Quizás vaya un poco contra corriente, pero cuando yo me pregunto “¿dónde están los padres?”, a estas alturas de mi vida, la pregunta que me surge de inmediato es “pero ¿dónde van los hijos y las hijas?”. Porque pertenezco a una generación de padres ya a punto de finalizar el compromiso de criarlos, de educarlos, de guiarlos (aunque la preocupación no acabará nunca), pues tenemos una hija ya adulta e independiente y un segundo hijo
adolescente a punto de volar. Así que ya dejé de pensar en cómo hacerlo bien con ellos, porque todos mis aciertos y errores ya los tuve, y comienza a preocuparme cómo hacerlo bien conmigo mismo y mi pareja. Hay mucho escrito sobre el síndrome del nido vacío y mucha película, así que no puedo dejar de pensar en el arquetipo de madre angustiada en su repentina soledad y en ese padre ausente y proveedor, para el que poco cambia y al que le
cuesta mucho entender qué le pasa a ella, la gran madre, sin sus hijos.
Hasta en eso ganamos. Mi pareja y yo vivimos el vuelo de los hijos de forma similar y por tanto empática. Los dos sufrimos igualmente el vacío que queda al verlos partir y los dos nos henchimos de ilusión y satisfacción al verlos comenzar sus propias vidas, para la que confiamos que están preparados. Los dos lloramos y los dos reímos. Lejos de ese tópico del distanciamiento que se produce en la pareja cuando los hijos se van, en nuestro caso vemos cómo nos llega ahora el momento de recuperar algunos hábitos que dejamos de lado porque la paternidad implantó nuevas rutinas, o de comenzar nuevos proyectos que siempre quisimos. Sí, tras la angustia de verlos partir, también brota la ilusión de reencontrarnos.
La experiencia es y ha sido muy hermosa. Es cierto que ha sido un sendero lleno de altibajos, en el que hemos pasado momentos muy duros alternados con épocas de felicidad delirante, hemos reído a carcajadas y hemos llorado incontroladamente, hemos conducido por áridos caminos sin ver ninguna salida y hemos vuelto a cañadas frondosas que nos llevaban a atardeceres espectaculares… porque siempre estábamos los dos juntos en el mismo esfuerzo de la paternidad, lo cual nos ha hecho sentir los pozos menos profundos y las alegrías más plenas.
Sin duda mi mayor fortuna vital fue encontrar una persona junto a la que decidir, hace 24 años, compartir la crianza de nuestros hijos. No era una decisión banal, ni una frase vacía. “Compartir la crianza de nuestros hijos” suponía ‘compartirla’, suponía convertirme en un padre implicado, un padre preocupado, un padre despierto, un padre presencial. Compartir la crianza implicaba compartir funciones y compromisos, y proveer de cuidados y afectos, sin
necesidad de esforzarme más en funciones tradicionalmente masculinas como proveer a la familia de más bienes y servicios, pues ambos también repartíamos esa responsabilidad.
Todo eso me ha permitido estar con ellos más de lo habitual, sentir emociones maravillosas y amar y sentirme amado como no había llegado a soñar.
No puedo ni imaginar lo que me hubiera perdido con otro rol diferente de padre.
Manuel Buendía se describe:
Por aquí intentando aprender algo.
Con muchas dudas sobre todo, pero convencido de que nuestra sociedad, en modo machista, no sirve.
Socio de AHIGE.