato – y la necesidad de reconducirnos a meros consumidores – de bienes, de experiencias, de deseos – está provocando que el siglo XXI sea el más peligroso para las que están en posición de extrema vulnerabilidad y se convierten por tanto en objeto consumido, contraparte sometida o simplemente en cuerpo sobre el que el patriarcado continúa escribiendo sus reglas.

Las celebraciones del orgullo, que han ido perdiendo progresivamente su tono reivindicativo y se han convertido en una fiesta de la que es evidente hay sectores – económicos pero también políticos – que obtienen sabrosos beneficios, encajan a la perfección en unas dinámicas donde el ocio y el placer, mediados por el dinero, se convierten en las reglas del juego. Unas reglas ante las que, insisto, no todos somos iguales. De entrada, no lo pueden ser quienes forman parte del colectivo  y no pueden permitirse el lujo de formar parte de la fiesta simplemente por razones económicas, como tampoco lo son quienes viven en contextos que nada tienen que ver con los urbanos y en los que la vivencia de la diversidad sexual está lejos del frenesí de Chueca.

Ahora bien, quienes continúan siendo las más desiguales, de entrada por razones de invisibilidad, son las mujeres, las cuales apenas forman parte de los discursos que se articulan en torno a esta celebración, ni muchos menos del imaginario colectivo que se está creando. Es decir, el sujeto estándar continúa siendo el varón, el varón con poder me atrevería a decir, por lo que me temo que lo debería ser una palanca más para subvertir las fuerzas del patriarcado no acabe siendo sino un factor más de apuntalamiento de un régimen político en el que continúa estando muy claro quién dicta las normas, quien tiene el monopolio de lo público y quién goza del prestigio y la autoridad. De ahí que, por ejemplo, no nos debería extrañar que sean justamente una parte del colectivo de hombres gais quienes estén pidiendo la regulación en nuestro país de los vientres de alquiler.
No seré yo quien niegue la alegría que supone vivir en un país donde son posibles celebraciones como las del 28J, ni quien se oponga a un estilo de fiesta en el que yo al menos no me siento identificado, pero sí que creo que es necesario hacer un análisis mucho más reposado del momento en el que estamos con respecto a las políticas de igualdad y sobre cuáles son los retos que como sociedad democrática deberíamos plantearnos. Por supuesto que todas las leyes que reconozcan, y a ser posible garanticen, derechos son bienvenidas, pero no nos basta con dichos instrumentos como tampoco la explosión festiva del 28J debería satisfacernos del todo. Porque, si arañamos ligeramente la superficie, podemos comprobar cómo la dimensión estructural de las desigualdades continúa casi inamovible y como además el perverso sistema está haciendo todo lo posible para desactivar luchas, generar enfrentamientos y diluir los sujetos políticos. Para quienes seguimos pensando que la madre de todas las batallas es la que todavía hoy debemos seguir manteniendo contra el patriarcado, es urgente que sumemos energías, no equivoquemos el foco al señalar al oponente y, sobre todo, desarrollemos estrategias sociales y políticas que permitan empoderar a las que, con independencia de su orientación sexual y no digamos que con ella, continúan estando en la parte subordinada del pacto. Mientras que no rompamos esas cadenas, me temo que otras muchas que van anudadas a esa que es la principal continuarán manteniendo su brillo. Y, en todo caso, nunca deberíamos olvidar, tampoco los hombres gais, bisexuales o de género fluido, que, como bien nos enseñó Audre Lorde, nunca podremos desmantelar la casa del amo usando sus herramientas.

Imagen: Fotograma de la serie When we rise
Publicado en PÚBLICO, 24/06/17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9313/para-cuando-un-orgullo-feminista/
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"SOLO TE FALTA UNA POLLA": El caso Sloane

Además de mostrarnos el mal olor de las tripas de las democracias en general, y de la norteamericana en particular, El caso Sloane es un más que interesante thriller en el que el protagonismo absoluto, cosa poco habitual en el cine en general y en este tipo de películas en particular, corresponde a una mujer. Y se trata de una mujer empoderada, que pisa fuerte, triunfadora en lo público, con liderazgo y autoridad. El personaje de Elizabeth Sloane, que interpreta de manera rutilante una impresionante Jessica Chastain, nos muestra un modelo de mujer que en definitiva reproduce al milímetro todos los esquemas de comportamiento del varón al que podríamos enmarcar dentro de la “masculinidad hegemónica”. De hecho, en uno de los diálogos tan brillantes que tiene la película otra mujer le recrimina literalmente que solo le falta tener una polla.  Y es que comprobamos como Elizabeth es una mujer que se ha volcado hasta el extremo en su vida profesional, de manera que carece de vida personal y/o familiar, que para dotarse de autoridad no duda en mantener actitudes y comportamientos agresivos y poco empáticos (por ejemplo con las personas que trabajan a sus órdenes), que parece no tener escrúpulos a la hora de luchar por un objetivo y a la que apenas vemos mostrar emociones, sentimientos o algo de empatía. Es el caso evidente de mujer que triunfa en lo público, en este caso en el nauseabundo mundo de los lobbies norteamericanos, asumiendo los patrones y las reglas del juego dictadas por el patriarca. Una mujer que ha optado por situarse en el “orden dominante” y por olvidar el “orden amoroso” de la vida, que diría mi querida colega Laura Mora. De ahí que resulte perfectamente coherente con el personaje propuesto que la veamos contratar el servicio de prostitutos de la misma forma que en otras películas similares hemos visto hacer a hombres necesitados de relaciones sexuales que les permitan mantener el dominio y un evidente distanciamiento emocional. En este sentido, Sloane podría ser el equivalente femenino del Lobo de Wall Street que interpretó Di Caprio a las órdenes de Scorsese.



Elizabeth Sloane, que finalmente acabará siendo prisionera de las mismas reglas del juego de las que ella se ha valido para triunfar en un mundo de hombres, es un ejemplo magnífico para que nos volvamos a plantear uno de los eternos debates que siempre surgen cuando hablamos de mujeres y poder:  si el horizonte debe ser que efectivamente haya más mujeres ejerciéndolo – en la política, en la economía, en la cultura – , sin que tengamos que exigirles a ellas un plus de moralidad, de ética  y no digamos de competencia; o si el reto verdadero sería que hubiera mujeres (y hombres cómplices) con capacidad para transformar un modelo en el que de momento parece haber cabida solo para el sujeto depredador, el homo economicus, que el neoliberalismo ha elevado a la categoría de referencia suprema. A mí, personalmente, me encanta ver en el cine mujeres tan poderosas como la que interpreta Jessica Chastain, pero como ciudadano feminista sueño con una realidad en la que sujetas (o sujetos) como ella no sean el referente. De lo contrario, me temo, el olor a podrido del sistema no hará sino aumentar. Y como bien dice mi querida Amparo Rubiales, es hora de que desde el feminismo empecemos a hablar no solo en términos cuantitativos sino también de calidad.
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"SOLO TE FALTA UNA POLLA": El caso Sloane

Además de mostrarnos el mal olor de las tripas de las democracias en general, y de la norteamericana en particular, El caso Sloane es un más que interesante thriller en el que el protagonismo absoluto, cosa poco habitual en el cine en general y en este tipo de películas en particular, corresponde a una mujer. Y se trata de una mujer empoderada, que pisa fuerte, triunfadora en lo público, con liderazgo y autoridad. El personaje de Elizabeth Sloane, que interpreta de manera rutilante una impresionante Jessica Chastain, nos muestra un modelo de mujer que en definitiva reproduce al milímetro todos los esquemas de comportamiento del varón al que podríamos enmarcar dentro de la “masculinidad hegemónica”. De hecho, en uno de los diálogos tan brillantes que tiene la película otra mujer le recrimina literalmente que solo le falta tener una polla.  Y es que comprobamos como Elizabeth es una mujer que se ha volcado hasta el extremo en su vida profesional, de manera que carece de vida personal y/o familiar, que para dotarse de autoridad no duda en mantener actitudes y comportamientos agresivos y poco empáticos (por ejemplo con las personas que trabajan a sus órdenes), que parece no tener escrúpulos a la hora de luchar por un objetivo y a la que apenas vemos mostrar emociones, sentimientos o algo de empatía. Es el caso evidente de mujer que triunfa en lo público, en este caso en el nauseabundo mundo de los lobbies norteamericanos, asumiendo los patrones y las reglas del juego dictadas por el patriarca. Una mujer que ha optado por situarse en el “orden dominante” y por olvidar el “orden amoroso” de la vida, que diría mi querida colega Laura Mora. De ahí que resulte perfectamente coherente con el personaje propuesto que la veamos contratar el servicio de prostitutos de la misma forma que en otras películas similares hemos visto hacer a hombres necesitados de relaciones sexuales que les permitan mantener el dominio y un evidente distanciamiento emocional. En este sentido, Sloane podría ser el equivalente femenino del Lobo de Wall Street que interpretó Di Caprio a las órdenes de Scorsese.



Elizabeth Sloane, que finalmente acabará siendo prisionera de las mismas reglas del juego de las que ella se ha valido para triunfar en un mundo de hombres, es un ejemplo magnífico para que nos volvamos a plantear uno de los eternos debates que siempre surgen cuando hablamos de mujeres y poder:  si el horizonte debe ser que efectivamente haya más mujeres ejerciéndolo – en la política, en la economía, en la cultura – , sin que tengamos que exigirles a ellas un plus de moralidad, de ética  y no digamos de competencia; o si el reto verdadero sería que hubiera mujeres (y hombres cómplices) con capacidad para transformar un modelo en el que de momento parece haber cabida solo para el sujeto depredador, el homo economicus, que el neoliberalismo ha elevado a la categoría de referencia suprema. A mí, personalmente, me encanta ver en el cine mujeres tan poderosas como la que interpreta Jessica Chastain, pero como ciudadano feminista sueño con una realidad en la que sujetas (o sujetos) como ella no sean el referente. De lo contrario, me temo, el olor a podrido del sistema no hará sino aumentar. Y como bien dice mi querida Amparo Rubiales, es hora de que desde el feminismo empecemos a hablar no solo en términos cuantitativos sino también de calidad.
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RAFAEL HERNANDO: EL HOMBRE QUE NO DEBERÍAMOS SER.


Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” – un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado -, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”. Resulta mucho más fácil, como en tantos otros debates complejos, especificar lo que en todo caso no debería formar parte de un nuevo entendimiento de la virilidad, despojada al fin de lastres machistas y dispuesta a transitar por senderos en los que sea posible la equivalencia de mujeres y hombres. En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI. Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está  casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.


Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse. Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio de las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas a ellas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural. Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que me imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.


Los comentarios del portavoz popular, y no digamos las justificaciones posteriores dadas por él mismo y por algunos miembros (y miembras) de su partido, ponen de relieve uno de los mayores obstáculos que las mujeres siguen encontrando para ejercer su estatuto de ciudadanas en igualdad de condiciones con los hombres. Me refiero no solo a como nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a como desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto que si están en política es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.  De esta manera, y mientras que para los hombres los vínculos afectivos o sexuales no han supuesto nunca un argumento que mine nuestra autoridad – al contrario, incluso puede llegar a ser un factor más de reconocimiento entre iguales -, para ellas sus relaciones personales y familiares juegan en contra y son esgrimidas por el adversario como argumento de peso para quitarle valor a su acción política.


Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por como lo dice,  es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas. Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo. Ello pasa necesariamente por la renuncia a nuestra situación de comodidad, por la superación de la idea de que nuestros deseos pueden convertirse en derechos y por el reconocimiento de la igual autoridad de unas compañeras que todavía tienen que justificar sus méritos el doble que nosotros y a las que es habitual que se les niegue la competencia que con tanta facilidad se aplaude a varones mucho más mediocres que ellas.


Siguiendo el eco del acertado twit que mi admirada Leticia Dolera hizo circular tras escuchar a Hernando, si algo nos demostró la fallida moción de censura es que este país necesita no tanto un pacto contra la violencia de género sino un pacto contra el machismo. Lo cual pasa necesariamente por la pérdida de protagonismo en la escena pública de quienes no parecen dispuestos a bajarse del púlpito de su virilidad y por la militancia activa de todos nosotros, los sujetos privilegiados, en la renuncia a nuestros dividendos y en la denuncia feroz de cualquier comportamiento o actitud que nos marque como machitos habituados al ejercicio de la violencia. Una violencia que no solo se traduce en la que habitualmente identificamos estrictamente con la de género, según la LO 1/2004, sino que se expresa también en las múltiples formas – también simbólicas – mediante las que se humilla o desprecia a las mujeres. 


* ESTE ARTÍCULO FUE  PUBLICADO INICIALMENTE EN EL BLOG MUJERES DE EL PAÍS (16 de junio de 2017), sobre las 14 horas, pero posteriormente la dirección del periódico decidió retirarlo por considerarlo  «inapropiado».  


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RAFAEL HERNANDO: EL HOMBRE QUE NO DEBERÍAMOS SER.


Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” – un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado -, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”. Resulta mucho más fácil, como en tantos otros debates complejos, especificar lo que en todo caso no debería formar parte de un nuevo entendimiento de la virilidad, despojada al fin de lastres machistas y dispuesta a transitar por senderos en los que sea posible la equivalencia de mujeres y hombres. En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI. Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está  casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.


Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse. Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio de las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas a ellas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural. Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que me imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.


Los comentarios del portavoz popular, y no digamos las justificaciones posteriores dadas por él mismo y por algunos miembros (y miembras) de su partido, ponen de relieve uno de los mayores obstáculos que las mujeres siguen encontrando para ejercer su estatuto de ciudadanas en igualdad de condiciones con los hombres. Me refiero no solo a como nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a como desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto que si están en política es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.  De esta manera, y mientras que para los hombres los vínculos afectivos o sexuales no han supuesto nunca un argumento que mine nuestra autoridad – al contrario, incluso puede llegar a ser un factor más de reconocimiento entre iguales -, para ellas sus relaciones personales y familiares juegan en contra y son esgrimidas por el adversario como argumento de peso para quitarle valor a su acción política.


Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por como lo dice,  es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas. Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo. Ello pasa necesariamente por la renuncia a nuestra situación de comodidad, por la superación de la idea de que nuestros deseos pueden convertirse en derechos y por el reconocimiento de la igual autoridad de unas compañeras que todavía tienen que justificar sus méritos el doble que nosotros y a las que es habitual que se les niegue la competencia que con tanta facilidad se aplaude a varones mucho más mediocres que ellas.


Siguiendo el eco del acertado twit que mi admirada Leticia Dolera hizo circular tras escuchar a Hernando, si algo nos demostró la fallida moción de censura es que este país necesita no tanto un pacto contra la violencia de género sino un pacto contra el machismo. Lo cual pasa necesariamente por la pérdida de protagonismo en la escena pública de quienes no parecen dispuestos a bajarse del púlpito de su virilidad y por la militancia activa de todos nosotros, los sujetos privilegiados, en la renuncia a nuestros dividendos y en la denuncia feroz de cualquier comportamiento o actitud que nos marque como machitos habituados al ejercicio de la violencia. Una violencia que no solo se traduce en la que habitualmente identificamos estrictamente con la de género, según la LO 1/2004, sino que se expresa también en las múltiples formas – también simbólicas – mediante las que se humilla o desprecia a las mujeres. 


* ESTE ARTÍCULO FUE  PUBLICADO INICIALMENTE EN EL BLOG MUJERES DE EL PAÍS (16 de junio de 2017), sobre las 14 horas, pero posteriormente la dirección del periódico decidió retirarlo por considerarlo  «inapropiado».  
POSTERIORMENTE EL ARTÍCULO FUE PUBLICADO EN WWW.ELDIARIO.ES:
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/Rafael-Hernando-hombre-deberiamos_6_655194519.html

Así como en diario PÚBLICO:

http://www.publico.es/actualidad/articulo-machismo-rafael-hernando-pais-no-quiere-leas.html


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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 12-6-17:

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/donde-izquierda-laica_1152714.html

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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 12-6-17:

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/donde-izquierda-laica_1152714.html

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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 12-6-17:

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/donde-izquierda-laica_1152714.html

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PUTEROS: LOS NUEVOS BÁRBAROS DEL PATRIARCADO


 Los puteros encuentran en el acto prostitucional la posibilidad de desarrollar una masculinidad salvaje hasta borrar de su subjetividad los límites entre violencia, coacción y consentimiento. Sus prácticas agresivas y violentas son llevadas a su conciencia como actos voluntarios de las mujeres prostituidas. En el prostíbulo refuerzan la fantasía de su hipermasculinidad, permanentemente en sospecha”.  

Así termina el último e imprescindible libro de Rosa Cobo, desvelando en el rostro de quienes habitualmente son invisibles en los relatos sobre la prostitución cuando son ellos los que permiten la prórroga de una institución en la que el patriarcado se expresa con toda su crudeza.  Aunque se calcula que aproximadamente el 40% de la población masculina española es o ha sido demandante de prostitución, los sujetos prostituidores apenas aparecen en unas narrativas que dan por prácticamente natural, y por tanto legitiman, que los hombres tengamos una irrefrenable sexualidad que exige que tengamos a nuestra disposición el cuerpo de cualquier mujer. Una manera más de evidenciar a quien corresponde el poder en nuestras sociedades, un poder que en plena apoteosis neoliberal se traduce en la posibilidad de convertir los deseos en derechos.


En unos momentos de revancha patriarcal, y en los que la cultura consumista y del ocio propia del capitalismo más salvaje ha convertido el sexo en una industria global, la prostitución representa uno de esas últimos espacios en los que los varones, muchos varones lamentablemente, refuerzan  y normalizan la masculinidad hegemónica. Una masculinidad construida por los siglos de los siglos sobre la idea del control y el dominio, y que requiere constantemente de la confirmación entre los pares. Solo así sobrevive a su innata precariedad. De ahí que ser un hombre de verdad implique, ante todo, poder demostrarlo ante los iguales, para lo que, con frecuencia, se participa en ceremonias tribales, como es el acceso en grupo a mujeres prostituidas o las violaciones en la que los pares hacen viral su virilidad.  En esta celebración colectiva, que no es solo la manifestación más extrema de como hemos legitimado mediante el ocio el puro y duro comercio sexual, los sujetos masculinos sellan y confirman uno de esos  “pactos juramentados” que, como bien ha explicado Celia Amorós, sostienen el orden patriarcal.

El gran acierto del libro La prostitución en el corazón del capitalismo no es solo evidenciar el significado político de los demandantes de prostitución, y en consecuencia la necesidad de incidir de manera urgente sobre la desactivación y deslegitimación  de su demanda, sino insertar la institución en la intersección entre capitalismo y patriarcado.  Una intersección que ha cobrado especial vigor a partir de los años 80 del pasado siglo y que se está traduciendo de hecho en un mayor poder de muchos varones frente a la creciente vulnerabilidad de las mujeres. En ese contexto, en el que además estamos asistiendo a una reacción patriarcal frente a lo que en las últimas décadas del siglo XX fueron conquistas del feminismo, es donde hemos de situar la cada día más pujante industria del sexo, la casi naturalizada hipersexualización de las mujeres y, por supuesto, el discurso que ha convertido la autonomía femenina en el argumento clave para justificar prácticas que, sin embargo, solo pueden ser analizadas éticamente desde el contexto relacional de género que las sitúa a ellas  como subordinadas.

En consecuencia, como bien explica Rosa Cobo, la prostitución no puede ser estudiada desde las experiencias individuales sino que necesariamente ha de situarse en el marco de los sistemas de dominio sobre los que se edifican las sociedades.  Eso pasa por realizar un análisis de género en el que tengamos en cuenta no solo como se construyen jerarquías a partir del control masculino sobre el cuerpo femenino, sino también como desde esa construcción jerárquica estamos dando un determinado sentido de poder a una subjetividad y otra. Además, ese análisis resultaría incompleto si no abordamos como la prostitución se ha convertido en un poderosísimo sector económico a nivel global, que expresa dramáticamente la brecha entre los pudientes y las excluidas y en el que además interseccionan los factores étnicos, de raza o de procedencia nacional que alimentan lo que Saskia Sassen denomina “nuevas lógicas de expulsión”.  Todo ello en un contexto cultural en el que la pornografía se ha convertido en un fenómeno social global, naturalizado y legitimado, apenas censurado, y que constituye la “metáfora perfecta del significado simbólico y material del patriarcado”.  Es decir, “la pornografía representa a las mujeres como seres radicalmente sexualizados y pasivos que cumplen la función de disponibilidad sexual para los varones; (…) los varones son representados como seres activos que necesitan acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres como condición de posibilidad de su masculinidad;  y el parámetro de la sexualidad masculina opera casi siempre con dosis mayores  o menores de violencia y agresividad”. Una representación que se está convirtiendo en los últimos años en un factor esencial en una “socialización de género” que reafirma y subraya el derecho de los varones a disponer del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, las cuales, a su vez, han de convertir en eje de su construcción como sujetos las armas de seducción mediante las que captar la atención en el mercado de machos feroces.

Por lo tanto, es imposible separar el análisis de la prostitución de la trata y las nuevas formas de esclavitud que se generan en el mercado transnacional. Como tampoco es posible argumentar sin más la autonomía de las mujeres para que opten por la prestación de servicios sexuales como si se tratara de un trabajo más sin tener en cuenta las relaciones de poder en el que se enmarca esa pretendida libertad de elección.  Situarse en esa posición implica dar por bueno el paradigma del individuo propietario y la lógica contractual en que se apoya el liberalismo para sostener su visión de los derechos humanos.  De ahí a legitimar la esclavitud, cualquier forma de esclavitud, hay solo un paso. Por lo tanto, y estoy totalmente de acuerdo con la autora, no creo que el “trabajo sexual” emancipe a las mujeres, sino que más bien es la lucha contra cualquier explotación, incluida la sexual, la que puede finalmente hacerlas libres.  Una lucha en la que los varones, como he sostenido en el recientemente publicado Elementos para una teoría crítica del sistema prostitucional (http://www.editorialcomares.com/TV/articulo/3166-Elementos_para_una_teoria_critica_del_sistema_prostitucional.html ), hemos de jugar un papel esencial porque hemos de dejar de ser cómplices legitimadores de todas esas formas de esclavitud y convertirnos en agentes militantes contra un orden económico, político y cultural que nos sitúa en el lado privilegiado y a nuestras compañeras en el de la sumisión. Es decir, solo atreviéndonos a romper los pactos juramentados que desde hace siglos nos revisten de autoridad podremos poner las bases para un mundo más justo en el que mujeres y hombres seamos al fin seres equivalentes. Lo cual pasa, entre otras urgentes cuestiones, por deconstruir una virilidad dominante y depredadora así como por socializarnos en un entendimiento de la sexualidad como espacio de comunicación entre iguales.

PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 7 DE JUNIO DE 2017: 
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/puteros-los-nuevo-barbaros-del-patriarcado_a_22124951/
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PUTEROS: LOS NUEVOS BÁRBAROS DEL PATRIARCADO


 Los puteros encuentran en el acto prostitucional la posibilidad de desarrollar una masculinidad salvaje hasta borrar de su subjetividad los límites entre violencia, coacción y consentimiento. Sus prácticas agresivas y violentas son llevadas a su conciencia como actos voluntarios de las mujeres prostituidas. En el prostíbulo refuerzan la fantasía de su hipermasculinidad, permanentemente en sospecha”.  

Así termina el último e imprescindible libro de Rosa Cobo, desvelando en el rostro de quienes habitualmente son invisibles en los relatos sobre la prostitución cuando son ellos los que permiten la prórroga de una institución en la que el patriarcado se expresa con toda su crudeza.  Aunque se calcula que aproximadamente el 40% de la población masculina española es o ha sido demandante de prostitución, los sujetos prostituidores apenas aparecen en unas narrativas que dan por prácticamente natural, y por tanto legitiman, que los hombres tengamos una irrefrenable sexualidad que exige que tengamos a nuestra disposición el cuerpo de cualquier mujer. Una manera más de evidenciar a quien corresponde el poder en nuestras sociedades, un poder que en plena apoteosis neoliberal se traduce en la posibilidad de convertir los deseos en derechos.


En unos momentos de revancha patriarcal, y en los que la cultura consumista y del ocio propia del capitalismo más salvaje ha convertido el sexo en una industria global, la prostitución representa uno de esas últimos espacios en los que los varones, muchos varones lamentablemente, refuerzan  y normalizan la masculinidad hegemónica. Una masculinidad construida por los siglos de los siglos sobre la idea del control y el dominio, y que requiere constantemente de la confirmación entre los pares. Solo así sobrevive a su innata precariedad. De ahí que ser un hombre de verdad implique, ante todo, poder demostrarlo ante los iguales, para lo que, con frecuencia, se participa en ceremonias tribales, como es el acceso en grupo a mujeres prostituidas o las violaciones en la que los pares hacen viral su virilidad.  En esta celebración colectiva, que no es solo la manifestación más extrema de como hemos legitimado mediante el ocio el puro y duro comercio sexual, los sujetos masculinos sellan y confirman uno de esos  “pactos juramentados” que, como bien ha explicado Celia Amorós, sostienen el orden patriarcal.

El gran acierto del libro La prostitución en el corazón del capitalismo no es solo evidenciar el significado político de los demandantes de prostitución, y en consecuencia la necesidad de incidir de manera urgente sobre la desactivación y deslegitimación  de su demanda, sino insertar la institución en la intersección entre capitalismo y patriarcado.  Una intersección que ha cobrado especial vigor a partir de los años 80 del pasado siglo y que se está traduciendo de hecho en un mayor poder de muchos varones frente a la creciente vulnerabilidad de las mujeres. En ese contexto, en el que además estamos asistiendo a una reacción patriarcal frente a lo que en las últimas décadas del siglo XX fueron conquistas del feminismo, es donde hemos de situar la cada día más pujante industria del sexo, la casi naturalizada hipersexualización de las mujeres y, por supuesto, el discurso que ha convertido la autonomía femenina en el argumento clave para justificar prácticas que, sin embargo, solo pueden ser analizadas éticamente desde el contexto relacional de género que las sitúa a ellas  como subordinadas.

En consecuencia, como bien explica Rosa Cobo, la prostitución no puede ser estudiada desde las experiencias individuales sino que necesariamente ha de situarse en el marco de los sistemas de dominio sobre los que se edifican las sociedades.  Eso pasa por realizar un análisis de género en el que tengamos en cuenta no solo como se construyen jerarquías a partir del control masculino sobre el cuerpo femenino, sino también como desde esa construcción jerárquica estamos dando un determinado sentido de poder a una subjetividad y otra. Además, ese análisis resultaría incompleto si no abordamos como la prostitución se ha convertido en un poderosísimo sector económico a nivel global, que expresa dramáticamente la brecha entre los pudientes y las excluidas y en el que además interseccionan los factores étnicos, de raza o de procedencia nacional que alimentan lo que Saskia Sassen denomina “nuevas lógicas de expulsión”.  Todo ello en un contexto cultural en el que la pornografía se ha convertido en un fenómeno social global, naturalizado y legitimado, apenas censurado, y que constituye la “metáfora perfecta del significado simbólico y material del patriarcado”.  Es decir, “la pornografía representa a las mujeres como seres radicalmente sexualizados y pasivos que cumplen la función de disponibilidad sexual para los varones; (…) los varones son representados como seres activos que necesitan acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres como condición de posibilidad de su masculinidad;  y el parámetro de la sexualidad masculina opera casi siempre con dosis mayores  o menores de violencia y agresividad”. Una representación que se está convirtiendo en los últimos años en un factor esencial en una “socialización de género” que reafirma y subraya el derecho de los varones a disponer del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, las cuales, a su vez, han de convertir en eje de su construcción como sujetos las armas de seducción mediante las que captar la atención en el mercado de machos feroces.

Por lo tanto, es imposible separar el análisis de la prostitución de la trata y las nuevas formas de esclavitud que se generan en el mercado transnacional. Como tampoco es posible argumentar sin más la autonomía de las mujeres para que opten por la prestación de servicios sexuales como si se tratara de un trabajo más sin tener en cuenta las relaciones de poder en el que se enmarca esa pretendida libertad de elección.  Situarse en esa posición implica dar por bueno el paradigma del individuo propietario y la lógica contractual en que se apoya el liberalismo para sostener su visión de los derechos humanos.  De ahí a legitimar la esclavitud, cualquier forma de esclavitud, hay solo un paso. Por lo tanto, y estoy totalmente de acuerdo con la autora, no creo que el “trabajo sexual” emancipe a las mujeres, sino que más bien es la lucha contra cualquier explotación, incluida la sexual, la que puede finalmente hacerlas libres.  Una lucha en la que los varones, como he sostenido en el recientemente publicado Elementos para una teoría crítica del sistema prostitucional (http://www.editorialcomares.com/TV/articulo/3166-Elementos_para_una_teoria_critica_del_sistema_prostitucional.html ), hemos de jugar un papel esencial porque hemos de dejar de ser cómplices legitimadores de todas esas formas de esclavitud y convertirnos en agentes militantes contra un orden económico, político y cultural que nos sitúa en el lado privilegiado y a nuestras compañeras en el de la sumisión. Es decir, solo atreviéndonos a romper los pactos juramentados que desde hace siglos nos revisten de autoridad podremos poner las bases para un mundo más justo en el que mujeres y hombres seamos al fin seres equivalentes. Lo cual pasa, entre otras urgentes cuestiones, por deconstruir una virilidad dominante y depredadora así como por socializarnos en un entendimiento de la sexualidad como espacio de comunicación entre iguales.

PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 7 DE JUNIO DE 2017: 
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/puteros-los-nuevo-barbaros-del-patriarcado_a_22124951/
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FALDAS, A LA IZQUIERDA; PANTALONES, A LA DERECHA

Es evidente que en los últimos años estamos asistiendo a un evidente retroceso de las políticas de igualdad de nuestro país. Tras el impulso, al menos normativo, que vivimos en la VIII Legislatura, los años de crisis y el continuado gobierno del PP se han convertido en la alianza perfecta para frenar los avances en materia de igualdad de género y para consolidar una lógica neoliberal con tan mal casa con los derechos humanos en general y con los de las mujeres en particular. Uno de los ámbitos en los que ha sido más evidente ese paso atrás ha sido el educativo. Recordemos como la LOMCE (https://www.boe.es/buscar/pdf/2013/BOE-A-2013-12886-consolidado.pdf) no solo alteró los presupuestos y objetivos esenciales del sistema sino que también eliminó la tímida pero necesaria “Educación para la ciudadanía” al tiempo que legitimaba los conciertos celebrados con centros en los que se diferenciase por razón de sexo. Una previsión, recurrida por el gobierno andaluz ante el Constitucional y que todavía está pendiente de sentencia, que ahora el Tribunal Supremo ha avalado al reconocer a varios centros andaluces de educación segregada su derecho a obtener financiación pública.

Al entender el Supremo que estamos ante un derecho de los llamados “de configuración legal”, su fallo se ampara en lo previsto por la LOMCE, de la misma manera que en varios pronunciamientos emitidos con anterioridad a la entrada en vigor de dicha ley había sostenido que la educación diferenciada por razón de sexos no podía ser sostenida por fondos públicos. A la espera, pues, de lo que diga el Tribunal Constitucional sobre una cuestión que como todas las que inciden en la igualdad real de mujeres y hombres genera tantas controversias jurídicas y políticas, seguimos pues regidos por una norma que parece retroceder en el tiempo y que olvida todos los esfuerzos de tantos educadores y tantas educadoras por consolidar un sistema en que niños y niñas sean educados en condiciones de igualdad. Un objetivo que por otra parte no hace sino ajustarse al programa ético y político de una democracia que ha de partir necesariamente de la igualdad formal de ambos sexos y que ha de  plantearse como uno de sus principales objetivos conseguir que dicha igualdad no quede en la letra de la ley sino que se traduzca en un modelo social donde mujeres y hombres seamos sujetos equivalentes, tanto en el ejercicio de nuestros derechos como en la asunción de nuestras responsabilidades.


En este sentido, llama la atención la escasa atención que el Supremo, en las diversas ocasiones que ha abordado esta materia, ha prestado a la necesaria perspectiva de género, desconociendo de esta manera los mandatos que la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres establece para todos los poderes del Estado, incluido por supuesto el judicial. Desde esta perspectiva, la clave del debate, que no sé si el Constitucional llegará a asumir como tal, es el entendimiento de la coeducación como parte ineludible de modelo educativo que cabe deducir de la Constitución española. Un modelo que, entiendo, ha de partir de la igualdad de género como parte esencial de lo que podríamos llamar “ideario educativo constitucional”, el cual se deduce además de los tratados internacionales que nos obligan –el más significativo la Convención de eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979, ratificada por España en 1984  -, de la rotundidad del Derecho Comunitario en esta materia (art. 3.2 Tratado de Amsterdam, art. 8 Tratado de Lisboa) , así como de la consolidada interpretación que de la igualdad entre hombres y mujeres se ha realizado por nuestro Tribunal Constitucional a partir de los artículos 14 y 9.2 CE  . Un compromiso que, además, alcanzó su máxima expresión a través de las obligaciones establecidas por la LO 3/2007, la cual reiteró y amplió las previsiones que sobre esta materia ya contenía la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género. Entre ellas, la integración del principio de igualdad en la interpretación y aplicación de las normas (art. 4) o la asunción de la transversalidad de dicho principio (art. 15), el cual debe ser asumido por todas las Administraciones públicas “de forma activa, en la adopción y ejecución de sus disposiciones normativas, en la definición y presupuestación de políticas públicas en todos los ámbitos y en el desarrollo del conjunto de todas sus actividades”.  De manera más específica, dicha ley obliga a que el principio de igualdad se integre en todas las etapas del sistema educativo (arts. 23, 24 y 25), debiéndose perseguir entre otros objetivos evitar “que, por comportamientos sexistas o por los estereotipos sociales asociados, se produzcan desigualdades entre mujeres y hombres”. De ahí, que como ya tuve ocasión de explicar (http://www.cepc.gob.es/publicaciones/revistas/revistaselectronicas?IDR=6&IDN=1358&IDA=37685) la reforma del art. 84.3 de la Ley Orgánica de Educación, llevada a cabo por la LOMCE no pueda ser sino inconstitucional.


Por lo tanto, la pregunta que deberíamos responder es si, de acuerdo con los objetivos que marca el art. 27.2 CE –“ La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” – , nuestro sistema público de enseñanza debe asumir como un criterio esencial la igualdad de hombres y mujeres, de forma que ningún comportamiento o práctica discriminatoria – o, lo que es lo mismo, diferenciadora sin un fundamentación racional y objetiva – tenga cabida dentro de él. Si respondemos afirmativamente, es obvio que no estaremos ante una cuestión sometida a la libre disponibilidad del legislador. Ello no supone la prohibición radical de la educación diferenciada, la cual podrá mantenerse como opción privada. Lo que no cabría admitir, por tanto, sería  la existencia de escuelas públicas que diferenciaran por razón del sexo, como tampoco ayudas públicas a centros privados que lo hicieran. Como tampoco sería imaginable que desde lo público se apoyasen propuestas educativas que pudieran suponer en general una flagrante contradicción con los principios constitucionales, muy en especial con el de igualdad y no discriminación por cualquier circunstancia personal o social.

Desde una lógica constitucional es difícil el encaje de la educación segregada por sexos en un sistema que, entre otros objetivos, persigue la conformación de una sociedad en la que la igualdad sustancial de mujeres y hombres “constituye un elemento definidor de la noción de ciudadanía” (STC 12/2008, FJ 5).  Un objetivo que difícilmente podrá alcanzarse si la escuela, que constituye un espacio fundamental para la educación cívica, establece diferenciaciones y no fomenta las relaciones iguales entre chicos y chicas, con la consiguiente superación de roles y estereotipos sexistas. Es decir, y yendo más allá de los discutibles criterios pedagógicos que se esgrimen a favor de la educación diferenciada, lo que no parece tener mucho sentido es educar a niños y a niñas desde unos parámetros que nada tienen que ver con los escenarios sociales en los que tendrán que desarrollarse como individuos y como ciudadanos/as. Por lo tanto, difícilmente la escuela diferenciada puede revertir en el desarrollo pleno de la personalidad de los niños y las niñas que han de convivir bajo un “contrato social” basado en la igualdad de género y en una sociedad en la que todavía hoy es necesario “remover” muchos obstáculos que siguen impidiendo la efectividad de dicho principio.

Sería además absolutamente contradictorio que, por una parte, los poderes públicos adoptaran políticas en dicho sentido y, sin embargo, ampararan en el ámbito educativo la diferenciación por razón de sexos. Es decir, el entendimiento de la igualdad de género como parte del “ideario educativo constitucional” no debería perder de vista que los poderes públicos han de seguir actuando sobre una realidad que sigue arrastrando factores sociales y culturales que ponen trabas a la plena igualdad entre mujeres y hombres. Y que, en consecuencia, el sistema educativo no puede permanecer ajeno a la transformación de una realidad en la que está en juego la calidad de nuestra democracia y, muy especialmente, las condiciones que hacen posible la efectiva garantía de los derechos fundamentales de hombres y mujeres. Un compromiso además avalado constitucionalmente por el art. 9.2 CE y al que trató de responder el objetivo de la “coeducación”, la cual supone un paso más hacia adelante con respecto a la educación mixta, que planteó la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo de 1990 (LOGSE).  Es decir, no se trata sólo de que niños y niñas sean educados conjuntamente, sino que la educación que reciban esté apoyada y fomente una serie de valores relacionados con la igualdad de género, que interaccionen entre ellos y ellas para superar los estereotipos y las discriminaciones.

En consecuencia, y como bien apuntó Tomás y Valiente en su voto particular a la STC 5/1981, “todo ideario educativo que coarte o ponga en peligro el desarrollo pleno y libre de la personalidad de los alumnos será nulo por opuesto a la Constitución”. Por lo tanto, la clave del debate no debe situarse en los controvertidos argumentos que desde el punto de vista científico pueden avalar las “bondades” de la educación diferenciada por razón de sexo, sino en la irrenunciabilidad  del modelo coeducativo en función de los objetivos que la escuela debe cumplir con respecto a los que constituirán la futura ciudadanía. Es decir, y aún en el caso de que se llegara al acuerdo entre la comunidad científica de los distintos niveles o ritmos de aprendizaje por parte de los niñas y las niñas, la escuela pública debería en todo caso fomentar los espacios en que unos y otras se interrelacionen, cooperen, compartan similitudes y diferencias y, en definitiva, se formen para ser sujetos activos en una sociedad que se articula, entre otros principios, sobre la igualdad de género. Y en la que, insisto, unos y otras van a convivir y en la que, por ejemplo, van a tener que desarrollar estrategias de cooperación, gestión pacífica de conflictos o de construcción igualitaria de relaciones afectivas y sexuales.

A estas alturas, todas y todos, incluidos los magistrados del Supremo, deberíamos tener claro que la igualdad de hombres y mujeres representa una de las esencias de la democracia y, por tanto, la escuela sostenida con fondos públicos debe favorecerlo y transmitir al alumnado no sólo conocimientos teóricos sino también la vivencia, yo diría que hasta emocional, de lo que la igualdad representa desde el punto de vista individual y colectivo. Si no partimos de este principio irrenunciable, corremos el riesgo de que la igualdad de género siga entendiéndose más como una opción ideológica que como un principio constitutivo de los sistemas constitucionales. En consecuencia, que siga estando sujeta a la voluntad política de un legislador que, como lamentablemente hemos comprobado en las últimas tres décadas, ha convertido el sistema educativo en el espacio ideal para la confrontación entre adversarios y en un ámbito más en el que olvidar la centralidad de la igualdad de género en las políticas de un sistema que merezca el calificativo de democrático. Olvidándose, como bien apunta el profesor Miguel Presno (https://presnolinera.wordpress.com/2012/08/24/sobre-la-educacion-diferenciada-por-sexos-somos-iguales-estando-separados/) , que no podemos ser iguales estando separados porque la igualdad, la real, la única, la que nos permite ser autónomas y autónomos, solo tiene sentido político y ético en el contexto necesariamente relacional que implica la vida en democracia.

Publicado en BLOG MUJERES, EL PAÍS, 30 de mayo de 2017:
http://elpais.com/elpais/2017/05/29/mujeres/1496057843_886065.html
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FALDAS, A LA IZQUIERDA; PANTALONES, A LA DERECHA

Es evidente que en los últimos años estamos asistiendo a un evidente retroceso de las políticas de igualdad de nuestro país. Tras el impulso, al menos normativo, que vivimos en la VIII Legislatura, los años de crisis y el continuado gobierno del PP se han convertido en la alianza perfecta para frenar los avances en materia de igualdad de género y para consolidar una lógica neoliberal con tan mal casa con los derechos humanos en general y con los de las mujeres en particular. Uno de los ámbitos en los que ha sido más evidente ese paso atrás ha sido el educativo. Recordemos como la LOMCE (https://www.boe.es/buscar/pdf/2013/BOE-A-2013-12886-consolidado.pdf) no solo alteró los presupuestos y objetivos esenciales del sistema sino que también eliminó la tímida pero necesaria “Educación para la ciudadanía” al tiempo que legitimaba los conciertos celebrados con centros en los que se diferenciase por razón de sexo. Una previsión, recurrida por el gobierno andaluz ante el Constitucional y que todavía está pendiente de sentencia, que ahora el Tribunal Supremo ha avalado al reconocer a varios centros andaluces de educación segregada su derecho a obtener financiación pública.

Al entender el Supremo que estamos ante un derecho de los llamados “de configuración legal”, su fallo se ampara en lo previsto por la LOMCE, de la misma manera que en varios pronunciamientos emitidos con anterioridad a la entrada en vigor de dicha ley había sostenido que la educación diferenciada por razón de sexos no podía ser sostenida por fondos públicos. A la espera, pues, de lo que diga el Tribunal Constitucional sobre una cuestión que como todas las que inciden en la igualdad real de mujeres y hombres genera tantas controversias jurídicas y políticas, seguimos pues regidos por una norma que parece retroceder en el tiempo y que olvida todos los esfuerzos de tantos educadores y tantas educadoras por consolidar un sistema en que niños y niñas sean educados en condiciones de igualdad. Un objetivo que por otra parte no hace sino ajustarse al programa ético y político de una democracia que ha de partir necesariamente de la igualdad formal de ambos sexos y que ha de  plantearse como uno de sus principales objetivos conseguir que dicha igualdad no quede en la letra de la ley sino que se traduzca en un modelo social donde mujeres y hombres seamos sujetos equivalentes, tanto en el ejercicio de nuestros derechos como en la asunción de nuestras responsabilidades.


En este sentido, llama la atención la escasa atención que el Supremo, en las diversas ocasiones que ha abordado esta materia, ha prestado a la necesaria perspectiva de género, desconociendo de esta manera los mandatos que la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres establece para todos los poderes del Estado, incluido por supuesto el judicial. Desde esta perspectiva, la clave del debate, que no sé si el Constitucional llegará a asumir como tal, es el entendimiento de la coeducación como parte ineludible de modelo educativo que cabe deducir de la Constitución española. Un modelo que, entiendo, ha de partir de la igualdad de género como parte esencial de lo que podríamos llamar “ideario educativo constitucional”, el cual se deduce además de los tratados internacionales que nos obligan –el más significativo la Convención de eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979, ratificada por España en 1984  -, de la rotundidad del Derecho Comunitario en esta materia (art. 3.2 Tratado de Amsterdam, art. 8 Tratado de Lisboa) , así como de la consolidada interpretación que de la igualdad entre hombres y mujeres se ha realizado por nuestro Tribunal Constitucional a partir de los artículos 14 y 9.2 CE  . Un compromiso que, además, alcanzó su máxima expresión a través de las obligaciones establecidas por la LO 3/2007, la cual reiteró y amplió las previsiones que sobre esta materia ya contenía la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género. Entre ellas, la integración del principio de igualdad en la interpretación y aplicación de las normas (art. 4) o la asunción de la transversalidad de dicho principio (art. 15), el cual debe ser asumido por todas las Administraciones públicas “de forma activa, en la adopción y ejecución de sus disposiciones normativas, en la definición y presupuestación de políticas públicas en todos los ámbitos y en el desarrollo del conjunto de todas sus actividades”.  De manera más específica, dicha ley obliga a que el principio de igualdad se integre en todas las etapas del sistema educativo (arts. 23, 24 y 25), debiéndose perseguir entre otros objetivos evitar “que, por comportamientos sexistas o por los estereotipos sociales asociados, se produzcan desigualdades entre mujeres y hombres”. De ahí, que como ya tuve ocasión de explicar (http://www.cepc.gob.es/publicaciones/revistas/revistaselectronicas?IDR=6&IDN=1358&IDA=37685) la reforma del art. 84.3 de la Ley Orgánica de Educación, llevada a cabo por la LOMCE no pueda ser sino inconstitucional.


Por lo tanto, la pregunta que deberíamos responder es si, de acuerdo con los objetivos que marca el art. 27.2 CE –“ La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” – , nuestro sistema público de enseñanza debe asumir como un criterio esencial la igualdad de hombres y mujeres, de forma que ningún comportamiento o práctica discriminatoria – o, lo que es lo mismo, diferenciadora sin un fundamentación racional y objetiva – tenga cabida dentro de él. Si respondemos afirmativamente, es obvio que no estaremos ante una cuestión sometida a la libre disponibilidad del legislador. Ello no supone la prohibición radical de la educación diferenciada, la cual podrá mantenerse como opción privada. Lo que no cabría admitir, por tanto, sería  la existencia de escuelas públicas que diferenciaran por razón del sexo, como tampoco ayudas públicas a centros privados que lo hicieran. Como tampoco sería imaginable que desde lo público se apoyasen propuestas educativas que pudieran suponer en general una flagrante contradicción con los principios constitucionales, muy en especial con el de igualdad y no discriminación por cualquier circunstancia personal o social.

Desde una lógica constitucional es difícil el encaje de la educación segregada por sexos en un sistema que, entre otros objetivos, persigue la conformación de una sociedad en la que la igualdad sustancial de mujeres y hombres “constituye un elemento definidor de la noción de ciudadanía” (STC 12/2008, FJ 5).  Un objetivo que difícilmente podrá alcanzarse si la escuela, que constituye un espacio fundamental para la educación cívica, establece diferenciaciones y no fomenta las relaciones iguales entre chicos y chicas, con la consiguiente superación de roles y estereotipos sexistas. Es decir, y yendo más allá de los discutibles criterios pedagógicos que se esgrimen a favor de la educación diferenciada, lo que no parece tener mucho sentido es educar a niños y a niñas desde unos parámetros que nada tienen que ver con los escenarios sociales en los que tendrán que desarrollarse como individuos y como ciudadanos/as. Por lo tanto, difícilmente la escuela diferenciada puede revertir en el desarrollo pleno de la personalidad de los niños y las niñas que han de convivir bajo un “contrato social” basado en la igualdad de género y en una sociedad en la que todavía hoy es necesario “remover” muchos obstáculos que siguen impidiendo la efectividad de dicho principio.

Sería además absolutamente contradictorio que, por una parte, los poderes públicos adoptaran políticas en dicho sentido y, sin embargo, ampararan en el ámbito educativo la diferenciación por razón de sexos. Es decir, el entendimiento de la igualdad de género como parte del “ideario educativo constitucional” no debería perder de vista que los poderes públicos han de seguir actuando sobre una realidad que sigue arrastrando factores sociales y culturales que ponen trabas a la plena igualdad entre mujeres y hombres. Y que, en consecuencia, el sistema educativo no puede permanecer ajeno a la transformación de una realidad en la que está en juego la calidad de nuestra democracia y, muy especialmente, las condiciones que hacen posible la efectiva garantía de los derechos fundamentales de hombres y mujeres. Un compromiso además avalado constitucionalmente por el art. 9.2 CE y al que trató de responder el objetivo de la “coeducación”, la cual supone un paso más hacia adelante con respecto a la educación mixta, que planteó la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo de 1990 (LOGSE).  Es decir, no se trata sólo de que niños y niñas sean educados conjuntamente, sino que la educación que reciban esté apoyada y fomente una serie de valores relacionados con la igualdad de género, que interaccionen entre ellos y ellas para superar los estereotipos y las discriminaciones.

En consecuencia, y como bien apuntó Tomás y Valiente en su voto particular a la STC 5/1981, “todo ideario educativo que coarte o ponga en peligro el desarrollo pleno y libre de la personalidad de los alumnos será nulo por opuesto a la Constitución”. Por lo tanto, la clave del debate no debe situarse en los controvertidos argumentos que desde el punto de vista científico pueden avalar las “bondades” de la educación diferenciada por razón de sexo, sino en la irrenunciabilidad  del modelo coeducativo en función de los objetivos que la escuela debe cumplir con respecto a los que constituirán la futura ciudadanía. Es decir, y aún en el caso de que se llegara al acuerdo entre la comunidad científica de los distintos niveles o ritmos de aprendizaje por parte de los niñas y las niñas, la escuela pública debería en todo caso fomentar los espacios en que unos y otras se interrelacionen, cooperen, compartan similitudes y diferencias y, en definitiva, se formen para ser sujetos activos en una sociedad que se articula, entre otros principios, sobre la igualdad de género. Y en la que, insisto, unos y otras van a convivir y en la que, por ejemplo, van a tener que desarrollar estrategias de cooperación, gestión pacífica de conflictos o de construcción igualitaria de relaciones afectivas y sexuales.

A estas alturas, todas y todos, incluidos los magistrados del Supremo, deberíamos tener claro que la igualdad de hombres y mujeres representa una de las esencias de la democracia y, por tanto, la escuela sostenida con fondos públicos debe favorecerlo y transmitir al alumnado no sólo conocimientos teóricos sino también la vivencia, yo diría que hasta emocional, de lo que la igualdad representa desde el punto de vista individual y colectivo. Si no partimos de este principio irrenunciable, corremos el riesgo de que la igualdad de género siga entendiéndose más como una opción ideológica que como un principio constitutivo de los sistemas constitucionales. En consecuencia, que siga estando sujeta a la voluntad política de un legislador que, como lamentablemente hemos comprobado en las últimas tres décadas, ha convertido el sistema educativo en el espacio ideal para la confrontación entre adversarios y en un ámbito más en el que olvidar la centralidad de la igualdad de género en las políticas de un sistema que merezca el calificativo de democrático. Olvidándose, como bien apunta el profesor Miguel Presno (https://presnolinera.wordpress.com/2012/08/24/sobre-la-educacion-diferenciada-por-sexos-somos-iguales-estando-separados/) , que no podemos ser iguales estando separados porque la igualdad, la real, la única, la que nos permite ser autónomas y autónomos, solo tiene sentido político y ético en el contexto necesariamente relacional que implica la vida en democracia.

Publicado en BLOG MUJERES, EL PAÍS, 30 de mayo de 2017:
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CONTRA EL PSOE DOMESTICADO

Justo antes de que empezara la campaña de las primarias socialistas publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado «Lo que se juega el PSOE», en el que trataba de explicar como, más allá de personalismos, el partido se enfrentaba al reto de superar los paradigmas del pasado o, por el contrario, prorrogar unas estructuras y un modelo que poco sirven ya para el siglo XXI. El mismo día de su publicación recibí el mensaje de un militante socialista de nuestra ciudad que me felicitaba por él y que me decía que estaba totalmente de acuerdo conmigo pero que él no podía decirlo. Ese mensaje, con toda la carga antidemocrática que conllevaba de miedo y de sumisión, representa a la perfección las perversas dinámicas que el PSOE, muy especialmente en Andalucía, ha desarrollado durante las muchas décadas instalado en el poder y sin una alternativa capaz de hacerle sombra. El poder, no lo olvidemos, produce monstruos cuyo peligro es directamente proporcional a la mediocridad de quienes lo sustentan.
Como bien se ha explicado en la última semana, el hecho de que Susana Díaz recibiera menos votos que avales refleja exactamente las estructuras que han ido tejiendo a lo largo de las décadas una tupida red de clientelismos, débitos y complicidades. Una red que para mantenerse ha exigido la anulación de las individualides, la negación de los espíritus críticos y la conversión del debate político en una especie de coro de esclavos que no han sabido más que repetir las consignas que les repetían desde la cúpula. Eso, lógicamente, ha provocado una huida de los espíritus libres y, lo que es peor, un progresivo alejamiento del pulso de la calle, de la compleja diversidad de una ciudadanía que sobre todo en los últimos años ha mostrado su insatisfacción con unos partidos y una clase política que ha estado más atenta a su propio ombligo que a las demandas sociales. En este modelo malsano de ejercicio de la representación han encontrado además un refugio ideal todas aquellas y todos aquellos a los que no se les conoce más trayectoria profesional que vivir del partido junto a quienes parecen encontrar en la vida pública el trayecto más facilón, y no sé si reconfortante, para alcanzar un status que por sus propios méritos difícilmente alcanzarían.
Por todo ello no es de extrañar que Córdoba haya sido uno de los principales bastiones del susanismo. Para entenderlo no hay más que hacer un rápido recorrido por los nombres de quienes llevan décadas controlando las riendas y de quienes, con frecuencia en una relativa sombra, son cómplices de la estructura y lógicamente prefieren callar antes que las palabras pongan en peligro ese lugar desde el que creen tener una pequeña cuota de poder y prestigio. No estaría mal que cruzáramos estas evidencias con las que desde hace mucho tiempo siguen marcando a esta provincia como la que presenta peores datos en todos los indicativos de desarrollo socioeconómico, como tampoco estaría de más reflexionar sobre de qué manera un modelo de partido que elude la transparencia, el pluralismo y la renovación de las élites ha tenido una determinada incidencia en que Andalucía, pese a los discursos triunfalistas, tengan muchos indicadores de los que avergonzarse.
La rebelión de la militancia el pasado domingo ha supuesto, entre otras muchas cosas, un levantamiento contra ese modelo anquilosado, heredero y continuador de un «pacto juramentado» entre (b)varones, generador de cobardías pagadas con favores y de alianzas que han limitado la política al estás conmigo o estás contra mí. El PSOE tiene pues ahora la oportunidad, tal vez la última, de superar esa perversa maquinaria y de recuperar el aliento de la izquierda. De lo contrario se condenará directamente a la irrelevancia y languidecerá penosamente en una Andalucía donde seguimos anestesiados por Juan Imedio, María del Monte y el paternalismo de quienes continúan empeñados en salvarnos desde los púlpitos.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, lunes 29 de mayo 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/psoe-domesticado_1149581.html
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CONTRA EL PSOE DOMESTICADO

Justo antes de que empezara la campaña de las primarias socialistas publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado «Lo que se juega el PSOE», en el que trataba de explicar como, más allá de personalismos, el partido se enfrentaba al reto de superar los paradigmas del pasado o, por el contrario, prorrogar unas estructuras y un modelo que poco sirven ya para el siglo XXI. El mismo día de su publicación recibí el mensaje de un militante socialista de nuestra ciudad que me felicitaba por él y que me decía que estaba totalmente de acuerdo conmigo pero que él no podía decirlo. Ese mensaje, con toda la carga antidemocrática que conllevaba de miedo y de sumisión, representa a la perfección las perversas dinámicas que el PSOE, muy especialmente en Andalucía, ha desarrollado durante las muchas décadas instalado en el poder y sin una alternativa capaz de hacerle sombra. El poder, no lo olvidemos, produce monstruos cuyo peligro es directamente proporcional a la mediocridad de quienes lo sustentan.
Como bien se ha explicado en la última semana, el hecho de que Susana Díaz recibiera menos votos que avales refleja exactamente las estructuras que han ido tejiendo a lo largo de las décadas una tupida red de clientelismos, débitos y complicidades. Una red que para mantenerse ha exigido la anulación de las individualides, la negación de los espíritus críticos y la conversión del debate político en una especie de coro de esclavos que no han sabido más que repetir las consignas que les repetían desde la cúpula. Eso, lógicamente, ha provocado una huida de los espíritus libres y, lo que es peor, un progresivo alejamiento del pulso de la calle, de la compleja diversidad de una ciudadanía que sobre todo en los últimos años ha mostrado su insatisfacción con unos partidos y una clase política que ha estado más atenta a su propio ombligo que a las demandas sociales. En este modelo malsano de ejercicio de la representación han encontrado además un refugio ideal todas aquellas y todos aquellos a los que no se les conoce más trayectoria profesional que vivir del partido junto a quienes parecen encontrar en la vida pública el trayecto más facilón, y no sé si reconfortante, para alcanzar un status que por sus propios méritos difícilmente alcanzarían.
Por todo ello no es de extrañar que Córdoba haya sido uno de los principales bastiones del susanismo. Para entenderlo no hay más que hacer un rápido recorrido por los nombres de quienes llevan décadas controlando las riendas y de quienes, con frecuencia en una relativa sombra, son cómplices de la estructura y lógicamente prefieren callar antes que las palabras pongan en peligro ese lugar desde el que creen tener una pequeña cuota de poder y prestigio. No estaría mal que cruzáramos estas evidencias con las que desde hace mucho tiempo siguen marcando a esta provincia como la que presenta peores datos en todos los indicativos de desarrollo socioeconómico, como tampoco estaría de más reflexionar sobre de qué manera un modelo de partido que elude la transparencia, el pluralismo y la renovación de las élites ha tenido una determinada incidencia en que Andalucía, pese a los discursos triunfalistas, tengan muchos indicadores de los que avergonzarse.
La rebelión de la militancia el pasado domingo ha supuesto, entre otras muchas cosas, un levantamiento contra ese modelo anquilosado, heredero y continuador de un «pacto juramentado» entre (b)varones, generador de cobardías pagadas con favores y de alianzas que han limitado la política al estás conmigo o estás contra mí. El PSOE tiene pues ahora la oportunidad, tal vez la última, de superar esa perversa maquinaria y de recuperar el aliento de la izquierda. De lo contrario se condenará directamente a la irrelevancia y languidecerá penosamente en una Andalucía donde seguimos anestesiados por Juan Imedio, María del Monte y el paternalismo de quienes continúan empeñados en salvarnos desde los púlpitos.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, lunes 29 de mayo 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/psoe-domesticado_1149581.html
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LA PÉRDIDA DEL PADRE Y DOS MUJERES PERDIDAS

Mentiría si dijera que la excelente primera película de Lino Escalera es solo una película sobre la pérdida de un ser querido. Por supuesto que es también el relato de cómo afrontar ese duro momento vital en el que nos vemos obligados a asumir la caducidad de los días, pero es mucho más que eso. Es también, y es lo que más me interesa, la historia de dos mujeres, las dos hermanas que de muy distinta manera se enfrentan al final del padre. Dos mujeres que asumen su eterna tarea de cuidadoras y de las que vamos descubriendo, con apenas unos trazos, sin grandes estridencias, que son perdedoras, que han sido maltratadas por la vida, si bien de distinta manera, que ambas son esclavas de un lugar en el mundo que no les satisface del todo, que casi podríamos afirmar que se limitan más a sobrevivir en la corriente que les ha tocado en suerte que a nadar contra ella.

La dura historia de No sé decir adiós, que nos enfrenta sin estridencias ni sentimentalismos a lo que supone una enfermedad terminal no tanto en quien la sufre sino en quienes lo rodean, nos ofrece el retrato de dos mujeres, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), que han seguido rumbos distintos y a las que encontramos, a una edad ya de madurez, igualmente perdidas y doloridas. Aunque cada una de ellas lo viva y lo exprese de manera muy distinta: Blanca desde el sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, la paciencia y una cierta resignación; Carla desde un proceso autodestructivo que la va haciendo cada vez más prisionera de su soledad y de sus angustias. Las dos, que vuelven a reunirse y hasta a enfrentarse en torno al patriarca que durante años fue el que puso ley y orden, y al que ahora vemos cómo se reduce casi a un niño, se nos muestran infelices, atadas, faltas de luz en un presente que tal vez poco tenga que ver con el que un día soñaron. Carla y Blanca, Blanca y Carla: dos nombres llenos de «aes», la letra del femenino, la que cierra siempre los sustantivos que designaron durante siglos al «otro». Una en el Sur de siempre, en la Almería seca del Sur, la otra en la Barcelona de mujeres y hombres cosmopolitas. La que se quedó y la que se fue.

La historia de estos tres personajes, y de los secundarios que son esenciales para entender mejor a los principales, está contada con temple dramática y sin ninguna concesión a lo facilón. Con elegantes y a veces fulminantes cortes a negro, como el bellísimo que cierra la película, que nos dejan a la intemperie. Un ejercicio tan ponderado, en el que incluso aflora el humor en algunas ocasiones, no habría sido posible sin un actor y unas actrices como quienes espero que en la próxima temporada de premios se lleven unos cuantos. Hacía tiempo que Juan Diego no hacía una interpretación tan contenida y emocionante, como hacía muchas películas que Lola Dueñas no volvía a brillar con esa mirada tan suya que se mueve entre la ingenuidad, la sensibilidad a flor de piel y una fragilidad que esconde fuerza de mujer. Pero sin duda la enorme protagonista de la película es una Nathalie Poza que compone una Carla desgarradora, enferma del alma, a la que la próxima muerte del padre le hace enfrentarse con el espejo. Su rostro, todo su cuerpo, hasta el último pelo de su cabeza, sirven a la perfección para expresar su desconsuelo. Y su rabia. Es imposible no entenderla, no empatizar con ella, no pensar en que ojalá para ella la pérdida del que se va sea el inicio del reencuentro con ella misma.


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LA PÉRDIDA DEL PADRE Y DOS MUJERES PERDIDAS

Mentiría si dijera que la excelente primera película de Lino Escalera es solo una película sobre la pérdida de un ser querido. Por supuesto que es también el relato de cómo afrontar ese duro momento vital en el que nos vemos obligados a asumir la caducidad de los días, pero es mucho más que eso. Es también, y es lo que más me interesa, la historia de dos mujeres, las dos hermanas que de muy distinta manera se enfrentan al final del padre. Dos mujeres que asumen su eterna tarea de cuidadoras y de las que vamos descubriendo, con apenas unos trazos, sin grandes estridencias, que son perdedoras, que han sido maltratadas por la vida, si bien de distinta manera, que ambas son esclavas de un lugar en el mundo que no les satisface del todo, que casi podríamos afirmar que se limitan más a sobrevivir en la corriente que les ha tocado en suerte que a nadar contra ella.

La dura historia de No sé decir adiós, que nos enfrenta sin estridencias ni sentimentalismos a lo que supone una enfermedad terminal no tanto en quien la sufre sino en quienes lo rodean, nos ofrece el retrato de dos mujeres, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), que han seguido rumbos distintos y a las que encontramos, a una edad ya de madurez, igualmente perdidas y doloridas. Aunque cada una de ellas lo viva y lo exprese de manera muy distinta: Blanca desde el sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, la paciencia y una cierta resignación; Carla desde un proceso autodestructivo que la va haciendo cada vez más prisionera de su soledad y de sus angustias. Las dos, que vuelven a reunirse y hasta a enfrentarse en torno al patriarca que durante años fue el que puso ley y orden, y al que ahora vemos cómo se reduce casi a un niño, se nos muestran infelices, atadas, faltas de luz en un presente que tal vez poco tenga que ver con el que un día soñaron. Carla y Blanca, Blanca y Carla: dos nombres llenos de «aes», la letra del femenino, la que cierra siempre los sustantivos que designaron durante siglos al «otro». Una en el Sur de siempre, en la Almería seca del Sur, la otra en la Barcelona de mujeres y hombres cosmopolitas. La que se quedó y la que se fue.

La historia de estos tres personajes, y de los secundarios que son esenciales para entender mejor a los principales, está contada con temple dramática y sin ninguna concesión a lo facilón. Con elegantes y a veces fulminantes cortes a negro, como el bellísimo que cierra la película, que nos dejan a la intemperie. Un ejercicio tan ponderado, en el que incluso aflora el humor en algunas ocasiones, no habría sido posible sin un actor y unas actrices como quienes espero que en la próxima temporada de premios se lleven unos cuantos. Hacía tiempo que Juan Diego no hacía una interpretación tan contenida y emocionante, como hacía muchas películas que Lola Dueñas no volvía a brillar con esa mirada tan suya que se mueve entre la ingenuidad, la sensibilidad a flor de piel y una fragilidad que esconde fuerza de mujer. Pero sin duda la enorme protagonista de la película es una Nathalie Poza que compone una Carla desgarradora, enferma del alma, a la que la próxima muerte del padre le hace enfrentarse con el espejo. Su rostro, todo su cuerpo, hasta el último pelo de su cabeza, sirven a la perfección para expresar su desconsuelo. Y su rabia. Es imposible no entenderla, no empatizar con ella, no pensar en que ojalá para ella la pérdida del que se va sea el inicio del reencuentro con ella misma.


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“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran”

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto. Por primera vez siento el poder que ellos tienen”
El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO. Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones que viven las personas que ven pisoteada su dignidad. Solo desde esa “empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los derechos Lynn Hunt, es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia democrática. No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel de otro (e incluso de otra).

En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada. En él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla, al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa cuyo pene parece valer más que el útero de su criada. Al fondo, muy desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus piernas a la que parirá para ella. Y apenas intuimos, tras el hombre, tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros. Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo, sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad. Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia que no demuestra esa relación jerárquica. No olvidemos, además, que en este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la vida privada o familiar de otros.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su sometimiento a condiciones heterónomas. Tendríamos que preguntarnos si sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos gustaría construir y bajo qué precio. En este sentido, leer, y ver ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.

Publicado BLOG MUJERES El País:
http://elpais.com/elpais/2017/05/18/mujeres/1495121982_989076.html

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“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran”

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto. Por primera vez siento el poder que ellos tienen”
El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO. Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones que viven las personas que ven pisoteada su dignidad. Solo desde esa “empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los derechos Lynn Hunt, es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia democrática. No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel de otro (e incluso de otra).

En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada. En él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla, al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa cuyo pene parece valer más que el útero de su criada. Al fondo, muy desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus piernas a la que parirá para ella. Y apenas intuimos, tras el hombre, tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros. Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo, sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad. Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia que no demuestra esa relación jerárquica. No olvidemos, además, que en este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la vida privada o familiar de otros.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su sometimiento a condiciones heterónomas. Tendríamos que preguntarnos si sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos gustaría construir y bajo qué precio. En este sentido, leer, y ver ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.

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SALVADOR SOBRAL: OTRA MASCULINIDAD ES POSIBLE

El triunfo de Salvador Sobral el pasado sábado en Eurovisión, además de mostrarnos entre otras cosas, y como él mismo dijo, que la música, la música de verdad, nada tiene que ver con los fuegos de artificio, supone también una oportunidad para demostrarnos que otra masculinidad es posible. Es decir, en un contexto tan hipermasculinizado y androcéntrico como el del Festival (recordemos como pese a “celebrar la diversidad” los tres presentadores eurovisivos fueron hombres, y como la mayoría de las chicas competidoras insistieron, de una forma u otra, en mostrarse como cuerpos fuertemente sexuados), consumido y aplaudido muy especialmente por un público gay, el portugués supuso una ruptura con el discurso normativo que nos revela lo que significa ser un hombre de verdad. Un discurso en el que mucho me temo la incidencia de la diversidad afectivo/sexual está siendo mínima porque la masculinidad hegemónica, unida a los dictados de un mercado que busca hombres ante todo que consuman y hagan circular el dinero, está provocando que la imagen mediática y públicamente reconocible del chico gay exitoso no difiera mucho de la del hetero.

De esta manera, no hemos situado en un plano de perversa “igualdad” en el que todos pasamos por el aro de reproducir el modelo heroico de siempre, es decir, el del tipo fuerte, preparado siempre para la acción, sujeto deseante y que hace de su cuerpo una herramienta esencial para situarse en el mercado. Por eso no es de extrañar que la vigorexia se esté extendiendo como un problema cada vez más serio entre los chicos jóvenes, o que los gimnasios se hayan convertido en los nuevos santuarios de la masculinidad o que la publicidad, bajo la apariencia de nuevos tiempos, nos siga ofreciendo en definitiva la imagen del macho de siempre. O sea, la del que parece preparado para combatir en cualquier momento, para seducir y llevar las riendas del pacto sexual y para continuar siendo el vaquero sin ley al que nadie parece discutir el privilegio de ser siempre el dominante. Un vaquero que, insisto, seduce por igual a mujeres y a hombres. Porque no estamos hablando de orientación sexual, o de deseos que van y vienen, sino de cómo se continúa conformando la masculinidad exitosa en pleno siglo XXI.
Frente a ese discurso, que es el que reiteradamente nos ofrecen los medios de comunicación, las películas que vemos o las canciones que bailamos, el portugués Sobral representa justo lo contrario. En todas las crónicas del festival se ha destacado su desaliño, que llevase un traje varias tallas mayor que la suya o que no pareciera en general muy preocupado por su aspecto físico. Se ha destacado de él como una cualidad que le ha hecho sumar puntos su fragilidad o su capacidad para despertar emociones sin estridencias. Verlo actuar como si se tratara de un cristal a punto de romperse frente a la sexualidad desbordante del representante israelí, de la chispa tan masculina del italiano o de la seducción tan Bond del sueco, supuso para mí (re)encontrarme con otro modelo de hombre que me gustaría sirviera como palanca para darle la vuelta a este mundo tan patriarcal y machista que seguimos sufriendo (y del que, no hace falta aclararlo, son principales víctimas las mujeres).
Salvador Sobral, que tuvo además la generosidad de acompañarse en el triunfo por su hermana, que es sin duda la gran mente creadora del tándem, me transmite muchas de las claves que están o deberían estar en lo que yo llamaría la revolución masculina pendiente, y que no es otra que la urgente necesidad que tenemos los hombres de bajarnos de los púlpitos, de todos los púlpitos, y de situarnos horizontalmente a ras del suelo. Como hizo en su actuación el portugués. Despojados de todas las vestimentas que sirven para certificar nuestro imperio, revestidos de la ternura que como bien dijo Petra Kelly puede ser una extraordinaria arma política, dispuestos a renunciar a los músculos tanto de nuestro cuerpo como de los que parece regalarnos el ejercicio del poder. La voz que ha sido capaz de emocionar a millones de personas al mismo tiempo, operando ese milagro que solo el verdadero arte consigue, debería servirnos como una especie de pasaporte para todos aquellos que estamos empeñados en transitar de una masculinidad asfixiante a otra en la que podamos relajadamente disfrutar de lo pequeño y asumir nuestra dependencia de los demás. Solo así, me temo, será posible construir otro mundo, ese mundo por el que nuestras compañeras feministas llevan siglos luchando, y en el que será una gozada descubrir que es el reconocimiento de nuestra fragilidad lo que nos puede hacer más fuertes. Los ganadores no de una competición sino de un mundo en el que habremos sabido despojarnos de lo que nos disfraza y en el que nos habremos quedado transparentes como el cristal. Cuidadosamente interdependientes, emocionalmente solidarios, nunca más desnortados y siempre mirando al sur. El sur posible que también representa Portugal y su canción.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 16 DE MAYO DE 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/05/salvador-sobral-otra-masculinidad-es-posible/
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