JUANA RIVAS: EL DERECHO TAMBIÉN TIENE GÉNERO

Durante las últimas semanas he seguido con mucha atención, no solo por su importancia social y humana sino también por su complejidad jurídica, el caso de Juana Rivas. He constatado cómo en las redes sociales todas y todos nos convertíamos en apenas horas en expertos juristas, sin tener más conocimiento de los procedimientos en curso que lo que nos llegaba a través de las  medios de comunicación y de los ecos, con frecuencia tan poco fundados, de quienes en Twitter o Facebook parecían tener más claro que nadie cuándo es posible interponer un recurso de amparo o de qué manera se debe actuar judicialmente para proteger los intereses de un menor. Todo ello en muchos casos con un nivel de vehemencia que parecía, cualquiera que fuera la posición que se estuviera defendiendo, que en Derecho no fueran posibles las divergencias, cuando la primera lección que yo le enseño a mi alumnado es que en el ámbito jurídico dos y dos casi nunca suman cuatro.
No voy a entrar por lo tanto a valorar aspectos concretos de las dos líneas procesales abiertas en el caso, la penal y la civil, para lo que, insisto, me faltaría manejar la que supongo prolija documentación que se ha generado en los últimos meses. No puedo más que adherirme al sensato y bien argumentado documento que hace unos días hizo pública la Asociación de Mujeres Juezas de España. Simplemente me voy a limitar a subrayar algunas de las sombras que ha puesto al descubierto el drama de Juana Rivas, justo además cuando nuestros representantes acaban de firmar un rimbombante pacto de Estado contra la violencia de género que, como ya puse de manifiesto  hace unas semanas, me parece un documento formalmente muy valioso pero del que dudo de su eficacia real.
Desde mi punto de vista, el caso de Juana Rivas ha venido a subrayar, otorgándoles una atención mediática que no han tenido otros muchos supuestos casos de madres que han vivido situaciones similares, dos factores que hoy por hoy continúan siendo grandes lastres para la urgente necesidad de acabar con una lacra que pone en duda que nos podamos calificar como sociedad democrática.
De una parte, es evidente, pese a que el laberinto judicial a veces no nos deja ver bien las realidades últimas, que nuestros mecanismos procesales, y por supuesto los meramente preventivos, necesitan de reformas legislativas que los hagan más eficaces, además de una correlativa dotación de recursos que hagan posible en cualquier circunstancia la protección de las y los más vulnerables. En este sentido, también creo que ha llegado el momento de replantearse determinados instrumentos internacionales, como el tan citado Convenio de La Haya, que me da la impresión que resulta poco eficaz cuando hay que afrontar un asunto tan dramático como el de los hijos de Juana.
De otra parte, e incluso creo que este factor habría de ser el de atención prioritaria por parte de todas las instancias públicas, lo que nos ha certificado el caso de Juana Rivas es el peso brutal que la visión androcéntrica y machista del Derecho sigue teniendo en la aplicación e interpretación de las normas. Es decir, nuestros jueces y tribunales, como también una gran mayoría de abogados y de abogadas, y no digamos el Ministerio Fiscal, continúan haciendo oídos sordos al mandato establecido por la LO 3/2007 según la cual todos los poderes públicos deben aplicar en sus actuaciones la perspectiva de género.
Una perspectiva que, por lo tanto, habría de estar de manera principal y no solo transversal –ese es el sentido del mainstreaming de género– en la actuación de todos los operadores jurídicos. Una obligación que implica tener presentes: a)  las relaciones de poder asimétricas que se dan entre hombres y mujeres, y que tiene unas singulares manifestaciones en el ámbito de las relaciones familiares y afectivas; b) la extrema vulnerabilidad de las mujeres, y con ellas de los menores de edad, que se hallan en una posición de subordiscriminación que hace que carezcan de equivalentes recursos para actuar con autonomía y, por lo tanto, con auténtica libertad.
Mientras que en este país no nos tomemos la igualdad de género en serio, también en las Facultades de Derecho, en la formación de todos los operadores jurídicos y en general de todos los profesionales que intervienen directa o indirectamente en la protección y atención de las mujeres maltratadas y de sus hijos, nos vamos a seguir encontrando con casos como el de Juana. Porque no basta con tener leyes que efectivamente protejan a los y a las más vulnerables, sino que es preciso incorporar a las pautas de interpretación del Derecho una dimensión, la del género, sin la que es imposible garantizar los derechos de quienes se hallan en posición de subordinación.
Porque, insisto, las leyes, por más perfectas que nos creamos que son, siempre son objeto de interpretaciones varias, necesitan de aplicadores que las moldean en función de los casos concretos, y en esos procesos es donde necesitamos mujeres y hombres que sean capaces de mirar más allá de la letra de la ley y, por tanto, de hacer reales valores constitucionales como la igualdad o la justicia. Una justicia que, de momento, sigue dando buenas muestras de continuar respondiendo mayoritariamente a los dictados del patriarca que es el que sigue dominando los púlpitos y las puñetas.
Mientras que el mundo del Derecho, tan reaccionario, tan cómplice del orden patriarcal, tan liberal, no sufra una transformación que permita al fin descoser lo que los varones hemos tejido durante siglos, mucho me temo que seguirá habiendo mujeres como Juana que se verán obligadas a desafiar la ley. Es nuestra responsabilidad por lo tanto evitar que esto suceda garantizando que ninguna de ellas se sienta más perdida que protegida ante un sistema que en muchos casos no hace sino multiplicar su proceso de victimización.
Publicado en www.eldiario.es, 25 de agosto de 2017:
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/Juana-Rivas-derecho-genero_6_679342071.html
Fotografía: AGENCIA EFE.
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CORTESANAS: MUJERES "APARENTEMENTE" EMPODERADAS

En los últimos meses han sido series de televisión las que nos han ofrecido los relatos más complejos y diversos sobre la realidad de las mujeres. A diferencia del cine, al menos del más comercial, en el que dominan las miradas androcéntricas y los heroísmos masculinos, en series como Big Little lies, The good fight, El cuento de la criada o Feud no solo es posible encontrar personajes femeninos con vida propia, seres autónomos que no dependen del protagonista masculino para tener un sentido en la historia, sino que también es fácil detectar en ellas un compromiso rotundamente feminista. Es decir, una propuesta ética que supone mirar críticamente el orden establecido y evidenciar las injusticias de un mundo en el que ellas siguen teniendo más obstáculos que nosotros para ejercer su plena ciudadanía. En algunas de las producciones citadas, no es casualidad que hayan sido justamente mujeres las que hayan estado detrás de la propuesta, algo que todavía parece ser mucho más complicado en el mundo tan patriarcal como es el de la gran pantalla.

Este verano, que suele ser una época de sequía cinematográfica y no digamos televisiva, nos ha regalado otra de esas producciones que se atreven a ofrecer una mirada alternativa sobre la realidad. Me refiero a la serie Harlots (Cortesanas), que se adentra en el mundo de la prostitución en el Londres del siglo XVIII para contarnos un relato que poco tiene que ver con el que habitualmente nos ha ofrecido el cine sobre las mujeres prostituidas. La serie está basada en el libro The Covent Garden Ladies (las Damas de Covent Garden, 2005) de Hallie Rubenhold, académica e historiadora británico-americana especializada en el siglo XVIII. Este libro, a su vez, es la adaptación de Harris’s List of Covent Garden Ladies, un directorio de las prostitutas en activo en Londres que se publicaba anualmente en la segunda mitad del XVIII.
Lo más interesante de estas Cortesanas es el protagonismo absoluto de un grupo de mujeres que luchan por sobrevivir en una época y en un lugar en el que precisamente ellas no lo tenían nada fácil. No se trata de una serie que plantee un debate ético o político sobre la prostitución en sí, pero sí que pone el dedo en las llagas de un orden, el patriarcal, que es el que genera una institución en la que millones de mujeres se han visto atrapadas a lo largo de los siglos. La serie no renuncia, al contrario, a mostrarnos las terribles consecuencias, dramáticas en ocasiones, que la prostitución provoca en unas mujeres que han accedido a ellas porque, como bien vemos, no han tenido otras oportunidades para convertirse en seres con una mínima parcela de poder y de autonomía. Es decir, lo que Cortesanas nos pone en evidencia es que la prostitución acaba siendo para las mujeres que vemos en la pantalla la única vía para empoderarse, para conseguir dinero por sí mismas y, por supuesto, para poder disfrutar de una libertad similar a la de sus compañeros. Por lo tanto, y haciendo el imprescindible análisis de género que nos traduzca en términos de poder el lugar de mujeres y hombres en ese contexto relacional, lo que la historia de esas cortesanas nos indica es que el ejercicio de la prostitución no ha sido ni podrá ser nunca una vía para escapar del dominio masculino sino que es en todo caso y en cualquier lugar una forma dramática de continuar sustentado las servidumbres femeninas. Es decir, en la serie queda clarísimo que la prostitución es una de las más evidentes consecuencias de la suma de dos órdenes, el patriarcal y el capitalismo, que se apoyan y retroalimentan. Una suma que en el siglo XVIII convertía a las mujeres en singulares víctimas, algo que por cierto no hemos superado casi tres siglos después.
En la serie, y frente al rutilante protagonismo masculino que suele ser el más habitual en las pantallas, los hombres son solamente satélites que circulan alrededor, aunque evidentemente ellos sean los señores que se benefician de los privilegios del patriarcado y ellas las que siempre han de estar siempre luchando contra ellos y contra una sociedad llena de trampas para las mujeres que se atreven a romper las reglas. No creo que sea pura casualidad que se trate de una serie urdida casi enteramente por mujeres: desde las dos directoras hasta las productoras ejecutivas, pasando por las guionistas. No me cabe ninguna duda de que gracias a ellas estamos ante un producto en el que vemos como los personajes femeninos rebasan los estereotipos y se nos muestran en toda su compleja diversidad. Porque en Harlots vemos no solo putas, sino también mujeres acomplejadas por el peso de la culpa que les transmite la religión (una religión, por supuesto, hecha a imagen y semejanza de los jerarcas masculinos), mujeres que viven su sexualidad de manera diversa, mujeres de diferentes etnias y culturas que sufren múltiples discriminaciones, mujeres que son madres y mujeres que no desean serlo, mujeres que han aprendido a sobrevivir en los márgenes de una sociedad en la que eran lo más parecido a un esclavo. Todo un repertorio de vidas y de subjetividades que habitualmente están en un segundo plano en los relatos cinematográficos y que aquí se adueñan de la pantalla para demostrarnos que sigue habiendo una larguísima historia, justamente la de la mitad femenina de la Humanidad, que en gran medida sigue sin ser contada.
Harlots, que además cuenta con las suficientes dosis de intriga como para mantenerte pegado a la pantalla durante las 8 horas que aproximadamente dura su primera temporada, es un brillante producto que nos demuestra lo necesarios que son otro tipo de relatos e imaginarios. En definitiva, historias que nos muestren y demuestren la genealogía de una lucha, la de nuestras compañeras, por alcanzar una posición de equivalencia en el entramado social. Por eso justamente la mejor lectura “política” que podíamos sacar de ellas es cuántas cosas hemos hecho mal para que casi tres siglos después sigamos debatiendo sobre si la prostitución puede ser una vía para la “liberación” femenina. Un debate que podríamos cerrar, al menos éticamente, si pensamos despacio en una de las frases que Lucy, una de las protagonistas, le suelta a su madre, que regenta un burdel y que educa a sus hijas para que sean espléndidas cortesanas, y que encierra irónicamente todo el dramatismo de su destino: “Mamá, gracias por el regalo de la prostitución”. En fin, el mito de la libre elección.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 24-8-17:
http://www.tribunafeminista.org/2017/08/cortesanas-mujeres-aparentemente-empoderadas/
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ABRACADABRA: ADIÓS AL MACHIRULO

La corta pero intensa y coherente filmografía de Pablo Berger demuestra que estamos ante un creador que es capaz de recuperar lo mejor de muchas de nuestras “esencias patrias” y darle una vuelta de tuerca para hacerlas radicalmente contemporáneas y hasta corrosivas. Así quedó de manifiesto en su primera e inclasificable película, Torremolinos 73 (2003), y no digamos en su hermosa y brutal al mismo tiempo adaptación de Blancanieves (2012). Quizás su mejor seña de identidad sea justamente el tener muy asimiladas claves esenciales de nuestra tradición cultural – literaria, cinematográfica, artística en general – y hacer con ellas juegos de malabarismo a través de los cuales nos cuenta historias en las que es imposible no reconocerse.

En su tercer largometraje Berger se mantiene fiel a esos parámetros pero quizás juega con ellos más que nunca. De entrada, porque aunque Abracadabra es sobre todo una comedia, no deja también de encerrar otros muchos géneros, como si fuera un enorme puzle en el que las piezas no necesariamente encajan pero sí que tienen su sentido. Su historia de hipnotismo y de magia es paradójicamente una historia muy real, casi una fábula con moraleja.  Lo que de entrada puede parecer simplemente un cuento ingenioso en sus manos acaba convertida en toda una lección de cómo a través de lo narrativo diseccionar la realidad y una vez más hablarnos de nosotros mismos, de problemas actuales, de personas que viven y sobreviven en rutinas mediocres. Berger lo hace además como una mirada crítica pero tierna, porque se nota que el director quiere a sus personajes, incluso a los que nos pueden parecer más malvados e insoportables. Sirva como ejemplo magnífico de esa mirada “jugosa” sobre la realidad, la historia de esa pareja “rara” que vive en un piso que parece un catálogo de IKEA. Ese fragmento, que es como un cortometraje dentro de la película, justifica por sí mismo todo un largo al que nadie puede negar su capacidad de riesgo y su valentía.

La historia de Carmen, interpretada por una superlativa Maribel Verdú que desde ya se merece todos los premios de la temporada, es, por encima de cualquier otra cosa, la historia de una emancipación. La de una mujer de clase media, que vive en un barrio obrero y a la que perfectamente podemos caracterizar por cómo va vestida o por cómo se mueve o habla, que es capaz después de una peripecia “mágica” de tomar partido por ella misma. De no dejarse llevar ni por el sentimiento de culpa, ni por las dependencias emocionales ni por el amor romántico. Que consigue al fin ser consciente de que necesita liberarse del hombre que la maltrata, interpretado por un Antonio de la Torre que parece especializado últimamente en personajes machistas y violentos, y de que la solución a sus dilemas no viene de la mano de otro hombre (aunque se trate del espíritu de Quim Gutiérrez),  que pese a su aparente empatía y ternura encierra también una malísima gestión de sus emociones.

Abracadabra es no solo una película inclasificable, hasta desconcertante por momentos, sino que es por encima de todo una mirada incisiva sobre los machitos que siguen habitando en nuestras sociedades y sobre las muchas Cármenes que no tienen la suerte de que, por arte de magia, como sucede en la película, sus vidas puedan dar un giro a su favor. Hay en la escena final de la película un llamamiento sereno pero incuestionable a la autonomía de las mujeres, a la necesidad de que al fin en estas sociedades que habitamos nos logremos desprender de unas masculinidades que generan injusticias y dramas. Y en las que al fin las mujeres dejen de estar “hipnotizadas” por machirulos que hacen con ellas lo que quieren, incapaces de salir del cuento en el que con tanta frecuencia no llegan a probar las perdices del final. Esa es, quiero pensar, la principal «moraleja» del cuento que Berger nos ha querido contar haciéndonos sentir como si estuviéramos viendo su película en una vieja barraca de feria en la que el proyeccionista no podría ser otro que un José María Pou escapado de Blancanieves.

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ABRACADABRA: ADIÓS AL MACHIRULO

La corta pero intensa y coherente filmografía de Pablo Berger demuestra que estamos ante un creador que es capaz de recuperar lo mejor de muchas de nuestras “esencias patrias” y darle una vuelta de tuerca para hacerlas radicalmente contemporáneas y hasta corrosivas. Así quedó de manifiesto en su primera e inclasificable película, Torremolinos 73 (2003), y no digamos en su hermosa y brutal al mismo tiempo adaptación de Blancanieves (2012). Quizás su mejor seña de identidad sea justamente el tener muy asimiladas claves esenciales de nuestra tradición cultural – literaria, cinematográfica, artística en general – y hacer con ellas juegos de malabarismo a través de los cuales nos cuenta historias en las que es imposible no reconocerse.

En su tercer largometraje Berger se mantiene fiel a esos parámetros pero quizás juega con ellos más que nunca. De entrada, porque aunque Abracadabra es sobre todo una comedia, no deja también de encerrar otros muchos géneros, como si fuera un enorme puzle en el que las piezas no necesariamente encajan pero sí que tienen su sentido. Su historia de hipnotismo y de magia es paradójicamente una historia muy real, casi una fábula con moraleja.  Lo que de entrada puede parecer simplemente un cuento ingenioso en sus manos acaba convertida en toda una lección de cómo a través de lo narrativo diseccionar la realidad y una vez más hablarnos de nosotros mismos, de problemas actuales, de personas que viven y sobreviven en rutinas mediocres. Berger lo hace además como una mirada crítica pero tierna, porque se nota que el director quiere a sus personajes, incluso a los que nos pueden parecer más malvados e insoportables. Sirva como ejemplo magnífico de esa mirada “jugosa” sobre la realidad, la historia de esa pareja “rara” que vive en un piso que parece un catálogo de IKEA. Ese fragmento, que es como un cortometraje dentro de la película, justifica por sí mismo todo un largo al que nadie puede negar su capacidad de riesgo y su valentía.

La historia de Carmen, interpretada por una superlativa Maribel Verdú que desde ya se merece todos los premios de la temporada, es, por encima de cualquier otra cosa, la historia de una emancipación. La de una mujer de clase media, que vive en un barrio obrero y a la que perfectamente podemos caracterizar por cómo va vestida o por cómo se mueve o habla, que es capaz después de una peripecia “mágica” de tomar partido por ella misma. De no dejarse llevar ni por el sentimiento de culpa, ni por las dependencias emocionales ni por el amor romántico. Que consigue al fin ser consciente de que necesita liberarse del hombre que la maltrata, interpretado por un Antonio de la Torre que parece especializado últimamente en personajes machistas y violentos, y de que la solución a sus dilemas no viene de la mano de otro hombre (aunque se trate del espíritu de Quim Gutiérrez),  que pese a su aparente empatía y ternura encierra también una malísima gestión de sus emociones.

Abracadabra es no solo una película inclasificable, hasta desconcertante por momentos, sino que es por encima de todo una mirada incisiva sobre los machitos que siguen habitando en nuestras sociedades y sobre las muchas Cármenes que no tienen la suerte de que, por arte de magia, como sucede en la película, sus vidas puedan dar un giro a su favor. Hay en la escena final de la película un llamamiento sereno pero incuestionable a la autonomía de las mujeres, a la necesidad de que al fin en estas sociedades que habitamos nos logremos desprender de unas masculinidades que generan injusticias y dramas. Y en las que al fin las mujeres dejen de estar “hipnotizadas” por machirulos que hacen con ellas lo que quieren, incapaces de salir del cuento en el que con tanta frecuencia no llegan a probar las perdices del final. Esa es, quiero pensar, la principal «moraleja» del cuento que Berger nos ha querido contar haciéndonos sentir como si estuviéramos viendo su película en una vieja barraca de feria en la que el proyeccionista no podría ser otro que un José María Pou escapado de Blancanieves.

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TEA ROOMS: LA EMANCIPACIÓN DE LAS MUJERES OBRERAS

Justamente 85 años después de que Luisa Carnés empezara a escribir su novela Tea Rooms yo me he encontrado con ella en este mes de agosto y he sentido, como hacía tiempo que no me pasaba, la fuerza que irradia de la literatura cuando está atravesada por la vida y el compromiso. La lectura de esta novela-reportaje sobre mujeres obreras en el Madrid de los años 30, al igual que hace unos meses me ocurriera con el Oculto sendero de Elena Fortún, me ha puesto de nuevo sobre la pista de una silenciosa genealogía de voces femeninas que en nuestro país han ido construyendo toda una narrativa sobre el género y sobre las demandas todavía hoy insatisfechas de autonomía de las mujeres. Voces que continúan sin aparecer en los libros de texto, que están borradas del imaginario colectivo y que continúan en gran medida escondidas en los armarios de un país que tan mal se ha llevado siempre con la memoria. Aunque es cierto que en los últimos años se ha empezado a hacer una importante labor de recuperación de esas “modernas” que a principios del siglo XX se rebelaron, o lo intentaron, contra un rígido orden de género y desafiaron la voz universal masculina, todavía ellas continúan siendo, como las califica Nuria Capdevilla, “los grandes fantasmas de la modernidad española”.
La gran sorpresa que para mí ha supuesto Tea Rooms no ha radicado solo en la evidente conciencia de género y de clase que recorren sus páginas, sino que también me ha parecido una novela escrita con un tono y una estructura absolutamente contemporáneos, casi cinéfilos (no en vano el cine está muy presente como espacio de modernidad y libertad), y con los que la autora de buena muestra de su capacidad no solo para captar ambientes sino para dibujar personajes de una hondura extraordinaria. Por todo ello, esta historia de un grupo de mujeres que coinciden en un salón de té cercano a la Puerta del Sol bien podría ser el reverso de esa cursilada romántica titulada Las chicas del cable y hasta me atrevería a firmar que podría considerarse la parte de La colmena que su autor, varón patriarcal sin conciencia de clase, no supo ni quiso mirar.
A través del personaje de Matilde, la autora nos ofrece el retrato de una mujer que en esa época historia lucha por su emancipación, lo cual implicaba, lógicamente, tener la suficiente independencia económica y liberarse de las ataduras de una injusta sociedad de clases. Matilde es esa voz que con tanta frecuencia parece clamar en el desierto y que es capaz de poner en evidencia los lastres que impiden la autonomía femenina: “La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su <<carrera>>: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la miseria no estimula su mentalidad a la reflexión”.
Las mujeres que nos retrata con empatía la autora están condicionadas por las normas y reglas que marca el patriarca: el padre, el marido, el jefe. “<<El ogro>> es el jefe supremo, el propietario. Es brusco, grosero, autoritario; adora la disciplina”. Luisa Carnés lo tiene claro y denuncia los abusos que se cometen “en las oficinas y en las fábricas y en los talleres y en los comercios, y en todas partes donde haya mujeres subordinadas a los hombres”. Y parece también evidente que para la autora de Tea Rooms la lucha contra esa subordinación no podrá desligarse de la que los obreros, la “casta de los oprimidos”, deberían protagonizar frente a un sistema que alimenta desigualdades. Vemos por tanto como para Carnés la esencial es la lucha por la emancipación del ser humano, incluidas las mujeres, las cuales deben empezar por liberarse de las ataduras de un “contrato sexual” que las convierte en esclavas. “Pero también hay mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de <<aguantar tíos>>”. Es decir, por liberarse del “gobierno de los padres”: “En los países capitalistas, particularmente en España, existe un dilema, un dilema problemático de difícil solución: el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, o el taller o la oficina. La obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador. ¿No viene a ser una misma cosa?”. La mirada de Carnés es políticamente tierna, literariamente política: “En el hogar hay demasiados hijos. Demasiados. El marido no puede ganar ni un céntimo más. La esposa <<tiene bastante con su esclavitud doméstica>>”.
Hay en la novela un permanente llamamiento a la solidaridad, al reconocimiento y garantía de derechos fundamentales como el de huelga y la rebelión contra el enemigo: “Habla el enemigo, a quien se odia y se teme, y de quien no se puede prescindir. Habla autoritario, soberbio. Seguro de ser obedecido. Seguro de la sumisión absoluta de <<su>> personal. Él es la gran llave del estómago de cada uno de aquellos débiles seres y cada chiquillo de cada mujer inherente a tales seres infortunados”. Incluso encontramos en ella la honda tradición del feminismo pacifista: “Esa es la gran tarea que nos atañe principalmente a las mujeres: acabar con la guerra”.
En Tea Rooms, que los británicos de la BBC habrían convertido en una impecable serie televisiva, o que sueño ver convertida en una bellísima película de la mano de una directora como Paula Ortiz, nos encontramos con las tensiones entre el orden dominante y el orden amoroso de la vida, con las emociones de quiénes están en la parte no privilegiada del contrato y, pese a la amargura, con un llamamiento a la acción. A la acción política y a la vindicación que sume las energías y los proyectos de “todas las innumerables Matildes del universo”. En este sentido, encontramos en la novela algún fragmento que enlaza a la perfección con llamamientos como el que hacía Olimpia de Gouges en su Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana de 1791. Así, cuando leemos palabras tan hermosas como las que siguen: “Ha pasado el tiempo en que se consideraban ridículas y hombrunas a las mujeres que se preocupaba de la vida social y política del mundo. Antes creíamos que la mujer solo servía para zurcir calcetines al marido y para rezar. Ahora sabemos que los lloros y los rezos no sirven para nada. Las lágrimas nos levantan dolor de cabeza y la religión nos embrutece, nos hace supersticiosos e ignorantes. Creíamos también que nuestra única misión en la vida era la caza del marido, y desde chicas no se nos preparaba para otra cosa; aunque no supiéramos leer, no importaba: con que supiéramos acicalarnos era bastante. Hoy sabemos que las mujeres valen más que para remendar ropa vieja, para la cama y para los golpes de pecho; la mujer vale tanto como el hombre para la vida y la política social. Lo sabemos porque muchas hermanas nuestras han sufrido persecución y destierros. Quiero decir con esto, ya que los hombres luchan por una emancipación que a todos nos alcanzará por igual justo es que les ayudemos; justo que nos labremos nuestro propio destino. Antes no había más que dos caminos para la mujer: el del matrimonio o el de la prostitución; ahora ante la mujer se abre un nuevo camino, más ancho, más noble: ese camino nuevo de que os hablo, dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial”. No puede ser casualidad que 1848 fuera el año del Manifiesto comunista pero también de la Declaración de Séneca Falls.
Gocen pues de esta novela y, a través de ella, tiremos todas y todos del hilo de Luisa Carnés y, con ella, de todas esas mujeres intelectuales, creadoras, comprometidas, que todavía hoy son en gran medida invisibles. Recuperarlas y valorarlas ha de ser el primer paso para, desde la memoria, construir al fin una sociedad en la que las normas no vengan dictadas por la universalidad sustitutoria masculina. En la que las mujeres y el feminismo tengan al fin el pilar inquebrantable de su brillante genealogía.
Publicado en TRIBUNA FEMINISTA, 5 de agosto de 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/08/tea-rooms-la-emancipacion-de-las-mujeres-obreras/
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TEA ROOMS: LA EMANCIPACIÓN DE LAS MUJERES OBRERAS

Justamente 85 años después de que Luisa Carnés empezara a escribir su novela Tea Rooms yo me he encontrado con ella en este mes de agosto y he sentido, como hacía tiempo que no me pasaba, la fuerza que irradia de la literatura cuando está atravesada por la vida y el compromiso. La lectura de esta novela-reportaje sobre mujeres obreras en el Madrid de los años 30, al igual que hace unos meses me ocurriera con el Oculto sendero de Elena Fortún, me ha puesto de nuevo sobre la pista de una silenciosa genealogía de voces femeninas que en nuestro país han ido construyendo toda una narrativa sobre el género y sobre las demandas todavía hoy insatisfechas de autonomía de las mujeres. Voces que continúan sin aparecer en los libros de texto, que están borradas del imaginario colectivo y que continúan en gran medida escondidas en los armarios de un país que tan mal se ha llevado siempre con la memoria. Aunque es cierto que en los últimos años se ha empezado a hacer una importante labor de recuperación de esas “modernas” que a principios del siglo XX se rebelaron, o lo intentaron, contra un rígido orden de género y desafiaron la voz universal masculina, todavía ellas continúan siendo, como las califica Nuria Capdevilla, “los grandes fantasmas de la modernidad española”.
La gran sorpresa que para mí ha supuesto Tea Rooms no ha radicado solo en la evidente conciencia de género y de clase que recorren sus páginas, sino que también me ha parecido una novela escrita con un tono y una estructura absolutamente contemporáneos, casi cinéfilos (no en vano el cine está muy presente como espacio de modernidad y libertad), y con los que la autora de buena muestra de su capacidad no solo para captar ambientes sino para dibujar personajes de una hondura extraordinaria. Por todo ello, esta historia de un grupo de mujeres que coinciden en un salón de té cercano a la Puerta del Sol bien podría ser el reverso de esa cursilada romántica titulada Las chicas del cable y hasta me atrevería a firmar que podría considerarse la parte de La colmena que su autor, varón patriarcal sin conciencia de clase, no supo ni quiso mirar.
A través del personaje de Matilde, la autora nos ofrece el retrato de una mujer que en esa época historia lucha por su emancipación, lo cual implicaba, lógicamente, tener la suficiente independencia económica y liberarse de las ataduras de una injusta sociedad de clases. Matilde es esa voz que con tanta frecuencia parece clamar en el desierto y que es capaz de poner en evidencia los lastres que impiden la autonomía femenina: “La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su <<carrera>>: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la miseria no estimula su mentalidad a la reflexión”.
Las mujeres que nos retrata con empatía la autora están condicionadas por las normas y reglas que marca el patriarca: el padre, el marido, el jefe. “<<El ogro>> es el jefe supremo, el propietario. Es brusco, grosero, autoritario; adora la disciplina”. Luisa Carnés lo tiene claro y denuncia los abusos que se cometen “en las oficinas y en las fábricas y en los talleres y en los comercios, y en todas partes donde haya mujeres subordinadas a los hombres”. Y parece también evidente que para la autora de Tea Rooms la lucha contra esa subordinación no podrá desligarse de la que los obreros, la “casta de los oprimidos”, deberían protagonizar frente a un sistema que alimenta desigualdades. Vemos por tanto como para Carnés la esencial es la lucha por la emancipación del ser humano, incluidas las mujeres, las cuales deben empezar por liberarse de las ataduras de un “contrato sexual” que las convierte en esclavas. “Pero también hay mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de <<aguantar tíos>>”. Es decir, por liberarse del “gobierno de los padres”: “En los países capitalistas, particularmente en España, existe un dilema, un dilema problemático de difícil solución: el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, o el taller o la oficina. La obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador. ¿No viene a ser una misma cosa?”. La mirada de Carnés es políticamente tierna, literariamente política: “En el hogar hay demasiados hijos. Demasiados. El marido no puede ganar ni un céntimo más. La esposa <<tiene bastante con su esclavitud doméstica>>”.
Hay en la novela un permanente llamamiento a la solidaridad, al reconocimiento y garantía de derechos fundamentales como el de huelga y la rebelión contra el enemigo: “Habla el enemigo, a quien se odia y se teme, y de quien no se puede prescindir. Habla autoritario, soberbio. Seguro de ser obedecido. Seguro de la sumisión absoluta de <<su>> personal. Él es la gran llave del estómago de cada uno de aquellos débiles seres y cada chiquillo de cada mujer inherente a tales seres infortunados”. Incluso encontramos en ella la honda tradición del feminismo pacifista: “Esa es la gran tarea que nos atañe principalmente a las mujeres: acabar con la guerra”.
En Tea Rooms, que los británicos de la BBC habrían convertido en una impecable serie televisiva, o que sueño ver convertida en una bellísima película de la mano de una directora como Paula Ortiz, nos encontramos con las tensiones entre el orden dominante y el orden amoroso de la vida, con las emociones de quiénes están en la parte no privilegiada del contrato y, pese a la amargura, con un llamamiento a la acción. A la acción política y a la vindicación que sume las energías y los proyectos de “todas las innumerables Matildes del universo”. En este sentido, encontramos en la novela algún fragmento que enlaza a la perfección con llamamientos como el que hacía Olimpia de Gouges en su Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana de 1791. Así, cuando leemos palabras tan hermosas como las que siguen: “Ha pasado el tiempo en que se consideraban ridículas y hombrunas a las mujeres que se preocupaba de la vida social y política del mundo. Antes creíamos que la mujer solo servía para zurcir calcetines al marido y para rezar. Ahora sabemos que los lloros y los rezos no sirven para nada. Las lágrimas nos levantan dolor de cabeza y la religión nos embrutece, nos hace supersticiosos e ignorantes. Creíamos también que nuestra única misión en la vida era la caza del marido, y desde chicas no se nos preparaba para otra cosa; aunque no supiéramos leer, no importaba: con que supiéramos acicalarnos era bastante. Hoy sabemos que las mujeres valen más que para remendar ropa vieja, para la cama y para los golpes de pecho; la mujer vale tanto como el hombre para la vida y la política social. Lo sabemos porque muchas hermanas nuestras han sufrido persecución y destierros. Quiero decir con esto, ya que los hombres luchan por una emancipación que a todos nos alcanzará por igual justo es que les ayudemos; justo que nos labremos nuestro propio destino. Antes no había más que dos caminos para la mujer: el del matrimonio o el de la prostitución; ahora ante la mujer se abre un nuevo camino, más ancho, más noble: ese camino nuevo de que os hablo, dentro del hambre y del caos actuales, es la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial”. No puede ser casualidad que 1848 fuera el año del Manifiesto comunista pero también de la Declaración de Séneca Falls.
Gocen pues de esta novela y, a través de ella, tiremos todas y todos del hilo de Luisa Carnés y, con ella, de todas esas mujeres intelectuales, creadoras, comprometidas, que todavía hoy son en gran medida invisibles. Recuperarlas y valorarlas ha de ser el primer paso para, desde la memoria, construir al fin una sociedad en la que las normas no vengan dictadas por la universalidad sustitutoria masculina. En la que las mujeres y el feminismo tengan al fin el pilar inquebrantable de su brillante genealogía.
Publicado en TRIBUNA FEMINISTA, 5 de agosto de 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/08/tea-rooms-la-emancipacion-de-las-mujeres-obreras/
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¿PARA CUÁNDO UN PACTO FEMINISTA CONTRA EL MACHISMO?

Aunque a muchas y a muchos les haya sorprendido, a mí me ha parecido profundamente honesta la posición de Unidos Podemos con respecto al Pacto de Estado contra la violencia de género. Su abstención debería servir para poner en evidencia no su oposición a las medidas que el resto de grupos han apoyado sino la desconfianza hacia un instrumento que también en mi opinión deja mucho que desear.  Más allá de las carencias concretas que se pueden detectar en el texto, muy especialmente la que supone excluir del mismo concepto de violencias machistas determinadas prácticas que provocan la subordinación de las mujeres, el mismo concepto de “pacto de Estado” se presta a una utilización perversa, lo cual, dado el panorama político que tenemos, no debería resultarnos nada extraño.
Es evidente que los Estados, cuando se enfrentan a determinados problemas que son estructurales y que generan consecuencias negativas y hasta dramáticas para la convivencia, necesitan articular un consenso político desde el que abordar ciertas cuestiones que, de entrada, deberían estar al margen del debate partidista. Algo, por otra parte, ciertamente ilusorio en unas democracias dominadas por partidos que suelen construir sus discursos y sus legitimidades más sobre la lógica del adversario que sobre dinámicas cooperativas.
Partiendo de esta obviedad, no es menos cierto que ante determinadas cuestiones alarmantes desde el punto de vista social (el terrorismo es el mejor y casi único ejemplo), los partidos políticos han logrado en nuestro país llegar a un “consenso de mínimos” que, no obstante, no ha estado desprovisto de polémicas.  Ahora bien, cuando nos enfrentamos a un problema de raíces tan hondas en cualquier sociedad como es la violencia sobre las mujeres, me temo que los instrumentos que en otros casos pueden ser eficaces corren mayor riesgo de ser desdibujados en la práctica.
El peligro de que la lucha contra las violencias machistas quede desdibujada en un acuerdo como el firmado hace unos días es tan previsible como lo demuestra el hecho de que hayamos visto ponerse las medallas a políticos y a políticas de muy distinto signo, por no hablar de la utilización que del mismo hizo el mismo Rajoy el día de su declaración como testigo en la Audiencia Nacional. Es decir, mucho me temo que este aparente “gran pacto” quede en otro más de los muchos documentos que nuestros representantes alumbran y cuya eficacia puede ser ciertamente limitada. Y ello por varios razones. La principal es que firmar un Pacto contra la violencia de género parte de un presupuesto erróneo: el consenso debería haber sido no tanto contra dicha violencia sino contra el machismo que la genera. Y justo esa lucha es de la que menos reflejo encontramos en el Pacto.
Creo que no haría falta insistir a estas alturas, como bien lleva siglos analizando el feminismo, en que la causa de todas las violencias e injusticias que sufren las mujeres es la pervivencia de una estructura de poder, el patriarcado, que nos sigue colocando a nosotros en una posición privilegiada  y a ellas en un lugar de subordiscriminación, como bien la califica la profesora Barrère. Por lo tanto, mientras que no ataquemos a esas raíces del problema, difícilmente vamos a acabar con la que es sin duda una de las más graves enfermedades de las democracias. De momento lo único que estamos haciendo es buscar tratamientos paliativos del dolor, alguna que otra medicina preventiva, pero no estamos incidiendo en cómo destruir las células que generan una patología tan dramática.
Además, la efectividad de buena parte de las medidas que se recogen en un Pacto, en el que por cierto el término machismo aparece en contadas ocasiones, requieren de un compromiso político mayor que la mera rúbrica de un documento digno de titulares. Exige, de entrada, un compromiso presupuestario que continúa siendo a todas luces insuficiente. Y lo es porque no se trata solo de aplicar presupuesto contra la violencia sino a favor de la igualdad. Un objetivo que en los últimos años hemos comprobado como ha sido absolutamente sacudido por las medidas de austeridad y por los mandatos neoliberales. Hasta que no tengamos claro que la mejor ley de igualdad, y por lo tanto contra la violencia, es la de Presupuestos, mucho me temo que seguiremos dando palos de ciego.
Pero es que, además de los recursos materiales y humanos que reclama la igualdad, y que no serían otros por cierto que los que reclama el maltrecho Estado Social que proclama el art. 1 CE,  difícilmente cambiaremos las estructuras de poder que generan desigualdad y violencia mientras que el Estado, las instituciones, los poderes públicos y por supuesto la sociedad civil no tengamos clara una visión de conjunto que no puede ser otra que la que el feminismo ha articulado hace ya tiempo. Es decir, mientras que una agenda feminista, de verdad y no meramente decorativa, no sea la principal y central del Estado, la desigualdad seguirá provocando estragos y las mujeres continuarán siendo las más vulnerables.
Por eso, yo también me habría abstenido ante un Pacto que, además, puede llevar a que se cortocircuiten las demandas feministas: qué más queréis, me imagino diciendo a algún representante. Por todo ello, yo también me habría abstenido y habría seguido trabajando para que al fin en este país sea posible un Pacto feminista contra el machismo.  Hasta que no lleguemos a ese horizonte, es más que probable que la igualdad de género continúe siendo la cenicienta de Estados que se llaman Sociales y democráticos de Derecho.
PUBLICADO EN eldiario.es (3 de agosto de 2017):
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/pacto-feminista-machismo_6_671642852.html
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¿PARA CUÁNDO UN PACTO FEMINISTA CONTRA EL MACHISMO?

Aunque a muchas y a muchos les haya sorprendido, a mí me ha parecido profundamente honesta la posición de Unidos Podemos con respecto al Pacto de Estado contra la violencia de género. Su abstención debería servir para poner en evidencia no su oposición a las medidas que el resto de grupos han apoyado sino la desconfianza hacia un instrumento que también en mi opinión deja mucho que desear.  Más allá de las carencias concretas que se pueden detectar en el texto, muy especialmente la que supone excluir del mismo concepto de violencias machistas determinadas prácticas que provocan la subordinación de las mujeres, el mismo concepto de “pacto de Estado” se presta a una utilización perversa, lo cual, dado el panorama político que tenemos, no debería resultarnos nada extraño.
Es evidente que los Estados, cuando se enfrentan a determinados problemas que son estructurales y que generan consecuencias negativas y hasta dramáticas para la convivencia, necesitan articular un consenso político desde el que abordar ciertas cuestiones que, de entrada, deberían estar al margen del debate partidista. Algo, por otra parte, ciertamente ilusorio en unas democracias dominadas por partidos que suelen construir sus discursos y sus legitimidades más sobre la lógica del adversario que sobre dinámicas cooperativas.
Partiendo de esta obviedad, no es menos cierto que ante determinadas cuestiones alarmantes desde el punto de vista social (el terrorismo es el mejor y casi único ejemplo), los partidos políticos han logrado en nuestro país llegar a un “consenso de mínimos” que, no obstante, no ha estado desprovisto de polémicas.  Ahora bien, cuando nos enfrentamos a un problema de raíces tan hondas en cualquier sociedad como es la violencia sobre las mujeres, me temo que los instrumentos que en otros casos pueden ser eficaces corren mayor riesgo de ser desdibujados en la práctica.
El peligro de que la lucha contra las violencias machistas quede desdibujada en un acuerdo como el firmado hace unos días es tan previsible como lo demuestra el hecho de que hayamos visto ponerse las medallas a políticos y a políticas de muy distinto signo, por no hablar de la utilización que del mismo hizo el mismo Rajoy el día de su declaración como testigo en la Audiencia Nacional. Es decir, mucho me temo que este aparente “gran pacto” quede en otro más de los muchos documentos que nuestros representantes alumbran y cuya eficacia puede ser ciertamente limitada. Y ello por varios razones. La principal es que firmar un Pacto contra la violencia de género parte de un presupuesto erróneo: el consenso debería haber sido no tanto contra dicha violencia sino contra el machismo que la genera. Y justo esa lucha es de la que menos reflejo encontramos en el Pacto.
Creo que no haría falta insistir a estas alturas, como bien lleva siglos analizando el feminismo, en que la causa de todas las violencias e injusticias que sufren las mujeres es la pervivencia de una estructura de poder, el patriarcado, que nos sigue colocando a nosotros en una posición privilegiada  y a ellas en un lugar de subordiscriminación, como bien la califica la profesora Barrère. Por lo tanto, mientras que no ataquemos a esas raíces del problema, difícilmente vamos a acabar con la que es sin duda una de las más graves enfermedades de las democracias. De momento lo único que estamos haciendo es buscar tratamientos paliativos del dolor, alguna que otra medicina preventiva, pero no estamos incidiendo en cómo destruir las células que generan una patología tan dramática.
Además, la efectividad de buena parte de las medidas que se recogen en un Pacto, en el que por cierto el término machismo aparece en contadas ocasiones, requieren de un compromiso político mayor que la mera rúbrica de un documento digno de titulares. Exige, de entrada, un compromiso presupuestario que continúa siendo a todas luces insuficiente. Y lo es porque no se trata solo de aplicar presupuesto contra la violencia sino a favor de la igualdad. Un objetivo que en los últimos años hemos comprobado como ha sido absolutamente sacudido por las medidas de austeridad y por los mandatos neoliberales. Hasta que no tengamos claro que la mejor ley de igualdad, y por lo tanto contra la violencia, es la de Presupuestos, mucho me temo que seguiremos dando palos de ciego.
Pero es que, además de los recursos materiales y humanos que reclama la igualdad, y que no serían otros por cierto que los que reclama el maltrecho Estado Social que proclama el art. 1 CE,  difícilmente cambiaremos las estructuras de poder que generan desigualdad y violencia mientras que el Estado, las instituciones, los poderes públicos y por supuesto la sociedad civil no tengamos clara una visión de conjunto que no puede ser otra que la que el feminismo ha articulado hace ya tiempo. Es decir, mientras que una agenda feminista, de verdad y no meramente decorativa, no sea la principal y central del Estado, la desigualdad seguirá provocando estragos y las mujeres continuarán siendo las más vulnerables.
Por eso, yo también me habría abstenido ante un Pacto que, además, puede llevar a que se cortocircuiten las demandas feministas: qué más queréis, me imagino diciendo a algún representante. Por todo ello, yo también me habría abstenido y habría seguido trabajando para que al fin en este país sea posible un Pacto feminista contra el machismo.  Hasta que no lleguemos a ese horizonte, es más que probable que la igualdad de género continúe siendo la cenicienta de Estados que se llaman Sociales y democráticos de Derecho.
PUBLICADO EN eldiario.es (3 de agosto de 2017):
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/pacto-feminista-machismo_6_671642852.html
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EL MACHISMO ME CONFUNDE: De besos, azafatas y ciclistas.

Una de las estrategias que el neomachismo está desarrollando en los últimos tiempos con el doble objetivo de deslegitimar al feminismo y mantener a salvo los privilegios de la mitad masculina es la confusión. Como además se ponen en cuestión temas sobre los que cualquiera se siente con derecho a opinar, resulta extremadamente fácil confundir los términos, mezclar conceptos y generar un estado de opinión en el que nada es lo que parece.  Si una de las principales herramientas de la vindicación feminista ha sido justamente la conceptualización precisa de las realidades derivadas de un sistema de poder – el patriarcado – y de una ideología – el machismo -, parece que estos tiempos de inmediatez y espectáculo la manera más socorrida de poner freno a determinadas conquistas es generar un perverso estado de opinión a partir de términos imprecisos y afirmaciones que nos descolocan. Por eso, y porque muy especialmente en materia de feminismo las ignorancias son más atrevidas que en cualquier otro campo teórico y vindicativo, es tan frecuente seguir escuchando a muchas famosas sostener que están a favor de la igualdad pero que no son feministas, o por supuesto a mucho ignorante de cualquier sexo decir eso tan socorrido de que “yo no soy ni machista ni feminista”.

Afortunadamente, y como compensación a ese estado de cosas, uno de los grandes triunfos del feminismo en esta época donde tantos pasos atrás se están dando en materia de igualdad es que ya resulta mucho más complicado que una actitud machista pase desapercibida. Ahí están las redes sociales como lugar donde las mujeres, y algunos hombres (pocos, todavía), reaccionan con carácter inmediato frente a cualquier atropello de la dignidad de ellas. Algo que hasta hace relativamente poco tiempo era inusual porque la regla general parecía ser el silencio cómplice con el orden establecido.  Ese papel deslegitimador del machismo que está teniendo el  feminismo en red está teniendo una singular y necesaria incidencia en uno de los ámbitos más resistente a la superación de los lastres sexistas. Me refiero al mundo del deporte.

Como todas y todos bien sabemos, dicho mundo continúa siendo uno de los más resistentes al cambio, a pesar de que, afortunadamente, cada día que pasa son más mujeres las que ocupan portadas con sus victorias en espacios que hasta ahora solo se habían redactado en masculino. La significativa portada del periódico Marca de hace unos días en la que se nos mostraba “sin palabras” ante el triunfo de Mireia Belmonte es un buen ejemplo de cómo justamente el patriarcado carece de palabras, y de recursos intelectuales y sociales, para reconocer y asumir la equivalencia de las mujeres. De ahí que en muchos casos siga tratando a las mujeres exitosas como una excepción, porque en líneas generales los genios seguimos siendo nosotros y las musas ellas. Algo que empieza afortunadamente a saltar por los aires cuando la opinión pública es capaz de cuestionar tradiciones tan machistas y casposas como la de las azafatas en competiciones ciclistas.

La polémica ha llegado hasta la vuelta ciclista a España, después de que en algunos casos se haya optado por la supresión de estas mujeres florero. Aunque todavía no sabemos qué pasara cuándo arranque la vuelta, el tema se ha situado en la opinión pública y ya no es posible que un buen periodista que por ejemplo entreviste a Javier Guillén, el director general de la Vuelta, obvie la pregunta.  En este caso, lo más sorprendente ha sido que ante la misma el señor Guillén contestara hace tan solo unos días lo siguiente: “Lo primero que tengo que hacer es defender y agradecer la dignidad y la profesionalidad de nuestras azafatas, que para nada llevan a cabo una labor sexista ni irreverente ni para nada machista. Es una profesión muy digna y ellas mismas defienden su actuación y el trato que reciben en la Vuelta. A partir de ahí, si hay que introducir elementos de cara a políticas de igualdad, como que haya que un azafato, debemos de hacerlo y ser sensibles a ese debate. Y si hay polémica por el doble beso al ganador, podemos prescindir de ello” (http://www.diariodesevilla.es/entrevistas/introducir-azafatos-haremos_0_1157584292.html)

La repuesta del director de la Vuelta responde fielmente a esos parámetros de confusión con los que el machismo se revuelve como gato panza arriba y demuestra la mucha pedagogía que es necesario hacer todavía cuando hablamos  de igualdad de género. Las explicaciones de Guillén demuestran que no ha entendido o no ha querido entender por qué el papel de las azafatas en dichas competiciones resulta denigrante y por qué la solución no es que situemos a los hombre en el mismo nivel de degradación, sino que analicemos verdaderamente el rol que en determinados contextos la sociedad continúa otorgando a las mujeres. No se trata de cuestionar la profesionalidad ni siquiera la valía individual de las mujeres que seguramente no han encontrado un trabajo más digno, sino de reflexionar qué modelo de mujer estamos mostrando ante la sociedad si seguimos reproduciendo a través de ellas dos de las leyes no escritas pero básicas del patriarcado. De un lado, la ley del agrado, es decir, la concepción de las mujeres como seres hechos para agradarnos y para dar satisfacción, aunque solo sea visual y estética, a nuestros deseos y necesidades. De otro, la ley del silencio, o lo que es lo mismo, la ausencia de voz femenina en un mundo donde se ha naturalizado que los que tenemos siempre la palabra y el protagonismo somos nosotros.

Es por tanto ese estereotipo y esa construcción de lo femenino la que ponemos en cuestión cuando censuramos prácticas aparentemente tan pequeñas como la de las azafatas que besan a los ciclistas cuando llegan a la meta. Una práctica que sumadas a otras miles continúan ofreciendo la imagen hegemónica de unas mujeres que difícilmente superan el rol de seres accesorios y secundarios. De ahí la importancia de que cualquier actividad, deportiva o cultural, artística o competitiva, rompa con esas reglas no escritas y contribuya a generar una mirada sobre ellas que las reconozca como seres tan autónomos y protagonistas como nosotros. No se trata por tanto, señor Guillén, de prescindir o no del doble beso:  es fantástico besarse y gozar con ello. Lo que hay que prescindir es de prácticas que incidan en la sexualización y en la concepción de las mujeres como seres para otros. Lo que debemos es justamente trabajar en sentido contrario, es decir, en conseguir que las mujeres sean reconocidas como seres que besan a quién quieran y cuándo quieran pero siempre en condiciones de equivalencia y de autonomía. Nunca en contextos que las continúen cosificando y en los que se confirme el mandato de silencio y sumisión que tanto parece erotizar al patriarca.

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EL MACHISMO ME CONFUNDE: De besos, azafatas y ciclistas.

Una de las estrategias que el neomachismo está desarrollando en los últimos tiempos con el doble objetivo de deslegitimar al feminismo y mantener a salvo los privilegios de la mitad masculina es la confusión. Como además se ponen en cuestión temas sobre los que cualquiera se siente con derecho a opinar, resulta extremadamente fácil confundir los términos, mezclar conceptos y generar un estado de opinión en el que nada es lo que parece.  Si una de las principales herramientas de la vindicación feminista ha sido justamente la conceptualización precisa de las realidades derivadas de un sistema de poder – el patriarcado – y de una ideología – el machismo -, parece que estos tiempos de inmediatez y espectáculo la manera más socorrida de poner freno a determinadas conquistas es generar un perverso estado de opinión a partir de términos imprecisos y afirmaciones que nos descolocan. Por eso, y porque muy especialmente en materia de feminismo las ignorancias son más atrevidas que en cualquier otro campo teórico y vindicativo, es tan frecuente seguir escuchando a muchas famosas sostener que están a favor de la igualdad pero que no son feministas, o por supuesto a mucho ignorante de cualquier sexo decir eso tan socorrido de que “yo no soy ni machista ni feminista”.

Afortunadamente, y como compensación a ese estado de cosas, uno de los grandes triunfos del feminismo en esta época donde tantos pasos atrás se están dando en materia de igualdad es que ya resulta mucho más complicado que una actitud machista pase desapercibida. Ahí están las redes sociales como lugar donde las mujeres, y algunos hombres (pocos, todavía), reaccionan con carácter inmediato frente a cualquier atropello de la dignidad de ellas. Algo que hasta hace relativamente poco tiempo era inusual porque la regla general parecía ser el silencio cómplice con el orden establecido.  Ese papel deslegitimador del machismo que está teniendo el  feminismo en red está teniendo una singular y necesaria incidencia en uno de los ámbitos más resistente a la superación de los lastres sexistas. Me refiero al mundo del deporte.

Como todas y todos bien sabemos, dicho mundo continúa siendo uno de los más resistentes al cambio, a pesar de que, afortunadamente, cada día que pasa son más mujeres las que ocupan portadas con sus victorias en espacios que hasta ahora solo se habían redactado en masculino. La significativa portada del periódico Marca de hace unos días en la que se nos mostraba “sin palabras” ante el triunfo de Mireia Belmonte es un buen ejemplo de cómo justamente el patriarcado carece de palabras, y de recursos intelectuales y sociales, para reconocer y asumir la equivalencia de las mujeres. De ahí que en muchos casos siga tratando a las mujeres exitosas como una excepción, porque en líneas generales los genios seguimos siendo nosotros y las musas ellas. Algo que empieza afortunadamente a saltar por los aires cuando la opinión pública es capaz de cuestionar tradiciones tan machistas y casposas como la de las azafatas en competiciones ciclistas.

La polémica ha llegado hasta la vuelta ciclista a España, después de que en algunos casos se haya optado por la supresión de estas mujeres florero. Aunque todavía no sabemos qué pasara cuándo arranque la vuelta, el tema se ha situado en la opinión pública y ya no es posible que un buen periodista que por ejemplo entreviste a Javier Guillén, el director general de la Vuelta, obvie la pregunta.  En este caso, lo más sorprendente ha sido que ante la misma el señor Guillén contestara hace tan solo unos días lo siguiente: “Lo primero que tengo que hacer es defender y agradecer la dignidad y la profesionalidad de nuestras azafatas, que para nada llevan a cabo una labor sexista ni irreverente ni para nada machista. Es una profesión muy digna y ellas mismas defienden su actuación y el trato que reciben en la Vuelta. A partir de ahí, si hay que introducir elementos de cara a políticas de igualdad, como que haya que un azafato, debemos de hacerlo y ser sensibles a ese debate. Y si hay polémica por el doble beso al ganador, podemos prescindir de ello” (http://www.diariodesevilla.es/entrevistas/introducir-azafatos-haremos_0_1157584292.html)

La repuesta del director de la Vuelta responde fielmente a esos parámetros de confusión con los que el machismo se revuelve como gato panza arriba y demuestra la mucha pedagogía que es necesario hacer todavía cuando hablamos  de igualdad de género. Las explicaciones de Guillén demuestran que no ha entendido o no ha querido entender por qué el papel de las azafatas en dichas competiciones resulta denigrante y por qué la solución no es que situemos a los hombre en el mismo nivel de degradación, sino que analicemos verdaderamente el rol que en determinados contextos la sociedad continúa otorgando a las mujeres. No se trata de cuestionar la profesionalidad ni siquiera la valía individual de las mujeres que seguramente no han encontrado un trabajo más digno, sino de reflexionar qué modelo de mujer estamos mostrando ante la sociedad si seguimos reproduciendo a través de ellas dos de las leyes no escritas pero básicas del patriarcado. De un lado, la ley del agrado, es decir, la concepción de las mujeres como seres hechos para agradarnos y para dar satisfacción, aunque solo sea visual y estética, a nuestros deseos y necesidades. De otro, la ley del silencio, o lo que es lo mismo, la ausencia de voz femenina en un mundo donde se ha naturalizado que los que tenemos siempre la palabra y el protagonismo somos nosotros.

Es por tanto ese estereotipo y esa construcción de lo femenino la que ponemos en cuestión cuando censuramos prácticas aparentemente tan pequeñas como la de las azafatas que besan a los ciclistas cuando llegan a la meta. Una práctica que sumadas a otras miles continúan ofreciendo la imagen hegemónica de unas mujeres que difícilmente superan el rol de seres accesorios y secundarios. De ahí la importancia de que cualquier actividad, deportiva o cultural, artística o competitiva, rompa con esas reglas no escritas y contribuya a generar una mirada sobre ellas que las reconozca como seres tan autónomos y protagonistas como nosotros. No se trata por tanto, señor Guillén, de prescindir o no del doble beso:  es fantástico besarse y gozar con ello. Lo que hay que prescindir es de prácticas que incidan en la sexualización y en la concepción de las mujeres como seres para otros. Lo que debemos es justamente trabajar en sentido contrario, es decir, en conseguir que las mujeres sean reconocidas como seres que besan a quién quieran y cuándo quieran pero siempre en condiciones de equivalencia y de autonomía. Nunca en contextos que las continúen cosificando y en los que se confirme el mandato de silencio y sumisión que tanto parece erotizar al patriarca.

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TROYANAS: DE VÍCTIMAS A SUJETOS POLÍTICOS

El valor de los clásicos reside en que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.

El gran acierto de esta versión, que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus hijos. Este “desorden” dramático no es sino la expresión más brutal de un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros de alquiler.


Las Troyanas de Carme y Alberto, cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo. A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener sus dividendos.

El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el “hágase en mí según tu palabra” y se agarran a la energía emancipadora del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf, son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero de los dioses que interpreta Ernesto Alterio en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.

Publicado en Diario Público, 23-7-17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9687/troyanas-de-victimas-a-sujetos-politicos/
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TROYANAS: DE VÍCTIMAS A SUJETOS POLÍTICOS

El valor de los clásicos reside en que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.

El gran acierto de esta versión, que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus hijos. Este “desorden” dramático no es sino la expresión más brutal de un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros de alquiler.


Las Troyanas de Carme y Alberto, cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo. A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener sus dividendos.

El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el “hágase en mí según tu palabra” y se agarran a la energía emancipadora del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf, son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero de los dioses que interpreta Ernesto Alterio en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.

Publicado en Diario Público, 23-7-17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9687/troyanas-de-victimas-a-sujetos-politicos/
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SU MEJOR HISTORIA: LA HISTORIA CONTADA POR LAS MUJERES

En un mundo como el cinematográfico, prácticamente monopolizado por los varones, y en el que por tanto imperan los relatos androcéntricos y los esquemas narrativos en los que las mujeres apenas son personajes accesorios y siempre articulados en función de sus compañeros heroicos, cada día se hace más necesario, urgente diría yo, contar con otras miradas. Las de aquellas a las que la cultura, al menos la mayoritaria y comercial, sigue relegando al papel de musas y difícilmente encuentran acomodo en los espacios que el patriarcado reserva a los genios masculinos.

Solo de esa manera se podrán ir construyendo otro tipo de relatos y por tanto de imaginarios colectivos que superen al fin los esquemas más rancios del patriarcado. Para ello, insisto, es necesario que cada vez haya más mujeres contando historias, ofreciéndonos su visión de la vida, aportándonos esa otra mitad que falta en la pantalla.  Porque solo cuando la cultura deje de legitimar las estructuras jerárquicas del sistema sexo/género será posible avanzar de verdad hacia una efectiva igualdad. Mientras que sigan fallando los resortes culturales –y por tanto, educativos y socializadores– las leyes, las políticas y los planes de igualdad lograrán resultados tibios, que además serán fácilmente derogables por la fuerza incontrolable de lo que nos entra por los ojos y a través de las emociones

Por todo ello, es tan saludable, y hasta democráticamente inspirador, que podamos encontrar en la cartelera películas dirigidas por mujeres y en las que por tanto sea fácil descubrir la mirada que suele faltar en los productos culturales. Esa experiencia es la que como espectador he tenido al ver la última película de la directora británica Lone Scherfig, cuyo título ha sido traducido al español como Su mejor historia. A Scherfig se deben títulos tan distintos e interesantes como Italiano para principiantes (2000), Wilbur se quiere suicidar (2002) y, sobre todo, la deliciosa An education (2009), en la que lograba dar una vuelta de tuerca al amor romántico.

En su última película la directora adapta una novela escrita por una mujer – Their finest hour and a half, de Lissa Evans– y nos cuenta una historia que está basada en la real de la guionista galesa Diana Morgan, que trabajó en los míticos estudios Ealing durante los años 40. Por lo tanto, nos encontramos con mujeres que cuentan historias de mujeres en un contexto, como el del mundo del cine, donde si todavía hoy sufren discriminaciones de tipo horizontal y vertical no digamos en los años 40, en los que difícilmente podían superar el nivel de floreros o secretarias.

En Su mejor historia, que es también un canto de amor de su directora al cine, vemos cómo la protagonista, interpretada de manera brillante por Gemma Arterton, cree que ha sido contratada como secretaria por el Ministerio de Propaganda británico cuando realmente lo que quieren de ella es que dé credibilidad a los diálogos de mujeres que habitualmente eran concebidos como si las mismas fueran seres de racionalidad limitada y fuertemente estereotipados. Catrin Cole, que así se llama la protagonista, se verá inmersa en la escritura del guión de una película que, en plena segunda guerra mundial, pretende elevar la moral de la población en unos momentos tan difíciles.


Más allá de lo bien contado que está el rodaje de la película propagandística, y del medido tono de comedia que tienen las relaciones entre los personajes de la historia, lo más interesante de esta cuidada película es cómo se nos muestra a un personaje femenino empoderado, que es capaz de liberarse incluso de las ataduras afectivas que en un determinado momento pueden llegar a encadenarla y que, sobre todo, se mueve en un mundo de hombres donde tan complicado era para una mujer, y me temo que todavía lo es, ser reconocida sin prejuicios sexistas y desde la equivalencia de méritos con sus colegas varones.

No se trata de una película a la que podamos calificar de manera rotunda como feminista, pero sí que en ella la directora nos ofrece perspectivas que no suelen ser habituales cuando las historias están en manos masculinas. En este sentido, cabe señalar la mirada crítica y hasta irónica que realiza sobre los héroes masculinos de la pantalla, las reivindicaciones de un mayor protagonismo de los personajes femeninos en historias en las que habitualmente ellas no eran las heroínas o la complicidad con una protagonista que en medio de un contexto tan brutal –la sociedad de los años 40 atravesada por los horrores de la guerra– lucha por ser ella misma, por ser la dueña de su destino y por hacerse valer y reconocer por sus méritos y capacidades. Y por supuesto que hay historia de amor, pero una historia en la que vemos cómo ella intenta en todo momento mantener las riendas y a la que incluso vemos hasta cierto punto resistirse cuando no tiene muy claro si merece la pena entregarse a un hombre.

Su mejor historia, en mitad del páramo terrible en que se convierten las salas de cine en estos meses de verano, es una opción más que recomendable para reconciliarnos no solo con el cine bien hecho, artesanalmente impecable, sino también con otra manera de contar la vida. Con mujeres que ocupan el lugar central de la cartelera y de sus destinos. Con una mirada agudamente crítica sobre un mundo hecho por y para los hombres. Esos hombres que tantas guerras han provocado y provocan, en las que se ponen tantas medallas y de las que siempre han sido y son principales víctimas las mujeres. Las que quedaron viudas, las que perdieron sus hijos y maridos, las que tuvieron que volver a sus casas cuando los héroes volvieron a las fábricas, las que tuvieron que hacer malabarismos para sobrevivir en mitad de las bombas.  Esas que al fin, en películas como la de Lone Scherfig, ocupan su lugar debido en la memoria y en el imaginario que compartimos.

Publicado en eldiario.es (18-7-17):
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/mejor-historia-contada-mujeres_6_666043420.html

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SU MEJOR HISTORIA: LA HISTORIA CONTADA POR LAS MUJERES

En un mundo como el cinematográfico, prácticamente monopolizado por los varones, y en el que por tanto imperan los relatos androcéntricos y los esquemas narrativos en los que las mujeres apenas son personajes accesorios y siempre articulados en función de sus compañeros heroicos, cada día se hace más necesario, urgente diría yo, contar con otras miradas. Las de aquellas a las que la cultura, al menos la mayoritaria y comercial, sigue relegando al papel de musas y difícilmente encuentran acomodo en los espacios que el patriarcado reserva a los genios masculinos.

Solo de esa manera se podrán ir construyendo otro tipo de relatos y por tanto de imaginarios colectivos que superen al fin los esquemas más rancios del patriarcado. Para ello, insisto, es necesario que cada vez haya más mujeres contando historias, ofreciéndonos su visión de la vida, aportándonos esa otra mitad que falta en la pantalla.  Porque solo cuando la cultura deje de legitimar las estructuras jerárquicas del sistema sexo/género será posible avanzar de verdad hacia una efectiva igualdad. Mientras que sigan fallando los resortes culturales –y por tanto, educativos y socializadores– las leyes, las políticas y los planes de igualdad lograrán resultados tibios, que además serán fácilmente derogables por la fuerza incontrolable de lo que nos entra por los ojos y a través de las emociones

Por todo ello, es tan saludable, y hasta democráticamente inspirador, que podamos encontrar en la cartelera películas dirigidas por mujeres y en las que por tanto sea fácil descubrir la mirada que suele faltar en los productos culturales. Esa experiencia es la que como espectador he tenido al ver la última película de la directora británica Lone Scherfig, cuyo título ha sido traducido al español como Su mejor historia. A Scherfig se deben títulos tan distintos e interesantes como Italiano para principiantes (2000), Wilbur se quiere suicidar (2002) y, sobre todo, la deliciosa An education (2009), en la que lograba dar una vuelta de tuerca al amor romántico.

En su última película la directora adapta una novela escrita por una mujer – Their finest hour and a half, de Lissa Evans– y nos cuenta una historia que está basada en la real de la guionista galesa Diana Morgan, que trabajó en los míticos estudios Ealing durante los años 40. Por lo tanto, nos encontramos con mujeres que cuentan historias de mujeres en un contexto, como el del mundo del cine, donde si todavía hoy sufren discriminaciones de tipo horizontal y vertical no digamos en los años 40, en los que difícilmente podían superar el nivel de floreros o secretarias.

En Su mejor historia, que es también un canto de amor de su directora al cine, vemos cómo la protagonista, interpretada de manera brillante por Gemma Arterton, cree que ha sido contratada como secretaria por el Ministerio de Propaganda británico cuando realmente lo que quieren de ella es que dé credibilidad a los diálogos de mujeres que habitualmente eran concebidos como si las mismas fueran seres de racionalidad limitada y fuertemente estereotipados. Catrin Cole, que así se llama la protagonista, se verá inmersa en la escritura del guión de una película que, en plena segunda guerra mundial, pretende elevar la moral de la población en unos momentos tan difíciles.


Más allá de lo bien contado que está el rodaje de la película propagandística, y del medido tono de comedia que tienen las relaciones entre los personajes de la historia, lo más interesante de esta cuidada película es cómo se nos muestra a un personaje femenino empoderado, que es capaz de liberarse incluso de las ataduras afectivas que en un determinado momento pueden llegar a encadenarla y que, sobre todo, se mueve en un mundo de hombres donde tan complicado era para una mujer, y me temo que todavía lo es, ser reconocida sin prejuicios sexistas y desde la equivalencia de méritos con sus colegas varones.

No se trata de una película a la que podamos calificar de manera rotunda como feminista, pero sí que en ella la directora nos ofrece perspectivas que no suelen ser habituales cuando las historias están en manos masculinas. En este sentido, cabe señalar la mirada crítica y hasta irónica que realiza sobre los héroes masculinos de la pantalla, las reivindicaciones de un mayor protagonismo de los personajes femeninos en historias en las que habitualmente ellas no eran las heroínas o la complicidad con una protagonista que en medio de un contexto tan brutal –la sociedad de los años 40 atravesada por los horrores de la guerra– lucha por ser ella misma, por ser la dueña de su destino y por hacerse valer y reconocer por sus méritos y capacidades. Y por supuesto que hay historia de amor, pero una historia en la que vemos cómo ella intenta en todo momento mantener las riendas y a la que incluso vemos hasta cierto punto resistirse cuando no tiene muy claro si merece la pena entregarse a un hombre.

Su mejor historia, en mitad del páramo terrible en que se convierten las salas de cine en estos meses de verano, es una opción más que recomendable para reconciliarnos no solo con el cine bien hecho, artesanalmente impecable, sino también con otra manera de contar la vida. Con mujeres que ocupan el lugar central de la cartelera y de sus destinos. Con una mirada agudamente crítica sobre un mundo hecho por y para los hombres. Esos hombres que tantas guerras han provocado y provocan, en las que se ponen tantas medallas y de las que siempre han sido y son principales víctimas las mujeres. Las que quedaron viudas, las que perdieron sus hijos y maridos, las que tuvieron que volver a sus casas cuando los héroes volvieron a las fábricas, las que tuvieron que hacer malabarismos para sobrevivir en mitad de las bombas.  Esas que al fin, en películas como la de Lone Scherfig, ocupan su lugar debido en la memoria y en el imaginario que compartimos.

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Rafael Hernando : l’homme que nous ne devrions pas être

À chaque fois que dans des journées de débats surgit l’interrogation « que signifient les “nouvelles masculinités” ? » — un terme que je rejette car il est de ceux qui ne dépassent pas le politiquement correct et qui, dans ce cas précis, fait même le jeu du patriarcat —, il m’est très difficile de préciser en quoi consiste le fait d’être un homme « nouveau ». Il est en revanche beaucoup plus facile, comme dans tant d’autres débats complexes, de spécifier ce qui en tous cas ne devrait pas faire partie d’une nouvelle compréhension de la virilité, enfin délestée des fardeaux machistes et disposée à emprunter des voies qui permettront d’atteindre l’égalité entre les femmes et les hommes. Dans ce sens, il est très didactique d’utiliser des référents de la vie publique pour signaler ce que justement ne devrait pas être un homme du XXIe siècle. Ce territoire, celui de la vie publique, est encore aujourd’hui presque entièrement peuplé d’individus qui portent confortablement le costume de la « masculinité hégémonique » et qui, logiquement, sont ravis d’être la partie privilégiée du contrat entre femmes et hommes.
On peut extraire deux conséquences positives du débat qui a eu lieu au Congrès des députés il y a quelques jours dans le cadre de la motion de censure présentée par Unidos Podemos contre le gouvernement de Mariano Rajoy (Parti Populaire — PP). La première, c’est de confirmer à quel point le Parlement a besoin de voix catégoriquement féministes comme celle d’Irene Montero (1). La seconde, c’est le magnifique exemple qu’une fois de plus nous a offert le porte-parole du groupe parlementaire du PP, Rafael Hernando, à propos du type de mâle qui ne devrait pas appartenir à la vie publique et qu’aucun jeune ne devrait essayer d’imiter. Comme c’est habituel chez lui, et comme je suppose que c’est ce qu’attend le public qui l’applaudit et partage son insolence misogyne, Hernando a démontré un des axes essentiels de la subjectivité masculine dominante. Il s’agit du mépris des femmes, de la négation de leur individualité et de leur autorité, ainsi que la nécessité de les rabaisser pour que nous puissions, en tant qu’hommes, nous voir deux fois plus grands que notre taille naturelle, comportement que Virginia Woolf avait déjà dévoilé avec son illustre lucidité. Et j’imagine qu’elle ne fait pas partie des livres de chevet d’Hernando et de sa fratrie d’égaux.
Les commentaires du porte-parole du PP (2) — et ne parlons pas des justifications postérieures faites par lui-même et quelques membres (hommes et femmes) de son parti — mettent en relief un des plus grands obstacles que les femmes doivent encore surmonter pour exercer leur statut de citoyennes dans les mêmes conditions que les hommes. Je fais référence non seulement à comment nous, les hommes, continuons pratiquement à monopoliser les tribunes, mais aussi à comment, depuis ces mêmes espaces, où nous agissons en tant que représentants de toutes et de tous, nous avons l’habitude de dévaluer les contributions de nos camarades femmes. Nous nions leur valeur et nous contribuons finalement à perpétuer l’idée que les femmes sont uniquement des êtres qui vivent par et pour les autres, et que donc si elles sont en politique, c’est qu’il y a des hommes qui le permettent et qu’elles doivent toujours, bien entendu, rester dans une position subalterne. De cette façon, et alors que pour les hommes les liens affectifs ou sexuels n’ont jamais été un argument qui sape notre autorité — au contraire, ça peut même être un facteur supplémentaire de reconnaissance entre égaux —, pour les femmes leurs relations personnelles et familiales jouent en leur défaveur et elles sont brandies par l’adversaire comme argument de poids pour discréditer leur action politique.
Rafael Hernando, non seulement à cause du fond mais aussi à cause de la forme de ses propos, est le meilleur exemple d’un modèle de virilité que nous devrions dépasser si nous voulons effectivement construire une société où le système sexe/genre cesse d’établir des hiérarchies entre nous et elles. Il nous faut changer si nous désirons réellement que les valeurs éthiques qui imprègnent notre démocratie aient à voir, comme le féminisme nous l’apprend, avec la reconnaissance de notre fragilité et donc de notre interdépendance, avec la nécessité d’établir des ponts entre personnes différentes, et avec l’acceptation du fait que la vie publique et la vie privée ne sont pas opposées mais plutôt nécessairement complémentaires. Il nous faut un modèle pluriel de virilité qui abandonne l’omnipotence de celui qui se sait être un sujet privilégié, un modèle qui puisse reconnaître les femmes comme la moitié égale sans laquelle le pacte démocratique ne mérite pas ce nom. Cela passe nécessairement par le rejet de notre situation de confort, par le dépassement de l’idée que nos désirs peuvent se convertir en droits, et par la reconnaissance de l’autorité égale de nos camarades femmes qui doivent encore justifier leurs mérites deux fois plus que les hommes, et qui se voient habituellement refuser la considération et la compétence qu’avec tant de facilité on applaudit chez des mâles souvent médiocres.
De qué sirven vuestros minutos de silencio contra al violencia d género si luego en la tribuna os comportáis como unos machistas?#asco
— Leticia Dolera (@LeticiaDolera) 14 juin 2017
(Traduction : À quoi servent vos minutes de silence contre la violence de genre si après à la tribune vous agissez comme des machistes ? #dégoût)
En résonance avec le tweet pertinent que mon admirée Leticia Dolera a fait circuler après avoir écouté Hernando, s’il y a bien quelque chose que nous a démontré l’infructueuse motion de censure de Podemos, c’est que l’Espagne n’a pas tant besoin d’un pacte contre la violence de genre (3) que d’un pacte contre le machisme. Cela passe nécessairement par la perte d’influence dans la vie publique de ceux qui n’ont pas l’air disposés à quitter la tribune de leur virilité, et aussi par un militantisme actif de notre part, les sujets privilégiés, pour renoncer à nos bénéfices et dénoncer férocement tous les comportements et attitudes qui nous marquent comme des mâles habitués à l’exercice de la violence. Une violence qui se traduit non seulement par ce que nous identifions habituellement strictement comme violence de genre, selon la Loi Intégrale contre la violence de genre, mais qui se manifeste aussi dans nos multiples formes d’humiliation et de mépris des femmes.

Octavio Salazar Benítez est un proféministe espagnol, professeur de Droit constitutionnel à l’Université de Cordoue. Vous pouvez consulter son blog ici : http://lashoras-octavio.blogspot.com.es/
Traduction : TRADFEM
(1) NdT : Irene Montero est députée de Podemos et porte-parole du groupe parlementaire Unidos Podemos. C’est également la compagne de Pablo Iglesias, secrétaire général de Podemos et député du même parti.
(2) NdT : Pendant la deuxième journée de débats sur la motion de censure, Hernando, s’adressant à Iglesias, a dit la phrase suivante : « Il y en a qui disent que (hier dans le débat) madame Montero a été meilleure que vous, mais moi je ne vais pas dire ça parce que sinon, je ne sais pas quel impact ça va avoir sur votre relation. » Suite à cette déclaration, de nombreux députés du groupe Unidos Podemos ont exprimé leur indignation face à ce commentaire machiste. Hernando a fini par s’excuser — en ne s’adressant qu’à Iglesias alors que Montero était aussi présente — de la manière suivante : « Si vous êtes fâché et vous sentez offensé à cause de mes paroles, je vous demande pardon. Moi je parlais d’une relation simplement politique. J’ai beaucoup d’estime pour votre porte-parole. Je crois que c’est une bonne porte-parole et je crois qu’elle a encore beaucoup de choses à faire dans cette Chambre. »
(3) NdT : Le pacte contre la violence de genre a été concrétisé par l’adoption de la « Loi Intégrale contre la violence de genre », votée fin 2004 en Espagne. Le texte de loi est disponible ici : http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/lo1-2004.tp.html.

PUBLICADO EN TRADFEM:
https://tradfem.wordpress.com/2017/07/02/rafael-hernando-lhomme-que-nous-ne-devrions-pas-etre/

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Rafael Hernando : l’homme que nous ne devrions pas être

À chaque fois que dans des journées de débats surgit l’interrogation « que signifient les “nouvelles masculinités” ? » — un terme que je rejette car il est de ceux qui ne dépassent pas le politiquement correct et qui, dans ce cas précis, fait même le jeu du patriarcat —, il m’est très difficile de préciser en quoi consiste le fait d’être un homme « nouveau ». Il est en revanche beaucoup plus facile, comme dans tant d’autres débats complexes, de spécifier ce qui en tous cas ne devrait pas faire partie d’une nouvelle compréhension de la virilité, enfin délestée des fardeaux machistes et disposée à emprunter des voies qui permettront d’atteindre l’égalité entre les femmes et les hommes. Dans ce sens, il est très didactique d’utiliser des référents de la vie publique pour signaler ce que justement ne devrait pas être un homme du XXIe siècle. Ce territoire, celui de la vie publique, est encore aujourd’hui presque entièrement peuplé d’individus qui portent confortablement le costume de la « masculinité hégémonique » et qui, logiquement, sont ravis d’être la partie privilégiée du contrat entre femmes et hommes.
On peut extraire deux conséquences positives du débat qui a eu lieu au Congrès des députés il y a quelques jours dans le cadre de la motion de censure présentée par Unidos Podemos contre le gouvernement de Mariano Rajoy (Parti Populaire — PP). La première, c’est de confirmer à quel point le Parlement a besoin de voix catégoriquement féministes comme celle d’Irene Montero (1). La seconde, c’est le magnifique exemple qu’une fois de plus nous a offert le porte-parole du groupe parlementaire du PP, Rafael Hernando, à propos du type de mâle qui ne devrait pas appartenir à la vie publique et qu’aucun jeune ne devrait essayer d’imiter. Comme c’est habituel chez lui, et comme je suppose que c’est ce qu’attend le public qui l’applaudit et partage son insolence misogyne, Hernando a démontré un des axes essentiels de la subjectivité masculine dominante. Il s’agit du mépris des femmes, de la négation de leur individualité et de leur autorité, ainsi que la nécessité de les rabaisser pour que nous puissions, en tant qu’hommes, nous voir deux fois plus grands que notre taille naturelle, comportement que Virginia Woolf avait déjà dévoilé avec son illustre lucidité. Et j’imagine qu’elle ne fait pas partie des livres de chevet d’Hernando et de sa fratrie d’égaux.
Les commentaires du porte-parole du PP (2) — et ne parlons pas des justifications postérieures faites par lui-même et quelques membres (hommes et femmes) de son parti — mettent en relief un des plus grands obstacles que les femmes doivent encore surmonter pour exercer leur statut de citoyennes dans les mêmes conditions que les hommes. Je fais référence non seulement à comment nous, les hommes, continuons pratiquement à monopoliser les tribunes, mais aussi à comment, depuis ces mêmes espaces, où nous agissons en tant que représentants de toutes et de tous, nous avons l’habitude de dévaluer les contributions de nos camarades femmes. Nous nions leur valeur et nous contribuons finalement à perpétuer l’idée que les femmes sont uniquement des êtres qui vivent par et pour les autres, et que donc si elles sont en politique, c’est qu’il y a des hommes qui le permettent et qu’elles doivent toujours, bien entendu, rester dans une position subalterne. De cette façon, et alors que pour les hommes les liens affectifs ou sexuels n’ont jamais été un argument qui sape notre autorité — au contraire, ça peut même être un facteur supplémentaire de reconnaissance entre égaux —, pour les femmes leurs relations personnelles et familiales jouent en leur défaveur et elles sont brandies par l’adversaire comme argument de poids pour discréditer leur action politique.
Rafael Hernando, non seulement à cause du fond mais aussi à cause de la forme de ses propos, est le meilleur exemple d’un modèle de virilité que nous devrions dépasser si nous voulons effectivement construire une société où le système sexe/genre cesse d’établir des hiérarchies entre nous et elles. Il nous faut changer si nous désirons réellement que les valeurs éthiques qui imprègnent notre démocratie aient à voir, comme le féminisme nous l’apprend, avec la reconnaissance de notre fragilité et donc de notre interdépendance, avec la nécessité d’établir des ponts entre personnes différentes, et avec l’acceptation du fait que la vie publique et la vie privée ne sont pas opposées mais plutôt nécessairement complémentaires. Il nous faut un modèle pluriel de virilité qui abandonne l’omnipotence de celui qui se sait être un sujet privilégié, un modèle qui puisse reconnaître les femmes comme la moitié égale sans laquelle le pacte démocratique ne mérite pas ce nom. Cela passe nécessairement par le rejet de notre situation de confort, par le dépassement de l’idée que nos désirs peuvent se convertir en droits, et par la reconnaissance de l’autorité égale de nos camarades femmes qui doivent encore justifier leurs mérites deux fois plus que les hommes, et qui se voient habituellement refuser la considération et la compétence qu’avec tant de facilité on applaudit chez des mâles souvent médiocres.
De qué sirven vuestros minutos de silencio contra al violencia d género si luego en la tribuna os comportáis como unos machistas?#asco
— Leticia Dolera (@LeticiaDolera) 14 juin 2017
(Traduction : À quoi servent vos minutes de silence contre la violence de genre si après à la tribune vous agissez comme des machistes ? #dégoût)
En résonance avec le tweet pertinent que mon admirée Leticia Dolera a fait circuler après avoir écouté Hernando, s’il y a bien quelque chose que nous a démontré l’infructueuse motion de censure de Podemos, c’est que l’Espagne n’a pas tant besoin d’un pacte contre la violence de genre (3) que d’un pacte contre le machisme. Cela passe nécessairement par la perte d’influence dans la vie publique de ceux qui n’ont pas l’air disposés à quitter la tribune de leur virilité, et aussi par un militantisme actif de notre part, les sujets privilégiés, pour renoncer à nos bénéfices et dénoncer férocement tous les comportements et attitudes qui nous marquent comme des mâles habitués à l’exercice de la violence. Une violence qui se traduit non seulement par ce que nous identifions habituellement strictement comme violence de genre, selon la Loi Intégrale contre la violence de genre, mais qui se manifeste aussi dans nos multiples formes d’humiliation et de mépris des femmes.

Octavio Salazar Benítez est un proféministe espagnol, professeur de Droit constitutionnel à l’Université de Cordoue. Vous pouvez consulter son blog ici : http://lashoras-octavio.blogspot.com.es/
Traduction : TRADFEM
(1) NdT : Irene Montero est députée de Podemos et porte-parole du groupe parlementaire Unidos Podemos. C’est également la compagne de Pablo Iglesias, secrétaire général de Podemos et député du même parti.
(2) NdT : Pendant la deuxième journée de débats sur la motion de censure, Hernando, s’adressant à Iglesias, a dit la phrase suivante : « Il y en a qui disent que (hier dans le débat) madame Montero a été meilleure que vous, mais moi je ne vais pas dire ça parce que sinon, je ne sais pas quel impact ça va avoir sur votre relation. » Suite à cette déclaration, de nombreux députés du groupe Unidos Podemos ont exprimé leur indignation face à ce commentaire machiste. Hernando a fini par s’excuser — en ne s’adressant qu’à Iglesias alors que Montero était aussi présente — de la manière suivante : « Si vous êtes fâché et vous sentez offensé à cause de mes paroles, je vous demande pardon. Moi je parlais d’une relation simplement politique. J’ai beaucoup d’estime pour votre porte-parole. Je crois que c’est une bonne porte-parole et je crois qu’elle a encore beaucoup de choses à faire dans cette Chambre. »
(3) NdT : Le pacte contre la violence de genre a été concrétisé par l’adoption de la « Loi Intégrale contre la violence de genre », votée fin 2004 en Espagne. Le texte de loi est disponible ici : http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/lo1-2004.tp.html.

PUBLICADO EN TRADFEM:
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TODAS Y TODOS SOMOS MONSTRUOS

En la presentación de su última novela en Córdoba, le escuché a Rosa Montero afirmar que “todos somos monstruos” y que la normalidad no existe, “la normalidad es la normatividad”.  He recordado estas afirmaciones viendo el primer largometraje del jovencísimo Eduardo CasanovaPieles, que es sin duda una de las apuestas más singulares del reciente cine español, nos ofrece una bellísima reflexión en torno a las diferencias que nos singularizan, a la lucha de cada persona por ser ella misma en unas sociedades cada vez más homogeneizadas y  las que parece que cotiza más lo que aparentamos que lo que somos. Estéticamente sugerente, con alguna torpeza narrativa perdonable dado que es el primer largo del actor, la película es una sorprendente apuesta que no dejará indiferente a quien la vea.


Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés, o Laura, la niña sin ojos que vive para dar placer a quienes acuden a ella huyendo de la soledad, o Ana, una mujer con la cara mal formada que acaba empoderándose desde su imagen deforme (“Solo me quieres por mi físico” le suelta en un diálogo perversamente paradójico a su pareja que interpreta un Jon Kortajarena que aquí no aparece bellísimo sino desfigurado);  o el chico (sirena) que quiere librarse de sus piernas aunque realmente lo que quiere es escapar de los abusos paternales que le marcaron de por vida, son seres solitarios, heridos y en lucha. A través de ellas y de ellos, Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Son ellas muy especialmente las prisioneras de un juego en el que parece siempre ganar el que se ajusta a los cánones de la belleza física imperante y en el que los cuerpos, sobre todo, insisto, los de ellas, son educados desde la más tierna infancia para la seducción. Los personajes que interpretan Ana Polvorosa, Macarena Gómez, Candela Peña o Itziar Castro, nos interpelan desde un mundo “rosa” que las mantiene prisioneras. Sus historias son la prueba más evidente de cómo el verdadero sentido político y ético de la igualdad no puede ser otro que  el reconocimiento de las diferencias. La luminosa alegría que deriva de los múltiples tactos, olores y colores de las pieles que nos singularizan.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA (http://www.tribunafeminista.org/2017/06/pieles-de-eduardo-casanova/) Y EN LA PÁGINA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS (http://www.clasicasymodernas.org/critica-cine-pieles-eduardo-casanova/)
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TODAS Y TODOS SOMOS MONSTRUOS

En la presentación de su última novela en Córdoba, le escuché a Rosa Montero afirmar que “todos somos monstruos” y que la normalidad no existe, “la normalidad es la normatividad”.  He recordado estas afirmaciones viendo el primer largometraje del jovencísimo Eduardo CasanovaPieles, que es sin duda una de las apuestas más singulares del reciente cine español, nos ofrece una bellísima reflexión en torno a las diferencias que nos singularizan, a la lucha de cada persona por ser ella misma en unas sociedades cada vez más homogeneizadas y  las que parece que cotiza más lo que aparentamos que lo que somos. Estéticamente sugerente, con alguna torpeza narrativa perdonable dado que es el primer largo del actor, la película es una sorprendente apuesta que no dejará indiferente a quien la vea.


Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés, o Laura, la niña sin ojos que vive para dar placer a quienes acuden a ella huyendo de la soledad, o Ana, una mujer con la cara mal formada que acaba empoderándose desde su imagen deforme (“Solo me quieres por mi físico” le suelta en un diálogo perversamente paradójico a su pareja que interpreta un Jon Kortajarena que aquí no aparece bellísimo sino desfigurado);  o el chico (sirena) que quiere librarse de sus piernas aunque realmente lo que quiere es escapar de los abusos paternales que le marcaron de por vida, son seres solitarios, heridos y en lucha. A través de ellas y de ellos, Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Son ellas muy especialmente las prisioneras de un juego en el que parece siempre ganar el que se ajusta a los cánones de la belleza física imperante y en el que los cuerpos, sobre todo, insisto, los de ellas, son educados desde la más tierna infancia para la seducción. Los personajes que interpretan Ana Polvorosa, Macarena Gómez, Candela Peña o Itziar Castro, nos interpelan desde un mundo “rosa” que las mantiene prisioneras. Sus historias son la prueba más evidente de cómo el verdadero sentido político y ético de la igualdad no puede ser otro que  el reconocimiento de las diferencias. La luminosa alegría que deriva de los múltiples tactos, olores y colores de las pieles que nos singularizan.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA (http://www.tribunafeminista.org/2017/06/pieles-de-eduardo-casanova/) Y EN LA PÁGINA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS (http://www.clasicasymodernas.org/critica-cine-pieles-eduardo-casanova/)
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MAGNA LGTBI

Que en Córdoba se celebre por primera vez una marcha para conmemorar el día del Orgullo LGTBI es sin duda una magnífica noticia. Aunque me temo que las calles no rebosarán de gente como cuando sacamos Vírgenes y Cristos a pasear, espero que sirva como valiente demostración de que en esta ciudad también vivimos personas orgullosas y felices de no comulgar con la «normalidad» que no es otra cosa que la «normatividad». Orgullosas, sí, porque tras la larga historia de persecución y humillaciones, que lamentablemente no hemos conseguido erradicar del todo, es de justicia que podamos hacer pública demostración de que si algún sentido tiene la igualdad es precisamente para reconocer las diferencias que nos individualizan.
La marcha del próximo miércoles debería ser portada en todos los medios porque supone un feliz intento de ruptura con algunos de los armarios que siguen encorsetando a una ciudad en la que no es casual que hayan tenido tan poco arraigo las asociaciones LGTBI, salvo aquellas que en tiempos no tan remotos hicieron de su capa un sayo y se dedicaron a vivir de las subvenciones públicas. En pocas ciudades, como pasó en la nuestra, se inauguró por todo lo alto un festival de cine gay y lésbico y la alcaldesa, de izquierdas según rezaban los carteles electorales con los que se publicitó para ser votada, dejó vacío su palco del Gran Teatro. Algo que por cierto nunca habría hecho en un trofeo de dominó de las peñas ni mucho menos en el pregón de la Semana Santa. En una ciudad como la nuestra resulta muy complicado romper las inercias y no digamos abrir las ventanas. No es de extrañar, por tanto, que en la Córdoba de magnas marianas y de pastorales que incitan al odio y la discriminación, el Grindr se ponga al rojo vivo cada vez que empiezan a sonar las cornetas y tambores, como tampoco debería sorprendernos que todavía hoy algunos pongan el grito en el cielo cuando el reino de los chulos al que subió Ocaña y las pollas de Nazario ocuparon un espacio municipal. Y eso que muy cerca estaba presente, eterno, el nombre de Pepe Espaliú para recordarnos que no hay peor muerte que la que sufren los vivos que no son reconocidos como iguales.

Me temo que la Córdoba de hoy no difiere tanto como podríamos pensar de la que retratan los diarios de Bernier. Continuamos siendo una ciudad de cánticos que rozan lo sublime desde lo individual pero que son incapaces de generar sinfonías en las que quede claro de una vez por todas que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Somos una ciudad de poetas, de músicos y de grandes mentes que, en muchos casos, no trascienden los minutos de un recital cosmopoético o las largas horas de noches blancas en las que todas y todos creemos vivir en el paraíso. El iluso paraíso de quien alucina por una sobredosis de flamenquines y guitarras.
La gran revolución de esta ciudad llegará el día que todas y todos nos liberemos del miedo, recuperemos las agallas perdidas y asumamos que es nuestra responsabilidad construir un contexto más sostenible desde el punto de vista humano. Por eso me temo, y sé bien de lo que hablo por propia experiencia, que no habrá más remedio que abrir todos los armarios y tirar las llaves al río. Solo así dejaremos de ser la ciudad de la tolerancia y nos convertiremos en la del reconocimiento. Algo que solo sucederá cuando nos atrevamos a huir de la fritanga y el incienso y empecemos a recorrer las calles sin miedo a que alguien nos apunte con el dedo porque no somos de nadie ni tenemos dueño. Solo así será posible al fin liberarnos de la regla del dont ask dont tell que tantas víctimas sigue generando entre quienes piensan que no hay otra opción que disimular los deseos con un antifaz.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 26 de junio de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/magna-lgtbi_1155805.html
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MAGNA LGTBI

Que en Córdoba se celebre por primera vez una marcha para conmemorar el día del Orgullo LGTBI es sin duda una magnífica noticia. Aunque me temo que las calles no rebosarán de gente como cuando sacamos Vírgenes y Cristos a pasear, espero que sirva como valiente demostración de que en esta ciudad también vivimos personas orgullosas y felices de no comulgar con la «normalidad» que no es otra cosa que la «normatividad». Orgullosas, sí, porque tras la larga historia de persecución y humillaciones, que lamentablemente no hemos conseguido erradicar del todo, es de justicia que podamos hacer pública demostración de que si algún sentido tiene la igualdad es precisamente para reconocer las diferencias que nos individualizan.
La marcha del próximo miércoles debería ser portada en todos los medios porque supone un feliz intento de ruptura con algunos de los armarios que siguen encorsetando a una ciudad en la que no es casual que hayan tenido tan poco arraigo las asociaciones LGTBI, salvo aquellas que en tiempos no tan remotos hicieron de su capa un sayo y se dedicaron a vivir de las subvenciones públicas. En pocas ciudades, como pasó en la nuestra, se inauguró por todo lo alto un festival de cine gay y lésbico y la alcaldesa, de izquierdas según rezaban los carteles electorales con los que se publicitó para ser votada, dejó vacío su palco del Gran Teatro. Algo que por cierto nunca habría hecho en un trofeo de dominó de las peñas ni mucho menos en el pregón de la Semana Santa. En una ciudad como la nuestra resulta muy complicado romper las inercias y no digamos abrir las ventanas. No es de extrañar, por tanto, que en la Córdoba de magnas marianas y de pastorales que incitan al odio y la discriminación, el Grindr se ponga al rojo vivo cada vez que empiezan a sonar las cornetas y tambores, como tampoco debería sorprendernos que todavía hoy algunos pongan el grito en el cielo cuando el reino de los chulos al que subió Ocaña y las pollas de Nazario ocuparon un espacio municipal. Y eso que muy cerca estaba presente, eterno, el nombre de Pepe Espaliú para recordarnos que no hay peor muerte que la que sufren los vivos que no son reconocidos como iguales.

Me temo que la Córdoba de hoy no difiere tanto como podríamos pensar de la que retratan los diarios de Bernier. Continuamos siendo una ciudad de cánticos que rozan lo sublime desde lo individual pero que son incapaces de generar sinfonías en las que quede claro de una vez por todas que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Somos una ciudad de poetas, de músicos y de grandes mentes que, en muchos casos, no trascienden los minutos de un recital cosmopoético o las largas horas de noches blancas en las que todas y todos creemos vivir en el paraíso. El iluso paraíso de quien alucina por una sobredosis de flamenquines y guitarras.
La gran revolución de esta ciudad llegará el día que todas y todos nos liberemos del miedo, recuperemos las agallas perdidas y asumamos que es nuestra responsabilidad construir un contexto más sostenible desde el punto de vista humano. Por eso me temo, y sé bien de lo que hablo por propia experiencia, que no habrá más remedio que abrir todos los armarios y tirar las llaves al río. Solo así dejaremos de ser la ciudad de la tolerancia y nos convertiremos en la del reconocimiento. Algo que solo sucederá cuando nos atrevamos a huir de la fritanga y el incienso y empecemos a recorrer las calles sin miedo a que alguien nos apunte con el dedo porque no somos de nadie ni tenemos dueño. Solo así será posible al fin liberarnos de la regla del dont ask dont tell que tantas víctimas sigue generando entre quienes piensan que no hay otra opción que disimular los deseos con un antifaz.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 26 de junio de 2017:
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¿PARA CUÁNDO UN ORGULLO FEMINISTA?

Hace unos días mi compañera, la profesora de la Universidad de Barcelona Argelia Queralt comentaba en su Facebook, asombrada ante el despliegue madrileño con las celebraciones del Orgullo, por qué no ocurría algo similar con las reivindicaciones de las mujeres. Ella misma se asombraba de cómo un colectivo había logrado en poco tiempo generar tanta atención y expectación mientras que todavía hoy las feministas necesitan tanto esfuerzo no solo para que su voz se escuche sino, de entrada, para que sean tomadas en serio.  Las reflexiones de Argelia ponen el dedo en algunas de las llagas que en estas “sociedades formalmente iguales” continúan manteniendo como subordiscriminadas a las mujeres, al tiempo que cuestionan la deriva que, a mi parecer, está tomando una celebración, la del 28J, que parece haber encontrado un feliz acomodo en la gozosa intersección entre neoliberalismo y patriarcado.

Pienso que las respuestas ante los interrogantes que se planteaba mi colega están interrelacionadas. El color violeta del feminismo, que como bien saben todos los que se han tomado un mínimo interés en rastrear su historia no es solo un movimiento vindicativo sino también toda una teoría política emancipadora, difícilmente alcanzará el nivel de reconocimiento social y apoyo político que está consiguiendo la bandera del arco iris porque, entre otras cosas, sus propuestas son críticas con los poderes establecidos. Es decir, el feminismo es incómodo porque pone ante el espejo a la mitad masculina privilegiada y a todas las estructuras que los hombres hemos ido creando y prorrogando para mantener nuestros dividendos.  Unas estructuras que se han visto ferozmente reforzadas en estos años de neoliberalismo salvaje en los que no es por tanto casualidad que estemos asistiendo a lo que se ha llegado a calificar como “revancha patriarcal”.  El cóctel explosivo que representa la sacrosanta libertad individual – o, lo que es lo mismo, la libertad omnipotente de los que están en la parte privilegiada del contrato – y la necesidad de reconducirnos a meros consumidores – de bienes, de experiencias, de deseos – está provocando que el siglo XXI sea el más peligroso para las que están en posición de extrema vulnerabilidad y se convierten por tanto en objeto consumido, contraparte sometida o simplemente en cuerpo sobre el que el patriarcado continúa escribiendo sus reglas.

Las celebraciones del orgullo, que han ido perdiendo progresivamente su tono reivindicativo y se han convertido en una fiesta de la que es evidente hay sectores – económicos pero también políticos – que obtienen sabrosos beneficios, encajan a la perfección en unas dinámicas donde el ocio y el placer, mediados por el dinero, se convierten en las reglas del juego. Unas reglas ante las que, insisto, no todos somos iguales. De entrada, no lo pueden ser quienes forman parte del colectivo  y no pueden permitirse el lujo de formar parte de la fiesta simplemente por razones económicas, como tampoco lo son quienes viven en contextos que nada tienen que ver con los urbanos y en los que la vivencia de la diversidad sexual está lejos del frenesí de Chueca.

Ahora bien, quienes continúan siendo las más desiguales, de entrada por razones de invisibilidad, son las mujeres, las cuales apenas forman parte de los discursos que se articulan en torno a esta celebración, ni muchos menos del imaginario colectivo que se está creando. Es decir, el sujeto estándar continúa siendo el varón, el varón con poder me atrevería a decir, por lo que me temo que lo debería ser una palanca más para subvertir las fuerzas del patriarcado no acabe siendo sino un factor más de apuntalamiento de un régimen político en el que continúa estando muy claro quién dicta las normas, quien tiene el monopolio de lo público y quién goza del prestigio y la autoridad. De ahí que, por ejemplo, no nos debería extrañar que sean justamente una parte del colectivo de hombres gais quienes estén pidiendo la regulación en nuestro país de los vientres de alquiler.
No seré yo quien niegue la alegría que supone vivir en un país donde son posibles celebraciones como las del 28J, ni quien se oponga a un estilo de fiesta en el que yo al menos no me siento identificado, pero sí que creo que es necesario hacer un análisis mucho más reposado del momento en el que estamos con respecto a las políticas de igualdad y sobre cuáles son los retos que como sociedad democrática deberíamos plantearnos. Por supuesto que todas las leyes que reconozcan, y a ser posible garanticen, derechos son bienvenidas, pero no nos basta con dichos instrumentos como tampoco la explosión festiva del 28J debería satisfacernos del todo. Porque, si arañamos ligeramente la superficie, podemos comprobar cómo la dimensión estructural de las desigualdades continúa casi inamovible y como además el perverso sistema está haciendo todo lo posible para desactivar luchas, generar enfrentamientos y diluir los sujetos políticos. Para quienes seguimos pensando que la madre de todas las batallas es la que todavía hoy debemos seguir manteniendo contra el patriarcado, es urgente que sumemos energías, no equivoquemos el foco al señalar al oponente y, sobre todo, desarrollemos estrategias sociales y políticas que permitan empoderar a las que, con independencia de su orientación sexual y no digamos que con ella, continúan estando en la parte subordinada del pacto. Mientras que no rompamos esas cadenas, me temo que otras muchas que van anudadas a esa que es la principal continuarán manteniendo su brillo. Y, en todo caso, nunca deberíamos olvidar, tampoco los hombres gais, bisexuales o de género fluido, que, como bien nos enseñó Audre Lorde, nunca podremos desmantelar la casa del amo usando sus herramientas.

Imagen: Fotograma de la serie When we rise
Publicado en PÚBLICO, 24/06/17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9313/para-cuando-un-orgullo-feminista/
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¿PARA CUÁNDO UN ORGULLO FEMINISTA?

Hace unos días mi compañera, la profesora de la Universidad de Barcelona Argelia Queralt comentaba en su Facebook, asombrada ante el despliegue madrileño con las celebraciones del Orgullo, por qué no ocurría algo similar con las reivindicaciones de las mujeres. Ella misma se asombraba de cómo un colectivo había logrado en poco tiempo generar tanta atención y expectación mientras que todavía hoy las feministas necesitan tanto esfuerzo no solo para que su voz se escuche sino, de entrada, para que sean tomadas en serio.  Las reflexiones de Argelia ponen el dedo en algunas de las llagas que en estas “sociedades formalmente iguales” continúan manteniendo como subordiscriminadas a las mujeres, al tiempo que cuestionan la deriva que, a mi parecer, está tomando una celebración, la del 28J, que parece haber encontrado un feliz acomodo en la gozosa intersección entre neoliberalismo y patriarcado.

Pienso que las respuestas ante los interrogantes que se planteaba mi colega están interrelacionadas. El color violeta del feminismo, que como bien saben todos los que se han tomado un mínimo interés en rastrear su historia no es solo un movimiento vindicativo sino también toda una teoría política emancipadora, difícilmente alcanzará el nivel de reconocimiento social y apoyo político que está consiguiendo la bandera del arco iris porque, entre otras cosas, sus propuestas son críticas con los poderes establecidos. Es decir, el feminismo es incómodo porque pone ante el espejo a la mitad masculina privilegiada y a todas las estructuras que los hombres hemos ido creando y prorrogando para mantener nuestros dividendos.  Unas estructuras que se han visto ferozmente reforzadas en estos años de neoliberalismo salvaje en los que no es por tanto casualidad que estemos asistiendo a lo que se ha llegado a calificar como “revancha patriarcal”.  El cóctel explosivo que representa la sacrosanta libertad individual – o, lo que es lo mismo, la libertad omnipotente de los que están en la parte privilegiada del contrato – y la necesidad de reconducirnos a meros consumidores – de bienes, de experiencias, de deseos – está provocando que el siglo XXI sea el más peligroso para las que están en posición de extrema vulnerabilidad y se convierten por tanto en objeto consumido, contraparte sometida o simplemente en cuerpo sobre el que el patriarcado continúa escribiendo sus reglas.

Las celebraciones del orgullo, que han ido perdiendo progresivamente su tono reivindicativo y se han convertido en una fiesta de la que es evidente hay sectores – económicos pero también políticos – que obtienen sabrosos beneficios, encajan a la perfección en unas dinámicas donde el ocio y el placer, mediados por el dinero, se convierten en las reglas del juego. Unas reglas ante las que, insisto, no todos somos iguales. De entrada, no lo pueden ser quienes forman parte del colectivo  y no pueden permitirse el lujo de formar parte de la fiesta simplemente por razones económicas, como tampoco lo son quienes viven en contextos que nada tienen que ver con los urbanos y en los que la vivencia de la diversidad sexual está lejos del frenesí de Chueca.

Ahora bien, quienes continúan siendo las más desiguales, de entrada por razones de invisibilidad, son las mujeres, las cuales apenas forman parte de los discursos que se articulan en torno a esta celebración, ni muchos menos del imaginario colectivo que se está creando. Es decir, el sujeto estándar continúa siendo el varón, el varón con poder me atrevería a decir, por lo que me temo que lo debería ser una palanca más para subvertir las fuerzas del patriarcado no acabe siendo sino un factor más de apuntalamiento de un régimen político en el que continúa estando muy claro quién dicta las normas, quien tiene el monopolio de lo público y quién goza del prestigio y la autoridad. De ahí que, por ejemplo, no nos debería extrañar que sean justamente una parte del colectivo de hombres gais quienes estén pidiendo la regulación en nuestro país de los vientres de alquiler.
No seré yo quien niegue la alegría que supone vivir en un país donde son posibles celebraciones como las del 28J, ni quien se oponga a un estilo de fiesta en el que yo al menos no me siento identificado, pero sí que creo que es necesario hacer un análisis mucho más reposado del momento en el que estamos con respecto a las políticas de igualdad y sobre cuáles son los retos que como sociedad democrática deberíamos plantearnos. Por supuesto que todas las leyes que reconozcan, y a ser posible garanticen, derechos son bienvenidas, pero no nos basta con dichos instrumentos como tampoco la explosión festiva del 28J debería satisfacernos del todo. Porque, si arañamos ligeramente la superficie, podemos comprobar cómo la dimensión estructural de las desigualdades continúa casi inamovible y como además el perverso sistema está haciendo todo lo posible para desactivar luchas, generar enfrentamientos y diluir los sujetos políticos. Para quienes seguimos pensando que la madre de todas las batallas es la que todavía hoy debemos seguir manteniendo contra el patriarcado, es urgente que sumemos energías, no equivoquemos el foco al señalar al oponente y, sobre todo, desarrollemos estrategias sociales y políticas que permitan empoderar a las que, con independencia de su orientación sexual y no digamos que con ella, continúan estando en la parte subordinada del pacto. Mientras que no rompamos esas cadenas, me temo que otras muchas que van anudadas a esa que es la principal continuarán manteniendo su brillo. Y, en todo caso, nunca deberíamos olvidar, tampoco los hombres gais, bisexuales o de género fluido, que, como bien nos enseñó Audre Lorde, nunca podremos desmantelar la casa del amo usando sus herramientas.

Imagen: Fotograma de la serie When we rise
Publicado en PÚBLICO, 24/06/17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9313/para-cuando-un-orgullo-feminista/
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"SOLO TE FALTA UNA POLLA": El caso Sloane

Además de mostrarnos el mal olor de las tripas de las democracias en general, y de la norteamericana en particular, El caso Sloane es un más que interesante thriller en el que el protagonismo absoluto, cosa poco habitual en el cine en general y en este tipo de películas en particular, corresponde a una mujer. Y se trata de una mujer empoderada, que pisa fuerte, triunfadora en lo público, con liderazgo y autoridad. El personaje de Elizabeth Sloane, que interpreta de manera rutilante una impresionante Jessica Chastain, nos muestra un modelo de mujer que en definitiva reproduce al milímetro todos los esquemas de comportamiento del varón al que podríamos enmarcar dentro de la “masculinidad hegemónica”. De hecho, en uno de los diálogos tan brillantes que tiene la película otra mujer le recrimina literalmente que solo le falta tener una polla.  Y es que comprobamos como Elizabeth es una mujer que se ha volcado hasta el extremo en su vida profesional, de manera que carece de vida personal y/o familiar, que para dotarse de autoridad no duda en mantener actitudes y comportamientos agresivos y poco empáticos (por ejemplo con las personas que trabajan a sus órdenes), que parece no tener escrúpulos a la hora de luchar por un objetivo y a la que apenas vemos mostrar emociones, sentimientos o algo de empatía. Es el caso evidente de mujer que triunfa en lo público, en este caso en el nauseabundo mundo de los lobbies norteamericanos, asumiendo los patrones y las reglas del juego dictadas por el patriarca. Una mujer que ha optado por situarse en el “orden dominante” y por olvidar el “orden amoroso” de la vida, que diría mi querida colega Laura Mora. De ahí que resulte perfectamente coherente con el personaje propuesto que la veamos contratar el servicio de prostitutos de la misma forma que en otras películas similares hemos visto hacer a hombres necesitados de relaciones sexuales que les permitan mantener el dominio y un evidente distanciamiento emocional. En este sentido, Sloane podría ser el equivalente femenino del Lobo de Wall Street que interpretó Di Caprio a las órdenes de Scorsese.



Elizabeth Sloane, que finalmente acabará siendo prisionera de las mismas reglas del juego de las que ella se ha valido para triunfar en un mundo de hombres, es un ejemplo magnífico para que nos volvamos a plantear uno de los eternos debates que siempre surgen cuando hablamos de mujeres y poder:  si el horizonte debe ser que efectivamente haya más mujeres ejerciéndolo – en la política, en la economía, en la cultura – , sin que tengamos que exigirles a ellas un plus de moralidad, de ética  y no digamos de competencia; o si el reto verdadero sería que hubiera mujeres (y hombres cómplices) con capacidad para transformar un modelo en el que de momento parece haber cabida solo para el sujeto depredador, el homo economicus, que el neoliberalismo ha elevado a la categoría de referencia suprema. A mí, personalmente, me encanta ver en el cine mujeres tan poderosas como la que interpreta Jessica Chastain, pero como ciudadano feminista sueño con una realidad en la que sujetas (o sujetos) como ella no sean el referente. De lo contrario, me temo, el olor a podrido del sistema no hará sino aumentar. Y como bien dice mi querida Amparo Rubiales, es hora de que desde el feminismo empecemos a hablar no solo en términos cuantitativos sino también de calidad.
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"SOLO TE FALTA UNA POLLA": El caso Sloane

Además de mostrarnos el mal olor de las tripas de las democracias en general, y de la norteamericana en particular, El caso Sloane es un más que interesante thriller en el que el protagonismo absoluto, cosa poco habitual en el cine en general y en este tipo de películas en particular, corresponde a una mujer. Y se trata de una mujer empoderada, que pisa fuerte, triunfadora en lo público, con liderazgo y autoridad. El personaje de Elizabeth Sloane, que interpreta de manera rutilante una impresionante Jessica Chastain, nos muestra un modelo de mujer que en definitiva reproduce al milímetro todos los esquemas de comportamiento del varón al que podríamos enmarcar dentro de la “masculinidad hegemónica”. De hecho, en uno de los diálogos tan brillantes que tiene la película otra mujer le recrimina literalmente que solo le falta tener una polla.  Y es que comprobamos como Elizabeth es una mujer que se ha volcado hasta el extremo en su vida profesional, de manera que carece de vida personal y/o familiar, que para dotarse de autoridad no duda en mantener actitudes y comportamientos agresivos y poco empáticos (por ejemplo con las personas que trabajan a sus órdenes), que parece no tener escrúpulos a la hora de luchar por un objetivo y a la que apenas vemos mostrar emociones, sentimientos o algo de empatía. Es el caso evidente de mujer que triunfa en lo público, en este caso en el nauseabundo mundo de los lobbies norteamericanos, asumiendo los patrones y las reglas del juego dictadas por el patriarca. Una mujer que ha optado por situarse en el “orden dominante” y por olvidar el “orden amoroso” de la vida, que diría mi querida colega Laura Mora. De ahí que resulte perfectamente coherente con el personaje propuesto que la veamos contratar el servicio de prostitutos de la misma forma que en otras películas similares hemos visto hacer a hombres necesitados de relaciones sexuales que les permitan mantener el dominio y un evidente distanciamiento emocional. En este sentido, Sloane podría ser el equivalente femenino del Lobo de Wall Street que interpretó Di Caprio a las órdenes de Scorsese.



Elizabeth Sloane, que finalmente acabará siendo prisionera de las mismas reglas del juego de las que ella se ha valido para triunfar en un mundo de hombres, es un ejemplo magnífico para que nos volvamos a plantear uno de los eternos debates que siempre surgen cuando hablamos de mujeres y poder:  si el horizonte debe ser que efectivamente haya más mujeres ejerciéndolo – en la política, en la economía, en la cultura – , sin que tengamos que exigirles a ellas un plus de moralidad, de ética  y no digamos de competencia; o si el reto verdadero sería que hubiera mujeres (y hombres cómplices) con capacidad para transformar un modelo en el que de momento parece haber cabida solo para el sujeto depredador, el homo economicus, que el neoliberalismo ha elevado a la categoría de referencia suprema. A mí, personalmente, me encanta ver en el cine mujeres tan poderosas como la que interpreta Jessica Chastain, pero como ciudadano feminista sueño con una realidad en la que sujetas (o sujetos) como ella no sean el referente. De lo contrario, me temo, el olor a podrido del sistema no hará sino aumentar. Y como bien dice mi querida Amparo Rubiales, es hora de que desde el feminismo empecemos a hablar no solo en términos cuantitativos sino también de calidad.
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RAFAEL HERNANDO: EL HOMBRE QUE NO DEBERÍAMOS SER.


Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” – un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado -, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”. Resulta mucho más fácil, como en tantos otros debates complejos, especificar lo que en todo caso no debería formar parte de un nuevo entendimiento de la virilidad, despojada al fin de lastres machistas y dispuesta a transitar por senderos en los que sea posible la equivalencia de mujeres y hombres. En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI. Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está  casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.


Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse. Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio de las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas a ellas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural. Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que me imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.


Los comentarios del portavoz popular, y no digamos las justificaciones posteriores dadas por él mismo y por algunos miembros (y miembras) de su partido, ponen de relieve uno de los mayores obstáculos que las mujeres siguen encontrando para ejercer su estatuto de ciudadanas en igualdad de condiciones con los hombres. Me refiero no solo a como nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a como desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto que si están en política es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.  De esta manera, y mientras que para los hombres los vínculos afectivos o sexuales no han supuesto nunca un argumento que mine nuestra autoridad – al contrario, incluso puede llegar a ser un factor más de reconocimiento entre iguales -, para ellas sus relaciones personales y familiares juegan en contra y son esgrimidas por el adversario como argumento de peso para quitarle valor a su acción política.


Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por como lo dice,  es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas. Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo. Ello pasa necesariamente por la renuncia a nuestra situación de comodidad, por la superación de la idea de que nuestros deseos pueden convertirse en derechos y por el reconocimiento de la igual autoridad de unas compañeras que todavía tienen que justificar sus méritos el doble que nosotros y a las que es habitual que se les niegue la competencia que con tanta facilidad se aplaude a varones mucho más mediocres que ellas.


Siguiendo el eco del acertado twit que mi admirada Leticia Dolera hizo circular tras escuchar a Hernando, si algo nos demostró la fallida moción de censura es que este país necesita no tanto un pacto contra la violencia de género sino un pacto contra el machismo. Lo cual pasa necesariamente por la pérdida de protagonismo en la escena pública de quienes no parecen dispuestos a bajarse del púlpito de su virilidad y por la militancia activa de todos nosotros, los sujetos privilegiados, en la renuncia a nuestros dividendos y en la denuncia feroz de cualquier comportamiento o actitud que nos marque como machitos habituados al ejercicio de la violencia. Una violencia que no solo se traduce en la que habitualmente identificamos estrictamente con la de género, según la LO 1/2004, sino que se expresa también en las múltiples formas – también simbólicas – mediante las que se humilla o desprecia a las mujeres. 


* ESTE ARTÍCULO FUE  PUBLICADO INICIALMENTE EN EL BLOG MUJERES DE EL PAÍS (16 de junio de 2017), sobre las 14 horas, pero posteriormente la dirección del periódico decidió retirarlo por considerarlo  «inapropiado».  


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RAFAEL HERNANDO: EL HOMBRE QUE NO DEBERÍAMOS SER.


Siempre que en algunas jornadas se plantea el interrogante sobre lo que significan las “nuevas masculinidades” – un término que a mí al menos me genera el rechazo propio de las etiquetas que no transcienden lo políticamente correcto y que en este caso incluso pueden seguirle el juego al patriarcado -, me resulta muy complicado precisar en qué consiste ser un hombre “nuevo”. Resulta mucho más fácil, como en tantos otros debates complejos, especificar lo que en todo caso no debería formar parte de un nuevo entendimiento de la virilidad, despojada al fin de lastres machistas y dispuesta a transitar por senderos en los que sea posible la equivalencia de mujeres y hombres. En este sentido, resulta tremendamente didáctico usar referentes de la vida pública para señalar justamente lo que no debería ser un hombre del siglo XXI. Un territorio, el de la vida pública, que todavía hoy está  casi enteramente poblado por sujetos que visten cómodamente el traje de la “masculinidad hegemónica” y que lógicamente están encantados de ser la parte privilegiada del contrato.


Si alguna consecuencia positiva podemos extraer del debate que tuvo lugar en el Congreso hace unos días con motivo de la moción de censura presentada por Unidos Podemos es, además de confirmar lo necesitado que está el Parlamento de voces contundentemente feministas como la de Irene Montero, el magnífico ejemplo que nos ofreció una vez más el portavoz del Grupo Parlamentario Popular sobre el tipo de varón que debería estar fuera de la vida pública y al que ningún joven debería aspirar a parecerse. Como es habitual en él, y como supongo que así lo espera el público que le aplaude y que comulga con su chulería misógina, Rafael Hernando demostró que uno de los ejes esenciales de la subjetividad masculina dominante es el desprecio de las mujeres, la negación de su individualidad y autoridad, así como la necesidad de empequeñecerlas a ellas para que nosotros podamos vernos el doble de nuestro tamaño natural. Algo que ya nos descubriera con su lucidez preclara Virginia Woolf a la que me imagino que Hernando y su fratría de iguales no tienen entre sus lecturas de cabecera.


Los comentarios del portavoz popular, y no digamos las justificaciones posteriores dadas por él mismo y por algunos miembros (y miembras) de su partido, ponen de relieve uno de los mayores obstáculos que las mujeres siguen encontrando para ejercer su estatuto de ciudadanas en igualdad de condiciones con los hombres. Me refiero no solo a como nosotros seguimos prácticamente monopolizando los púlpitos, que también, sino a como desde esos mismos espacios en los que actuamos como representantes de todas y de todos solemos devaluar las aportaciones de nuestras compañeras, les negamos valor por sí mismas y seguimos finalmente prorrogando la concepción de que de las mujeres solo pueden ser seres que viven por y para otros, y que por tanto que si están en política es porque hay hombres que se lo permiten y siempre, claro está, que ellas permanezcan en un lugar subordinado.  De esta manera, y mientras que para los hombres los vínculos afectivos o sexuales no han supuesto nunca un argumento que mine nuestra autoridad – al contrario, incluso puede llegar a ser un factor más de reconocimiento entre iguales -, para ellas sus relaciones personales y familiares juegan en contra y son esgrimidas por el adversario como argumento de peso para quitarle valor a su acción política.


Rafael Hernando, no solo por lo que dice sino por como lo dice,  es el mejor ejemplo de un modelo de virilidad que deberíamos superar si efectivamente queremos construir una sociedad en la que el sistema sexo/género no siga estableciendo jerarquías entre nosotros y ellas. Si efectivamente deseamos que los valores éticos que impregnen nuestra democracia tengan que ver, como bien nos enseña el feminismo, con el reconocimiento de nuestra fragilidad y por tanto de nuestra interdependencia, con la necesidad de establecer puentes entre las y los diferentes o con la asunción de que la vida pública y privada no son opuestas sino necesariamente complementarias, necesitamos un modelo diverso de hombría que deje atrás la omnipotencia de quien se sabe sujeto privilegiado y que sea capaz de reconocer a las mujeres como la mitad igual sin la que el pacto democrático no merece este adjetivo. Ello pasa necesariamente por la renuncia a nuestra situación de comodidad, por la superación de la idea de que nuestros deseos pueden convertirse en derechos y por el reconocimiento de la igual autoridad de unas compañeras que todavía tienen que justificar sus méritos el doble que nosotros y a las que es habitual que se les niegue la competencia que con tanta facilidad se aplaude a varones mucho más mediocres que ellas.


Siguiendo el eco del acertado twit que mi admirada Leticia Dolera hizo circular tras escuchar a Hernando, si algo nos demostró la fallida moción de censura es que este país necesita no tanto un pacto contra la violencia de género sino un pacto contra el machismo. Lo cual pasa necesariamente por la pérdida de protagonismo en la escena pública de quienes no parecen dispuestos a bajarse del púlpito de su virilidad y por la militancia activa de todos nosotros, los sujetos privilegiados, en la renuncia a nuestros dividendos y en la denuncia feroz de cualquier comportamiento o actitud que nos marque como machitos habituados al ejercicio de la violencia. Una violencia que no solo se traduce en la que habitualmente identificamos estrictamente con la de género, según la LO 1/2004, sino que se expresa también en las múltiples formas – también simbólicas – mediante las que se humilla o desprecia a las mujeres. 


* ESTE ARTÍCULO FUE  PUBLICADO INICIALMENTE EN EL BLOG MUJERES DE EL PAÍS (16 de junio de 2017), sobre las 14 horas, pero posteriormente la dirección del periódico decidió retirarlo por considerarlo  «inapropiado».  
POSTERIORMENTE EL ARTÍCULO FUE PUBLICADO EN WWW.ELDIARIO.ES:
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/Rafael-Hernando-hombre-deberiamos_6_655194519.html

Así como en diario PÚBLICO:

http://www.publico.es/actualidad/articulo-machismo-rafael-hernando-pais-no-quiere-leas.html


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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 12-6-17:

http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/donde-izquierda-laica_1152714.html

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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, 12-6-17:

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¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA LAICA?

A pesar de que nuestra Constitución está a punto de cumplir 40 años, todavía tenemos algunas transiciones pendientes. Una de ellas es la que finalmente nos permita transitar de un régimen confesional, como lo fue el franquista, a un modelo laico en el que tengamos muy claro cuál es el lugar de las cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía en el espacio público. Una cuestión que a lo largo de estas ya cuatro décadas ha sido permanentemente mal interpretada y cuando no arrinconada por una izquierda que, salvo excepciones, le ha hecho el juego a la confesionalidad encubierta que seguimos sufriendo. Bastaría con recordar como por ejemplo con el gobierno de Rodríguez Zapatero se incrementó la financiación a la Iglesia Católica o como también durante ese período se dejó guardada en un cajón la más que necesaria reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Por no hablar, sin ir más lejos, de cómo hace apenas unos meses el grupo socialista de nuestro Ayuntamiento se abstuvo ante la propuesta sobre laicidad institucional de Ganemos Córdoba e IU.
La reciente concesión por el Ayuntamiento de Cádiz de una medalla a la Virgen del Rosario, y sobre todo los argumentos que se han dado para justificarla por parte no solo del alcalde de la ciudad sino también por el mismo Pablo Iglesias, han vuelto a demostrar que la izquierda de este país tiene un serio problema con la laicidad. Tal y como hemos podido comprobar en los argumentos usados por los que se supone que son representantes de la «nueva política», así como en algún que otro artículo de prensa que ha tratado de justificarlo, sigue sin entenderse que cuando hablamos de laicidad no nos estamos refiriendo a la valoración moral sobre las creencias de la ciudadanía, ni por supuesto a ninguna política que pretenda someterlas a persecución, sino que con ese término lo que se pretende es articular un modelo de relaciones de los poderes públicos y de las instituciones con el hecho religioso. Un modelo que, desde mi punto de vista, solo puede ser respetuoso justamente con la libertad de conciencia de toda la ciudadanía, y por tanto con el pluralismo, si se mantienen como esferas estrictamente separadas la que debe estar regida por la ética común y la que corresponde a la opción personalísima de cada uno. Lo cual no quiere decir, insisto, que se penalicen las creencias, que se persiga al que crea en un dios distinto o al que no crea en ningún dios o diosa, o que se impidan las celebraciones que ampara la libertad de cultos. Lo que la laicidad persigue es que no quede la más mínima duda del carácter neutral, y por tanto acogedor de todas las diferencias, de las instituciones públicas. Una neutralidad que ha de ser visible en las políticas de relación con las confesiones, en los gestos mediante los cuales nuestros representantes actúan como delegados de la voluntad de todas y de todos y, por supuesto, en una estricta separación de lo que son los valores que han de regir el espacio común y los que cada cual escoge para que rijan su moral privada.
Por lo tanto, resultan como mínimo cuestionables los argumentos que apelan a las tradiciones, a las costumbres o al peso social de una determinada práctica para justificar que nuestros representantes porten báculos, otorguen medallas a objetos inanimados o revistan de los rituales de un credo concreto los actos y celebraciones en las que todas y todos, incluidas las personas agnósticas y ateas, debemos sentirnos representadas. Espero pues que el «Somos la izquierda» que anuncia el PSOE de Sánchez implique también de una vez por todas que son la izquierda laica, como espero que la «nueva política» deje por fin de agarrarse a los viejos moldes con tal de legitimarse en el poder. Nada más y nada menos que por razones de salud democrática.
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PUTEROS: LOS NUEVOS BÁRBAROS DEL PATRIARCADO


 Los puteros encuentran en el acto prostitucional la posibilidad de desarrollar una masculinidad salvaje hasta borrar de su subjetividad los límites entre violencia, coacción y consentimiento. Sus prácticas agresivas y violentas son llevadas a su conciencia como actos voluntarios de las mujeres prostituidas. En el prostíbulo refuerzan la fantasía de su hipermasculinidad, permanentemente en sospecha”.  

Así termina el último e imprescindible libro de Rosa Cobo, desvelando en el rostro de quienes habitualmente son invisibles en los relatos sobre la prostitución cuando son ellos los que permiten la prórroga de una institución en la que el patriarcado se expresa con toda su crudeza.  Aunque se calcula que aproximadamente el 40% de la población masculina española es o ha sido demandante de prostitución, los sujetos prostituidores apenas aparecen en unas narrativas que dan por prácticamente natural, y por tanto legitiman, que los hombres tengamos una irrefrenable sexualidad que exige que tengamos a nuestra disposición el cuerpo de cualquier mujer. Una manera más de evidenciar a quien corresponde el poder en nuestras sociedades, un poder que en plena apoteosis neoliberal se traduce en la posibilidad de convertir los deseos en derechos.


En unos momentos de revancha patriarcal, y en los que la cultura consumista y del ocio propia del capitalismo más salvaje ha convertido el sexo en una industria global, la prostitución representa uno de esas últimos espacios en los que los varones, muchos varones lamentablemente, refuerzan  y normalizan la masculinidad hegemónica. Una masculinidad construida por los siglos de los siglos sobre la idea del control y el dominio, y que requiere constantemente de la confirmación entre los pares. Solo así sobrevive a su innata precariedad. De ahí que ser un hombre de verdad implique, ante todo, poder demostrarlo ante los iguales, para lo que, con frecuencia, se participa en ceremonias tribales, como es el acceso en grupo a mujeres prostituidas o las violaciones en la que los pares hacen viral su virilidad.  En esta celebración colectiva, que no es solo la manifestación más extrema de como hemos legitimado mediante el ocio el puro y duro comercio sexual, los sujetos masculinos sellan y confirman uno de esos  “pactos juramentados” que, como bien ha explicado Celia Amorós, sostienen el orden patriarcal.

El gran acierto del libro La prostitución en el corazón del capitalismo no es solo evidenciar el significado político de los demandantes de prostitución, y en consecuencia la necesidad de incidir de manera urgente sobre la desactivación y deslegitimación  de su demanda, sino insertar la institución en la intersección entre capitalismo y patriarcado.  Una intersección que ha cobrado especial vigor a partir de los años 80 del pasado siglo y que se está traduciendo de hecho en un mayor poder de muchos varones frente a la creciente vulnerabilidad de las mujeres. En ese contexto, en el que además estamos asistiendo a una reacción patriarcal frente a lo que en las últimas décadas del siglo XX fueron conquistas del feminismo, es donde hemos de situar la cada día más pujante industria del sexo, la casi naturalizada hipersexualización de las mujeres y, por supuesto, el discurso que ha convertido la autonomía femenina en el argumento clave para justificar prácticas que, sin embargo, solo pueden ser analizadas éticamente desde el contexto relacional de género que las sitúa a ellas  como subordinadas.

En consecuencia, como bien explica Rosa Cobo, la prostitución no puede ser estudiada desde las experiencias individuales sino que necesariamente ha de situarse en el marco de los sistemas de dominio sobre los que se edifican las sociedades.  Eso pasa por realizar un análisis de género en el que tengamos en cuenta no solo como se construyen jerarquías a partir del control masculino sobre el cuerpo femenino, sino también como desde esa construcción jerárquica estamos dando un determinado sentido de poder a una subjetividad y otra. Además, ese análisis resultaría incompleto si no abordamos como la prostitución se ha convertido en un poderosísimo sector económico a nivel global, que expresa dramáticamente la brecha entre los pudientes y las excluidas y en el que además interseccionan los factores étnicos, de raza o de procedencia nacional que alimentan lo que Saskia Sassen denomina “nuevas lógicas de expulsión”.  Todo ello en un contexto cultural en el que la pornografía se ha convertido en un fenómeno social global, naturalizado y legitimado, apenas censurado, y que constituye la “metáfora perfecta del significado simbólico y material del patriarcado”.  Es decir, “la pornografía representa a las mujeres como seres radicalmente sexualizados y pasivos que cumplen la función de disponibilidad sexual para los varones; (…) los varones son representados como seres activos que necesitan acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres como condición de posibilidad de su masculinidad;  y el parámetro de la sexualidad masculina opera casi siempre con dosis mayores  o menores de violencia y agresividad”. Una representación que se está convirtiendo en los últimos años en un factor esencial en una “socialización de género” que reafirma y subraya el derecho de los varones a disponer del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, las cuales, a su vez, han de convertir en eje de su construcción como sujetos las armas de seducción mediante las que captar la atención en el mercado de machos feroces.

Por lo tanto, es imposible separar el análisis de la prostitución de la trata y las nuevas formas de esclavitud que se generan en el mercado transnacional. Como tampoco es posible argumentar sin más la autonomía de las mujeres para que opten por la prestación de servicios sexuales como si se tratara de un trabajo más sin tener en cuenta las relaciones de poder en el que se enmarca esa pretendida libertad de elección.  Situarse en esa posición implica dar por bueno el paradigma del individuo propietario y la lógica contractual en que se apoya el liberalismo para sostener su visión de los derechos humanos.  De ahí a legitimar la esclavitud, cualquier forma de esclavitud, hay solo un paso. Por lo tanto, y estoy totalmente de acuerdo con la autora, no creo que el “trabajo sexual” emancipe a las mujeres, sino que más bien es la lucha contra cualquier explotación, incluida la sexual, la que puede finalmente hacerlas libres.  Una lucha en la que los varones, como he sostenido en el recientemente publicado Elementos para una teoría crítica del sistema prostitucional (http://www.editorialcomares.com/TV/articulo/3166-Elementos_para_una_teoria_critica_del_sistema_prostitucional.html ), hemos de jugar un papel esencial porque hemos de dejar de ser cómplices legitimadores de todas esas formas de esclavitud y convertirnos en agentes militantes contra un orden económico, político y cultural que nos sitúa en el lado privilegiado y a nuestras compañeras en el de la sumisión. Es decir, solo atreviéndonos a romper los pactos juramentados que desde hace siglos nos revisten de autoridad podremos poner las bases para un mundo más justo en el que mujeres y hombres seamos al fin seres equivalentes. Lo cual pasa, entre otras urgentes cuestiones, por deconstruir una virilidad dominante y depredadora así como por socializarnos en un entendimiento de la sexualidad como espacio de comunicación entre iguales.

PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 7 DE JUNIO DE 2017: 
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/puteros-los-nuevo-barbaros-del-patriarcado_a_22124951/
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