CONTRA EL PSOE DOMESTICADO

Justo antes de que empezara la campaña de las primarias socialistas publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado «Lo que se juega el PSOE», en el que trataba de explicar como, más allá de personalismos, el partido se enfrentaba al reto de superar los paradigmas del pasado o, por el contrario, prorrogar unas estructuras y un modelo que poco sirven ya para el siglo XXI. El mismo día de su publicación recibí el mensaje de un militante socialista de nuestra ciudad que me felicitaba por él y que me decía que estaba totalmente de acuerdo conmigo pero que él no podía decirlo. Ese mensaje, con toda la carga antidemocrática que conllevaba de miedo y de sumisión, representa a la perfección las perversas dinámicas que el PSOE, muy especialmente en Andalucía, ha desarrollado durante las muchas décadas instalado en el poder y sin una alternativa capaz de hacerle sombra. El poder, no lo olvidemos, produce monstruos cuyo peligro es directamente proporcional a la mediocridad de quienes lo sustentan.
Como bien se ha explicado en la última semana, el hecho de que Susana Díaz recibiera menos votos que avales refleja exactamente las estructuras que han ido tejiendo a lo largo de las décadas una tupida red de clientelismos, débitos y complicidades. Una red que para mantenerse ha exigido la anulación de las individualides, la negación de los espíritus críticos y la conversión del debate político en una especie de coro de esclavos que no han sabido más que repetir las consignas que les repetían desde la cúpula. Eso, lógicamente, ha provocado una huida de los espíritus libres y, lo que es peor, un progresivo alejamiento del pulso de la calle, de la compleja diversidad de una ciudadanía que sobre todo en los últimos años ha mostrado su insatisfacción con unos partidos y una clase política que ha estado más atenta a su propio ombligo que a las demandas sociales. En este modelo malsano de ejercicio de la representación han encontrado además un refugio ideal todas aquellas y todos aquellos a los que no se les conoce más trayectoria profesional que vivir del partido junto a quienes parecen encontrar en la vida pública el trayecto más facilón, y no sé si reconfortante, para alcanzar un status que por sus propios méritos difícilmente alcanzarían.
Por todo ello no es de extrañar que Córdoba haya sido uno de los principales bastiones del susanismo. Para entenderlo no hay más que hacer un rápido recorrido por los nombres de quienes llevan décadas controlando las riendas y de quienes, con frecuencia en una relativa sombra, son cómplices de la estructura y lógicamente prefieren callar antes que las palabras pongan en peligro ese lugar desde el que creen tener una pequeña cuota de poder y prestigio. No estaría mal que cruzáramos estas evidencias con las que desde hace mucho tiempo siguen marcando a esta provincia como la que presenta peores datos en todos los indicativos de desarrollo socioeconómico, como tampoco estaría de más reflexionar sobre de qué manera un modelo de partido que elude la transparencia, el pluralismo y la renovación de las élites ha tenido una determinada incidencia en que Andalucía, pese a los discursos triunfalistas, tengan muchos indicadores de los que avergonzarse.
La rebelión de la militancia el pasado domingo ha supuesto, entre otras muchas cosas, un levantamiento contra ese modelo anquilosado, heredero y continuador de un «pacto juramentado» entre (b)varones, generador de cobardías pagadas con favores y de alianzas que han limitado la política al estás conmigo o estás contra mí. El PSOE tiene pues ahora la oportunidad, tal vez la última, de superar esa perversa maquinaria y de recuperar el aliento de la izquierda. De lo contrario se condenará directamente a la irrelevancia y languidecerá penosamente en una Andalucía donde seguimos anestesiados por Juan Imedio, María del Monte y el paternalismo de quienes continúan empeñados en salvarnos desde los púlpitos.
Publicado en DIARIO CÓRDOBA, lunes 29 de mayo 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/psoe-domesticado_1149581.html
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LA PÉRDIDA DEL PADRE Y DOS MUJERES PERDIDAS

Mentiría si dijera que la excelente primera película de Lino Escalera es solo una película sobre la pérdida de un ser querido. Por supuesto que es también el relato de cómo afrontar ese duro momento vital en el que nos vemos obligados a asumir la caducidad de los días, pero es mucho más que eso. Es también, y es lo que más me interesa, la historia de dos mujeres, las dos hermanas que de muy distinta manera se enfrentan al final del padre. Dos mujeres que asumen su eterna tarea de cuidadoras y de las que vamos descubriendo, con apenas unos trazos, sin grandes estridencias, que son perdedoras, que han sido maltratadas por la vida, si bien de distinta manera, que ambas son esclavas de un lugar en el mundo que no les satisface del todo, que casi podríamos afirmar que se limitan más a sobrevivir en la corriente que les ha tocado en suerte que a nadar contra ella.

La dura historia de No sé decir adiós, que nos enfrenta sin estridencias ni sentimentalismos a lo que supone una enfermedad terminal no tanto en quien la sufre sino en quienes lo rodean, nos ofrece el retrato de dos mujeres, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), que han seguido rumbos distintos y a las que encontramos, a una edad ya de madurez, igualmente perdidas y doloridas. Aunque cada una de ellas lo viva y lo exprese de manera muy distinta: Blanca desde el sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, la paciencia y una cierta resignación; Carla desde un proceso autodestructivo que la va haciendo cada vez más prisionera de su soledad y de sus angustias. Las dos, que vuelven a reunirse y hasta a enfrentarse en torno al patriarca que durante años fue el que puso ley y orden, y al que ahora vemos cómo se reduce casi a un niño, se nos muestran infelices, atadas, faltas de luz en un presente que tal vez poco tenga que ver con el que un día soñaron. Carla y Blanca, Blanca y Carla: dos nombres llenos de «aes», la letra del femenino, la que cierra siempre los sustantivos que designaron durante siglos al «otro». Una en el Sur de siempre, en la Almería seca del Sur, la otra en la Barcelona de mujeres y hombres cosmopolitas. La que se quedó y la que se fue.

La historia de estos tres personajes, y de los secundarios que son esenciales para entender mejor a los principales, está contada con temple dramática y sin ninguna concesión a lo facilón. Con elegantes y a veces fulminantes cortes a negro, como el bellísimo que cierra la película, que nos dejan a la intemperie. Un ejercicio tan ponderado, en el que incluso aflora el humor en algunas ocasiones, no habría sido posible sin un actor y unas actrices como quienes espero que en la próxima temporada de premios se lleven unos cuantos. Hacía tiempo que Juan Diego no hacía una interpretación tan contenida y emocionante, como hacía muchas películas que Lola Dueñas no volvía a brillar con esa mirada tan suya que se mueve entre la ingenuidad, la sensibilidad a flor de piel y una fragilidad que esconde fuerza de mujer. Pero sin duda la enorme protagonista de la película es una Nathalie Poza que compone una Carla desgarradora, enferma del alma, a la que la próxima muerte del padre le hace enfrentarse con el espejo. Su rostro, todo su cuerpo, hasta el último pelo de su cabeza, sirven a la perfección para expresar su desconsuelo. Y su rabia. Es imposible no entenderla, no empatizar con ella, no pensar en que ojalá para ella la pérdida del que se va sea el inicio del reencuentro con ella misma.


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LA PÉRDIDA DEL PADRE Y DOS MUJERES PERDIDAS

Mentiría si dijera que la excelente primera película de Lino Escalera es solo una película sobre la pérdida de un ser querido. Por supuesto que es también el relato de cómo afrontar ese duro momento vital en el que nos vemos obligados a asumir la caducidad de los días, pero es mucho más que eso. Es también, y es lo que más me interesa, la historia de dos mujeres, las dos hermanas que de muy distinta manera se enfrentan al final del padre. Dos mujeres que asumen su eterna tarea de cuidadoras y de las que vamos descubriendo, con apenas unos trazos, sin grandes estridencias, que son perdedoras, que han sido maltratadas por la vida, si bien de distinta manera, que ambas son esclavas de un lugar en el mundo que no les satisface del todo, que casi podríamos afirmar que se limitan más a sobrevivir en la corriente que les ha tocado en suerte que a nadar contra ella.

La dura historia de No sé decir adiós, que nos enfrenta sin estridencias ni sentimentalismos a lo que supone una enfermedad terminal no tanto en quien la sufre sino en quienes lo rodean, nos ofrece el retrato de dos mujeres, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), que han seguido rumbos distintos y a las que encontramos, a una edad ya de madurez, igualmente perdidas y doloridas. Aunque cada una de ellas lo viva y lo exprese de manera muy distinta: Blanca desde el sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, la paciencia y una cierta resignación; Carla desde un proceso autodestructivo que la va haciendo cada vez más prisionera de su soledad y de sus angustias. Las dos, que vuelven a reunirse y hasta a enfrentarse en torno al patriarca que durante años fue el que puso ley y orden, y al que ahora vemos cómo se reduce casi a un niño, se nos muestran infelices, atadas, faltas de luz en un presente que tal vez poco tenga que ver con el que un día soñaron. Carla y Blanca, Blanca y Carla: dos nombres llenos de «aes», la letra del femenino, la que cierra siempre los sustantivos que designaron durante siglos al «otro». Una en el Sur de siempre, en la Almería seca del Sur, la otra en la Barcelona de mujeres y hombres cosmopolitas. La que se quedó y la que se fue.

La historia de estos tres personajes, y de los secundarios que son esenciales para entender mejor a los principales, está contada con temple dramática y sin ninguna concesión a lo facilón. Con elegantes y a veces fulminantes cortes a negro, como el bellísimo que cierra la película, que nos dejan a la intemperie. Un ejercicio tan ponderado, en el que incluso aflora el humor en algunas ocasiones, no habría sido posible sin un actor y unas actrices como quienes espero que en la próxima temporada de premios se lleven unos cuantos. Hacía tiempo que Juan Diego no hacía una interpretación tan contenida y emocionante, como hacía muchas películas que Lola Dueñas no volvía a brillar con esa mirada tan suya que se mueve entre la ingenuidad, la sensibilidad a flor de piel y una fragilidad que esconde fuerza de mujer. Pero sin duda la enorme protagonista de la película es una Nathalie Poza que compone una Carla desgarradora, enferma del alma, a la que la próxima muerte del padre le hace enfrentarse con el espejo. Su rostro, todo su cuerpo, hasta el último pelo de su cabeza, sirven a la perfección para expresar su desconsuelo. Y su rabia. Es imposible no entenderla, no empatizar con ella, no pensar en que ojalá para ella la pérdida del que se va sea el inicio del reencuentro con ella misma.


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“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran”

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto. Por primera vez siento el poder que ellos tienen”
El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO. Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones que viven las personas que ven pisoteada su dignidad. Solo desde esa “empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los derechos Lynn Hunt, es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia democrática. No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel de otro (e incluso de otra).

En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada. En él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla, al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa cuyo pene parece valer más que el útero de su criada. Al fondo, muy desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus piernas a la que parirá para ella. Y apenas intuimos, tras el hombre, tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros. Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo, sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad. Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia que no demuestra esa relación jerárquica. No olvidemos, además, que en este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la vida privada o familiar de otros.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su sometimiento a condiciones heterónomas. Tendríamos que preguntarnos si sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos gustaría construir y bajo qué precio. En este sentido, leer, y ver ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.

Publicado BLOG MUJERES El País:
http://elpais.com/elpais/2017/05/18/mujeres/1495121982_989076.html

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“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran”

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto. Por primera vez siento el poder que ellos tienen”
El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO. Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones que viven las personas que ven pisoteada su dignidad. Solo desde esa “empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los derechos Lynn Hunt, es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia democrática. No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel de otro (e incluso de otra).

En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada. En él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla, al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa cuyo pene parece valer más que el útero de su criada. Al fondo, muy desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus piernas a la que parirá para ella. Y apenas intuimos, tras el hombre, tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista. Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros. Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo, sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad. Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia que no demuestra esa relación jerárquica. No olvidemos, además, que en este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la vida privada o familiar de otros.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su sometimiento a condiciones heterónomas. Tendríamos que preguntarnos si sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos gustaría construir y bajo qué precio. En este sentido, leer, y ver ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.

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SALVADOR SOBRAL: OTRA MASCULINIDAD ES POSIBLE

El triunfo de Salvador Sobral el pasado sábado en Eurovisión, además de mostrarnos entre otras cosas, y como él mismo dijo, que la música, la música de verdad, nada tiene que ver con los fuegos de artificio, supone también una oportunidad para demostrarnos que otra masculinidad es posible. Es decir, en un contexto tan hipermasculinizado y androcéntrico como el del Festival (recordemos como pese a “celebrar la diversidad” los tres presentadores eurovisivos fueron hombres, y como la mayoría de las chicas competidoras insistieron, de una forma u otra, en mostrarse como cuerpos fuertemente sexuados), consumido y aplaudido muy especialmente por un público gay, el portugués supuso una ruptura con el discurso normativo que nos revela lo que significa ser un hombre de verdad. Un discurso en el que mucho me temo la incidencia de la diversidad afectivo/sexual está siendo mínima porque la masculinidad hegemónica, unida a los dictados de un mercado que busca hombres ante todo que consuman y hagan circular el dinero, está provocando que la imagen mediática y públicamente reconocible del chico gay exitoso no difiera mucho de la del hetero.

De esta manera, no hemos situado en un plano de perversa “igualdad” en el que todos pasamos por el aro de reproducir el modelo heroico de siempre, es decir, el del tipo fuerte, preparado siempre para la acción, sujeto deseante y que hace de su cuerpo una herramienta esencial para situarse en el mercado. Por eso no es de extrañar que la vigorexia se esté extendiendo como un problema cada vez más serio entre los chicos jóvenes, o que los gimnasios se hayan convertido en los nuevos santuarios de la masculinidad o que la publicidad, bajo la apariencia de nuevos tiempos, nos siga ofreciendo en definitiva la imagen del macho de siempre. O sea, la del que parece preparado para combatir en cualquier momento, para seducir y llevar las riendas del pacto sexual y para continuar siendo el vaquero sin ley al que nadie parece discutir el privilegio de ser siempre el dominante. Un vaquero que, insisto, seduce por igual a mujeres y a hombres. Porque no estamos hablando de orientación sexual, o de deseos que van y vienen, sino de cómo se continúa conformando la masculinidad exitosa en pleno siglo XXI.
Frente a ese discurso, que es el que reiteradamente nos ofrecen los medios de comunicación, las películas que vemos o las canciones que bailamos, el portugués Sobral representa justo lo contrario. En todas las crónicas del festival se ha destacado su desaliño, que llevase un traje varias tallas mayor que la suya o que no pareciera en general muy preocupado por su aspecto físico. Se ha destacado de él como una cualidad que le ha hecho sumar puntos su fragilidad o su capacidad para despertar emociones sin estridencias. Verlo actuar como si se tratara de un cristal a punto de romperse frente a la sexualidad desbordante del representante israelí, de la chispa tan masculina del italiano o de la seducción tan Bond del sueco, supuso para mí (re)encontrarme con otro modelo de hombre que me gustaría sirviera como palanca para darle la vuelta a este mundo tan patriarcal y machista que seguimos sufriendo (y del que, no hace falta aclararlo, son principales víctimas las mujeres).
Salvador Sobral, que tuvo además la generosidad de acompañarse en el triunfo por su hermana, que es sin duda la gran mente creadora del tándem, me transmite muchas de las claves que están o deberían estar en lo que yo llamaría la revolución masculina pendiente, y que no es otra que la urgente necesidad que tenemos los hombres de bajarnos de los púlpitos, de todos los púlpitos, y de situarnos horizontalmente a ras del suelo. Como hizo en su actuación el portugués. Despojados de todas las vestimentas que sirven para certificar nuestro imperio, revestidos de la ternura que como bien dijo Petra Kelly puede ser una extraordinaria arma política, dispuestos a renunciar a los músculos tanto de nuestro cuerpo como de los que parece regalarnos el ejercicio del poder. La voz que ha sido capaz de emocionar a millones de personas al mismo tiempo, operando ese milagro que solo el verdadero arte consigue, debería servirnos como una especie de pasaporte para todos aquellos que estamos empeñados en transitar de una masculinidad asfixiante a otra en la que podamos relajadamente disfrutar de lo pequeño y asumir nuestra dependencia de los demás. Solo así, me temo, será posible construir otro mundo, ese mundo por el que nuestras compañeras feministas llevan siglos luchando, y en el que será una gozada descubrir que es el reconocimiento de nuestra fragilidad lo que nos puede hacer más fuertes. Los ganadores no de una competición sino de un mundo en el que habremos sabido despojarnos de lo que nos disfraza y en el que nos habremos quedado transparentes como el cristal. Cuidadosamente interdependientes, emocionalmente solidarios, nunca más desnortados y siempre mirando al sur. El sur posible que también representa Portugal y su canción.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 16 DE MAYO DE 2017:
http://www.tribunafeminista.org/2017/05/salvador-sobral-otra-masculinidad-es-posible/
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SALVADOR SOBRAL: OTRA MASCULINIDAD ES POSIBLE

El triunfo de Salvador Sobral el pasado sábado en Eurovisión, además de mostrarnos entre otras cosas, y como él mismo dijo, que la música, la música de verdad, nada tiene que ver con los fuegos de artificio, supone también una oportunidad para demostrarnos que otra masculinidad es posible. Es decir, en un contexto tan hipermasculinizado y androcéntrico como el del Festival (recordemos como pese a “celebrar la diversidad” los tres presentadores eurovisivos fueron hombres, y como la mayoría de las chicas competidoras insistieron, de una forma u otra, en mostrarse como cuerpos fuertemente sexuados), consumido y aplaudido muy especialmente por un público gay, el portugués supuso una ruptura con el discurso normativo que nos revela lo que significa ser un hombre de verdad. Un discurso en el que mucho me temo la incidencia de la diversidad afectivo/sexual está siendo mínima porque la masculinidad hegemónica, unida a los dictados de un mercado que busca hombres ante todo que consuman y hagan circular el dinero, está provocando que la imagen mediática y públicamente reconocible del chico gay exitoso no difiera mucho de la del hetero.

De esta manera, no hemos situado en un plano de perversa “igualdad” en el que todos pasamos por el aro de reproducir el modelo heroico de siempre, es decir, el del tipo fuerte, preparado siempre para la acción, sujeto deseante y que hace de su cuerpo una herramienta esencial para situarse en el mercado. Por eso no es de extrañar que la vigorexia se esté extendiendo como un problema cada vez más serio entre los chicos jóvenes, o que los gimnasios se hayan convertido en los nuevos santuarios de la masculinidad o que la publicidad, bajo la apariencia de nuevos tiempos, nos siga ofreciendo en definitiva la imagen del macho de siempre. O sea, la del que parece preparado para combatir en cualquier momento, para seducir y llevar las riendas del pacto sexual y para continuar siendo el vaquero sin ley al que nadie parece discutir el privilegio de ser siempre el dominante. Un vaquero que, insisto, seduce por igual a mujeres y a hombres. Porque no estamos hablando de orientación sexual, o de deseos que van y vienen, sino de cómo se continúa conformando la masculinidad exitosa en pleno siglo XXI.
Frente a ese discurso, que es el que reiteradamente nos ofrecen los medios de comunicación, las películas que vemos o las canciones que bailamos, el portugués Sobral representa justo lo contrario. En todas las crónicas del festival se ha destacado su desaliño, que llevase un traje varias tallas mayor que la suya o que no pareciera en general muy preocupado por su aspecto físico. Se ha destacado de él como una cualidad que le ha hecho sumar puntos su fragilidad o su capacidad para despertar emociones sin estridencias. Verlo actuar como si se tratara de un cristal a punto de romperse frente a la sexualidad desbordante del representante israelí, de la chispa tan masculina del italiano o de la seducción tan Bond del sueco, supuso para mí (re)encontrarme con otro modelo de hombre que me gustaría sirviera como palanca para darle la vuelta a este mundo tan patriarcal y machista que seguimos sufriendo (y del que, no hace falta aclararlo, son principales víctimas las mujeres).
Salvador Sobral, que tuvo además la generosidad de acompañarse en el triunfo por su hermana, que es sin duda la gran mente creadora del tándem, me transmite muchas de las claves que están o deberían estar en lo que yo llamaría la revolución masculina pendiente, y que no es otra que la urgente necesidad que tenemos los hombres de bajarnos de los púlpitos, de todos los púlpitos, y de situarnos horizontalmente a ras del suelo. Como hizo en su actuación el portugués. Despojados de todas las vestimentas que sirven para certificar nuestro imperio, revestidos de la ternura que como bien dijo Petra Kelly puede ser una extraordinaria arma política, dispuestos a renunciar a los músculos tanto de nuestro cuerpo como de los que parece regalarnos el ejercicio del poder. La voz que ha sido capaz de emocionar a millones de personas al mismo tiempo, operando ese milagro que solo el verdadero arte consigue, debería servirnos como una especie de pasaporte para todos aquellos que estamos empeñados en transitar de una masculinidad asfixiante a otra en la que podamos relajadamente disfrutar de lo pequeño y asumir nuestra dependencia de los demás. Solo así, me temo, será posible construir otro mundo, ese mundo por el que nuestras compañeras feministas llevan siglos luchando, y en el que será una gozada descubrir que es el reconocimiento de nuestra fragilidad lo que nos puede hacer más fuertes. Los ganadores no de una competición sino de un mundo en el que habremos sabido despojarnos de lo que nos disfraza y en el que nos habremos quedado transparentes como el cristal. Cuidadosamente interdependientes, emocionalmente solidarios, nunca más desnortados y siempre mirando al sur. El sur posible que también representa Portugal y su canción.
PUBLICADO EN TRIBUNA FEMINISTA, 16 DE MAYO DE 2017:
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EL PATIO DE RAFAEL

Hace ya algunos años que siento que nos han robado los patios. El turismo todopoderoso, gestionado por unos representantes más preocupados por el orden dominante que por el amoroso de la vida, ha convertido mayo en una especie de parque temático en el que todos nos convertimos en masa que fotografía con el móvil. Una masa en la que los individuos solo importamos para ser contabilizados y formar parte de una estadística. Una pieza más en una larga cadena de montaje que suma para un producto final que no sé bien quién venderá y que en todo caso dará regocijo a los mercaderes. Un número, así me sentí cada vez que el vigilante de turno le daba al click que me convertía en argumento para un nuevo record, en pretexto para instituciones que solo entienden el desarrollo en clave económica, en una especie de aval para que los empresarios gozosos sigan contratando a camareros y camareras de forma precaria.
Aunque es cierto que tengo la sensación de que estos patios de mayo no son los que un día me sedujeron, todavía me queda un lugar donde consigo reencontrarme con las esencias. Con el tiempo lento y sereno que supone adentrarse en un espacio en el que parecen no regir las reglas de afuera, en el que uno puede soñar con un horizonte ecofeminista, en el que tienen tanto valor o más que las flores las palabras que tejen diálogos. Aunque sé que no necesito que llegue mayo para refugiarme en él, en esta época del año siempre cumplo fielmente el ritual de volver al patio de Rafael Barón para oler esos perfumes que tanto me cuentan de la Madre Tierra, del cielo posible en el que él cree, de las plantas que tanto me recuerdan a las manos de mis abuelas. Siempre que me adentro en el número 2 de la calle Pastora es como si dejara atrás la pesada mochila de los días y así, prácticamente desnudo, como todas y todos estamos cuando llegamos a la vida, me adentrara en un paraíso sin serpientes. El edén urbano en el que es posible que convivan todos los colores del arco iris, sin fobias, todos los orígenes y todos los horizontes, sin tolerancia ni jerarquías. Porque en el patio de Rafael todo se vuelve horizontal y resulta fácil conversar y trazar puentes, como si en lugar de adversarios fuéramos arquitectos empeñados en unir orillas.
Cuando la fiesta de los patios se ha convertido en una larga cola de visitantes hambrientos de selfies, y cuando apenas nada queda de lo que algunos pensamos que merecía ser patrimonio de la Humanidad por lo que suponía de modelo de convivencia y no de escaparate, huyo del click que nos deshumaniza y me refugio en la casa de quien ha entendido que la hospitalidad es una norma ética. Y que solo desde ese sentido extremo de la generosidad que supone abrir tu espacio privado, siempre tan femenino, para que sea de los demás y por tanto se haga público/democrático, es posible seguir construyendo ciudadanía. Porque ese es al fin el sentido último que acabo (re)descubriendo en ese rincón de la calle Pastora: el aliento estético y ético que necesitamos para vivir en democracia, la armonía que ha de ser tejida entre y por los diferentes, la paz que calma la sed de quienes estamos demasiado presionados siempre por las expectativas que nos interpelan para convertirnos en exitosos. En el patio de Rafael Barón, al que siempre vuelvo con la inocencia del que lo descubre por primera vez, es fácil descubrir que el verdadero éxito reside en abrir los armarios y aprehender que lo personal es político. Como parecen decirnos esas flores republicanas con las que este año Rafael me ha hecho un guiño y que tanto me cuentan de los patios en que mis abuelas aprendieron el sentido de la vida leyendo en las plantas lo que un mundo de hombres no les dejaba leer en los libros.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 15-5-17:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/patio-rafael_1146563.html

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EL PATIO DE RAFAEL

Hace ya algunos años que siento que nos han robado los patios. El turismo todopoderoso, gestionado por unos representantes más preocupados por el orden dominante que por el amoroso de la vida, ha convertido mayo en una especie de parque temático en el que todos nos convertimos en masa que fotografía con el móvil. Una masa en la que los individuos solo importamos para ser contabilizados y formar parte de una estadística. Una pieza más en una larga cadena de montaje que suma para un producto final que no sé bien quién venderá y que en todo caso dará regocijo a los mercaderes. Un número, así me sentí cada vez que el vigilante de turno le daba al click que me convertía en argumento para un nuevo record, en pretexto para instituciones que solo entienden el desarrollo en clave económica, en una especie de aval para que los empresarios gozosos sigan contratando a camareros y camareras de forma precaria.
Aunque es cierto que tengo la sensación de que estos patios de mayo no son los que un día me sedujeron, todavía me queda un lugar donde consigo reencontrarme con las esencias. Con el tiempo lento y sereno que supone adentrarse en un espacio en el que parecen no regir las reglas de afuera, en el que uno puede soñar con un horizonte ecofeminista, en el que tienen tanto valor o más que las flores las palabras que tejen diálogos. Aunque sé que no necesito que llegue mayo para refugiarme en él, en esta época del año siempre cumplo fielmente el ritual de volver al patio de Rafael Barón para oler esos perfumes que tanto me cuentan de la Madre Tierra, del cielo posible en el que él cree, de las plantas que tanto me recuerdan a las manos de mis abuelas. Siempre que me adentro en el número 2 de la calle Pastora es como si dejara atrás la pesada mochila de los días y así, prácticamente desnudo, como todas y todos estamos cuando llegamos a la vida, me adentrara en un paraíso sin serpientes. El edén urbano en el que es posible que convivan todos los colores del arco iris, sin fobias, todos los orígenes y todos los horizontes, sin tolerancia ni jerarquías. Porque en el patio de Rafael todo se vuelve horizontal y resulta fácil conversar y trazar puentes, como si en lugar de adversarios fuéramos arquitectos empeñados en unir orillas.
Cuando la fiesta de los patios se ha convertido en una larga cola de visitantes hambrientos de selfies, y cuando apenas nada queda de lo que algunos pensamos que merecía ser patrimonio de la Humanidad por lo que suponía de modelo de convivencia y no de escaparate, huyo del click que nos deshumaniza y me refugio en la casa de quien ha entendido que la hospitalidad es una norma ética. Y que solo desde ese sentido extremo de la generosidad que supone abrir tu espacio privado, siempre tan femenino, para que sea de los demás y por tanto se haga público/democrático, es posible seguir construyendo ciudadanía. Porque ese es al fin el sentido último que acabo (re)descubriendo en ese rincón de la calle Pastora: el aliento estético y ético que necesitamos para vivir en democracia, la armonía que ha de ser tejida entre y por los diferentes, la paz que calma la sed de quienes estamos demasiado presionados siempre por las expectativas que nos interpelan para convertirnos en exitosos. En el patio de Rafael Barón, al que siempre vuelvo con la inocencia del que lo descubre por primera vez, es fácil descubrir que el verdadero éxito reside en abrir los armarios y aprehender que lo personal es político. Como parecen decirnos esas flores republicanas con las que este año Rafael me ha hecho un guiño y que tanto me cuentan de los patios en que mis abuelas aprendieron el sentido de la vida leyendo en las plantas lo que un mundo de hombres no les dejaba leer en los libros.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 15-5-17:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/patio-rafael_1146563.html

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¿ES LA HORA DEL FEMINISMO PARA EL PSOE?

S

Siempre he pensado que la tarea esencial del feminismo no ha sido ni es coser las prendas rotas o remendar las vestimentas deterioradas. Eso es más bien lo que les ha tocado  hacer a las mujeres en el reparto de funciones mediante el que el patriarcado ha consolidado el dominio masculino.  Es decir, mientras que nosotros luchábamos por la patria, ellas cosían las banderas. Las teóricas y activistas feministas, de las que continúo aprendiendo cada día, y que me obligan permanentemente a revisar mi posición privilegiada y los paradigmas que siempre me beneficiaron como varón, me han enseñado que el objetivo del feminismo es diseñar otro patrón y poner las bases de otro tipo de pacto. Es decir,  no asumir el traje masculino y ajustarlo para que le siente bien a ellas sino articular, desde la teoría y la praxis, un nuevo modelo de subjetividades y de relaciones entre ellas que haga posible de una vez por todas la equivalencia política de los géneros.

Ese ambicioso horizonte supone someter a un proceso crítico y a una posterior reconstrucción todas las estructuras de poder que durante siglos han condicionado el estatuto político de la mitad femenina. Un proceso que en este momento supone nada más y nada menos que combatir las profundas desigualdades que genera la perversa alianza entre neoliberalismo y patriarcado. Este debería ser, sin duda, el principal reto que asumiera una izquierda desnortada y que parece no tener muy claro que lo que daría sentido a su proyecto sería convertir en central lo que la política neoliberal insiste en mantener en la periferia. De ahí la necesidad de que el feminismo, que es sin duda la propuesta teórica y emancipadora más revolucionaria que podamos imaginar, se convierta en el eje principal de unas fuerzas políticas que andan a la deriva, entre otras cosas, porque han sido incapaces de asumir que el eje de la igualdad de género debe ser la palanca que haga saltar por los aires todos los aparatos de poder que continúan sosteniendo al depredador masculino. Un depredador que, no lo olvidemos, también siempre ha habitado en la izquierda y al que, por supuesto, también imitan muchas mujeres que entienden que la única manera de alcanzar y ejercer el poder es reproducir los patrones de conducta de sus colegas varones.

Por todo ello, pienso que, a diferencia de lo que una de las candidaturas a la secretaría del PSOE ha bautizado como “La hora de las mujeres”,  lo que el socialismo debería asumir de una vez por todas es que esta debería ser la hora del feminismo. Lo cual pasa por revisar no solo quién ocupa el poder sino también cómo lo ejerce y de acuerdo con qué prioridades. Ello no supone exigir a las mujeres un plus de méritos políticos y morales, ya que tienen el derecho fundamental a ser como mínimo igual de malas que nosotros, pero sí, cuando está en juego todo un proyecto político, exigir que las reglas del juego respondan a los objetivos que podríamos resumir en lo que Nancy Fraser llama “justicia de género”. Y eso implica no simplemente que haya una presencia paritaria de mujeres y hombres en el poder sino también, y sobre todo, que unas y otros dejen de usarlo de acuerdo con los parámetros masculinos y con la visión androcéntrica que acaba reduciendo a la igualdad a una cuestión de mera asimilación.  Lo contrario nos llevaría al absurdo de, por ejemplo, valorar positivamente los liderazgos de Marie Le Pen o Angela Merkel simplemente por el hecho de ser mujeres. No se trata, como diría Susan Sarandon, de votar solo con la vagina sino de confiar en quienes  luchan por subvertir un juego cuyo manual de instrucciones ya no nos sirve.  El reto, insisto, muy especialmente para la izquierda, no es solo que haya más mujeres ejerciendo el poder, sino que haya cada vez más mujeres capaces de situar  la agenda feminista como prioridad absoluta e innegociable.

Esa es, o debería ser, una de las grandes cuestiones que deberían estar planteándose en el seno de un PSOE que, sin embargo, parece más pendiente de los liderazgos personalistas y de la cultura de trincheras que del objetivo de ser en el siglo XXI el partido que más y mejor se comprometa con la igualdad de mujeres y hombres. Lo cual supone, insisto, plantarle cara al liberalismo salvaje, a las reglas patriarcales que siguen dominando lo público y a la falsa creencia de que la simple presencia de una mujer en el poder es capaz de darle la vuelta a un mundo hecho a imagen y semejanza de los varones y de quienes, con independencia de su sexo, son cómplices del sistema. Mucho me temo que si el partido no asume como principal bandera esta lucha continuará sumando argumentos para situarse en la irrelevancia.

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¿ES LA HORA DEL FEMINISMO PARA EL PSOE?

S

Siempre he pensado que la tarea esencial del feminismo no ha sido ni es coser las prendas rotas o remendar las vestimentas deterioradas. Eso es más bien lo que les ha tocado  hacer a las mujeres en el reparto de funciones mediante el que el patriarcado ha consolidado el dominio masculino.  Es decir, mientras que nosotros luchábamos por la patria, ellas cosían las banderas. Las teóricas y activistas feministas, de las que continúo aprendiendo cada día, y que me obligan permanentemente a revisar mi posición privilegiada y los paradigmas que siempre me beneficiaron como varón, me han enseñado que el objetivo del feminismo es diseñar otro patrón y poner las bases de otro tipo de pacto. Es decir,  no asumir el traje masculino y ajustarlo para que le siente bien a ellas sino articular, desde la teoría y la praxis, un nuevo modelo de subjetividades y de relaciones entre ellas que haga posible de una vez por todas la equivalencia política de los géneros.

Ese ambicioso horizonte supone someter a un proceso crítico y a una posterior reconstrucción todas las estructuras de poder que durante siglos han condicionado el estatuto político de la mitad femenina. Un proceso que en este momento supone nada más y nada menos que combatir las profundas desigualdades que genera la perversa alianza entre neoliberalismo y patriarcado. Este debería ser, sin duda, el principal reto que asumiera una izquierda desnortada y que parece no tener muy claro que lo que daría sentido a su proyecto sería convertir en central lo que la política neoliberal insiste en mantener en la periferia. De ahí la necesidad de que el feminismo, que es sin duda la propuesta teórica y emancipadora más revolucionaria que podamos imaginar, se convierta en el eje principal de unas fuerzas políticas que andan a la deriva, entre otras cosas, porque han sido incapaces de asumir que el eje de la igualdad de género debe ser la palanca que haga saltar por los aires todos los aparatos de poder que continúan sosteniendo al depredador masculino. Un depredador que, no lo olvidemos, también siempre ha habitado en la izquierda y al que, por supuesto, también imitan muchas mujeres que entienden que la única manera de alcanzar y ejercer el poder es reproducir los patrones de conducta de sus colegas varones.

Por todo ello, pienso que, a diferencia de lo que una de las candidaturas a la secretaría del PSOE ha bautizado como “La hora de las mujeres”,  lo que el socialismo debería asumir de una vez por todas es que esta debería ser la hora del feminismo. Lo cual pasa por revisar no solo quién ocupa el poder sino también cómo lo ejerce y de acuerdo con qué prioridades. Ello no supone exigir a las mujeres un plus de méritos políticos y morales, ya que tienen el derecho fundamental a ser como mínimo igual de malas que nosotros, pero sí, cuando está en juego todo un proyecto político, exigir que las reglas del juego respondan a los objetivos que podríamos resumir en lo que Nancy Fraser llama “justicia de género”. Y eso implica no simplemente que haya una presencia paritaria de mujeres y hombres en el poder sino también, y sobre todo, que unas y otros dejen de usarlo de acuerdo con los parámetros masculinos y con la visión androcéntrica que acaba reduciendo a la igualdad a una cuestión de mera asimilación.  Lo contrario nos llevaría al absurdo de, por ejemplo, valorar positivamente los liderazgos de Marie Le Pen o Angela Merkel simplemente por el hecho de ser mujeres. No se trata, como diría Susan Sarandon, de votar solo con la vagina sino de confiar en quienes  luchan por subvertir un juego cuyo manual de instrucciones ya no nos sirve.  El reto, insisto, muy especialmente para la izquierda, no es solo que haya más mujeres ejerciendo el poder, sino que haya cada vez más mujeres capaces de situar  la agenda feminista como prioridad absoluta e innegociable.

Esa es, o debería ser, una de las grandes cuestiones que deberían estar planteándose en el seno de un PSOE que, sin embargo, parece más pendiente de los liderazgos personalistas y de la cultura de trincheras que del objetivo de ser en el siglo XXI el partido que más y mejor se comprometa con la igualdad de mujeres y hombres. Lo cual supone, insisto, plantarle cara al liberalismo salvaje, a las reglas patriarcales que siguen dominando lo público y a la falsa creencia de que la simple presencia de una mujer en el poder es capaz de darle la vuelta a un mundo hecho a imagen y semejanza de los varones y de quienes, con independencia de su sexo, son cómplices del sistema. Mucho me temo que si el partido no asume como principal bandera esta lucha continuará sumando argumentos para situarse en la irrelevancia.

Publicado en THE HUFFINGTON POST, (16 de mayo de 2017)I
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/es-la-hora-del-feminismo-para-el-psoe_a_22081089/?utm_hp_ref=es-homepage

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TÚ NO ERES COMO OTRAS MADRES

Aunque incluso un periódico como El País sugiere en un inmenso reportaje que el regalo ideal para una madre son cosméticos que le ayuden a no envejecer, y aunque es evidente que el día de hoy es uno más de los muchos que El Corte inglés y similares inventaron  para tener un pretexto con el que seguir explotando a sus trabajadores y trabajadoras, quiero aprovechar este espléndido domingo para alegrarme de que mi madre, además de ser una señora coqueta y a la que le encanta continuar espléndida a sus muchos años, nunca ha dejado de alimentar su mente y de mostrar curiosidad por otros mundos que no son el suyo. Si algo he heredado de ella, además de esos ojos glotones, es su pasión lectora. No en vano me cuenta que cuando estaba embarazada de mí, leía novelas mientras estaba en la cocina preparando la comida. Mi madre es una de esas mujeres que demuestran que ser lector/a es convertirse en un sujeto para el que la vida crece más a lo ancho que hacia adelante. Solo lamento que le tocara crecer en un contexto en el que pesaba más el «cásate y sé sumisa» que la búsqueda de «una habitación propia».

Afortunadamente tiene, tenemos, los libros que seguimos compartiendo y debatiendo para superar todas las barreras y para convertirnos en sujetos empoderados. Esas páginas que nos nutren desde nuestras diferencias y que nos permiten compartir un paraíso común aunque nos separen algunas convicciones y miradas.  Por todo ello, en este día de la madre en el que muchas recibirán perfumes o cremas antiarrugas, yo regalo simbólicamente a la mía y a todas las madres del planeta una novela, Tú no eres como otras madres,  que casi podríamos decir que es la antítesis de lo que nos venden el primer domingo de mayo. Ojalá muchas madres la lean y empiezan a darse cuenta que el secreto para ser una buena madre está precisamente en no ser como los demás te dicen que debes ser. En ser una mujer que lee y que, por tanto, es peligrosa para quienes temen que pueda convertirse en un «cuerpo vivido» y deje de ser un cuerpo para satisfacer los deseos y necesidades de los demás.
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TÚ NO ERES COMO OTRAS MADRES

Aunque incluso un periódico como El País sugiere en un inmenso reportaje que el regalo ideal para una madre son cosméticos que le ayuden a no envejecer, y aunque es evidente que el día de hoy es uno más de los muchos que El Corte inglés y similares inventaron  para tener un pretexto con el que seguir explotando a sus trabajadores y trabajadoras, quiero aprovechar este espléndido domingo para alegrarme de que mi madre, además de ser una señora coqueta y a la que le encanta continuar espléndida a sus muchos años, nunca ha dejado de alimentar su mente y de mostrar curiosidad por otros mundos que no son el suyo. Si algo he heredado de ella, además de esos ojos glotones, es su pasión lectora. No en vano me cuenta que cuando estaba embarazada de mí, leía novelas mientras estaba en la cocina preparando la comida. Mi madre es una de esas mujeres que demuestran que ser lector/a es convertirse en un sujeto para el que la vida crece más a lo ancho que hacia adelante. Solo lamento que le tocara crecer en un contexto en el que pesaba más el «cásate y sé sumisa» que la búsqueda de «una habitación propia».

Afortunadamente tiene, tenemos, los libros que seguimos compartiendo y debatiendo para superar todas las barreras y para convertirnos en sujetos empoderados. Esas páginas que nos nutren desde nuestras diferencias y que nos permiten compartir un paraíso común aunque nos separen algunas convicciones y miradas.  Por todo ello, en este día de la madre en el que muchas recibirán perfumes o cremas antiarrugas, yo regalo simbólicamente a la mía y a todas las madres del planeta una novela, Tú no eres como otras madres,  que casi podríamos decir que es la antítesis de lo que nos venden el primer domingo de mayo. Ojalá muchas madres la lean y empiezan a darse cuenta que el secreto para ser una buena madre está precisamente en no ser como los demás te dicen que debes ser. En ser una mujer que lee y que, por tanto, es peligrosa para quienes temen que pueda convertirse en un «cuerpo vivido» y deje de ser un cuerpo para satisfacer los deseos y necesidades de los demás.
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CRISTINA, MANUELA Y PACA

En un país como el nuestro en el que tener un trabajo ya no garantiza no ser pobre, y en el que las mujeres continúan siendo las más vulnerables en un mercado laboral que no entiende de dignidad, es más necesario que nunca hacer un ejercicio de memoria que reconozca la lucha de todas esas ciudadanas que siempre tuvieron claro que es imposible la democracia sin la efectiva garantía de los derechos de los trabajadores y las trabajadoras. En un país tan desmemoriado como el nuestro, y en el que la memoria continúa teniendo un marcado sesgo androcéntrico, es urgente que recuperemos el hilo de todas esas mujeres, pioneras en tantos frentes, que continúan ausentes en los libros de texto.
En un día como hoy, en el que deberíamos recordar como las medidas de austeridad adoptadas con el pretexto de la crisis están provocando una imparable feminización de la pobreza, nos podría servir como referente y como impulso la trayectoria de tres mujeres que fueron y son esenciales en la construcción de nuestra imperfecta pero bendita democracia. Tres mujeres tan distintas entre sí pero tan iguales en su compromiso social y político como fueron y son Paca Sauquillo, Manuela Carmena y Cristina Almeida. Justo cuando se acaban de conmemorar los 40 años del atentado de Atocha, se ha publicado un hermoso y necesario libro en el que se nos cuentan sus dilatadas militancias a favor de los derechos laborales, de la igualdad de mujeres y hombres o de la gestión pacífica de los conflictos. El libro, que se lee con la facilidad de un relato periodístico y con la emoción de una novela pegada a la vida, supone un hermoso ejercicio de reconocimiento y memoria que todas y todos deberíamos leer para tener claro de dónde venimos, cuánto costó alcanzar determinadas conquistas y, lo más importante, cómo de frágiles son los derechos que solemos contemplar como irreversibles. Cristina, Manuela y Paca nos muestra el duro camino recorrido por unas mujeres que fueron pioneras en los ámbitos judicial y político, que tuvieron que enfrentarse no solo a las estructuras de poder de la dictadura sino también a las transversales del patriarcado, y que en todo momento fueron fieles, y así continúan siéndolo hoy, a sus convicciones.
Las tres, que como suele pasar en la historia contada por y para los hombres han estado ausentes en la mayor parte de los relatos que hemos construido sobre la transición, representan todo un ejemplo de lucha por la democracia, la libertad y la igualdad. Y, sobre todo, son un claro ejemplo de entendimiento del Derecho como herramienta de protección de las y los más débiles, como instrumento de acción política que permite poner dique a los apetitos de los poderosos, como pasaporte al fin hacia un mundo presidido por la justicia social. Algo que las tres aprendieron en las calles porque, como ha escrito Carmena, “no se puede tener una idea clara de lo que es el derecho si antes las personas no están en contacto con la injusticia”. Las tres son pues un ejemplo ético a reivindicar en estos años de ceguera moral.
Las historias de estas tres mujeres a pie de barrio, que tuvieron que vérselas en muchos casos con compañeros de lucha política tremendamente machistas y hasta misóginos, deberían ser una lección obligatoria de Educación para la Ciudadanía. Justo ahora cuando nuestras certezas son más evanescentes que nunca, y cuando los derechos económicos, sociales y culturales son pisoteados por la sacrosanta libertad. Saberse cómplice de estas “tres vidas cruzadas, entre la justicia y el compromiso” podría ser el punto de partida para tomar conciencia de la responsabilidad de todas y todos frente a las injusticias que genera la suma de patriarcado y capitalismo. Todas y todos de la mano de la voluntariosa Paca, de la comprometida Cristina y de la siempre innovadora Manuela.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 1 de mayo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/cristina-manuela-paca_1143596.html
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CRISTINA, MANUELA Y PACA

En un país como el nuestro en el que tener un trabajo ya no garantiza no ser pobre, y en el que las mujeres continúan siendo las más vulnerables en un mercado laboral que no entiende de dignidad, es más necesario que nunca hacer un ejercicio de memoria que reconozca la lucha de todas esas ciudadanas que siempre tuvieron claro que es imposible la democracia sin la efectiva garantía de los derechos de los trabajadores y las trabajadoras. En un país tan desmemoriado como el nuestro, y en el que la memoria continúa teniendo un marcado sesgo androcéntrico, es urgente que recuperemos el hilo de todas esas mujeres, pioneras en tantos frentes, que continúan ausentes en los libros de texto.
En un día como hoy, en el que deberíamos recordar como las medidas de austeridad adoptadas con el pretexto de la crisis están provocando una imparable feminización de la pobreza, nos podría servir como referente y como impulso la trayectoria de tres mujeres que fueron y son esenciales en la construcción de nuestra imperfecta pero bendita democracia. Tres mujeres tan distintas entre sí pero tan iguales en su compromiso social y político como fueron y son Paca Sauquillo, Manuela Carmena y Cristina Almeida. Justo cuando se acaban de conmemorar los 40 años del atentado de Atocha, se ha publicado un hermoso y necesario libro en el que se nos cuentan sus dilatadas militancias a favor de los derechos laborales, de la igualdad de mujeres y hombres o de la gestión pacífica de los conflictos. El libro, que se lee con la facilidad de un relato periodístico y con la emoción de una novela pegada a la vida, supone un hermoso ejercicio de reconocimiento y memoria que todas y todos deberíamos leer para tener claro de dónde venimos, cuánto costó alcanzar determinadas conquistas y, lo más importante, cómo de frágiles son los derechos que solemos contemplar como irreversibles. Cristina, Manuela y Paca nos muestra el duro camino recorrido por unas mujeres que fueron pioneras en los ámbitos judicial y político, que tuvieron que enfrentarse no solo a las estructuras de poder de la dictadura sino también a las transversales del patriarcado, y que en todo momento fueron fieles, y así continúan siéndolo hoy, a sus convicciones.
Las tres, que como suele pasar en la historia contada por y para los hombres han estado ausentes en la mayor parte de los relatos que hemos construido sobre la transición, representan todo un ejemplo de lucha por la democracia, la libertad y la igualdad. Y, sobre todo, son un claro ejemplo de entendimiento del Derecho como herramienta de protección de las y los más débiles, como instrumento de acción política que permite poner dique a los apetitos de los poderosos, como pasaporte al fin hacia un mundo presidido por la justicia social. Algo que las tres aprendieron en las calles porque, como ha escrito Carmena, “no se puede tener una idea clara de lo que es el derecho si antes las personas no están en contacto con la injusticia”. Las tres son pues un ejemplo ético a reivindicar en estos años de ceguera moral.
Las historias de estas tres mujeres a pie de barrio, que tuvieron que vérselas en muchos casos con compañeros de lucha política tremendamente machistas y hasta misóginos, deberían ser una lección obligatoria de Educación para la Ciudadanía. Justo ahora cuando nuestras certezas son más evanescentes que nunca, y cuando los derechos económicos, sociales y culturales son pisoteados por la sacrosanta libertad. Saberse cómplice de estas “tres vidas cruzadas, entre la justicia y el compromiso” podría ser el punto de partida para tomar conciencia de la responsabilidad de todas y todos frente a las injusticias que genera la suma de patriarcado y capitalismo. Todas y todos de la mano de la voluntariosa Paca, de la comprometida Cristina y de la siempre innovadora Manuela.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 1 de mayo de 2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/cristina-manuela-paca_1143596.html
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DE HOMBRES HERIDOS Y PERDONES QUE SALVAN

Hacía tiempo que no veía una película tan formalmente exquisita y tan equilibrada desde el punto de vista narrativo como la última del siempre interesante François Ozon. Más allá de sus virtudes formales, empezando por un blanco y negro tan poético que solo se vuelve color cuando se evoca al ausente, Frantz es un bellísimo alegato contra los horrores de la guerra. El director francés, inspirándose de lejos en la obra  antibelicista de Rostand titulada Remordimiento, nos regala un cuidadísimo relato sobre la dificultad y la necesidad del perdón. Sobre la complejidad moral que supone cerrar las heridas que en el alma dejan los disparos y la sangre.  

La historia de Adrian, el soldado francés que deja flores en la tumba sin cadáver de un alemán muerto en la primera guerra mundial, el Frantz del título, es también una recreación de cómo el patriarcado y la patria se alían a través de las fratrías viriles creando enemigos y odios, y de cómo las mujeres acaban siendo las más sufrientes. Las que incluso, como en el caso de la protagonista, hacen de la renuncia el sentido de su vida y son capaces de crear una ficción que les duele con tal de no generar más dolor en quienes las rodean. El personaje de Adrián – frágil, sensible, dolorosamente herido – es al fin la viva imagen de una masculinidad disidente, que se rebela contra los mandatos que le hicieron ser un hombre de verdad. En este sentido, las sutiles dudas que plantea Ozon sobre una atracción homoerótica entre él y Frantz contribuyen a dibujarnos un mapa de afectos y emciones que escapan de los binomios.

Con un final que es todo un canto a la vida, Frantz tiene el aroma de un clásico y un pulso cinematográfico que uno echa de menos en las pantallas actuales. Es no solo una bella historia pacifista sino también una honda reflexión sobre cómo la ternura puede ser al fin un arma de construcción masiva. 

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DE HOMBRES HERIDOS Y PERDONES QUE SALVAN

Hacía tiempo que no veía una película tan formalmente exquisita y tan equilibrada desde el punto de vista narrativo como la última del siempre interesante François Ozon. Más allá de sus virtudes formales, empezando por un blanco y negro tan poético que solo se vuelve color cuando se evoca al ausente, Frantz es un bellísimo alegato contra los horrores de la guerra. El director francés, inspirándose de lejos en la obra  antibelicista de Rostand titulada Remordimiento, nos regala un cuidadísimo relato sobre la dificultad y la necesidad del perdón. Sobre la complejidad moral que supone cerrar las heridas que en el alma dejan los disparos y la sangre.  

La historia de Adrian, el soldado francés que deja flores en la tumba sin cadáver de un alemán muerto en la primera guerra mundial, el Frantz del título, es también una recreación de cómo el patriarcado y la patria se alían a través de las fratrías viriles creando enemigos y odios, y de cómo las mujeres acaban siendo las más sufrientes. Las que incluso, como en el caso de la protagonista, hacen de la renuncia el sentido de su vida y son capaces de crear una ficción que les duele con tal de no generar más dolor en quienes las rodean. El personaje de Adrián – frágil, sensible, dolorosamente herido – es al fin la viva imagen de una masculinidad disidente, que se rebela contra los mandatos que le hicieron ser un hombre de verdad. En este sentido, las sutiles dudas que plantea Ozon sobre una atracción homoerótica entre él y Frantz contribuyen a dibujarnos un mapa de afectos y emciones que escapan de los binomios.

Con un final que es todo un canto a la vida, Frantz tiene el aroma de un clásico y un pulso cinematográfico que uno echa de menos en las pantallas actuales. Es no solo una bella historia pacifista sino también una honda reflexión sobre cómo la ternura puede ser al fin un arma de construcción masiva. 

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FEUD: LAS MUJERES MAYORES TAMBIÉN EXISTEN

En los últimos años, y desde el punto de la construcción de relatos, las series televisivas se están convirtiendo en un espacio mucho más plural y contemporáneo que el cine. No solo estamos disfrutando en la pequeña pantalla de productos excelentemente manufacturados sino que también tenemos la oportunidad de seguir historias que hacen visibles realidades habitualmente ignoradas por el cine comercial. Algo de lo que saben mucho las mujeres, no solo limitadas en cuanto a su papel protagonista en los oficios cinematográficos y en las mismas películas, sino también en cuanto a la presencia de su mirada sobre la vida y, por tanto, tan ausentes en los imaginarios colectivos. Una situación que se agrava cuando las mujeres llegan a una determinada edad que el mercado neoliberal no considera compatible con las expectativas de negocio. Un negocio que sigue marcado por el control sobre el cuerpo femenino, por la constante sexualización de la mitad de la Humanidad y por la cosificación de quienes solo parecen importar en cuanto objetos que son mirados por hombres.

En este sentido, han sido reiteradas en los últimos tiempos las reivindicaciones de las actrices que cuando superan una determinada frontera de años prácticamente desaparecen o son devaluadas a roles muy secundarios. Algo que no sucede con sus colegas varones que pueden continuar siendo maduros interesantes y galanes con canas. Este terrible drama es precisamente el núcleo de la estupenda serie que en estas semanas emite HBO con el acertado título de FEUD (disputa). En ella no solo asistimos al enfrentamiento de dos grandes del Hollywood clásico, Joan Crawford y Bette Davis durante el rodaje de la mítica Qué fue de Baby Jane, sino que lo que me ha resultado más interesante de esta producción televisiva es el acercamiento al drama que viven dos mujeres que cuando cumplen años son ignoradas por la industria, a las que se les niega una voz propia y que acaban siendo sufrientes esclavas de un orden patriarcal, en aquellos años avalado por los grandes estudios, en el que los varones todopoderosos crean productos en los que ellos desean y ellas son las deseadas. Un dualismo jerárquico en el que lógicamente cotizan poco o nada las arrugas y la experiencia de unas mujeres que en su momento cautivaron al público.
Disfrutar además de las enormes interpretaciones de Jessica Lange, en el papel de Joan, y Susan Sarandon, haciendo de Bette, otras dos grandes actrices maduras a las que el cine parece haber dado la espalda, es razón más que suficiente para no perderse esta disputa que nos alerta sobre la que debería ser una cuestión esencial del feminismo: el espacio y la voz que nuestras sociedades ofrecen a las mujeres cuando el mercado masculino y androcéntrico las expulsa a las afueras. Ese lugar en el que acaban todas las que ya no disponen de un cuerpo capaz de generar los deseos que los varones miramos, admiramos y pagamos. Ese, y no la rivalidad entre mujeres que tanto le gusta alimentar al patriarcado, es el tema central de Feud, una de esas series que ninguna persona cinéfila ni feminista debería perderse. Para continuar aprendiendo qué privilegios hay que desmontar y qué revolución queda por hacer.
PUBLICADO EN LA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS, 28-4-17:
http://www.clasicasymodernas.org/tv-gafas-violetas-feud/
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FEUD: LAS MUJERES MAYORES TAMBIÉN EXISTEN

En los últimos años, y desde el punto de la construcción de relatos, las series televisivas se están convirtiendo en un espacio mucho más plural y contemporáneo que el cine. No solo estamos disfrutando en la pequeña pantalla de productos excelentemente manufacturados sino que también tenemos la oportunidad de seguir historias que hacen visibles realidades habitualmente ignoradas por el cine comercial. Algo de lo que saben mucho las mujeres, no solo limitadas en cuanto a su papel protagonista en los oficios cinematográficos y en las mismas películas, sino también en cuanto a la presencia de su mirada sobre la vida y, por tanto, tan ausentes en los imaginarios colectivos. Una situación que se agrava cuando las mujeres llegan a una determinada edad que el mercado neoliberal no considera compatible con las expectativas de negocio. Un negocio que sigue marcado por el control sobre el cuerpo femenino, por la constante sexualización de la mitad de la Humanidad y por la cosificación de quienes solo parecen importar en cuanto objetos que son mirados por hombres.

En este sentido, han sido reiteradas en los últimos tiempos las reivindicaciones de las actrices que cuando superan una determinada frontera de años prácticamente desaparecen o son devaluadas a roles muy secundarios. Algo que no sucede con sus colegas varones que pueden continuar siendo maduros interesantes y galanes con canas. Este terrible drama es precisamente el núcleo de la estupenda serie que en estas semanas emite HBO con el acertado título de FEUD (disputa). En ella no solo asistimos al enfrentamiento de dos grandes del Hollywood clásico, Joan Crawford y Bette Davis durante el rodaje de la mítica Qué fue de Baby Jane, sino que lo que me ha resultado más interesante de esta producción televisiva es el acercamiento al drama que viven dos mujeres que cuando cumplen años son ignoradas por la industria, a las que se les niega una voz propia y que acaban siendo sufrientes esclavas de un orden patriarcal, en aquellos años avalado por los grandes estudios, en el que los varones todopoderosos crean productos en los que ellos desean y ellas son las deseadas. Un dualismo jerárquico en el que lógicamente cotizan poco o nada las arrugas y la experiencia de unas mujeres que en su momento cautivaron al público.
Disfrutar además de las enormes interpretaciones de Jessica Lange, en el papel de Joan, y Susan Sarandon, haciendo de Bette, otras dos grandes actrices maduras a las que el cine parece haber dado la espalda, es razón más que suficiente para no perderse esta disputa que nos alerta sobre la que debería ser una cuestión esencial del feminismo: el espacio y la voz que nuestras sociedades ofrecen a las mujeres cuando el mercado masculino y androcéntrico las expulsa a las afueras. Ese lugar en el que acaban todas las que ya no disponen de un cuerpo capaz de generar los deseos que los varones miramos, admiramos y pagamos. Ese, y no la rivalidad entre mujeres que tanto le gusta alimentar al patriarcado, es el tema central de Feud, una de esas series que ninguna persona cinéfila ni feminista debería perderse. Para continuar aprendiendo qué privilegios hay que desmontar y qué revolución queda por hacer.
PUBLICADO EN LA WEB DE CLÁSICAS Y MODERNAS, 28-4-17:
http://www.clasicasymodernas.org/tv-gafas-violetas-feud/
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BIG LITTLE LIES: SORORIDAD VS. VIOLENCIA MACHISTA

Hace ya algunos años que las series de televisión se han convertido en un espacio de construcción de relatos contemporáneos mucho más impactantes, y veraces, que los que nos ofrece en general una gran pantalla esclava de los dictados de las palomitas. Cuesta encontrar en el cine actual películas que hayan abordado por ejemplo cuestiones tan llenas de aristas como la masculinidad hegemónica —Mad men— , las plurales identidades de género —Transparent— o las dificultades que las mujeres siguen teniendo para ejercer el poder —Borgen—.
La pequeña pantalla está ofreciéndonos en la actualidad no solo productos impecables en cuanto a su manufactura, sino también en cuanto a su capacidad de adentrarse en aspectos esenciales de las subjetividades del siglo XXI. En este sentido, también las mujeres, con tantas dificultades para tener una presencia similar a la de los hombres en el cine y para ofrecernos su mirada sobre el mundo, están encontrando en las series un lugar en el que no parecen regir, al menos con la misma intensidad, las reglas patriarcales de la gran pantalla y en el que por tanto no solo pueden tener el protagonismo que les niega el cine sino también la oportunidad de contarnos otras historias.
Un magnífico ejemplo de esta “revolución” femenina es la recientemente emitida por HBO Big Little lies. Una serie que ha sido posible gracias al empeño de Nicole Kidman, que además de productora es una de las protagonistas, y que ha dirigido con su habitual buen pulso el canadiense Jean-Marc Vallée, del que nunca olvidaré su hermosísima Crazy (2005). Uno de los grandes méritos de esta miniserie no es solo el rotundo protagonismo femenino, hasta el punto de que los personajes masculinos son secundarios y en algún caso hasta accesorios, sino su valentía al mostrarnos buena parte de las servidumbres que las mujeres aparentemente autónomas del siglo XXI continúan sufriendo, en especial la violencia machista que sacude la vida de tantas como la expresión más brutal de desigualdad.
Las protagonistas de la serie, que viven en un lugar paradisíaco y a las que vemos con recursos materiales más que suficientes para tener una vida “feliz”, son todas, en mayor o menor medida, prisioneras de un sistema sexo/género que las sigue colocando en una posición devaluada. Unas mujeres que continúan teniendo dificultades para armonizar su vida familiar con la profesional (entre otras cosas porque esa responsabilidad recae más sobre ellas que sobre los padres de sus criaturas), que viven con angustia las obligaciones que genera la maternidad, que están encorsetadas entre un permanente sentimiento de culpa y una vigilancia social que es mucho más cruel sobre ellas que sobre sus parejas, que parecen siempre insatisfechas con el proyecto de vida que finalmente están realizando. Todo ello las hace, a pesar de su probada inteligencia y de la brillantez que les dejan demostrar en ocasiones, más vulnerables que sus compañeros, a los que vemos disfrutar de los privilegios en los que han sido educados y que continúan asumiendo como algo natural.
Pero junto a todos esos elementos, y muchos otros que tienen que ver con eso que tan acertadamente sentenciara Tolstoi de que “todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, el mayor mérito de Big Little Lies es el tratamiento que ofrece de la violencia de género a través del drama que vive Celeste (Nicole Kidman) en su matrimonio. Ella y el bellísimo Perry (Alexander Skarsgärd) constituyen el prototipo de los protagonistas de un cuento de hadas. Son la expresión extrema de la belleza, la elegancia, la perfección y la felicidad tanto material —la espléndida casa en la que viven— como emocional —esos hijos que parecen sacados de un catálogo de moda infantil—. Son la traducción contemporánea del príncipe y la princesa de cualquier producción Disney, es decir, la expresión más depurada de todos y cada uno de los mitos del amor romántico y la representación más evidente de cómo los mandatos heteropatriarcales continúan haciendo de la familia tradicional el paraíso soñado.
Pero tras esa envidiable fachada, como por desgracia es habitual en tantas parejas, habita un predador masculino que entiende el amor como dominio y una esclava de su señor que incluso justifica la violencia ejercida sobre ella en nombre de la pasión. La serie nos va mostrando cómo nunca antes, que yo recuerde, lo había hecho un producto televisivo todas las fases de la violencia de género, las múltiples estrategias de las que se sirve el maltratador y la espiral de auto-engaño y de pérdida de autoestima de la que parece no poder ni querer salir la que permanentemente está maquillándose los moratones.
Además, vemos también como esa violencia que tiene como principal víctima a la mujer genera otras víctimas (en este caso, los hijos) y cómo sin ayuda especializada y externa es prácticamente imposible salir de un laberinto en el que las cicatrices cada día son más difíciles de cerrar. Por todo ello, Big Little Liesdebería ser de visión obligatoria para todos los hombres que aún no tienen muy clara la conexión que existe entre patriarcado-amor romántico- violencia y para todas las mujeres que necesitan una mano que tire de ellas antes de que acaben absolutamente hundidas en el fango de relaciones tóxicas que les roban su autonomía.
Afortunadamente, y no haré ningún spoiler, el final de la serie no es tan terrible como el que con tanta frecuencia nos recuerdan los telediarios. Por el contrario, no podía haber un final más positivo y esperanzado que el que nos regala, y en el que frente a la omnipotencia masculina triunfa la sororidad femenina. Un último capítulo que incluso nos muestra un epílogo que nos permite soñar con una playa en la que al fin las mujeres se han liberado de la terrible carga de ser dependientes de los hombres, como si todas las protagonistas hubieran aprehendido la teoría del “continuum lesbiano” de Adrienne Rich.
Un final radicalmente feminista que a su vez nos demuestra lo necesitados que estamos de “otros” relatos, es decir, de historias que den voz y autoridad a la mitad que siempre tuvo un lugar secundario en el imaginario hecho a imagen y semejanza de quienes por los siglos de los siglos hemos tenido el poder.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS, 19-4-2017:
http://elpais.com/elpais/2017/04/19/mujeres/1492597516_087025.html
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BIG LITTLE LIES: SORORIDAD VS. VIOLENCIA MACHISTA

Hace ya algunos años que las series de televisión se han convertido en un espacio de construcción de relatos contemporáneos mucho más impactantes, y veraces, que los que nos ofrece en general una gran pantalla esclava de los dictados de las palomitas. Cuesta encontrar en el cine actual películas que hayan abordado por ejemplo cuestiones tan llenas de aristas como la masculinidad hegemónica —Mad men— , las plurales identidades de género —Transparent— o las dificultades que las mujeres siguen teniendo para ejercer el poder —Borgen—.
La pequeña pantalla está ofreciéndonos en la actualidad no solo productos impecables en cuanto a su manufactura, sino también en cuanto a su capacidad de adentrarse en aspectos esenciales de las subjetividades del siglo XXI. En este sentido, también las mujeres, con tantas dificultades para tener una presencia similar a la de los hombres en el cine y para ofrecernos su mirada sobre el mundo, están encontrando en las series un lugar en el que no parecen regir, al menos con la misma intensidad, las reglas patriarcales de la gran pantalla y en el que por tanto no solo pueden tener el protagonismo que les niega el cine sino también la oportunidad de contarnos otras historias.
Un magnífico ejemplo de esta “revolución” femenina es la recientemente emitida por HBO Big Little lies. Una serie que ha sido posible gracias al empeño de Nicole Kidman, que además de productora es una de las protagonistas, y que ha dirigido con su habitual buen pulso el canadiense Jean-Marc Vallée, del que nunca olvidaré su hermosísima Crazy (2005). Uno de los grandes méritos de esta miniserie no es solo el rotundo protagonismo femenino, hasta el punto de que los personajes masculinos son secundarios y en algún caso hasta accesorios, sino su valentía al mostrarnos buena parte de las servidumbres que las mujeres aparentemente autónomas del siglo XXI continúan sufriendo, en especial la violencia machista que sacude la vida de tantas como la expresión más brutal de desigualdad.
Las protagonistas de la serie, que viven en un lugar paradisíaco y a las que vemos con recursos materiales más que suficientes para tener una vida “feliz”, son todas, en mayor o menor medida, prisioneras de un sistema sexo/género que las sigue colocando en una posición devaluada. Unas mujeres que continúan teniendo dificultades para armonizar su vida familiar con la profesional (entre otras cosas porque esa responsabilidad recae más sobre ellas que sobre los padres de sus criaturas), que viven con angustia las obligaciones que genera la maternidad, que están encorsetadas entre un permanente sentimiento de culpa y una vigilancia social que es mucho más cruel sobre ellas que sobre sus parejas, que parecen siempre insatisfechas con el proyecto de vida que finalmente están realizando. Todo ello las hace, a pesar de su probada inteligencia y de la brillantez que les dejan demostrar en ocasiones, más vulnerables que sus compañeros, a los que vemos disfrutar de los privilegios en los que han sido educados y que continúan asumiendo como algo natural.
Pero junto a todos esos elementos, y muchos otros que tienen que ver con eso que tan acertadamente sentenciara Tolstoi de que “todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, el mayor mérito de Big Little Lies es el tratamiento que ofrece de la violencia de género a través del drama que vive Celeste (Nicole Kidman) en su matrimonio. Ella y el bellísimo Perry (Alexander Skarsgärd) constituyen el prototipo de los protagonistas de un cuento de hadas. Son la expresión extrema de la belleza, la elegancia, la perfección y la felicidad tanto material —la espléndida casa en la que viven— como emocional —esos hijos que parecen sacados de un catálogo de moda infantil—. Son la traducción contemporánea del príncipe y la princesa de cualquier producción Disney, es decir, la expresión más depurada de todos y cada uno de los mitos del amor romántico y la representación más evidente de cómo los mandatos heteropatriarcales continúan haciendo de la familia tradicional el paraíso soñado.
Pero tras esa envidiable fachada, como por desgracia es habitual en tantas parejas, habita un predador masculino que entiende el amor como dominio y una esclava de su señor que incluso justifica la violencia ejercida sobre ella en nombre de la pasión. La serie nos va mostrando cómo nunca antes, que yo recuerde, lo había hecho un producto televisivo todas las fases de la violencia de género, las múltiples estrategias de las que se sirve el maltratador y la espiral de auto-engaño y de pérdida de autoestima de la que parece no poder ni querer salir la que permanentemente está maquillándose los moratones.
Además, vemos también como esa violencia que tiene como principal víctima a la mujer genera otras víctimas (en este caso, los hijos) y cómo sin ayuda especializada y externa es prácticamente imposible salir de un laberinto en el que las cicatrices cada día son más difíciles de cerrar. Por todo ello, Big Little Liesdebería ser de visión obligatoria para todos los hombres que aún no tienen muy clara la conexión que existe entre patriarcado-amor romántico- violencia y para todas las mujeres que necesitan una mano que tire de ellas antes de que acaben absolutamente hundidas en el fango de relaciones tóxicas que les roban su autonomía.
Afortunadamente, y no haré ningún spoiler, el final de la serie no es tan terrible como el que con tanta frecuencia nos recuerdan los telediarios. Por el contrario, no podía haber un final más positivo y esperanzado que el que nos regala, y en el que frente a la omnipotencia masculina triunfa la sororidad femenina. Un último capítulo que incluso nos muestra un epílogo que nos permite soñar con una playa en la que al fin las mujeres se han liberado de la terrible carga de ser dependientes de los hombres, como si todas las protagonistas hubieran aprehendido la teoría del “continuum lesbiano” de Adrienne Rich.
Un final radicalmente feminista que a su vez nos demuestra lo necesitados que estamos de “otros” relatos, es decir, de historias que den voz y autoridad a la mitad que siempre tuvo un lugar secundario en el imaginario hecho a imagen y semejanza de quienes por los siglos de los siglos hemos tenido el poder.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS, 19-4-2017:
http://elpais.com/elpais/2017/04/19/mujeres/1492597516_087025.html
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CARME CHACÓN: ERA EN ABRIL

Recibo la noticia de la muerte de Carme Chacón en plena tarde de Domingo de Ramos, justo cuando la ciudad empezaba su mayor performance colectiva para deleite de muchos y malestar de quienes aún no han entendido que el espectáculo es una manera de superar el aburrido monoteísmo y de celebrar la vida a pesar de la muerte. No puedo evitar una fractura por dentro que me reconcilia con mi fragilidad. Leo en los días siguientes en los medios y en las redes sociales mucha sorpresa y mucho dolor, pero también comentarios que, a diferencia de lo que habitualmente sucede con los hombres públicos, someten a la exministra a un escrutinio muy severo. Lo que en nosotros se convierte en fácil pretexto para el homenaje, en ellas se torna cuestionamiento, ajuste de cuentas incluso: una doble vara de medir que el patriarcado alimenta y que todos, consciente o inconscientemente, aplicamos. En algunos casos con el silencio, y ya sabemos que la omisión otorga a los poderosos y quita a los vulnerables.

Recuerdo el rostro luminoso de Carme justo en una semana en la que en nuestras calles vemos una perfecta representación barroca de los roles de género: nosotros, señores en los púlpitos y principales protagonistas; ellas, abnegadas madres, un paso por detrás, sufrientes dadoras de vida y seres que viven para los demás. El hijo revolucionario y con voz, dios en la tierra; la madre, silenciosa y virtuosa, cautiva de sus renuncias. Contemplando estas imágenes, no dejo de pensar en lo complicado que todavía hoy lo tienen ellas, las Marías de todo el planeta, incluso en aquellos espacios donde ha triunfado la democracia. De ahí que no se me vaya la cabeza de Carme pisando fuerte, llevando los pantalones, plantándole cara a la confesionalidad del ejército, mirando al otro siempre orgullosa de sus convicciones pero sin la acritud del enemigo. Cuántas veces he usado en clases y conferencias su imagen como ministra de Defensa embarazada pasando revista a las tropas para explicar en qué consiste la democracia paritaria y por qué es tan importante que ellas estén en los mismos lugares que nosotros hemos ocupado durante siglos. Aunque el objetivo final pueda ser acabar con ellos, como muchos soñamos hacer con los ejércitos.

Como todos los que no sabíamos de su enfermedad, ahora he descubierto cómo en esa mujer, a la que muchos por ejemplo cuestionaron sus virtudes patrióticas por el simple hecho de ser catalana, tuvo el doble mérito de amarrarse a la vida y a su sueño de servicio público con la fortaleza de la que solo son capaces quienes son conscientes de que su vida pende de un hilo. Una lección que muchos hombres deberíamos aprender de las mujeres que con tanta insistencia nos demuestran que la verdadera fuerza tiene que ver con la asunción de nuestra vulnerabilidad. La muerte de Carme ha sido, además, una terrible metáfora del drama que vive el PSOE, de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que no aún no sabe que quiere ser. Los rostros entristecidos que en estos días la recordaban son también los que a duras penas ocultan la preocupación ante el futuro incierto de un partido que hace años dejó de hablar el lenguaje de la ciudadanía. Quizás por no haberse querido mirar en el espejo y hacer la debida autocrítica, quizás por haber desarrollado demasiadas actitudes propias de esos machitos encantados de haberse conocido, quizás por vivir más pegado a las sombras del pasado que a la energía que en su momento pudo suponer una Carme Chacón de la que justo ahora sabemos que era la más capaz para luchar contra los destinos traicioneros. Una de esas mujeres que, pese a los obstáculos que siguen sufriendo, hablan, hacen e inspiran. Por las que siempre, Marías de todo el planeta, merece la pena seguir celebrando otro abril de sueños republicanos y horizontes violetas.
Publicado en LAS FRONTERAS INDECISAS, Diario Córdoba, 17-4-2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/carme-chacon-era-abril_1140020.html
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CARME CHACÓN: ERA EN ABRIL

Recibo la noticia de la muerte de Carme Chacón en plena tarde de Domingo de Ramos, justo cuando la ciudad empezaba su mayor performance colectiva para deleite de muchos y malestar de quienes aún no han entendido que el espectáculo es una manera de superar el aburrido monoteísmo y de celebrar la vida a pesar de la muerte. No puedo evitar una fractura por dentro que me reconcilia con mi fragilidad. Leo en los días siguientes en los medios y en las redes sociales mucha sorpresa y mucho dolor, pero también comentarios que, a diferencia de lo que habitualmente sucede con los hombres públicos, someten a la exministra a un escrutinio muy severo. Lo que en nosotros se convierte en fácil pretexto para el homenaje, en ellas se torna cuestionamiento, ajuste de cuentas incluso: una doble vara de medir que el patriarcado alimenta y que todos, consciente o inconscientemente, aplicamos. En algunos casos con el silencio, y ya sabemos que la omisión otorga a los poderosos y quita a los vulnerables.

Recuerdo el rostro luminoso de Carme justo en una semana en la que en nuestras calles vemos una perfecta representación barroca de los roles de género: nosotros, señores en los púlpitos y principales protagonistas; ellas, abnegadas madres, un paso por detrás, sufrientes dadoras de vida y seres que viven para los demás. El hijo revolucionario y con voz, dios en la tierra; la madre, silenciosa y virtuosa, cautiva de sus renuncias. Contemplando estas imágenes, no dejo de pensar en lo complicado que todavía hoy lo tienen ellas, las Marías de todo el planeta, incluso en aquellos espacios donde ha triunfado la democracia. De ahí que no se me vaya la cabeza de Carme pisando fuerte, llevando los pantalones, plantándole cara a la confesionalidad del ejército, mirando al otro siempre orgullosa de sus convicciones pero sin la acritud del enemigo. Cuántas veces he usado en clases y conferencias su imagen como ministra de Defensa embarazada pasando revista a las tropas para explicar en qué consiste la democracia paritaria y por qué es tan importante que ellas estén en los mismos lugares que nosotros hemos ocupado durante siglos. Aunque el objetivo final pueda ser acabar con ellos, como muchos soñamos hacer con los ejércitos.

Como todos los que no sabíamos de su enfermedad, ahora he descubierto cómo en esa mujer, a la que muchos por ejemplo cuestionaron sus virtudes patrióticas por el simple hecho de ser catalana, tuvo el doble mérito de amarrarse a la vida y a su sueño de servicio público con la fortaleza de la que solo son capaces quienes son conscientes de que su vida pende de un hilo. Una lección que muchos hombres deberíamos aprender de las mujeres que con tanta insistencia nos demuestran que la verdadera fuerza tiene que ver con la asunción de nuestra vulnerabilidad. La muerte de Carme ha sido, además, una terrible metáfora del drama que vive el PSOE, de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que no aún no sabe que quiere ser. Los rostros entristecidos que en estos días la recordaban son también los que a duras penas ocultan la preocupación ante el futuro incierto de un partido que hace años dejó de hablar el lenguaje de la ciudadanía. Quizás por no haberse querido mirar en el espejo y hacer la debida autocrítica, quizás por haber desarrollado demasiadas actitudes propias de esos machitos encantados de haberse conocido, quizás por vivir más pegado a las sombras del pasado que a la energía que en su momento pudo suponer una Carme Chacón de la que justo ahora sabemos que era la más capaz para luchar contra los destinos traicioneros. Una de esas mujeres que, pese a los obstáculos que siguen sufriendo, hablan, hacen e inspiran. Por las que siempre, Marías de todo el planeta, merece la pena seguir celebrando otro abril de sueños republicanos y horizontes violetas.
Publicado en LAS FRONTERAS INDECISAS, Diario Córdoba, 17-4-2017:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/carme-chacon-era-abril_1140020.html
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ELENA FORTÚN CONTRA EL HETEROPATRIARCADO


«Vuelve a tu hogar, mujer, esposa, dueña y señora, vuelve a tus deberes, con los tuyos…>> ¡No! Los míos son esos que despreciáis, Joaquinito, Fermina, Lolín, Rafita,… los parias de una sociedad normal que no tiene otro fin más que reproducirse, los que habéis echado de vuestras honradas casas, llenas de lujuria, lloros de chicos y olor de pañales… Ellos son mis compañeros de camino y me voy con ellos…”
Termino la lectura de Oculto sendero, la novela inédita y prácticamente una biografía novelada de Elena Fortún, y no tengo ninguna duda de que he leído una de las obras literarias que mejor relatan la lucha contra los barrotes de la jaula del patriarcado en una doble dimensión: la de la mujer que se siente prisionera de su papel de ángel del  hogar y la que ha de liberarse de la esclavitud de la heteronormatividad. Escrita durante su exilio en Argentina y firmada con el seudónimo de Rosa María Castaños, el interés de esta obra, como bien explica en la introducción Nuria Capdevila-Argüelles, “radica en su tratamiento de la identidad sexual y genérica, constituyendo una exploración única de las relaciones entre homosexualidad y heterosexualidad. La situación de la mujer creadora en las primeras décadas del siglo XX- los años de <<las modernas>> o <<garzonas>> – y su problemática relación con el otro masculino que corta o dificulta su autoría o emancipación es el otro gran tema de esta singular novela, testamento literario de la creadora de Celia, el personaje infantil más importante de la literatura española”.
La historia de Mª Luisa, que desde niña rechaza los vestidos y quiere vestirse de marinero, es la de tantas mujeres que se vieron encerradas en la dictadura de unas normas de género que les marcaban su lugar en el mundo: el de las sumisas y virtuosas Sofías frente al Emilio nacido para la autonomía. De ahí que las mujeres que osaban superar las fronteras de lo privado eran inmediatamente tachadas de “malas”, como esas que vivían frente a la casa de la protagonista: “…cuando yo salía al balcón desobedeciendo a mamá, que me lo tenía prohibido, porque en la casa inmediata vivían unas mujeres malas. Nunca explicaba por qué eran malas aquellas mujeres que nunca pude ver, y yo suponía que siempre estaban regañando, que se arañaban y pellizcaban unas a otras, que gritaban mucho y hasta que escupían a la calle desde el balcón, cosas todas abominables y terribles”.
Mª Luisa, como todas las mujeres durante décadas, es educada para ser un ángel del hogar, una señora de, un ser carente de autonomía y al que desde pequeña niegan sus capacidades creativas. Las de la niña que se niega a ponerse “gasas de bailarina” y a la que cuando le preguntan qué harás cuando seas mayor, contesta “vestirme de hombre y montar a caballo”.  La mujer que iremos viendo cómo se resiste a ser una burda copia del modelo virginal de María: “El perfume de las rosas que inundaba la clase, las canciones frescas y desentonadas, las velas encendidas que daban animación y vida a la cara perfecta de la Virgen”.
Dividida en tres partes que se corresponden con la primavera, el verano y el otoño, y con un final de otoño que no llega a ser invierno, esta obra excepcional nos permite ser testigos del aprendizaje de una mujer que sufre múltiples renuncias y angustias hasta que finalmente consigue liberarse. Es, desde esta perspectiva, el perfecto relato de cómo el heteropatriarcado se ha construido siempre no solo sobre la subordiscriminación de las mujeres sino también sobre del brutal dualismo que contrapone de manera jerárquica heterosexualidad y otras opciones sexuales.
La novela nos muestra además a la perfección como en paralelo a la sumisión de ellas se construyen las masculinidades poderosas y públicas, las propias de los diligentes padres de familia, las que tienen derecho al cuerpo y la sexualidad de las mujeres para satisfacer sus deseos. Elena Fortún no renuncia a contarnos un par de episodios de lo que hoy llamaríamos acoso sexual y que hacen que la protagonista, o sea, ella misma, se vaya posicionando frente a una masculinidad predadora. El primer episodio lo protagonizan unos chavales – “Ya otro había deslizado sus manos ásperas por mis muslos y trataba de meterlas por la boca de los pantalones …”  – mientras que en el segundo, casi un intento de violación,  es un juez el que se lanza sobre ella: “Estaba muy encarnado y respiraba jadeante, echándome a la cara su aliento desagradable. Cada vez le importaba menos el juego y más yo. Al fin, me cogió contra la pared y aplicando sus labios gordos a los míos me besó ávidamente, metiendo casi su boca entre mis dientes, al mismo tiempo que su lengua gorda y repugnante buscaba la mía hasta casi asfixiarme… y su cuerpo se aplastaba contra mi pecho, y una pierna se incrustaba entre las mías…” Unos hombres que mal llevan que las mujeres de principios del siglo XX empiecen a reivindicar su autonomía, las mismas oportunidades, ser al fin dueñas de sus proyectos de vida: “Ahora les ha dado a las mujeres por imitarnos…”. No falta en la novela incluso una mirada crítica sobre esos hombres que por ejemplo van de putas con total normalidad y con la complicidad silenciosa del resto: “Luego, ¿había mujeres que hacían eso por ganar dinero?¡Y los hombres venían a buscarlas como si fueran al café! ¡Dios, qué espanto! Y todos lo sabían… lo sabía mamá, papá, mis hermanos… todo el mundo, menos yo hasta aquel momento, y continuaban tan tranquilos, y reían felices… ¡No se morían de espanto y de horror!”.
Oculto sendero recrea a la perfección todos los mandatos de género que durante siglo han limitado los espacios y los tiempos de las mujeres, al tiempo que hacían de ellas seres educados para la virtud y para la entrega a los otros: “¡Ya está en la infancia femenina marcado el espíritu de sacrificio, la necesidad de consagrarse a la felicidad de la familia!”.  Una virtud que en el caso concreto de nuestro país estuvo marcado por el catolicismo, la única religión verdadera – claro que hay otras, pero como dice la madre de Mª Luisa, “todas son mentiras”- que enseñó a las mujeres el camino del sacrificio, la obediencia y el pudor. Una religión que santificó el orden heteronormativo a través del matrimonio, el único destino para la mujer decente: “El camino de la mujer es el matrimonio y todo lo que aprenda y estudie debe ser con miras al día de mañana, para hacer feliz al hombre que escoja por compañera, y ser una buena madre de familia”. Ese es el destino contra el que se rebela  la protagonista a la que Elena le hace decir: “¡Si yo no quiero ser una madre de familia! ¡Si no me quiero casar, ni estudiar piano, ni coser, ni hacer cuentas..! Solo quiero leer, leer todos los libros que hay en el mundo…” Un sueño que chocaba contra la jaula que la sociedad tenía construida para ella, porque “para cuidar del marido y criar hijos no hacen falta literaturas”.
Oculto sendero, editada primorosamente por la Editorial Renacimiento, es el grito de Mª Luisa, pero también de Elena, y el de tantas mujeres que ansiaron tener la misma libertad que los hombres: “¡Yo sí que les envidiaba! ¡Su libertad, sus trajes sencillos, estrictos, sin ninguna fantasía, su derecho de comportarse naturalmente, sin afectación…!”. Mujeres las que desde pequeñitas se las educaba para cuidar y encontrar marido, por lo que “quedarse para vestir santos” suponía el mayor fracaso que podían sufrir. Esa es la gran tensión que sufre la protagonista: “Y yo no tenía ningún deseo de tener casa, ni de coser todo el día, ni de llevarle el desayuno a la cama… Aquellos proyectos me sonaban a un servicio que yo estaba obligada a hacer… Jorge pintaría y yo… a coser, a limpiar la casa ayudando a la criada, a administrar el dinero… y por toda alegría, ver pintar a Jorge… ¡Así tenía que ser! ¡Así vivían todas las mujeres! El orden establecido por la sociedad era este y no otro…” Un orden que Rousseau elevó a la categoría moral de modelo y que los Códigos Civiles convirtieron en Derecho: “¡Aquella pobre Teresita del pueblo se decía que engañaba a su marido! ¡Qué atrocidad! Ella ha debido resignarse, cuidar de su casa y de sus hijos, …¿Qué él era mujeriego y holgazán? ¿Que había acabado con el último céntimo de ella…? Sí, todo eso era verdad, pero su obligación era morir en la brecha, defendiendo su hogar…” En fin, las heroicas Sofías soportando “las sinrazones del marido sin quejarse”.
Pero no solo es la lucha contra ese orden la que sufrimos con la protagonista de la novela, también es la salida del armario tras un largo proceso de empoderamiento que le lleva finalmente a afirmar “a mí no me gustan los hombres” y tiempo después  a tratar de ser consecuente con lo que le dicta su piel. Un proceso especialmente dramático en una sociedad para la que un homosexual era “un invertido, un cochino repugnante” y para la que las lesbianas no existían, eran invisibles, sumaban la puerta de su deseo a la que ya de por sí tenían cerrada por su condición de mujeres.
Oculto sendero nos muestra cómo también entre los años 20 y 30 del pasado siglo las mujeres empezaron a ocupar espacios en nuestro país que tiempo atrás les estaban vedados: “¡Ah, las muchas modernas! Las veía solas por la calle, con su cartera bajo el brazo, camino de la universidad, del instituto, de la escuela…¿Por qué había venido yo al mundo diez años antes de mi tiempo?” Mª Luisa/Elena luchando contra el tiempo que no tuvo y al fin logrando reconocer sus verdaderos latidos: “siento crecer algo que siempre he llevado en el corazón y en el cerebro, como un hijo… y que esta vez no se me puede morir”. La mujer que al fin se mira en el espejo y se reconoce en artistas y en otros seres libres: “El artista es tal vez el tercer sexo… Creo que entre los humanos son los artistas los que no deben reproducirse…el artista lleva en su cerebro y en su alma comprendidos los dos sexos, en un extraño hermafroditismo capaz de crear”. Los ecos andróginos de Coleridge y después de Virginia Woolf a través de la Fortún.
La biografía novelada de la creadora de Celia acaba siendo uno de los más hermosos relatos que yo recuerdo sobre lo que supone vivir en un mundo que no te reconoce – “los que son normales nos desprecian” – y en el que el crimen o pecado contra natura acaba siendo un cerrojo contra la naturaleza del sujeto que escapa a las reglas de la mayoría.  Un relato que ha sido más frecuente leer “en masculino” pero que no ha sido tan habitual que sea narrado, al menos en nuestro país, por mujeres.  De ahí el valor de este testamento literario de Elena Fortún, una mujer desdichada y excepcional, una de esas grandes desconocidas en un mundo que sigue dominado por el prestigio masculino. Una de esas muchas víctimas de unas estructuras de poder que le cortaron  las alas y que la obligaron a vivir en permanente lucha. Leer este libro no es solo por tanto homenajearlas sino también hacer un ejercicio de memoria para que nunca se nos olvide de dónde venimos y qué frágiles son las conquistas de la igualdad. Todo eso al margen de las muchas virtudes literarias de un texto que te hace sentir como propio el desgarro de una mujer que acaba afortunadamente reconociéndose y queriéndose a sí misma como primer paso hacia la auténtica libertad.
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ELENA FORTÚN CONTRA EL HETEROPATRIARCADO


«Vuelve a tu hogar, mujer, esposa, dueña y señora, vuelve a tus deberes, con los tuyos…>> ¡No! Los míos son esos que despreciáis, Joaquinito, Fermina, Lolín, Rafita,… los parias de una sociedad normal que no tiene otro fin más que reproducirse, los que habéis echado de vuestras honradas casas, llenas de lujuria, lloros de chicos y olor de pañales… Ellos son mis compañeros de camino y me voy con ellos…”
Termino la lectura de Oculto sendero, la novela inédita y prácticamente una biografía novelada de Elena Fortún, y no tengo ninguna duda de que he leído una de las obras literarias que mejor relatan la lucha contra los barrotes de la jaula del patriarcado en una doble dimensión: la de la mujer que se siente prisionera de su papel de ángel del  hogar y la que ha de liberarse de la esclavitud de la heteronormatividad. Escrita durante su exilio en Argentina y firmada con el seudónimo de Rosa María Castaños, el interés de esta obra, como bien explica en la introducción Nuria Capdevila-Argüelles, “radica en su tratamiento de la identidad sexual y genérica, constituyendo una exploración única de las relaciones entre homosexualidad y heterosexualidad. La situación de la mujer creadora en las primeras décadas del siglo XX- los años de <<las modernas>> o <<garzonas>> – y su problemática relación con el otro masculino que corta o dificulta su autoría o emancipación es el otro gran tema de esta singular novela, testamento literario de la creadora de Celia, el personaje infantil más importante de la literatura española”.
La historia de Mª Luisa, que desde niña rechaza los vestidos y quiere vestirse de marinero, es la de tantas mujeres que se vieron encerradas en la dictadura de unas normas de género que les marcaban su lugar en el mundo: el de las sumisas y virtuosas Sofías frente al Emilio nacido para la autonomía. De ahí que las mujeres que osaban superar las fronteras de lo privado eran inmediatamente tachadas de “malas”, como esas que vivían frente a la casa de la protagonista: “…cuando yo salía al balcón desobedeciendo a mamá, que me lo tenía prohibido, porque en la casa inmediata vivían unas mujeres malas. Nunca explicaba por qué eran malas aquellas mujeres que nunca pude ver, y yo suponía que siempre estaban regañando, que se arañaban y pellizcaban unas a otras, que gritaban mucho y hasta que escupían a la calle desde el balcón, cosas todas abominables y terribles”.
Mª Luisa, como todas las mujeres durante décadas, es educada para ser un ángel del hogar, una señora de, un ser carente de autonomía y al que desde pequeña niegan sus capacidades creativas. Las de la niña que se niega a ponerse “gasas de bailarina” y a la que cuando le preguntan qué harás cuando seas mayor, contesta “vestirme de hombre y montar a caballo”.  La mujer que iremos viendo cómo se resiste a ser una burda copia del modelo virginal de María: “El perfume de las rosas que inundaba la clase, las canciones frescas y desentonadas, las velas encendidas que daban animación y vida a la cara perfecta de la Virgen”.
Dividida en tres partes que se corresponden con la primavera, el verano y el otoño, y con un final de otoño que no llega a ser invierno, esta obra excepcional nos permite ser testigos del aprendizaje de una mujer que sufre múltiples renuncias y angustias hasta que finalmente consigue liberarse. Es, desde esta perspectiva, el perfecto relato de cómo el heteropatriarcado se ha construido siempre no solo sobre la subordiscriminación de las mujeres sino también sobre del brutal dualismo que contrapone de manera jerárquica heterosexualidad y otras opciones sexuales.
La novela nos muestra además a la perfección como en paralelo a la sumisión de ellas se construyen las masculinidades poderosas y públicas, las propias de los diligentes padres de familia, las que tienen derecho al cuerpo y la sexualidad de las mujeres para satisfacer sus deseos. Elena Fortún no renuncia a contarnos un par de episodios de lo que hoy llamaríamos acoso sexual y que hacen que la protagonista, o sea, ella misma, se vaya posicionando frente a una masculinidad predadora. El primer episodio lo protagonizan unos chavales – “Ya otro había deslizado sus manos ásperas por mis muslos y trataba de meterlas por la boca de los pantalones …”  – mientras que en el segundo, casi un intento de violación,  es un juez el que se lanza sobre ella: “Estaba muy encarnado y respiraba jadeante, echándome a la cara su aliento desagradable. Cada vez le importaba menos el juego y más yo. Al fin, me cogió contra la pared y aplicando sus labios gordos a los míos me besó ávidamente, metiendo casi su boca entre mis dientes, al mismo tiempo que su lengua gorda y repugnante buscaba la mía hasta casi asfixiarme… y su cuerpo se aplastaba contra mi pecho, y una pierna se incrustaba entre las mías…” Unos hombres que mal llevan que las mujeres de principios del siglo XX empiecen a reivindicar su autonomía, las mismas oportunidades, ser al fin dueñas de sus proyectos de vida: “Ahora les ha dado a las mujeres por imitarnos…”. No falta en la novela incluso una mirada crítica sobre esos hombres que por ejemplo van de putas con total normalidad y con la complicidad silenciosa del resto: “Luego, ¿había mujeres que hacían eso por ganar dinero?¡Y los hombres venían a buscarlas como si fueran al café! ¡Dios, qué espanto! Y todos lo sabían… lo sabía mamá, papá, mis hermanos… todo el mundo, menos yo hasta aquel momento, y continuaban tan tranquilos, y reían felices… ¡No se morían de espanto y de horror!”.
Oculto sendero recrea a la perfección todos los mandatos de género que durante siglo han limitado los espacios y los tiempos de las mujeres, al tiempo que hacían de ellas seres educados para la virtud y para la entrega a los otros: “¡Ya está en la infancia femenina marcado el espíritu de sacrificio, la necesidad de consagrarse a la felicidad de la familia!”.  Una virtud que en el caso concreto de nuestro país estuvo marcado por el catolicismo, la única religión verdadera – claro que hay otras, pero como dice la madre de Mª Luisa, “todas son mentiras”- que enseñó a las mujeres el camino del sacrificio, la obediencia y el pudor. Una religión que santificó el orden heteronormativo a través del matrimonio, el único destino para la mujer decente: “El camino de la mujer es el matrimonio y todo lo que aprenda y estudie debe ser con miras al día de mañana, para hacer feliz al hombre que escoja por compañera, y ser una buena madre de familia”. Ese es el destino contra el que se rebela  la protagonista a la que Elena le hace decir: “¡Si yo no quiero ser una madre de familia! ¡Si no me quiero casar, ni estudiar piano, ni coser, ni hacer cuentas..! Solo quiero leer, leer todos los libros que hay en el mundo…” Un sueño que chocaba contra la jaula que la sociedad tenía construida para ella, porque “para cuidar del marido y criar hijos no hacen falta literaturas”.
Oculto sendero, editada primorosamente por la Editorial Renacimiento, es el grito de Mª Luisa, pero también de Elena, y el de tantas mujeres que ansiaron tener la misma libertad que los hombres: “¡Yo sí que les envidiaba! ¡Su libertad, sus trajes sencillos, estrictos, sin ninguna fantasía, su derecho de comportarse naturalmente, sin afectación…!”. Mujeres las que desde pequeñitas se las educaba para cuidar y encontrar marido, por lo que “quedarse para vestir santos” suponía el mayor fracaso que podían sufrir. Esa es la gran tensión que sufre la protagonista: “Y yo no tenía ningún deseo de tener casa, ni de coser todo el día, ni de llevarle el desayuno a la cama… Aquellos proyectos me sonaban a un servicio que yo estaba obligada a hacer… Jorge pintaría y yo… a coser, a limpiar la casa ayudando a la criada, a administrar el dinero… y por toda alegría, ver pintar a Jorge… ¡Así tenía que ser! ¡Así vivían todas las mujeres! El orden establecido por la sociedad era este y no otro…” Un orden que Rousseau elevó a la categoría moral de modelo y que los Códigos Civiles convirtieron en Derecho: “¡Aquella pobre Teresita del pueblo se decía que engañaba a su marido! ¡Qué atrocidad! Ella ha debido resignarse, cuidar de su casa y de sus hijos, …¿Qué él era mujeriego y holgazán? ¿Que había acabado con el último céntimo de ella…? Sí, todo eso era verdad, pero su obligación era morir en la brecha, defendiendo su hogar…” En fin, las heroicas Sofías soportando “las sinrazones del marido sin quejarse”.
Pero no solo es la lucha contra ese orden la que sufrimos con la protagonista de la novela, también es la salida del armario tras un largo proceso de empoderamiento que le lleva finalmente a afirmar “a mí no me gustan los hombres” y tiempo después  a tratar de ser consecuente con lo que le dicta su piel. Un proceso especialmente dramático en una sociedad para la que un homosexual era “un invertido, un cochino repugnante” y para la que las lesbianas no existían, eran invisibles, sumaban la puerta de su deseo a la que ya de por sí tenían cerrada por su condición de mujeres.
Oculto sendero nos muestra cómo también entre los años 20 y 30 del pasado siglo las mujeres empezaron a ocupar espacios en nuestro país que tiempo atrás les estaban vedados: “¡Ah, las muchas modernas! Las veía solas por la calle, con su cartera bajo el brazo, camino de la universidad, del instituto, de la escuela…¿Por qué había venido yo al mundo diez años antes de mi tiempo?” Mª Luisa/Elena luchando contra el tiempo que no tuvo y al fin logrando reconocer sus verdaderos latidos: “siento crecer algo que siempre he llevado en el corazón y en el cerebro, como un hijo… y que esta vez no se me puede morir”. La mujer que al fin se mira en el espejo y se reconoce en artistas y en otros seres libres: “El artista es tal vez el tercer sexo… Creo que entre los humanos son los artistas los que no deben reproducirse…el artista lleva en su cerebro y en su alma comprendidos los dos sexos, en un extraño hermafroditismo capaz de crear”. Los ecos andróginos de Coleridge y después de Virginia Woolf a través de la Fortún.
La biografía novelada de la creadora de Celia acaba siendo uno de los más hermosos relatos que yo recuerdo sobre lo que supone vivir en un mundo que no te reconoce – “los que son normales nos desprecian” – y en el que el crimen o pecado contra natura acaba siendo un cerrojo contra la naturaleza del sujeto que escapa a las reglas de la mayoría.  Un relato que ha sido más frecuente leer “en masculino” pero que no ha sido tan habitual que sea narrado, al menos en nuestro país, por mujeres.  De ahí el valor de este testamento literario de Elena Fortún, una mujer desdichada y excepcional, una de esas grandes desconocidas en un mundo que sigue dominado por el prestigio masculino. Una de esas muchas víctimas de unas estructuras de poder que le cortaron  las alas y que la obligaron a vivir en permanente lucha. Leer este libro no es solo por tanto homenajearlas sino también hacer un ejercicio de memoria para que nunca se nos olvide de dónde venimos y qué frágiles son las conquistas de la igualdad. Todo eso al margen de las muchas virtudes literarias de un texto que te hace sentir como propio el desgarro de una mujer que acaba afortunadamente reconociéndose y queriéndose a sí misma como primer paso hacia la auténtica libertad.

PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 16-4-2017:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/elena-fortun-contra-el-heteropatriarcado_a_22042041/

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DESEOS MASCULINOS

Fui uno de los muchos espectadores que en su día quedaron tocados por la hermosísima Los juncos salvajes (1994). En aquel relato de adolescencias, deseos callados e identidades en tránsito, André Techiné ofreció lo mejor de sí y nos dio una lección sobre lo complejo que es liberarse del infinitivo para instalarse en el gerundio. Décadas después, el director francés vuelve a regalarnos una imperfecta pero bella historia sobre chicos que se están haciendo y sobre cómo pelean en esa etapa de la vida en que los hombres, sobre todo los hombres, nos vemos compelidos a cumplir fielmente con unas determinadas expectativas de género. La hermosa historia de amor que nos cuenta esta película, porque al final no es sino una historia de amor,  nos muestra como la virilidad, entendida en el sentido hegemónico del término, nos ata y en muchos casos nos conduce a subrayar el patrón que los otros diseñan para nosotros. La tensión existente entre los dos chicos protagonistas, Tom y Damien, que se plasma literalmente en violencia en la primera parte de la película, es la muestra más clara de cómo la represión del deseo, ese sobre el que los dos hablan cuando preparan una tarea de clase, produce monstruos y mucha infelicidad. Una represión en la que los hombres hemos sido y somos educados desde el momento en que asumimos la homofobia como parte esencial de la identidad masculina.

La misma referencia de los padres de la película – el padre ausente y proveedor de Tom, el padre presente a intervalos, y heroico militar, de Damien – nos muestran el espejo en el que se miran (aunque solo sea de reojo) los dos adolescentes que viven entre la soledad de la rareza, sobre todo en el caso de Tom, y el confortable útero materno (Damien). Un complejo equilibrio al que por cierto parecen desafiar Bowie y el cartel de al película CRAZY en el caso del hijo del militar y que se vuelve huida imposible en los baños solitarios de Tom en el lago de las montañas.

Y entre medias, las madres. La madre de Tom, que es cuidada por el hijo adoptivo , el cual por tanto no continúa el linaje juramentado del padre, y a la que finalmente vemos concibiendo descendencia, pero no un varón sino una hija a la que el hijo coge en sus brazos con miedo primero y ternura después.  Junto a ella, o más bien frente a ella, la madre de Damien, la doctora que extiende sus cuidados más allá de lo privado, una mujer inteligente y autónoma, aunque solo a medias, que tiene la capacidad de saber gestionar los conflictos y de buscar espacios in between. Todo ello mientras el marido ausente y en la guerra no deja de ser el bello héroe sin el que ella se siente a medias, la eterna Penélope que espera al pluscuamperfecto soldado que no sabemos si el hijo admira o esquiva.  (atención SPOILER!!!) Su muerte bien podría ser toda una metáfora de lo que Techiné pretende dar por muerto en su película y un final de capítulo que nos permite vislumbrar un nuevo mundo el que, ojalá, ya nadie tenga que frenar sus deseos. En el que los varones hayamos dejado de vivir en la cárcel del boxeo y los silencios. Un mundo en el que sobren medallas y honores militares, y en el que la Madre Naturaleza, tan presente en la película, nos evidencie que somos nosotros los que creamos monstruos ante nuestra incapacidad para sentir las llamadas liberadoras del cuerpo, la necesidad del otro, la frescura sanadora del agua en la que deberíamos tener la valentía de sumergirnos. Fuertes desde la fragilidad. Como juncos salvajes.

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DESEOS MASCULINOS

Fui uno de los muchos espectadores que en su día quedaron tocados por la hermosísima Los juncos salvajes (1994). En aquel relato de adolescencias, deseos callados e identidades en tránsito, André Techiné ofreció lo mejor de sí y nos dio una lección sobre lo complejo que es liberarse del infinitivo para instalarse en el gerundio. Décadas después, el director francés vuelve a regalarnos una imperfecta pero bella historia sobre chicos que se están haciendo y sobre cómo pelean en esa etapa de la vida en que los hombres, sobre todo los hombres, nos vemos compelidos a cumplir fielmente con unas determinadas expectativas de género. La hermosa historia de amor que nos cuenta esta película, porque al final no es sino una historia de amor,  nos muestra como la virilidad, entendida en el sentido hegemónico del término, nos ata y en muchos casos nos conduce a subrayar el patrón que los otros diseñan para nosotros. La tensión existente entre los dos chicos protagonistas, Tom y Damien, que se plasma literalmente en violencia en la primera parte de la película, es la muestra más clara de cómo la represión del deseo, ese sobre el que los dos hablan cuando preparan una tarea de clase, produce monstruos y mucha infelicidad. Una represión en la que los hombres hemos sido y somos educados desde el momento en que asumimos la homofobia como parte esencial de la identidad masculina.

La misma referencia de los padres de la película – el padre ausente y proveedor de Tom, el padre presente a intervalos, y heroico militar, de Damien – nos muestran el espejo en el que se miran (aunque solo sea de reojo) los dos adolescentes que viven entre la soledad de la rareza, sobre todo en el caso de Tom, y el confortable útero materno (Damien). Un complejo equilibrio al que por cierto parecen desafiar Bowie y el cartel de al película CRAZY en el caso del hijo del militar y que se vuelve huida imposible en los baños solitarios de Tom en el lago de las montañas.

Y entre medias, las madres. La madre de Tom, que es cuidada por el hijo adoptivo , el cual por tanto no continúa el linaje juramentado del padre, y a la que finalmente vemos concibiendo descendencia, pero no un varón sino una hija a la que el hijo coge en sus brazos con miedo primero y ternura después.  Junto a ella, o más bien frente a ella, la madre de Damien, la doctora que extiende sus cuidados más allá de lo privado, una mujer inteligente y autónoma, aunque solo a medias, que tiene la capacidad de saber gestionar los conflictos y de buscar espacios in between. Todo ello mientras el marido ausente y en la guerra no deja de ser el bello héroe sin el que ella se siente a medias, la eterna Penélope que espera al pluscuamperfecto soldado que no sabemos si el hijo admira o esquiva.  (atención SPOILER!!!) Su muerte bien podría ser toda una metáfora de lo que Techiné pretende dar por muerto en su película y un final de capítulo que nos permite vislumbrar un nuevo mundo el que, ojalá, ya nadie tenga que frenar sus deseos. En el que los varones hayamos dejado de vivir en la cárcel del boxeo y los silencios. Un mundo en el que sobren medallas y honores militares, y en el que la Madre Naturaleza, tan presente en la película, nos evidencie que somos nosotros los que creamos monstruos ante nuestra incapacidad para sentir las llamadas liberadoras del cuerpo, la necesidad del otro, la frescura sanadora del agua en la que deberíamos tener la valentía de sumergirnos. Fuertes desde la fragilidad. Como juncos salvajes.

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LO QUE SE JUEGA EL PSOE

Hace ya algunos años, como me supongo que también buena parte de quienes me leen, fui votante del PSOE. Poco a poco, y me imagino que también como le pasó a muchos de ustedes, me fui sintiendo cada vez más lejos de un partido al que percibía ensimismado, prisionero de sus dilemas y, lo más grave, absolutamente desconectado de lo que bullía en la calle, de las necesidades ciudadanas, de los nuevos vientos que empezaban a reclamar una izquierda más transformadora y menos acomodaticia. Esos males no han hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos, en los que, ante la sacudida de la crisis y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, el PSOE ha sido incapaz de mirarse al espejo y asumir qué tipo de socialismo y sobre todo qué tipo de partido necesita una democracia del siglo XXI.
Por todo ello, el proceso de primarias a punto de abrirse oficialmente no es solo una cuestión interna sino que tiene una inevitable proyección en cuánto a qué partido socialista vamos a encontrarnos en los próximos años y de qué manera va a ser capaz de subvertir un orden de cosas que hoy por hoy mantiene triunfante al neoliberalismo. No se discute por tanto solamente qué persona va a ocupar la secretaría general sino qué proyecto político se arma como alternativa a la derecha acomodaticia y como pieza que finalmente encaje en un panorama que poco tiene que ver con aquél en que los socialistas se convirtieron en la gran esperanza de una España recién nacida a la democracia. Precisamente por eso, porque el contexto no es el mismo y porque los retos a los que nos enfrentamos poco tienen que ver con los de los gloriosos ochenta, me parece un gran error la reivindicación del pasado, la prórroga de liderazgos que ahora tienen poco que decir, el intento de sobrevivir más con el aliento de lo que fueron que con el oxígeno de lo que pueden ser. Lo cual no quiere decir que no se reconozca lo mucho bueno que hicieron los gobiernos socialistas, sino que ese no es, o no debería ser, el eslabón que justo ahora permitirá recuperar la confianza perdida.
Como elector que fui del PSOE, y como ciudadano que además con la llamada nueva política está más decepcionado que ilusionado, me gustaría que el partido que renaciera en mayo nada tuviera que ver con ese aparato que nos recuerda que el uso y el abuso del poder produce monstruos, ni con esas dinámicas que avalan que para muchos/as socialistas estar en el partido ha sido una forma de vida y no un servicio público, ni con esas estructuras tan androcéntricas y patriarcales que solo de manera muy superficial parecen estar comprometidas con la igualdad. La izquierda necesita otros lenguajes y otras estrategias para hacer real un proyecto que en definitiva tiene, o debería tener, como ejes la igualdad real y efectiva de la ciudadanía, el bienestar de todos y de todas, la búsqueda permanente de una mayor justicia social. Un programa que lógicamente supone domar el capitalismo salvaje y entender el ejercicio del poder lejos de la verticalidad masculina. Un horizonte que mal casa con liderazgos populistas, con discursos que abundan en la sensiblería propia de una izquierda que ya difícilmente nos convence de su poderío intelectual y con una manera de entender la política en la que no caben matices ni diálogos porque todo parece dejarse en manos de un/a salvador/a a quien hemos de adorar. Solo cuando el PSOE se libere de esos lastres que lo hacen ser un partido viejo, que no histórico, y poco creíble para quienes lo hemos visto tan seducido por las oligarquías, será posible que empiece a remontar el vuelo. Eso es justo lo que el partido se juega: tener nuevas alas o limitarse a remendar las que hace tiempo solo nacen en las espaldas de quienes necesitan del partido para sobrevivir.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 3 de abril de 2017: 
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/juega-psoe_1136678.html
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LO QUE SE JUEGA EL PSOE

Hace ya algunos años, como me supongo que también buena parte de quienes me leen, fui votante del PSOE. Poco a poco, y me imagino que también como le pasó a muchos de ustedes, me fui sintiendo cada vez más lejos de un partido al que percibía ensimismado, prisionero de sus dilemas y, lo más grave, absolutamente desconectado de lo que bullía en la calle, de las necesidades ciudadanas, de los nuevos vientos que empezaban a reclamar una izquierda más transformadora y menos acomodaticia. Esos males no han hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos, en los que, ante la sacudida de la crisis y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, el PSOE ha sido incapaz de mirarse al espejo y asumir qué tipo de socialismo y sobre todo qué tipo de partido necesita una democracia del siglo XXI.
Por todo ello, el proceso de primarias a punto de abrirse oficialmente no es solo una cuestión interna sino que tiene una inevitable proyección en cuánto a qué partido socialista vamos a encontrarnos en los próximos años y de qué manera va a ser capaz de subvertir un orden de cosas que hoy por hoy mantiene triunfante al neoliberalismo. No se discute por tanto solamente qué persona va a ocupar la secretaría general sino qué proyecto político se arma como alternativa a la derecha acomodaticia y como pieza que finalmente encaje en un panorama que poco tiene que ver con aquél en que los socialistas se convirtieron en la gran esperanza de una España recién nacida a la democracia. Precisamente por eso, porque el contexto no es el mismo y porque los retos a los que nos enfrentamos poco tienen que ver con los de los gloriosos ochenta, me parece un gran error la reivindicación del pasado, la prórroga de liderazgos que ahora tienen poco que decir, el intento de sobrevivir más con el aliento de lo que fueron que con el oxígeno de lo que pueden ser. Lo cual no quiere decir que no se reconozca lo mucho bueno que hicieron los gobiernos socialistas, sino que ese no es, o no debería ser, el eslabón que justo ahora permitirá recuperar la confianza perdida.
Como elector que fui del PSOE, y como ciudadano que además con la llamada nueva política está más decepcionado que ilusionado, me gustaría que el partido que renaciera en mayo nada tuviera que ver con ese aparato que nos recuerda que el uso y el abuso del poder produce monstruos, ni con esas dinámicas que avalan que para muchos/as socialistas estar en el partido ha sido una forma de vida y no un servicio público, ni con esas estructuras tan androcéntricas y patriarcales que solo de manera muy superficial parecen estar comprometidas con la igualdad. La izquierda necesita otros lenguajes y otras estrategias para hacer real un proyecto que en definitiva tiene, o debería tener, como ejes la igualdad real y efectiva de la ciudadanía, el bienestar de todos y de todas, la búsqueda permanente de una mayor justicia social. Un programa que lógicamente supone domar el capitalismo salvaje y entender el ejercicio del poder lejos de la verticalidad masculina. Un horizonte que mal casa con liderazgos populistas, con discursos que abundan en la sensiblería propia de una izquierda que ya difícilmente nos convence de su poderío intelectual y con una manera de entender la política en la que no caben matices ni diálogos porque todo parece dejarse en manos de un/a salvador/a a quien hemos de adorar. Solo cuando el PSOE se libere de esos lastres que lo hacen ser un partido viejo, que no histórico, y poco creíble para quienes lo hemos visto tan seducido por las oligarquías, será posible que empiece a remontar el vuelo. Eso es justo lo que el partido se juega: tener nuevas alas o limitarse a remendar las que hace tiempo solo nacen en las espaldas de quienes necesitan del partido para sobrevivir.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 3 de abril de 2017: 
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/juega-psoe_1136678.html
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PATRIOTAS SIN PATRIA

La historia que nos cuenta 1898, Los últimos de Filipinas, la revisión del clásico del cine español que el pasado año dirigió con buen pulso Salvador Calvo, nos plantea un relato que me atrevería a llamar contra-épico, o al menos así lo es desde el punto de vista de las masculinidades que lo protagonizan. La historia del destacamento español que fue sitiado en el pueblo de Baler, en la isla filipina de Luzón, por insurrectos filipinos revolucionarios durante más de 300 días, es un magnífico ejemplo de cómo históricamente la masculinidad hegemónica ha estado ligada al concepto de patria y cómo por tanto el mismo concepto de patriarcado nos remite a un orden político basado en los pactos de los «padres».  Unos padres que han administrado el poder, los recursos y a violencia, y que durante siglos han sido los artífices de un orden que ha debido mantenerse en muchos casos mediante guerras y batallas. Es decir, el orden de las banderas y de los galones, el de las medallas y los reconocimientos, pero también el de los muertos y el de tantas víctimas. El de los territorios y las fronteras, el de los imperios y los colonizados, el de los generales y las esposas que esperan como Penélopes o que como putas les dan placer.

En este caso, la fuerza del relato residen en la resistencia inútil de los sitiados, los cuales durante un tiempo ignoran, y luego no quieren creer, que España había  perdido la guerra y que ha había cedido la soberanía de Filipinas a Estados Unidos. Es decir, se resisten a asumir que la patria a la que se supone estaban defendiendo, cuya bandera enarbolan como parte del mástil de su propia virilidad, ha sido derrotada y los ha dejado sin referencia simbólica a la que agarrarse.  A no ser que asuman como propio el fracaso en la guerra y, en consecuencia, el fracaso de su propia virilidad.

El gran acierto de esta cuidada producción española, y a diferencia de lo que ocurría en la versión de 1945 que lógicamente respondió a  la lógica patriótica que reclamaba el contexto franquista, es situarnos frente a un grupo de hombres que han de enfrentarse a sus propias miserias y que ven puesta a prueba una virilidad que había sido educada para el triunfo y el reconocimiento. Nos encontramos en el relato masculinidades disidentes,  esos jóvenes que se han visto obligados a pelear por una patria en la que ni siquiera creen y que en algún caso optaran por la deserción, junto a los que representan el sentido del deber y la misma cárcel de la masculinidad entendida como ausencia de debilidad. En este sentido, se nos presentan dos modelos distintos de sujetos viriles empoderados pero que comparten un mismo tronco en los personajes que interpretan espléndidamente Luis Tosar (teniente Martín) y Javier Gutiérrez (sargento Jimeno). Mucho más complejo y dubitativo es el Enrique de las Morenas que recrea con su habitual solvencia Eduard Fernández. Junto a ellos, hombres que incluso podríamos calificar de cuidadores y que intentan en algún momento saltarse los patrones, como el médico interpretado por Carlos Hipólito, o el singular monje (Karra Elejalde), que parece ubicarse en una frontera mucho más lúcida y más liberadora incluso que la que podría esperarse de alguien entregado a la religión católica. 

Frente a esos hombres que ya han recorrido buena parte de sus vidas, y a los que vemos tragándose la bilis de su propia amargura o del propio fracaso no reconocido de sus proyectos, nos encontramos al grupo de jóvenes soldados que en muchos casos ni siquiera tienen claro que merezca la pena jugarse la vida por una patria a la que no se hallan tan emocionalmente ligados como sus mayores. Unos jóvenes que ven como el absurdo de la épica masculina les lleva al horror y que incluso se plantean, como en el caso de los desertores, traicionar los valores supremos y ser fieles a su (frágil) libertad. En este sentido, el personaje central de la película, interpretado con gran solvencia por el prometedor Álvaro Cervantes, hace que justo nos posicionemos en ese lado, en el de los interrogantes, en el de la rebelión, en el de unos hombres que apenas han empezado a serlo y que acaban siendo víctimas de una narrativa – la de la hombría patriarcal y patriótica – que los usa como peones.
En este relato tan masculino, las mujeres están prácticamente ausentes, salvo en el caso de Teresa, la puta filipina que actúa en la película como la Eva tentadora, como la serpiente que los reta (impresionante la escena en que el teniente Martín está a punto de matarla porque no resiste su provocadora carnalidad que pone en cuestión la virilidad a la que él se agarra como un último sacramento), como la Scherezade vista con mirada colonial y que les canta el célebre «yo te diré». Aunque también hay una escena, protagonizada por mujeres filipinas,  que nos remite al papel pacificador de las mujeres, a su rol de hacedoras de diálogos, a la proyección política de su ética del cuidado y de su capacidad de dar la vida – esas naranjas sanadoras- que luego los hombres ciegan. Ellas son, justo en ese momento del relato, la única esperanza de que en algún momento los tiros cesen y otro modelo de Humanidad sea posible.

La visión que la película ofrece sobre los hombres filipinos y sobre cómo se nos muestran de manera más carnal, incluso sexual, que los españoles, ha sido analizada por Miguel Caballero en un magnífico texto que hace unos meses se publicó en Tribuna Feminista con el título «Imperio y masculinidad» ( http://www.tribunafeminista.org/2017/01/imperio-y-masculinidad/ ) A él me remito para completar la visión tan lúcida y tan bien rodada que 1898 nos ofrece sobre el triángulo masculinidad-patria-violencia.  Porque este relato cinematográfico nos lanza finalmente una propuesta poco abordada: la crisis que a nivel nacional supuso esa fecha bien podría considerarse también el inicio de la crisis de todo un orden, el de la hegemonía patriarcal, heroica e imperial, colonizadora y depredadora, que en el siglo siguiente se vería más rotundamente socavado, aunque para ello la Humanidad tuviera que sufrir dos guerras mundiales y aunque todavía hoy las mujeres estén lejos en buena parte del planeta de haberse liberado de sus cautiverios. Una llamada de atención que desde la historia nos plantea la necesidad, todavía hoy, en estos tiempos de rearme patriarcal y de nuevos imperialismos, de desertar de nuestra condición de hombres heroicos. 


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