Cuidados extendidos en tiempos de COVID – @LawyersforHR

“Por favor, no le digás nada a Sara”, le dije a Yolanda cuando le comuniqué que mi padre había fallecido por COVID. Mi intención era un tanto irracional, pero comprensible en mi lógica porque, por un lado, quería protegerla del dolor de perder a su abuelo y, por otro, ser yo quien se lo contara personalmente para poder abrazarla y decirle que todo iba a estar bien.

Cartelería del Dónde están los padres

Sin embargo, Yolanda me hizo ver que no tenía sentido meterla en una burbuja y decidimos que ella hablaría con Sara y luego yo a través de una videollamada, ya que desde el año pasado nuestra situación familiar cambió drásticamente en el sentido que, debido a la pandemia y a la situación política que atraviesa Honduras, decidimos que lo mejor para nuestra hija era que regresara a España.

Resulta paradójico que en el 2009 tomamos la decisión al revés, ya que vivíamos en Madrid y a raíz del primer golpe de Estado del siglo XXI que se cometió en Honduras, decidimos dejar la seguridad que nos brinda el viejo continente para aportar, dentro de nuestras limitaciones, en la construcción democrática de ese golpeado rincón del caribe centroamericano que tanto amamos.

Sara tenía apenas 1 año cuando tomamos esa decisión. Inicialmente, nuestro plan era estar allá solo 4 años y volver a España, sin embargo, la pasión por nuestro trabajo y las redes humanas construidas a base de ilusión y admiración por tanta gente que trabaja por la justicia, a pesar del desaliento y la desesperanza, nos fue manteniendo ahí hasta que llegó la pandemia.

Reconozco que desde el primer día que amanecimos en esa Honduras hundida en una profunda crisis política, me asaltaron las dudas sobre si había sido justo mudarnos con nuestra hija y privarla de las seguridades de España. Pero la llegada del COVID que profundizó la deteriorada situación del país nos impulsó a tomar la primera decisión, que al menos ella saliera hacia Madrid en un vuelo de repatriación.

Luego, en el camino decidimos que se quedara permanentemente aquí; gracias a la posibilidad de hacer teletrabajo y a la comprensión de las organizaciones para las que trabajamos, Yolanda y yo hemos podido equilibrar nuestras responsabilidades laborales con el cuidado de Sara, alternando 3 meses en España y 3 meses en Honduras. Cuando Yolanda está en Vigo, yo estoy en Honduras y viceversa.

De hecho, yo acababa de regresar a Honduras cuando sucedió lo de mi padre. Dentro de lo duro que significa perder a un ser querido, un mes después y a miles de kilómetros de distancia he podido reflexionar y darme cuenta de cómo la forma presente y cuidadora en que decidí ejercer mi paternidad ha sido fundamental para poder asumir la mayor parte de las responsabilidades de cuidado ante la muerte de mi padre y el contagio y la situación de salud crítica que vivieron mi hermana, mi madre y mi hermano debido al COVID.

El hecho de haber tenido la oportunidad y el privilegio de estar en casa cuidando a mi hija durante su primer año de vida, y haber podido realizar gran parte de mi trabajo desde casa durante sus primeros 10 años para poder estar mucho más tiempo con ella, me permitieron admitir con vergüenza que la mayor parte de mi vida yo había estado totalmente alejado del ámbito doméstico y del cuidado porque pensaba que mi trabajo por los derechos humanos que me absorbía la mayor del tiempo, era una justificación suficiente.

Sin embargo, el amor por Sara me transformó y me hizo colocarme definitivamente frente al espejo para cuestionar mis privilegios y renegar de la masculinidad tóxica en la que fui educado. Y ante la experiencia trágica que ha significado el COVID para mi familia, siento que pude responsabilizarme de todas las tareas de cuidado que no hubiera podido o querido asumir sin mi compromiso y experiencia de vida con respecto al ejercicio de una paternidad presente y cuidadora.

Con dos hermanas lejos en Estados Unidos y una en Honduras con una enfermedad de base, me correspondía a mí aceptar la mayor cuota de responsabilidad en el cuidado de quienes se contagiaron, lo cual implicaba, entre otras cosas, moverme en todo lo relacionado con la hospitalización, muerte y entierro de mi padre; y medio dormir en un cama-mueble incómodo frente a la habitación de mi madre y con la mascarilla puesta para estar pendiente de su temperatura, sus pastillas y sus niveles de oxigenación, pero sobre todo, para que se sintiera cuidada y acompañada.

También pude llevarle a mi hermano algunas sopas -hechas por mi hermana- cuando estaba en su casa en sus primeros días de contagio; luego tuve que inventar tantas cosas para ocultarle a mi otra hermana y a mi madre que él estaba en estado crítico para evitar que el COVID se aprovechara de sus defensas debilitadas por una preocupación más; y debí “dormir” en mi coche varias noches durante dos semanas frente a la habitación de la clínica donde él estaba hospitalizado por si ocurría algo y para que él sintiera que yo, su hermano mayor, estaba cerca de él.

Sin duda alguna fue una experiencia muy dura, pero al mismo tiempo nos unió aún más como hermanos y hermanas, y me enseñó varias cosas muy valiosas: primero, lo insuficiente que resulta ser hombres limitados en proveer materialmente a la familia, pero sin asumir seriamente la parte que nos corresponde en la responsabilidad de las tareas del cuidado y lo doméstico.

Segundo, el ejercicio de una paternidad presente y cuidadora me brindó, sin saberlo, una preparación adecuada para poder enfrentar una situación tan dolorosa para mi familia y asumir la mayor parte de las tareas del cuidado físico y, sobre todo, del cuidado emocional de mi madre, mis hermanas, mi hermano, inclusive de mi cuñada y mis cuñados.

Tercero, no puedo pretender evitarle a Sara los sufrimientos comunes que la vida le irá poniendo en su camino, como a todas las personas, particularmente en relación con la muerte de quienes amamos. Por eso, lo primero que hice al llegar a Vigo fue conversar con ella. Nos tumbamos en un mueble, abrazados, y hablamos de su abuelo y de la muerte.

Recordamos el gran ejemplo que nos dejó “Papiquín” -como ella le decía-, ya que él iba por la vida sonriendo, haciendo chistes de todo y finalmente murió y fue enterrado como siempre quiso, es decir, sin sufrimiento, sin llantos y sin funerales. También reflexionamos que a la muerte debemos verla como algo que nos está recordando permanentemente que estamos de paso, que el mañana no existe y que lo único que poseemos es el presente.

Y por eso tenemos el derecho, incluso la obligación de vivir intensamente hoy, tomando en consideración una regla de oro: vivir a tope con el único límite del respeto a nuestra propia dignidad y a la de las demás personas.


Dr. en DDHH @uc3m; DEA en Derecho Intl. y relaciones Intl. @unicomplutense; Candidato a Dr. en DDHH, Democracia y Justicia Intl @UV_EG

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