S.O.S. profesor o socorrista

Aunque meteorológica y astronómicamente el verano comenzó hace ya unas semanas, para mí ha comenzado hoy. Justo hace unas horas, me he despedido de mis compañeros deseándoles un feliz verano. Para los que nos dedicamos a la maravillosa tarea de educar, el Colegio acaba, oficialmente, un par de semanas después de que las aulas queden huérfanas de alumnos con destino a la playa o a la piscina.


Tras esa despedida (que debe ser un «hasta septiembre»), se abre camino un verano que para casi todos es sinónimo de descanso y acopio de fuerzas, mientras que para otros, los profesores sustitutos, el periodo estival se convierte en algo parecido a un extenso desierto que, para colmo, no sabes si acabará en el oasis que representa la posibilidad de volver a desarrollar aquello que más te gusta hacer una vez llegue septiembre. Y es que para mí, con el verano, se abren incertidumbres, decenas de días con los Colegios cerrados a los que no puedes ni siquiera enviar tus credenciales, ni ofrecer tu entusiasmo y tus ilusiones; semanas desérticas en lo emocional, en las que debes librar una incandescente batalla contigo mismo para no desistir, tratando de bucear en ideas que te aporten esperanzas de cara al nuevo curso. En definitiva, miles de horas en las que rebobinar recuerdos e hilar nuevos proyectos con los que sostenerte mientras va pasando el estío. 

Hoy, en mi despedida, mi enésima despedida, tenía presente lo que iba a ser mi verano mientras deseaba felices vacaciones a aquellos que, en el último mes y medio, han sido mis compañeros. Y lo he hecho tratando de sentirlos como compañeros míos de toda la vida y a los que volveré a ver pronto. Hoy, he tratado de olvidar que también me despedí de compañeros de otros muchos Colegios deseándoles felices vacaciones en Navidad, Semana Santa o verano y con los que después no he vuelto, desafortunadamente, a compartir clases. 

Ser profesor sustituto, o errante según se mire, te exige llegar a ser un experto en aquello que, seguramente, se le da mal a la inmensa mayoría de las personas: subirse a un autobús en marcha (que es el ritmo de tu grupo-clase) y ponerte a su velocidad de crucero sin que el autobús frene (a veces incluso acelera) y sin que se note que hace unos segundos estabas sentado en la parada; adaptarte (y en ocasiones desencriptar) el trabajo que venía haciendo otro compañero usando su particular librillo, que además sigue llevando su nombre y no el tuyo; establecer vínculos emocionales con los que te rodean -alumnado, familias, compañeros, personal de administración y servicios- queriendo sentirte uno más de ellos; identificarte con el ideario de la comunidad educativa a la que de repente perteneces, hacer tuyos sus valores y su idiosincrasia no simplemente como un acto mimético, sino con el afán de incorporarlo a tu crecimiento personal y profesional…

Cuando eres profesor sustituto eres un profesor atípico, te vuelves alérgico a las vacaciones. Tu cuerpo segrega histaminas cada vez que se aproximan los periodos vacacionales y más si son estivales, por su mayor duración e inactividad docente. Y es que en verano son las playas y las piscinas, en lugar de las aulas, las que están abarrotadas de jóvenes. Por decirlo de una manera gráfica, son ahora los socorristas los que cogen el testigo, aquellos que por su profesión, flotador en mano, alcanzo a entender serán alérgicos a los largos inviernos.

Precisamente ayer tuve la fortuna, mientras participaba en un curso magistralmente impartido por Juan Manuel Alarcón Fernández, de darme cuenta que el profesor y el socorrista son más parecidos que antagónicos. El profesor Alarcón hizo una estupenda analogía entre estas dos profesiones que, en no pocas ocasiones, suelen despertar ciertas envidias por sus supuestos privilegios laborales. Es fácil tener la tentación de pensar, ¡socorrista, qué buen trabajo!. Todo el día en bañador al solecito, roneando con tus gafas de sol, trabajando al aire libre, rodeado de gente guapa y que a veces te hacen sentir centro de sus miradas, ganando un buen sueldecito… Sin embargo, el socorrista -como el docente vocacional- no es aquel que se enorgullece de su profesión simplemente por las envidias que despierta su trabajo supuestamente cómodo y privilegiado, sino que, por el contrario, se siente atraído por la idea de salvar vidas cuando ello sea preciso, de rescatar a personas que tienen el agua al cuello, por tener la oportunidad de mojarse para evitar que alguien arruine su vida por una imprudencia o por negligencia. Análogamente, el docente -como el socorrista vocacional- no es aquel que va a su puesto de trabajo con la idea de no encontrarse problemas y sentarse cómodamente en su silla mientras simplemente transcurren las horas de la jornada de la forma más liviana posible. Todo lo contrario, la vocación de unos y de otros les obliga a estar vigilantes de aquellos que se adentran inconscientemente en aguas revueltas, dispuestos a mojarse y dejarse el aliento para que ninguno de los que están bajo su responsabilidad cercenen sus vidas y sus proyectos futuros.


Es por ello, por lo que siento la necesidad de que en este verano me surjan oportunidades para volver a coger mi flotador en forma de carpeta y salir al rescate de jóvenes con el agua al cuello de cara al nuevo curso escolar.

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S.O.S. profesor o socorrista

Aunque meteorológica y astronómicamente el verano comenzó hace ya unas semanas, para mí ha comenzado hoy. Justo hace unas horas, me he despedido de mis compañeros deseándoles un feliz verano. Para los que nos dedicamos a la maravillosa tarea de educar, el Colegio acaba, oficialmente, un par de semanas después de que las aulas queden huérfanas de alumnos con destino a la playa o a la piscina.


Tras esa despedida (que debe ser un «hasta septiembre»), se abre camino un verano que para casi todos es sinónimo de descanso y acopio de fuerzas, mientras que para otros, los profesores sustitutos, el periodo estival se convierte en algo parecido a un extenso desierto que, para colmo, no sabes si acabará en el oasis que representa la posibilidad de volver a desarrollar aquello que más te gusta hacer una vez llegue septiembre. Y es que para mí, con el verano, se abren incertidumbres, decenas de días con los Colegios cerrados a los que no puedes ni siquiera enviar tus credenciales, ni ofrecer tu entusiasmo y tus ilusiones; semanas desérticas en lo emocional, en las que debes librar una incandescente batalla contigo mismo para no desistir, tratando de bucear en ideas que te aporten esperanzas de cara al nuevo curso. En definitiva, miles de horas en las que rebobinar recuerdos e hilar nuevos proyectos con los que sostenerte mientras va pasando el estío. 

Hoy, en mi despedida, mi enésima despedida, tenía presente lo que iba a ser mi verano mientras deseaba felices vacaciones a aquellos que, en el último mes y medio, han sido mis compañeros. Y lo he hecho tratando de sentirlos como compañeros míos de toda la vida y a los que volveré a ver pronto. Hoy, he tratado de olvidar que también me despedí de compañeros de otros muchos Colegios deseándoles felices vacaciones en Navidad, Semana Santa o verano y con los que después no he vuelto, desafortunadamente, a compartir clases. 

Ser profesor sustituto, o errante según se mire, te exige llegar a ser un experto en aquello que, seguramente, se le da mal a la inmensa mayoría de las personas: subirse a un autobús en marcha (que es el ritmo de tu grupo-clase) y ponerte a su velocidad de crucero sin que el autobús frene (a veces incluso acelera) y sin que se note que hace unos segundos estabas sentado en la parada; adaptarte (y en ocasiones desencriptar) el trabajo que venía haciendo otro compañero usando su particular librillo, que además sigue llevando su nombre y no el tuyo; establecer vínculos emocionales con los que te rodean -alumnado, familias, compañeros, personal de administración y servicios- queriendo sentirte uno más de ellos; identificarte con el ideario de la comunidad educativa a la que de repente perteneces, hacer tuyos sus valores y su idiosincrasia no simplemente como un acto mimético, sino con el afán de incorporarlo a tu crecimiento personal y profesional…

Cuando eres profesor sustituto eres un profesor atípico, te vuelves alérgico a las vacaciones. Tu cuerpo segrega histaminas cada vez que se aproximan los periodos vacacionales y más si son estivales, por su mayor duración e inactividad docente. Y es que en verano son las playas y las piscinas, en lugar de las aulas, las que están abarrotadas de jóvenes. Por decirlo de una manera gráfica, son ahora los socorristas los que cogen el testigo, aquellos que por su profesión, flotador en mano, alcanzo a entender serán alérgicos a los largos inviernos.

Precisamente ayer tuve la fortuna, mientras participaba en un curso magistralmente impartido por Juan Manuel Alarcón Fernández, de darme cuenta que el profesor y el socorrista son más parecidos que antagónicos. El profesor Alarcón hizo una estupenda analogía entre estas dos profesiones que, en no pocas ocasiones, suelen despertar ciertas envidias por sus supuestos privilegios laborales. Es fácil tener la tentación de pensar, ¡socorrista, qué buen trabajo!. Todo el día en bañador al solecito, roneando con tus gafas de sol, trabajando al aire libre, rodeado de gente guapa y que a veces te hacen sentir centro de sus miradas, ganando un buen sueldecito… Sin embargo, el socorrista -como el docente vocacional- no es aquel que se enorgullece de su profesión simplemente por las envidias que despierta su trabajo supuestamente cómodo y privilegiado, sino que, por el contrario, se siente atraído por la idea de salvar vidas cuando ello sea preciso, de rescatar a personas que tienen el agua al cuello, por tener la oportunidad de mojarse para evitar que alguien arruine su vida por una imprudencia o por negligencia. Análogamente, el docente -como el socorrista vocacional- no es aquel que va a su puesto de trabajo con la idea de no encontrarse problemas y sentarse cómodamente en su silla mientras simplemente transcurren las horas de la jornada de la forma más liviana posible. Todo lo contrario, la vocación de unos y de otros les obliga a estar vigilantes de aquellos que se adentran inconscientemente en aguas revueltas, dispuestos a mojarse y dejarse el aliento para que ninguno de los que están bajo su responsabilidad cercenen sus vidas y sus proyectos futuros.


Es por ello, por lo que siento la necesidad de que en este verano me surjan oportunidades para volver a coger mi flotador en forma de carpeta y salir al rescate de jóvenes con el agua al cuello de cara al nuevo curso escolar.

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De aquellos barros estos lodos

En el año 1999, la Unidad de Exclusión Social del Reino Unido acuñó en uno de sus informes el término NEET, acrónimo en inglés de la expresión not employment, education or training, para referirse a los/as jóvenes de entre 16-18 años que, por aquel entonces, estaban en situación de alto riesgo de exclusión social debido, precisamente, a su falta de oportunidades laborales y formativas, su condición de desempleados, no inscritos en la escuela ni en la Universidad, que no buscaban trabajo ni recibían la formación necesaria para lograr un empleo. Al poco tiempo, en España, a esta generación de jóvenes, y por similitud al término anglosajón, se le conoció como la generación NiNi (para referirse a aquellos/as que ni estudian ni trabajan). En nuestro país, los/as NiNi han ido siendo más y más numerosos/as año tras año, hasta el punto de que según los últimos datos de Eurostat cifran este colectivo en unos/as 800.000 jóvenes (un 23,1%), mientras la media europea está 10 puntos básicos por debajo.
 
Aunque las causas que dieron (y siguen dando) lugar a que esta legión de jóvenes se sitúen en las listas de la marginación son variopintas, en mi opinión, son dos las «fuerzas perversas» que han alimentado esta lacra de nuestra sociedad. Por un lado, un sistema educativo anacrónico, desconectado de la sociedad y de sus demandas reales, que ha dado la espalda al estudiante (persona) y lo ha desprovisto de toda motivación por aprender centrándose en áridos contenidos y antediluvianas pedagogías, sin importarle si los conocimientos que se imparten son útiles para la vida de las futuras generaciones y mucho menos si les servirán para labrarse un proyecto de vida a 20-25 años vista. Por otro lado, el cataclismo de la pirámide socio-generacional de nuestro país en la que muchos adolescentes se convierten en padres, los padres en jóvenes abuelos/as que se han visto masivamente desempleados durante la crísis y los/as abuelos/as en sustento de unos y de otros con sus exiguas pensiones. Ambas fuerzas han conducido a miles de adolescentes al abandono escolar, a la reclusión -en el mejor de los casos- a las tareas domésticas, a la desidia, al ocio como condena y al desasosiego, y a medio-largo plazo a la desesperación, el resentimiento e incluso al odio hacia una sociedad que les ha dado la espalda. 
 
La generación NiNi de 1999, hoy día está formada por decenas de miles de adultos/as de 30-35 años y por otros/as muchos/as jóvenes de generaciones posteriores que siguen engrosando la lista, que hoy se han empeñado en configurar lo que ellos llaman «una sociedad nueva» pero que para mi gusto tiene poco de nueva y mucho de anárquica. En los últimos 15-20 años nuestra sociedad ha ido alimentado un monstruo clientelar que sólo sabe sobrevivir mediante ayudas externas, indulgente y vago a más no poder, que se moviliza por el resentimiento y por la promesa de rentas básicas universales que le permita mantener su paupérrimo estatus quo sin dar un golpe, y que, por supuesto, no busca el bien común sino el común de los bienes (sobre todo si son ajenos). Una sociedad en la que recibir lo que no se merece o por lo que no se ha luchado sea lo apropiado, una sociedad en la que parasitar esté bien visto, una sociedad en la que ser pasota, descamisado y haber pasado horas en fumatas -en lugar de bajo un flexo- sea lo que da puntos en el currículum. Una sociedad en la que «el pobre no quiera prosperar y ser rico, sino que el rico se convierta también en pobre» (y cuando hablo de ricos y pobres no me refiero a dinero, sino a prestigio honradamente labrado, titulaciones, porvenir, esperanzas, proyectos, etc.). Esta es la España de unos/as NiNis creciditos/as que ahora quieren comer de la olla grande pero no con cucharitas de postre, sino con grandes cucharones de madera sostenidos por los hilos del poder. Como bien dice el sabio refranero español: aquellos barros traen estos lodos, y por desgracia, tienen muy mala pinta y huelen aún peor.
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De aquellos barros estos lodos

En el año 1999, la Unidad de Exclusión Social del Reino Unido acuñó en uno de sus informes el término NEET, acrónimo en inglés de la expresión not employment, education or training, para referirse a los/as jóvenes de entre 16-18 años que, por aquel entonces, estaban en situación de alto riesgo de exclusión social debido, precisamente, a su falta de oportunidades laborales y formativas, su condición de desempleados, no inscritos en la escuela ni en la Universidad, que no buscaban trabajo ni recibían la formación necesaria para lograr un empleo. Al poco tiempo, en España, a esta generación de jóvenes, y por similitud al término anglosajón, se le conoció como la generación NiNi (para referirse a aquellos/as que ni estudian ni trabajan). En nuestro país, los/as NiNi han ido siendo más y más numerosos/as año tras año, hasta el punto de que según los últimos datos de Eurostat cifran este colectivo en unos/as 800.000 jóvenes (un 23,1%), mientras la media europea está 10 puntos básicos por debajo.
 
Aunque las causas que dieron (y siguen dando) lugar a que esta legión de jóvenes se sitúen en las listas de la marginación son variopintas, en mi opinión, son dos las «fuerzas perversas» que han alimentado esta lacra de nuestra sociedad. Por un lado, un sistema educativo anacrónico, desconectado de la sociedad y de sus demandas reales, que ha dado la espalda al estudiante (persona) y lo ha desprovisto de toda motivación por aprender centrándose en áridos contenidos y antediluvianas pedagogías, sin importarle si los conocimientos que se imparten son útiles para la vida de las futuras generaciones y mucho menos si les servirán para labrarse un proyecto de vida a 20-25 años vista. Por otro lado, el cataclismo de la pirámide socio-generacional de nuestro país en la que muchos adolescentes se convierten en padres, los padres en jóvenes abuelos/as que se han visto masivamente desempleados durante la crísis y los/as abuelos/as en sustento de unos y de otros con sus exiguas pensiones. Ambas fuerzas han conducido a miles de adolescentes al abandono escolar, a la reclusión -en el mejor de los casos- a las tareas domésticas, a la desidia, al ocio como condena y al desasosiego, y a medio-largo plazo a la desesperación, el resentimiento e incluso al odio hacia una sociedad que les ha dado la espalda. 
 
La generación NiNi de 1999, hoy día está formada por decenas de miles de adultos/as de 30-35 años y por otros/as muchos/as jóvenes de generaciones posteriores que siguen engrosando la lista, que hoy se han empeñado en configurar lo que ellos llaman «una sociedad nueva» pero que para mi gusto tiene poco de nueva y mucho de anárquica. En los últimos 15-20 años nuestra sociedad ha ido alimentado un monstruo clientelar que sólo sabe sobrevivir mediante ayudas externas, indulgente y vago a más no poder, que se moviliza por el resentimiento y por la promesa de rentas básicas universales que le permita mantener su paupérrimo estatus quo sin dar un golpe, y que, por supuesto, no busca el bien común sino el común de los bienes (sobre todo si son ajenos). Una sociedad en la que recibir lo que no se merece o por lo que no se ha luchado sea lo apropiado, una sociedad en la que parasitar esté bien visto, una sociedad en la que ser pasota, descamisado y haber pasado horas en fumatas -en lugar de bajo un flexo- sea lo que da puntos en el currículum. Una sociedad en la que «el pobre no quiera prosperar y ser rico, sino que el rico se convierta también en pobre» (y cuando hablo de ricos y pobres no me refiero a dinero, sino a prestigio honradamente labrado, titulaciones, porvenir, esperanzas, proyectos, etc.). Esta es la España de unos/as NiNis creciditos/as que ahora quieren comer de la olla grande pero no con cucharitas de postre, sino con grandes cucharones de madera sostenidos por los hilos del poder. Como bien dice el sabio refranero español: aquellos barros traen estos lodos, y por desgracia, tienen muy mala pinta y huelen aún peor.
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Jardineros de personas

En la Antigua Grecia los jardines públicos o semipúblicos carecían de diseños y criterios paisajísticos. Estos lugares tenían diversas funciones y objetivos, como celebrar reuniones políticas, organizar los originales juegos olímpicos, servir de lugar para el entreno de atletas, etc. Pasaron a la historia como el lugar preferido de los famosos filósofos, Platón y Aristóteles, para impartir sus enseñanzas y reunirse a diario con sus discípulos y seguidores a la sombra de grandes arboledas. Los jardines griegos fueron las primeras Academias, casi podríamos decir que fueron las primeras «aulas».
 
Fueron, sin embargo, los Romanos los que aportaron una dimensión artística al jardín. Para esta civilización, la jardinería era un Arte y se convirtió en una de las expresiones artísticas predilectas del pueblo romano, que a través de la creación Renacentista ha llegado hasta nuestros días. En una ocasión leí que en Roma una de las profesiones más valoradas y que requerían mayores destrezas era la de jardinero. A éstos se les solicitaba cuidar los jardines para convertirlos en obras de Arte, con figuras geométricas y ornamentales perfectamente dispuestas, de forma que desde las colinas cercanas pudiese comtemplarse una obra para el deleite de los sentidos. Ser jardinero implicaba tener grandes capacidades para la visión espacial y saber abstraerse para ser capaz de visualizar el conjunto desde fuera a pesar de estar, precisamente, dentro de él entre setos y árboles.  Debían ser personas capaces de acercarse tanto como la situación lo requisiese y, de la misma forma, saber alejarse -en sentido figurado- para adquirir perspectiva de la obra que estaban realizando. Como diríamos hoy, personas con el don de ver el bosque a pesar de los árboles.
 
Son de aquella época romana, etimológicamente hablando, las dos voces latinas de las que proviene el término educación: «educare» y «ex-ducere». «Educare» significa en latín criar, nutrir o alimentar. Así, conforme a esta primera voz, la educación es un proceso de alimentación, de crecimiento que se ejerce desde afuera, del educador al educando. «Ex-ducere» significa sacar, llevar o conducir desde dentro hacia afuera. De acuerdo con esta segunda voz latina, la educación es un proceso encaminado a movilizar las potencialidades internas ya existentes en el sujeto que se educa. En síntesis, podemos decir que el significado de las dos voces latinas de «educare» y de «ex-ducere» son los conceptos centrales de dos ideas diferentes de la educación que, a través del tiempo, han luchado por imponerse.
 
En mi modesta opinión, la educación debiera haber sido siempre concebida como un proceso encaminado a conformar la mejor versión de las personas, conduciendo a una construcción humana y espiritual de dentro hacia afuera, con la perspectiva necesaria como para ser capaz de contemplar la obra que trata de moldear. Usando el símil histórico, tratando de combinar la esencia de los filósofos griegos de y la prestancia de los jardineros romanos. Por supuesto, no entendiendo la educación como un proceso unidireccional, sino todo lo contrario, bidireccional del educando al educador y viceversa. 
 
En este contexto, quiero compartir con vosotros un vídeo de mi admirado Juan Antonio Negrete Alcudia en el que nos da una lección acerca de la educación en su trabajo «Qué somos y qué querríamos llegar a ser. Cuatro filosofías de la educación». Disfrutadlo.
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Jardineros de personas

En la Antigua Grecia los jardines públicos o semipúblicos carecían de diseños y criterios paisajísticos. Estos lugares tenían diversas funciones y objetivos, como celebrar reuniones políticas, organizar los originales juegos olímpicos, servir de lugar para el entreno de atletas, etc. Pasaron a la historia como el lugar preferido de los famosos filósofos, Platón y Aristóteles, para impartir sus enseñanzas y reunirse a diario con sus discípulos y seguidores a la sombra de grandes arboledas. Los jardines griegos fueron las primeras Academias, casi podríamos decir que fueron las primeras «aulas».
 
Fueron, sin embargo, los Romanos los que aportaron una dimensión artística al jardín. Para esta civilización, la jardinería era un Arte y se convirtió en una de las expresiones artísticas predilectas del pueblo romano, que a través de la creación Renacentista ha llegado hasta nuestros días. En una ocasión leí que en Roma una de las profesiones más valoradas y que requerían mayores destrezas era la de jardinero. A éstos se les solicitaba cuidar los jardines para convertirlos en obras de Arte, con figuras geométricas y ornamentales perfectamente dispuestas, de forma que desde las colinas cercanas pudiese comtemplarse una obra para el deleite de los sentidos. Ser jardinero implicaba tener grandes capacidades para la visión espacial y saber abstraerse para ser capaz de visualizar el conjunto desde fuera a pesar de estar, precisamente, dentro de él entre setos y árboles.  Debían ser personas capaces de acercarse tanto como la situación lo requisiese y, de la misma forma, saber alejarse -en sentido figurado- para adquirir perspectiva de la obra que estaban realizando. Como diríamos hoy, personas con el don de ver el bosque a pesar de los árboles.
 
Son de aquella época romana, etimológicamente hablando, las dos voces latinas de las que proviene el término educación: «educare» y «ex-ducere». «Educare» significa en latín criar, nutrir o alimentar. Así, conforme a esta primera voz, la educación es un proceso de alimentación, de crecimiento que se ejerce desde afuera, del educador al educando. «Ex-ducere» significa sacar, llevar o conducir desde dentro hacia afuera. De acuerdo con esta segunda voz latina, la educación es un proceso encaminado a movilizar las potencialidades internas ya existentes en el sujeto que se educa. En síntesis, podemos decir que el significado de las dos voces latinas de «educare» y de «ex-ducere» son los conceptos centrales de dos ideas diferentes de la educación que, a través del tiempo, han luchado por imponerse.
 
En mi modesta opinión, la educación debiera haber sido siempre concebida como un proceso encaminado a conformar la mejor versión de las personas, conduciendo a una construcción humana y espiritual de dentro hacia afuera, con la perspectiva necesaria como para ser capaz de contemplar la obra que trata de moldear. Usando el símil histórico, tratando de combinar la esencia de los filósofos griegos de y la prestancia de los jardineros romanos. Por supuesto, no entendiendo la educación como un proceso unidireccional, sino todo lo contrario, bidireccional del educando al educador y viceversa. 
 
En este contexto, quiero compartir con vosotros un vídeo de mi admirado Juan Antonio Negrete Alcudia en el que nos da una lección acerca de la educación en su trabajo «Qué somos y qué querríamos llegar a ser. Cuatro filosofías de la educación». Disfrutadlo.
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El esperpento del bilingüismo

Pertenezco a la generación del 73, una de tantas cohortes de colegiales que cursamos la E.G.B. y cuyos primeros contactos académicos con un idioma extranjero, en concreto en mi caso fue con el inglés, se producía en 6º curso (lo que equivaldría hoy a 6º de primaria) con 11-12 años. Recuerdo que lo que veíamos entonces era  vocabulario y algunas estructuras gramaticales acerca de cómo se preguntaba la edad de alguien, en qué país había nacido, si le apetecía una taza de té (infusión que casi descubrí entonces de tan pertinaz repetición), cómo pedir permiso para hacer algo y un rosario de frases simples que antecedían a lo que en años posteriores, tanto en el Colegio como en el Instituto, pasarían a ser inmensas listas de verbos irregulares que debías memorizar, estructuras de  oraciones pasivas, condicionales, estilo indirecto que aprendías como un robot, etc., etc., etc. Eso sí, lo que siempre fue una tónica general en las clases de inglés desde entonces es que esta asignatura se impartía y se «aprendía» como cualquier otra, se escuchaba infinitamente más que se hablaba (cuando se trataba de aprender una nueva lengua), se estudiaba hincando codos y te examinaban con papel y boli, nada de conversaciones porque si te oían hablar en medio de un examen ibas a la calle con un cero.
Rememorando esto con cierta nostalgia y perspectiva, lo que yo y mis coetáneos estudíabamos casi en la pubertad es lo que estudia mi hijo pequeño de 5 años en infantil en su cole a día de hoy, si bien quizás los métodos no disten aún demasiado de cómo lo hacíamos nosotros hace unos 30 años:  las clases de inglés parecen mucho más divertidas en infantil y primeros cursos de primaria para volverse, muy frecuentemente, a los métodos antidiluvianos de la EGB conforme nos acercamos a ESO y Bachillerato. Dicho esto, hay que ser honestos y reconocer, que el avance al menos en la edad en la que se produce ese manido término de la «inmersión linguística» se adelanta a etapas mucho más tempranas y eso abre un mayor potencial de oportunidades lingüísticas a los/as niños/as de hoy que a los/as de ayer. También pienso rotundamente que fue un acierto el propiciar una normativa educativa que generase un punto de inflexión acerca de cómo enfocar la enseñanza-aprendizaje de las lenguas extranjeras en nuestro país, ya que los/as estudiantes de mi generación tenemos muy claro que el inglés que sabemos ha sido aquel que nos ha costado el dinero en academias privadas y/o, en el mejor de los casos, con el esfuerzo extra en una escuela oficial de idiomas. Puesto a deshacerme en elogios y reconocimientos, diré que aprender idiomas es tremendamente importante en un mundo cada vez más globalizado e interconectado, y que cuanto más se invierta en plurilingüismo mejor. Eso sí, la inmersión lingüistica sólo en la escuela sirve de poco mientras se sigan doblando las películas, las series televisivas, los videojuegos, los dibujos animados y el largo etcétera de inputs de información que hoy reciben los niños y las niñas desde muy corta edad, algo en lo que España debería mirar hacia a Europa y remediar cuanto antes.
Dicho esto, el bilingüismo escolar, a mi entender, se está convirtiendo en una gran mentira, en una estafa social, en puro marketing lucrativo que puede llegar a hacer mucho daño a «nuestro Español», una lengua que aparece acomplejada y que es vapuleada por doquier bien sea por afanes nacionalistas, bien sea por intereses extranjeros que dominan las esferas económicas y de poder en el mundo. Desde el punto de vista académico, la inmersión lingüistica en los centros bilingües está llevando al sistema educativo a una situación paradójica y ridícula. Entre las horas lectivas de la propia asignatura de Lengua Extranjera en Inglés, Science (o ciencias naturales en inglés), Maths (matemáticas en inglés, al menos en parte del temario), Social Science (ciencias sociales en inglés), ARTS (plástica en inglés), clases con auxiliares de conversación, clases para preparación de exámenes oficiales Flyers, KET, PET…,  el alumnado está reduciendo sus horas de español dramáticamente, hasta el punto de que la comprensión lectora, la capacidad de expresarse en su lengua materna oralmente -y ya no digamos por escrito- han sufrido un deterioro tremendo en los últimos años. El bilingüismo está arramplando con el Español como lengua, plagando los cuadernos de tremendas faltas de ortografía, pero además está obligando a que muchos profesores de inglés estén impartiendo asignaturas como Ciencias Naturales y Ciencias Sociales que, en no pocos casos, no son parte de su formación académica, lo que redunda en una pérdida de calidad en la enseñanza de estas materias tan importantes. En el mejor de los supuestos, si el profesorado de estas asignaturas tiene el pertinente título de inglés puede que sus estudiantes dispongan de un profesional cualificado y con formación científica pero que verá mermada su capacidad de explicar los contenidos con profusión dado que está obligado/a a impartir toda la materia en una lengua que no es la suya. En este último caso, todos podemos llegar a entender que este/a buen/a profesional aunque trate de pronunciar lo mejor posible estará enseñando inglés con un acento andaluz, manchego, canario o aragonés, salvo que sea un/a nativo/a al que hayamos acogido con los brazos abiertos por su buen acento y pronunciación, olvidando la cola de profesores/as paisanos en paro que se agolpan en las oficinas del SEPE en busca de un trabajo.
Fuera de lo académico, el bilinguismo hoy es sinónimo de cartelería y propaganda en los colegios, que tratan de no ser menos que el de al lado colocando su brillante panel de «Bilingual Model» para contentar a determinados padres y madres que creen que con ello sus hijos/as están en un centro más elitista e innovador, olvidando que tras ese bonito y resplandeciente cartel se oculta la rúbrica de convenios de colaboración (por no decir contratos de representación y comercialización) con Universidades extranjeras de reconocido prestigio que generan pingües beneficios a través de derechos de exámenes, tests por los que deben pasar los profesores y el batallón de alumnos, hasta llenar sus arcas a costa de los compatriotas de Cervantes. ¡Cuánto me recuerda esto a lo que pasaba hace unos años cuando los colegios se afaban en cambiar los membretes de sus cartas y colgar sus carteles de las normas ISO y el modelo EFQM de excelencia y calidad en la educación!, ¡cuánto dinero en certificaciones y aparentar que los Colegios funcionaban con espíritu de mejora continua se tiró a la basura!. ¿Adónde han ido a parar todos esos sellos de calidad y todos esos carteles propagandísticos? ¿acaso ya no se presta una educación de calidad porque los sellos están caducados y en el cajón?, ¿quizás ahora se sustituyen por vinilos y metacrilatos con las banderitas bilingües?.
Curiosamente, al buscar esperpento en el prestigioso diccionario Collins de la Lengua Inglesa, aparece la siguiente definición:
Esperpento is a type of theatre developed by Ramón del Valle-Inclán (1869-1936) focusing on characters whose physical and psychological characteristics have been deliberately deformed and warped to the point where they become grotesque caricatures. Valle-Inclán used this esperpento as a vehicle for social and political satire.
Esperpento, una palabra «made in Spain». ¡Qué esperpento de bilingüismo!.
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El esperpento del bilingüismo

Pertenezco a la generación del 73, una de tantas cohortes de colegiales que cursamos la E.G.B. y cuyos primeros contactos académicos con un idioma extranjero, en concreto en mi caso fue con el inglés, se producía en 6º curso (lo que equivaldría hoy a 6º de primaria) con 11-12 años. Recuerdo que lo que veíamos entonces era  vocabulario y algunas estructuras gramaticales acerca de cómo se preguntaba la edad de alguien, en qué país había nacido, si le apetecía una taza de té (infusión que casi descubrí entonces de tan pertinaz repetición), cómo pedir permiso para hacer algo y un rosario de frases simples que antecedían a lo que en años posteriores, tanto en el Colegio como en el Instituto, pasarían a ser inmensas listas de verbos irregulares que debías memorizar, estructuras de  oraciones pasivas, condicionales, estilo indirecto que aprendías como un robot, etc., etc., etc. Eso sí, lo que siempre fue una tónica general en las clases de inglés desde entonces es que esta asignatura se impartía y se «aprendía» como cualquier otra, se escuchaba infinitamente más que se hablaba (cuando se trataba de aprender una nueva lengua), se estudiaba hincando codos y te examinaban con papel y boli, nada de conversaciones porque si te oían hablar en medio de un examen ibas a la calle con un cero.
Rememorando esto con cierta nostalgia y perspectiva, lo que yo y mis coetáneos estudíabamos casi en la pubertad es lo que estudia mi hijo pequeño de 5 años en infantil en su cole a día de hoy, si bien quizás los métodos no disten aún demasiado de cómo lo hacíamos nosotros hace unos 30 años:  las clases de inglés parecen mucho más divertidas en infantil y primeros cursos de primaria para volverse, muy frecuentemente, a los métodos antidiluvianos de la EGB conforme nos acercamos a ESO y Bachillerato. Dicho esto, hay que ser honestos y reconocer, que el avance al menos en la edad en la que se produce ese manido término de la «inmersión linguística» se adelanta a etapas mucho más tempranas y eso abre un mayor potencial de oportunidades lingüísticas a los/as niños/as de hoy que a los/as de ayer. También pienso rotundamente que fue un acierto el propiciar una normativa educativa que generase un punto de inflexión acerca de cómo enfocar la enseñanza-aprendizaje de las lenguas extranjeras en nuestro país, ya que los/as estudiantes de mi generación tenemos muy claro que el inglés que sabemos ha sido aquel que nos ha costado el dinero en academias privadas y/o, en el mejor de los casos, con el esfuerzo extra en una escuela oficial de idiomas. Puesto a deshacerme en elogios y reconocimientos, diré que aprender idiomas es tremendamente importante en un mundo cada vez más globalizado e interconectado, y que cuanto más se invierta en plurilingüismo mejor. Eso sí, la inmersión lingüistica sólo en la escuela sirve de poco mientras se sigan doblando las películas, las series televisivas, los videojuegos, los dibujos animados y el largo etcétera de inputs de información que hoy reciben los niños y las niñas desde muy corta edad, algo en lo que España debería mirar hacia a Europa y remediar cuanto antes.
Dicho esto, el bilingüismo escolar, a mi entender, se está convirtiendo en una gran mentira, en una estafa social, en puro marketing lucrativo que puede llegar a hacer mucho daño a «nuestro Español», una lengua que aparece acomplejada y que es vapuleada por doquier bien sea por afanes nacionalistas, bien sea por intereses extranjeros que dominan las esferas económicas y de poder en el mundo. Desde el punto de vista académico, la inmersión lingüistica en los centros bilingües está llevando al sistema educativo a una situación paradójica y ridícula. Entre las horas lectivas de la propia asignatura de Lengua Extranjera en Inglés, Science (o ciencias naturales en inglés), Maths (matemáticas en inglés, al menos en parte del temario), Social Science (ciencias sociales en inglés), ARTS (plástica en inglés), clases con auxiliares de conversación, clases para preparación de exámenes oficiales Flyers, KET, PET…,  el alumnado está reduciendo sus horas de español dramáticamente, hasta el punto de que la comprensión lectora, la capacidad de expresarse en su lengua materna oralmente -y ya no digamos por escrito- han sufrido un deterioro tremendo en los últimos años. El bilingüismo está arramplando con el Español como lengua, plagando los cuadernos de tremendas faltas de ortografía, pero además está obligando a que muchos profesores de inglés estén impartiendo asignaturas como Ciencias Naturales y Ciencias Sociales que, en no pocos casos, no son parte de su formación académica, lo que redunda en una pérdida de calidad en la enseñanza de estas materias tan importantes. En el mejor de los supuestos, si el profesorado de estas asignaturas tiene el pertinente título de inglés puede que sus estudiantes dispongan de un profesional cualificado y con formación científica pero que verá mermada su capacidad de explicar los contenidos con profusión dado que está obligado/a a impartir toda la materia en una lengua que no es la suya. En este último caso, todos podemos llegar a entender que este/a buen/a profesional aunque trate de pronunciar lo mejor posible estará enseñando inglés con un acento andaluz, manchego, canario o aragonés, salvo que sea un/a nativo/a al que hayamos acogido con los brazos abiertos por su buen acento y pronunciación, olvidando la cola de profesores/as paisanos en paro que se agolpan en las oficinas del SEPE en busca de un trabajo.
Fuera de lo académico, el bilinguismo hoy es sinónimo de cartelería y propaganda en los colegios, que tratan de no ser menos que el de al lado colocando su brillante panel de «Bilingual Model» para contentar a determinados padres y madres que creen que con ello sus hijos/as están en un centro más elitista e innovador, olvidando que tras ese bonito y resplandeciente cartel se oculta la rúbrica de convenios de colaboración (por no decir contratos de representación y comercialización) con Universidades extranjeras de reconocido prestigio que generan pingües beneficios a través de derechos de exámenes, tests por los que deben pasar los profesores y el batallón de alumnos, hasta llenar sus arcas a costa de los compatriotas de Cervantes. ¡Cuánto me recuerda esto a lo que pasaba hace unos años cuando los colegios se afaban en cambiar los membretes de sus cartas y colgar sus carteles de las normas ISO y el modelo EFQM de excelencia y calidad en la educación!, ¡cuánto dinero en certificaciones y aparentar que los Colegios funcionaban con espíritu de mejora continua se tiró a la basura!. ¿Adónde han ido a parar todos esos sellos de calidad y todos esos carteles propagandísticos? ¿acaso ya no se presta una educación de calidad porque los sellos están caducados y en el cajón?, ¿quizás ahora se sustituyen por vinilos y metacrilatos con las banderitas bilingües?.
Curiosamente, al buscar esperpento en el prestigioso diccionario Collins de la Lengua Inglesa, aparece la siguiente definición:
Esperpento is a type of theatre developed by Ramón del Valle-Inclán (1869-1936) focusing on characters whose physical and psychological characteristics have been deliberately deformed and warped to the point where they become grotesque caricatures. Valle-Inclán used this esperpento as a vehicle for social and political satire.
Esperpento, una palabra «made in Spain». ¡Qué esperpento de bilingüismo!.
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El adviento: tiempo para la superación de la adversidad

Cuántos de nosotros/as, que somos madres y padres, recordamos con inmensa alegría las semanas, los días previos al nacimiento de nuestros hijos/as, ¿verdad?. Son días de ilusión y de inquieta espera, en los que se ultiman los preparativos para la llegada de un nuevo miembro a la familia, que precisará de toda nuestra atención y de nuestro afecto. Desde meses antes, seguramente, nos hemos ido pertrechando de ropitas, de artículos para su cuidado, hemos preparado una cunita, acicalado su cuarto…, en definitiva, hemos redecorado nuestra vida para hacerle un hueco a esa nueva personita que llega. ¡Cuántos sentimientos y emociones!.
Cada vez que pienso en ello, en estas semanas previas a la Navidad, no puedo dejar de reflexionar acerca de María de Nazaret, una mujer jovencísima que, por estas fechas, estaba a punto de dar a luz a su Hijo, Jesús, del que ya sabía que vendría al mundo para encarnar a Dios en la Tierra. ¡Cuánta ilusión y gozo no tendría esa humilde muchacha!, no sólo porque iba a ser madre, sino también porque sería la Madre de Dios. ¿Cuántos preparativos, posiblemente más emocionales que materiales, estaría ultimando en estas semanas previas al nacimiento de su Hijo?. Tendría sus ropitas preparadas, su cunita, habría redecorado su humilde vida para hacerle un hueco inmenso a Jesús. Y sin embargo, lo que tendría que convertirse en un gozo inmenso, se torna en un viaje, casi con lo puesto, para cumplir con el decreto que Herodes proclamase por aquellas fechas y que les obligaba a empadronarse en Belén. Quiero pensar que María y José, emprendieron viaje desde Nazaret hasta llegar a Belén, con cierta tristeza por no poder acoger a su Hijo en aquel hogar que tan celosamente habían preparado para Él. Quiero pensar que ese largo trayecto de una mujer a punto de dar a luz, subida en un equino, no fue nada placentero ni conveniente para su salud y la de su Hijo. Quiero pensar que si a cualquiera de nosotros nos sucediera lo que a María y José, que a punto de dar a luz no encontrásemos cobijo en ninguna posada y tuviésemos que «alojarnos» en una cueva en la que se refugian animales, seguramente húmeda y con el hedor que las bestias suelen despedir, se nos derrumbaría el alma y hubiésemos pensado que ese no era, ni de lejos, el mejor lugar para que naciera nuestro hijo.
Igual que pienso esto acerca de cualquiera de nosotros/as, imagino a María y José, apresurándose para adecentar el pesebre, colocando una telas sobre el suelo para que el Hijo de Dios viniera al mundo, esperándolo con inmensa bondad y generosidad, y no precisamente tristes y apesadumbrados, sino llenos de gozo y de dicha, esperanzados, llenos de alegría porque eran los elegidos para recibir en sus manos a Jesús. ¡Cuánta calidad humana hay que tener, qué altura de miras, qué capacidad para esperar con esperanza y superar todo tipo de adversidades impulsados por la fé!. María de Nazaret, la Virgen María, y su esposo José, San José, encarnan para mí el ejemplo de lo que todo ser humano tendría que experimentar en esta fechas navideñas.
El adviento es un tiempo en el que debemos prepararnos para la venida del niño Jesús, y en el que debemos estar alegres a pesar de las dificultades «mundanas» que tengamos, porque es también un tiempo para aprender a superar las adversidades y esperar con esperanza la llegada a nuestras vidas de un ser maravilloso y un verdadero maestro de vida, Jesús de Nazaret.
Os invito a que hagáis esta reflexión con la que despido el 2014 y, si podéis, la compartáis con vuestros/as hijos/as. Será una gran lección en valores.
Feliz Navidad y próspero 2015
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El adviento: tiempo para la superación de la adversidad

Cuántos de nosotros/as, que somos madres y padres, recordamos con inmensa alegría las semanas, los días previos al nacimiento de nuestros hijos/as, ¿verdad?. Son días de ilusión y de inquieta espera, en los que se ultiman los preparativos para la llegada de un nuevo miembro a la familia, que precisará de toda nuestra atención y de nuestro afecto. Desde meses antes, seguramente, nos hemos ido pertrechando de ropitas, de artículos para su cuidado, hemos preparado una cunita, acicalado su cuarto…, en definitiva, hemos redecorado nuestra vida para hacerle un hueco a esa nueva personita que llega. ¡Cuántos sentimientos y emociones!.
Cada vez que pienso en ello, en estas semanas previas a la Navidad, no puedo dejar de reflexionar acerca de María de Nazaret, una mujer jovencísima que, por estas fechas, estaba a punto de dar a luz a su Hijo, Jesús, del que ya sabía que vendría al mundo para encarnar a Dios en la Tierra. ¡Cuánta ilusión y gozo no tendría esa humilde muchacha!, no sólo porque iba a ser madre, sino también porque sería la Madre de Dios. ¿Cuántos preparativos, posiblemente más emocionales que materiales, estaría ultimando en estas semanas previas al nacimiento de su Hijo?. Tendría sus ropitas preparadas, su cunita, habría redecorado su humilde vida para hacerle un hueco inmenso a Jesús. Y sin embargo, lo que tendría que convertirse en un gozo inmenso, se torna en un viaje, casi con lo puesto, para cumplir con el decreto que Herodes proclamase por aquellas fechas y que les obligaba a empadronarse en Belén. Quiero pensar que María y José, emprendieron viaje desde Nazaret hasta llegar a Belén, con cierta tristeza por no poder acoger a su Hijo en aquel hogar que tan celosamente habían preparado para Él. Quiero pensar que ese largo trayecto de una mujer a punto de dar a luz, subida en un equino, no fue nada placentero ni conveniente para su salud y la de su Hijo. Quiero pensar que si a cualquiera de nosotros nos sucediera lo que a María y José, que a punto de dar a luz no encontrásemos cobijo en ninguna posada y tuviésemos que «alojarnos» en una cueva en la que se refugian animales, seguramente húmeda y con el hedor que las bestias suelen despedir, se nos derrumbaría el alma y hubiésemos pensado que ese no era, ni de lejos, el mejor lugar para que naciera nuestro hijo.
Igual que pienso esto acerca de cualquiera de nosotros/as, imagino a María y José, apresurándose para adecentar el pesebre, colocando una telas sobre el suelo para que el Hijo de Dios viniera al mundo, esperándolo con inmensa bondad y generosidad, y no precisamente tristes y apesadumbrados, sino llenos de gozo y de dicha, esperanzados, llenos de alegría porque eran los elegidos para recibir en sus manos a Jesús. ¡Cuánta calidad humana hay que tener, qué altura de miras, qué capacidad para esperar con esperanza y superar todo tipo de adversidades impulsados por la fé!. María de Nazaret, la Virgen María, y su esposo José, San José, encarnan para mí el ejemplo de lo que todo ser humano tendría que experimentar en esta fechas navideñas.
El adviento es un tiempo en el que debemos prepararnos para la venida del niño Jesús, y en el que debemos estar alegres a pesar de las dificultades «mundanas» que tengamos, porque es también un tiempo para aprender a superar las adversidades y esperar con esperanza la llegada a nuestras vidas de un ser maravilloso y un verdadero maestro de vida, Jesús de Nazaret.
Os invito a que hagáis esta reflexión con la que despido el 2014 y, si podéis, la compartáis con vuestros/as hijos/as. Será una gran lección en valores.
Feliz Navidad y próspero 2015
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Preparados

Sin ánimo de ser simplista, ya que me adentro en un tema de tremenda complejidad y dramatismo, me atrevería a decir que uno de los factores (más sutiles pero a la vez más trascendentales) por los que los países subsaharianos y de África Central llevan sumidos muchas muchas décadas en la más profunda de las miserias, es el éxodo masivo de sus jóvenes, especialmente de aquellos/as más preparados/as, en busca de un futuro prometedor en alguna parte del mal llamado «primer mundo». En estos países, no se si de forma premeditada por el concierto internacional, desde los años 60 del pasado siglo se han forzado a convivir bajo una misma identidad nacional a tribus que han sido (y son) enemigos seculares, dando como resultado pseudogobiernos corruptos y autárquicos, centrados en la guerra, e incapaces de aportar recursos e infraestructuras que creen oportunidades de empleo y prosperidad para sus conciudadanos. Como consecuencia, las poblaciones de estos países se empobrecen, no sólo en lo económico, sino sobre todo en lo poblacional, ya que se desangran de las nuevas generaciones capaces de renovar las instituciones y de aportar su fuerza y su valía a un país que progresivamente se hunde más y más en el inframundo.
Salvando las distancias (unos cuantos kilómetros nos separan del norte de África) , mi ciudad, Cádiz, proclamada por el gobierno local como «La ciudad que funciona», está sumida paradójicamente en una situación con muchas similitudes. Si antes decía que no quería parecer simplista ahora tampoco me gustaría resultar catastrófico, pero es dramatico constatar que en los últimos 20 años han abandonado mi ciudad más de 30.000 jóvenes (5.000 de ellos en los últimos 5 años). En la actualidad, la población mayor de 65 años iguala a la menor de 25, lo que indica que en unos pocos lustros Cádiz será un inmenso geriátrico sostenido por pensiones y jubilaciones. Hemos llegado a esta situación por pseudogobiernos más centrados en la guerra política y de desprestigio del adversario que en tratar de generar políticas activas de vivienda, empleo y fomento de oportunidades para que las nuevas generaciones desarrollaran su proyecto de vida en la ciudad. Desde que tengo uso de razón Cádiz y sus jóvenes están en crisis, sumidos en esa espiral de hundimiento progresivo que comenzó con la reconversión del sector naval en 1984 y que ha proseguido ante la pasividad de la clase política con el desmantelamiento del tejido industrial de la Bahía y la consiguiente pérdida de industrias como General Motors-Delphi, Tabacalera-Altadis, Visteón, etc… A día de hoy, la tasa de paro en la ciudad supera el 42% y, desaparecido el tejido industrial, el sector servicios a duras penas puede crear puestos de trabajo para los/as jóvenes gaditanos/as (el desempleo juvenil es alarmante), muchos de ellos buscando una solución desesperada de autoempleo que ahora los pseudopolíticos llaman emprendimiento. Así, «la ciudad que funciona» tiene como principales «industrias» el Ayuntamiento, la Diputación, el Hospital Puerta del Mar y El Corte Inglés, a lo que se le une el turismo estacional de sol y playa y un goteo incesante de cruceristas que bajan del barco con sus latas de refrescos y sus bocatas y no están en la ciudad más que un par de horas (algo que se vende como un gran logro en los últimos tiempos). Mientras, y de una forma silente pero desgarradora, Cádiz se desangra de su savia nueva haciendo que la ciudad vaya poquito a poco dando pasos hacia ese inframundo, menos oscuro que en los países africanos, no sólo por el distinto color de la piel (que algunos descerebrados piensan que eso es un factor diferencial) sino sobre todo porque aún existen ciertos mecanismos de protección social que tarde o temprano me temo que sean también desmantelados.
A todo esto, y quizás lo que más dolor me produce, se unen los escolares y los universitarios, que se cuentan por miles, que se esforzarán a diario en prepararse académicamente y que, desde el momento en el que ponen sus pies en las aulas con 3 añitos, tienen en el horizonte un panorama desalentador para poder trabajar y prosperar en su tierra. Es lo que yo llamo «la generación pre-parada«, aquella que nace y crece con el estigma del desempleo encima de sus débiles espaldas por mucha formación académica que tengan. Por desgracia, son también muchos/a los/as que ante tanto desaliento y falta de políticas educativas eficaces, abandonan las aulas, lo que en Cádiz supone más del 38% de la población escolar, conduciendo lo uno y lo otro a una situación de desventaja social discriminadora e injusta. El final de estos/as jóvenes es la exclusión social o el éxodo.
Y ante todo esto ¿qué hacer?. Mi apuesta decidida es reunir el talento, que todavía queda mucho, en una plataforma ciudadana sustentada por gaditanos y gaditanas capaces de revertir esta situación desde la creatividad, el esfuerzo, la resiliencia (que mucha falta hará), el trabajo colaborativo y cooperativo, la solidaridad y la justicia social, en pro de la busqueda de inversiones justas, eticamente sostenibles y que permitan a la ciudad de Cádiz y localidades aledañas salir de esta maldita crisis. Nos merecemos empezar a considerarnos pre-ocupados para que nuestros hijos y nuestras hijas dejen de estar simplemente pre-parados. Estoy a disposición de los que quieran unirse a esta causa.
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Preparados

Sin ánimo de ser simplista, ya que me adentro en un tema de tremenda complejidad y dramatismo, me atrevería a decir que uno de los factores (más sutiles pero a la vez más trascendentales) por los que los países subsaharianos y de África Central llevan sumidos muchas muchas décadas en la más profunda de las miserias, es el éxodo masivo de sus jóvenes, especialmente de aquellos/as más preparados/as, en busca de un futuro prometedor en alguna parte del mal llamado «primer mundo». En estos países, no se si de forma premeditada por el concierto internacional, desde los años 60 del pasado siglo se han forzado a convivir bajo una misma identidad nacional a tribus que han sido (y son) enemigos seculares, dando como resultado pseudogobiernos corruptos y autárquicos, centrados en la guerra, e incapaces de aportar recursos e infraestructuras que creen oportunidades de empleo y prosperidad para sus conciudadanos. Como consecuencia, las poblaciones de estos países se empobrecen, no sólo en lo económico, sino sobre todo en lo poblacional, ya que se desangran de las nuevas generaciones capaces de renovar las instituciones y de aportar su fuerza y su valía a un país que progresivamente se hunde más y más en el inframundo.
Salvando las distancias (unos cuantos kilómetros nos separan del norte de África) , mi ciudad, Cádiz, proclamada por el gobierno local como «La ciudad que funciona», está sumida paradójicamente en una situación con muchas similitudes. Si antes decía que no quería parecer simplista ahora tampoco me gustaría resultar catastrófico, pero es dramatico constatar que en los últimos 20 años han abandonado mi ciudad más de 30.000 jóvenes (5.000 de ellos en los últimos 5 años). En la actualidad, la población mayor de 65 años iguala a la menor de 25, lo que indica que en unos pocos lustros Cádiz será un inmenso geriátrico sostenido por pensiones y jubilaciones. Hemos llegado a esta situación por pseudogobiernos más centrados en la guerra política y de desprestigio del adversario que en tratar de generar políticas activas de vivienda, empleo y fomento de oportunidades para que las nuevas generaciones desarrollaran su proyecto de vida en la ciudad. Desde que tengo uso de razón Cádiz y sus jóvenes están en crisis, sumidos en esa espiral de hundimiento progresivo que comenzó con la reconversión del sector naval en 1984 y que ha proseguido ante la pasividad de la clase política con el desmantelamiento del tejido industrial de la Bahía y la consiguiente pérdida de industrias como General Motors-Delphi, Tabacalera-Altadis, Visteón, etc… A día de hoy, la tasa de paro en la ciudad supera el 42% y, desaparecido el tejido industrial, el sector servicios a duras penas puede crear puestos de trabajo para los/as jóvenes gaditanos/as (el desempleo juvenil es alarmante), muchos de ellos buscando una solución desesperada de autoempleo que ahora los pseudopolíticos llaman emprendimiento. Así, «la ciudad que funciona» tiene como principales «industrias» el Ayuntamiento, la Diputación, el Hospital Puerta del Mar y El Corte Inglés, a lo que se le une el turismo estacional de sol y playa y un goteo incesante de cruceristas que bajan del barco con sus latas de refrescos y sus bocatas y no están en la ciudad más que un par de horas (algo que se vende como un gran logro en los últimos tiempos). Mientras, y de una forma silente pero desgarradora, Cádiz se desangra de su savia nueva haciendo que la ciudad vaya poquito a poco dando pasos hacia ese inframundo, menos oscuro que en los países africanos, no sólo por el distinto color de la piel (que algunos descerebrados piensan que eso es un factor diferencial) sino sobre todo porque aún existen ciertos mecanismos de protección social que tarde o temprano me temo que sean también desmantelados.
A todo esto, y quizás lo que más dolor me produce, se unen los escolares y los universitarios, que se cuentan por miles, que se esforzarán a diario en prepararse académicamente y que, desde el momento en el que ponen sus pies en las aulas con 3 añitos, tienen en el horizonte un panorama desalentador para poder trabajar y prosperar en su tierra. Es lo que yo llamo «la generación pre-parada«, aquella que nace y crece con el estigma del desempleo encima de sus débiles espaldas por mucha formación académica que tengan. Por desgracia, son también muchos/a los/as que ante tanto desaliento y falta de políticas educativas eficaces, abandonan las aulas, lo que en Cádiz supone más del 38% de la población escolar, conduciendo lo uno y lo otro a una situación de desventaja social discriminadora e injusta. El final de estos/as jóvenes es la exclusión social o el éxodo.
Y ante todo esto ¿qué hacer?. Mi apuesta decidida es reunir el talento, que todavía queda mucho, en una plataforma ciudadana sustentada por gaditanos y gaditanas capaces de revertir esta situación desde la creatividad, el esfuerzo, la resiliencia (que mucha falta hará), el trabajo colaborativo y cooperativo, la solidaridad y la justicia social, en pro de la busqueda de inversiones justas, eticamente sostenibles y que permitan a la ciudad de Cádiz y localidades aledañas salir de esta maldita crisis. Nos merecemos empezar a considerarnos pre-ocupados para que nuestros hijos y nuestras hijas dejen de estar simplemente pre-parados. Estoy a disposición de los que quieran unirse a esta causa.
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Aprehender

A poco que uno comparte un tiempo prudencial con los/as adolescentes y jóvenes de hoy, y más si ello se produce en un contexto educativo (aunque sea extraescolar) se observa que en cuanto superan los estudios primarios y se adentran en la denominada ESO -ya no digamos en el Bachillerato cuya única meta es aprobar selectividad- van perdiendo su capacidad de aprehender para comenzar, en el mejor de los casos, a aprender

Aparentemente aprehender y aprender son palabras idénticas, aún más cuando se pronuncian que cuando se escriben, lo que quizás haya hecho que incluso los educadores hayan olvidado la importancia de esa «h sorda» que otorga un significado tan distinto a cada palabra desde el punto de vista pedagógico. Mientras aprehender significa coger, prender, capturar, apresar, aprisionar, echar el guante, detener, hacer algo mío, construir algo de tal manera que yo formo parte del resultado, que se queda en mí, adquiriendo sentido para mí…; aprender es sinónimo de asimilar, memorizar, estudiar, instruirse, cultivarse, adquirir conocimiento de una cosa, de una forma casi pasiva, un acto en el que me dejo llenar de contenidos cual recipiente en el que entran objetos, partiendo de un nivel de conocimientos para alcanzar otro superior, sin duda, pero no siempre con éxito para mí porque todos esos conceptos nuevos (en gran parte) no consigo que formen parte de mí o de mi realidad cotidiana, no consiguiendo hacerlos míos, puede que ni comprendiéndolos, sino sólo incorporándolos.

La inmensa mayoría de los niños y de las niñas comienzan su etapa escolar obligatoria con sumo interés por aprehender, por hacer suyos la lectura, las sumas y las restas, todos aquellos misterios de la naturaleza que no conocían y que ahora les permite interpretar y dar sentido al mundo que les rodea… Esta avidez por aprehender es posible mantenerla en la escuela gracias a que en los primeros cursos de primaria se emplean metodologías que conciben el aprehender jugando y descubriendo, el trabajo colaborativo, el desarrollo de materias por ámbitos y no por asignaturas, y sobre todo por el buen hacer de muchos/as maestros/as vocacionales que con una paciencia inmensa hacen de la docencia un arte y una aventura diaria. Sin embargo, con el paso de los años, y sobre todo en el último ciclo de primaria (cursos 5º y 6º), esta capacidad para aprehender se va disipando y se entrena premeditadamente al alumnado al proceso de aprendizaje (sin «h»), a través de montañas de deberes, a dar prioridad a acabar los temarios por encima de fomentar la ilusión y la motivación y, sobre todo, por centrar todos los esfuerzos en aprobar exámenes. Y es que en esto el sistema educativo es muy lógico y no trata de engañar a nadie: hay que preparar al alumnado para lo que le esperará en la educación secundaria obligatoria, o sea, estudiar, memorizar y «engullir» contenidos con el único fin de aprobar exámenes, lo que se denomina aprender. 

Así nos encontramos ante algo verdaderamente trágico. Aunque está demostrado científicamente, y cualquiera que tenga hijos/as puede corroborarlo, que el ser humano nace con la mayor de las predisposiciones por aprehender, por incorporar aquello a lo que encuentra sentido o lógica, nuestro sistema educativo transforma paulatinamente este talento innato de nuestros/as hijos e hijas para que terminen, en el mejor de los casos, aprendiendo un montón de información y conocimiento deslavazado que poco les sirven para aplicar en su vida diaria y mucho menos les servirá para desarrollarse como adultos competentes y libres. Y todo ello promovido por una enfermiza obsesión por los exámenes, por verificar y controlar la calidad del supuesto aprendizaje, sin compasión ni empatía con quienes los sufren, pura objetividad que servirá para reducir a la persona a un número, a una calificación, así como para recordarle permanentemente la amenaza de repetir curso, quizás lo que más penaliza y castiga la psicología de cualquier alumno/a.

Pues la tragedia amenaza con extenderse este año a todo el sistema educativo, y lo hace tan rápido y vorazmente como el fuego en un pajar repleto de seca mies. Como consecuencia de que en el curso escolar que acaba de comenzar empieza a aplicarse la nueva normativa educativa contemplada en la LOMCE, desaparecerán en primaria la organización por ciclos y cada curso escolar tendrá un carácter independiente por sí mismo. Ello abrirá la puerta a que se pueda repetir curso en cada uno de los cursos de primaria, mientras que hasta ahora era posible al final de cada ciclo (2º, 4º y 6º). Es decir, la LOMCE traslada los patrones que se han demostrado erróneos de la secundaria a la primaria, imponiendo a niños y niñas, desde los 6 años que aprender es más importante que aprehender. Memorizar por encima de comprender y razonar, hincar codos por encima de divertirse aprehendiendo, aprobar exámenes por encima de incorporar conocimientos útiles. ¡Qué gran estupidez!, ¿verdad?.
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Aprehender

A poco que uno comparte un tiempo prudencial con los/as adolescentes y jóvenes de hoy, y más si ello se produce en un contexto educativo (aunque sea extraescolar) se observa que en cuanto superan los estudios primarios y se adentran en la denominada ESO -ya no digamos en el Bachillerato cuya única meta es aprobar selectividad- van perdiendo su capacidad de aprehender para comenzar, en el mejor de los casos, a aprender

Aparentemente aprehender y aprender son palabras idénticas, aún más cuando se pronuncian que cuando se escriben, lo que quizás haya hecho que incluso los educadores hayan olvidado la importancia de esa «h sorda» que otorga un significado tan distinto a cada palabra desde el punto de vista pedagógico. Mientras aprehender significa coger, prender, capturar, apresar, aprisionar, echar el guante, detener, hacer algo mío, construir algo de tal manera que yo formo parte del resultado, que se queda en mí, adquiriendo sentido para mí…; aprender es sinónimo de asimilar, memorizar, estudiar, instruirse, cultivarse, adquirir conocimiento de una cosa, de una forma casi pasiva, un acto en el que me dejo llenar de contenidos cual recipiente en el que entran objetos, partiendo de un nivel de conocimientos para alcanzar otro superior, sin duda, pero no siempre con éxito para mí porque todos esos conceptos nuevos (en gran parte) no consigo que formen parte de mí o de mi realidad cotidiana, no consiguiendo hacerlos míos, puede que ni comprendiéndolos, sino sólo incorporándolos.

La inmensa mayoría de los niños y de las niñas comienzan su etapa escolar obligatoria con sumo interés por aprehender, por hacer suyos la lectura, las sumas y las restas, todos aquellos misterios de la naturaleza que no conocían y que ahora les permite interpretar y dar sentido al mundo que les rodea… Esta avidez por aprehender es posible mantenerla en la escuela gracias a que en los primeros cursos de primaria se emplean metodologías que conciben el aprehender jugando y descubriendo, el trabajo colaborativo, el desarrollo de materias por ámbitos y no por asignaturas, y sobre todo por el buen hacer de muchos/as maestros/as vocacionales que con una paciencia inmensa hacen de la docencia un arte y una aventura diaria. Sin embargo, con el paso de los años, y sobre todo en el último ciclo de primaria (cursos 5º y 6º), esta capacidad para aprehender se va disipando y se entrena premeditadamente al alumnado al proceso de aprendizaje (sin «h»), a través de montañas de deberes, a dar prioridad a acabar los temarios por encima de fomentar la ilusión y la motivación y, sobre todo, por centrar todos los esfuerzos en aprobar exámenes. Y es que en esto el sistema educativo es muy lógico y no trata de engañar a nadie: hay que preparar al alumnado para lo que le esperará en la educación secundaria obligatoria, o sea, estudiar, memorizar y «engullir» contenidos con el único fin de aprobar exámenes, lo que se denomina aprender. 

Así nos encontramos ante algo verdaderamente trágico. Aunque está demostrado científicamente, y cualquiera que tenga hijos/as puede corroborarlo, que el ser humano nace con la mayor de las predisposiciones por aprehender, por incorporar aquello a lo que encuentra sentido o lógica, nuestro sistema educativo transforma paulatinamente este talento innato de nuestros/as hijos e hijas para que terminen, en el mejor de los casos, aprendiendo un montón de información y conocimiento deslavazado que poco les sirven para aplicar en su vida diaria y mucho menos les servirá para desarrollarse como adultos competentes y libres. Y todo ello promovido por una enfermiza obsesión por los exámenes, por verificar y controlar la calidad del supuesto aprendizaje, sin compasión ni empatía con quienes los sufren, pura objetividad que servirá para reducir a la persona a un número, a una calificación, así como para recordarle permanentemente la amenaza de repetir curso, quizás lo que más penaliza y castiga la psicología de cualquier alumno/a.

Pues la tragedia amenaza con extenderse este año a todo el sistema educativo, y lo hace tan rápido y vorazmente como el fuego en un pajar repleto de seca mies. Como consecuencia de que en el curso escolar que acaba de comenzar empieza a aplicarse la nueva normativa educativa contemplada en la LOMCE, desaparecerán en primaria la organización por ciclos y cada curso escolar tendrá un carácter independiente por sí mismo. Ello abrirá la puerta a que se pueda repetir curso en cada uno de los cursos de primaria, mientras que hasta ahora era posible al final de cada ciclo (2º, 4º y 6º). Es decir, la LOMCE traslada los patrones que se han demostrado erróneos de la secundaria a la primaria, imponiendo a niños y niñas, desde los 6 años que aprender es más importante que aprehender. Memorizar por encima de comprender y razonar, hincar codos por encima de divertirse aprehendiendo, aprobar exámenes por encima de incorporar conocimientos útiles. ¡Qué gran estupidez!, ¿verdad?.
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Efecto inmediato

Una de las aportaciones más interesantes que se han realizado en neuropsicología en los últimos años ha sido el definir cómo se suceden esquemáticamente los procesos a través de los cuales el cerebro humano se desenvuelve cotidianamente. Siendo breve, podríamos decir que el cerebro de los seres humanos sigue la siguiente secuencia de sucesos: percibe (a través de los sentidos) – siente (asocia unas emociones) – piensa (trata de aplicar un razonamiento lógico) – actúa (en consecuencia con la experiencia asociada): PERCIBIR-SENTIR-PENSAR-ACTUAR, y lo más importante, siempre en este orden, esté donde esté y se enfrente a las situaciones que se enfrente.

Asímismo, de cada una de estas tareas se encargan unas zonas concretas de nuestro cerebro. La percepción de lo que nos rodea es una tarea coordinada con los sentidos que llevan a cabo las zonas más primitivas de nuestro cerebro, al que se le denomina cerebro instintivo o reptiliano (porque lo compartimos con los vertebrados más arcaicos en la faz de la Tierra, los reptiles). En él residen y se modulan nuestros instintos más primarios: nutricio, sexual, de superviviencia, etc… El cerebro emocional o límbico es el que se encarga de vincular emociones a situaciones concretas, estableciendo facilmente patrones de memoria en función de cuán placentera o desagradable, por ejemplo, sea un determinado conjunto de sensaciones, generando una importante huella emocional (de la que provienen muchas fobias, traumas, creencias limitantes, etc.). Finalmente, el pensamiento consciente y racional así como el desarrollo de patrones de comportamiento y actuación se van a establecer en el neocórtex o cerebro racional, encargado de gestionar soluciones a los problemas que la vida cotidiana nos plantea (y para ello tira de experiencias similares guardadas en la memoria). Es importante considerar que el cerebro emocional » tiene la llave que abre las puertas» del cerebro racional para que éste último, que actúa seguidamente, despliegue todo su potencial. Fruto de ello, cuando estamos bajo presión y/o hemos perdido la confianza, la autoestima o la motivación no somos capaces de pensar y actuar con la misma naturalidad, capacidad de resolución y eficiencia. A todo esto hay que añadir que el tiempo en el que se suceden cada una de estas etapas cerebrales no es el mismo. Mientras el cerebro instintivo y el emocional desencadenan sus mecanismos en el orden de unos pocos milisegundos (y condicionan la respuesta del cerebro racional), nuestra «psiquis» racional tarda mucho más tiempo en procesar y modular la información, ya filtrada, que le llega un tiempo después.
Dicho esto será más fácil entender que uno de los principales peligros a los que están expuestos hoy la niñez y, especialmente, la juventud sea lo que me gusta denominar «el efecto inmediato». En los tiempos que corren, y principalmente por el impacto constante de los medios de comunicación de toda índole, desde muy temprana edad, los inputs  a los que se ven sometidos nuestros/as hijos/as están programados para causar en ellos una estimulación de su cerebro más instintivo. Hablo del sexo explícito e implícito, el deseo por lo material, el éxito y el poder entendido como el que más tiene, el individualismo… Estos estímulos están milimétricamente diseñados para desencadenar, en cuestión de milisegundos, mecanismos cerebrales y bioquímicos instintivos que actúan de placebo para el resto de los procesos neuronales que tienen que desencadenarse; emociones, pensamientos, acciones, etc… queden obnubilados. Actuarán así como el filtro con el que los ojos de nuestros/as hijos/as ven y procesan «la realidad» que les circunda. Lo peor es que, como se constata sociológicamente, esto desencadena que la juventud cada vez es más manipulable y tenga menos juício crítico (depende y busca con más ahínco sensaciones que provoquen ese efecto inmediato: drogas, sexo, ropas de marca…), es más hiperactiva (la fidelidad en términos de marca o a unos contenidos dura lo que perdura la sensación bioquímica de placer que experimentan, o sea, muy poco tiempo), por ende está más desmotivada hacia aquello que supone esfuerzo y constancia a medio-largo plazo y tiene escasa (o nula) capacidad de afrontar la frustación.
Todo esto que, para mí, tiene que ver mucho con la educación en términos sociales (sustentada por un pilar básico como es la familia), está condicionando sobremanera las capacidades innatas de las nuevas generaciones y nuestra sociedad del futuro, bien de una manera premeditada y conspirativa por parte de los poderes fácticos a los que interesa tener a ciudadanos/as dóciles y manejables, o simplemente fruto del descuido que todos/as hemos ido poniendo en el uso y abuso de la televisión, el cine, y recientemente, Internet, que se meten en nuestros hogares a diario y actúan como «educadores» silentes y machacantes, hasta el punto de generar patrones de pensamiento y comportamiento más sólidos que aquellos que se tratan de imponer a golpe de tiza en las escuelas o con amor y dedicación por parte de madres y padres.
El efecto inmediato, y por defecto una adecuada educación en valores, es lo único que explica, a mi entender, las altas tasas de consumo de drogas y alcohol entre nuestros jóvenes, las modas del «balconing» y el turismo sexual, la falta de apego y de involucración en los problemas de la sociedad que les rodea, la delincuencia infantil y juvenil, etc… Debemos ser capaces de ir eliminando ese filtro de sensaciones y estimulos primarios de la mente de nuestros/as hijos/as y para ello os propongo esta web desde la que podréis trabajar en la educación en valores con ellos/as: https://www.youtube.com/user/AMEIeducacionvalores
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Efecto inmediato

Una de las aportaciones más interesantes que se han realizado en neuropsicología en los últimos años ha sido el definir cómo se suceden esquemáticamente los procesos a través de los cuales el cerebro humano se desenvuelve cotidianamente. Siendo breve, podríamos decir que el cerebro de los seres humanos sigue la siguiente secuencia de sucesos: percibe (a través de los sentidos) – siente (asocia unas emociones) – piensa (trata de aplicar un razonamiento lógico) – actúa (en consecuencia con la experiencia asociada): PERCIBIR-SENTIR-PENSAR-ACTUAR, y lo más importante, siempre en este orden, esté donde esté y se enfrente a las situaciones que se enfrente.

Asímismo, de cada una de estas tareas se encargan unas zonas concretas de nuestro cerebro. La percepción de lo que nos rodea es una tarea coordinada con los sentidos que llevan a cabo las zonas más primitivas de nuestro cerebro, al que se le denomina cerebro instintivo o reptiliano (porque lo compartimos con los vertebrados más arcaicos en la faz de la Tierra, los reptiles). En él residen y se modulan nuestros instintos más primarios: nutricio, sexual, de superviviencia, etc… El cerebro emocional o límbico es el que se encarga de vincular emociones a situaciones concretas, estableciendo facilmente patrones de memoria en función de cuán placentera o desagradable, por ejemplo, sea un determinado conjunto de sensaciones, generando una importante huella emocional (de la que provienen muchas fobias, traumas, creencias limitantes, etc.). Finalmente, el pensamiento consciente y racional así como el desarrollo de patrones de comportamiento y actuación se van a establecer en el neocórtex o cerebro racional, encargado de gestionar soluciones a los problemas que la vida cotidiana nos plantea (y para ello tira de experiencias similares guardadas en la memoria). Es importante considerar que el cerebro emocional » tiene la llave que abre las puertas» del cerebro racional para que éste último, que actúa seguidamente, despliegue todo su potencial. Fruto de ello, cuando estamos bajo presión y/o hemos perdido la confianza, la autoestima o la motivación no somos capaces de pensar y actuar con la misma naturalidad, capacidad de resolución y eficiencia. A todo esto hay que añadir que el tiempo en el que se suceden cada una de estas etapas cerebrales no es el mismo. Mientras el cerebro instintivo y el emocional desencadenan sus mecanismos en el orden de unos pocos milisegundos (y condicionan la respuesta del cerebro racional), nuestra «psiquis» racional tarda mucho más tiempo en procesar y modular la información, ya filtrada, que le llega un tiempo después.
Dicho esto será más fácil entender que uno de los principales peligros a los que están expuestos hoy la niñez y, especialmente, la juventud sea lo que me gusta denominar «el efecto inmediato». En los tiempos que corren, y principalmente por el impacto constante de los medios de comunicación de toda índole, desde muy temprana edad, los inputs  a los que se ven sometidos nuestros/as hijos/as están programados para causar en ellos una estimulación de su cerebro más instintivo. Hablo del sexo explícito e implícito, el deseo por lo material, el éxito y el poder entendido como el que más tiene, el individualismo… Estos estímulos están milimétricamente diseñados para desencadenar, en cuestión de milisegundos, mecanismos cerebrales y bioquímicos instintivos que actúan de placebo para el resto de los procesos neuronales que tienen que desencadenarse; emociones, pensamientos, acciones, etc… queden obnubilados. Actuarán así como el filtro con el que los ojos de nuestros/as hijos/as ven y procesan «la realidad» que les circunda. Lo peor es que, como se constata sociológicamente, esto desencadena que la juventud cada vez es más manipulable y tenga menos juício crítico (depende y busca con más ahínco sensaciones que provoquen ese efecto inmediato: drogas, sexo, ropas de marca…), es más hiperactiva (la fidelidad en términos de marca o a unos contenidos dura lo que perdura la sensación bioquímica de placer que experimentan, o sea, muy poco tiempo), por ende está más desmotivada hacia aquello que supone esfuerzo y constancia a medio-largo plazo y tiene escasa (o nula) capacidad de afrontar la frustación.
Todo esto que, para mí, tiene que ver mucho con la educación en términos sociales (sustentada por un pilar básico como es la familia), está condicionando sobremanera las capacidades innatas de las nuevas generaciones y nuestra sociedad del futuro, bien de una manera premeditada y conspirativa por parte de los poderes fácticos a los que interesa tener a ciudadanos/as dóciles y manejables, o simplemente fruto del descuido que todos/as hemos ido poniendo en el uso y abuso de la televisión, el cine, y recientemente, Internet, que se meten en nuestros hogares a diario y actúan como «educadores» silentes y machacantes, hasta el punto de generar patrones de pensamiento y comportamiento más sólidos que aquellos que se tratan de imponer a golpe de tiza en las escuelas o con amor y dedicación por parte de madres y padres.
El efecto inmediato, y por defecto una adecuada educación en valores, es lo único que explica, a mi entender, las altas tasas de consumo de drogas y alcohol entre nuestros jóvenes, las modas del «balconing» y el turismo sexual, la falta de apego y de involucración en los problemas de la sociedad que les rodea, la delincuencia infantil y juvenil, etc… Debemos ser capaces de ir eliminando ese filtro de sensaciones y estimulos primarios de la mente de nuestros/as hijos/as y para ello os propongo esta web desde la que podréis trabajar en la educación en valores con ellos/as: https://www.youtube.com/user/AMEIeducacionvalores
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Esperanza

Samuel Johnson, poeta, ensayista y biógrafo del siglo XVIII, catalogado por muchos críticos literarios como el hombre de letras más distinguido de la historia inglesa, hijo de un pobre librero, cuya vida es un ejemplo de superación y perseverancia por un sueño (dedicarse a ser escritor), a pesar de las dificultades económicas y las trabas profesionales que tuvo que superar en su camino, dijo en cierta ocasión: 

«Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción».

Coincido plenamente con Johnson. La esperanza, la confianza de lograr o de que se realice un sueño, un objetivo, una meta que se desea, es una dicha en la vida, sin la cual nuestra existencia pierde gran parte de su sentido, no tanto biológico, como sí humanista, espiritual e intelectual. La esperanza alimenta de motivos nuestras acciones (motiva-acción), nos hace levantarnos cuando caemos, por frecuentes y duras que sean esas caídas, y nos impulsa a sacar lo mejor de nosotros/as mismos/as para hacer las cosas de una forma diferente cada vez que nos volvemos a poner de pie. Todo porque esperamos conseguir aquello que nos proponemos. La esperanza es sinónimo de confianza en nuestras posibilidades, de persistencia, de esfuerzo, de voluntad, de ilusión, de optimismo y, a su vez, antónimo de derrotismo, de pasividad, de hastío, de desilusión, de tirar la toalla… Por ello, la extinción de la esperanza, como decía Johnson, es quizás lo más horrible que nos pueda pasar. Mientras la esperanza se mantenga viva en nosotros/as seremos capaces de poner en marcha otras muchas competencias y actitudes, como la autonomía, la maestría y el propósito, que son básicas para nuestro desarrollo personal y profesional, y que «tirarán» de nuestra creatividad y de nuestros talentos innatos para generar, poco a poco, día a día, paso a paso, caída tras caída, la mejor versión de nosotros/as. En mi opinión, la esperanza es el martillo y el cincel que pule nuestro ser y lo convierte en su mejor versión posible. 

Lo dramático, es que la esperanza es algo personal e intransferible. Es decir, que no podemos comprar, prestar, donar o «inyectar» esperanza. Sólo de uno/a mismo/a depende el querer esperar, el desear esperar, el atreverse a esperar, el resistirse a esperar… Es cada cual quién decide si quiere tener esperanza, pero, paradójicamente, nadie toma de forma consciente la decisión de dejar de esperar. Simplemente, la esperanza se extingue, quizás fruto de que nos dejamos llevar por los estímulos externos (seguramente negativos), las dudas y las creencias limitantes, que terminan por invadirnos y enterrando nuestra esperanza. Hay que tener muy presente, por lo tanto, que nuestras acciones y omisiones pueden mermar las esperanzas de los demás, o por el contrario, y en lo que deberíamos centrarnos, alentarlas. Tenemos la suerte de que podemos -y debemos- sembrar esperanzas en los demás, sobre todo en los/as niños/as y jóvenes (labor de obligado cumplimiento y exigible a los/as educadores), a quienes debemos aportarles argumentos y evidencias para que confíen en sí mismos, algo que no se consigue corrigiendo constantemente errores sino potenciando virtudes. Debemos ineludiblemente dar un giro al sistema educativo para educar en la esperanza para evitarnos nuevas generaciones «NiNi», legiones de jóvenes sin propósito y sin metas en la vida más allá de ver pasar los días, que poco esperan de la sociedad y lo peor, de sí mismos/as. Cuidemos nuestra esperanza y la de los demás.


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Esperanza

Samuel Johnson, poeta, ensayista y biógrafo del siglo XVIII, catalogado por muchos críticos literarios como el hombre de letras más distinguido de la historia inglesa, hijo de un pobre librero, cuya vida es un ejemplo de superación y perseverancia por un sueño (dedicarse a ser escritor), a pesar de las dificultades económicas y las trabas profesionales que tuvo que superar en su camino, dijo en cierta ocasión: 

«Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción».

Coincido plenamente con Johnson. La esperanza, la confianza de lograr o de que se realice un sueño, un objetivo, una meta que se desea, es una dicha en la vida, sin la cual nuestra existencia pierde gran parte de su sentido, no tanto biológico, como sí humanista, espiritual e intelectual. La esperanza alimenta de motivos nuestras acciones (motiva-acción), nos hace levantarnos cuando caemos, por frecuentes y duras que sean esas caídas, y nos impulsa a sacar lo mejor de nosotros/as mismos/as para hacer las cosas de una forma diferente cada vez que nos volvemos a poner de pie. Todo porque esperamos conseguir aquello que nos proponemos. La esperanza es sinónimo de confianza en nuestras posibilidades, de persistencia, de esfuerzo, de voluntad, de ilusión, de optimismo y, a su vez, antónimo de derrotismo, de pasividad, de hastío, de desilusión, de tirar la toalla… Por ello, la extinción de la esperanza, como decía Johnson, es quizás lo más horrible que nos pueda pasar. Mientras la esperanza se mantenga viva en nosotros/as seremos capaces de poner en marcha otras muchas competencias y actitudes, como la autonomía, la maestría y el propósito, que son básicas para nuestro desarrollo personal y profesional, y que «tirarán» de nuestra creatividad y de nuestros talentos innatos para generar, poco a poco, día a día, paso a paso, caída tras caída, la mejor versión de nosotros/as. En mi opinión, la esperanza es el martillo y el cincel que pule nuestro ser y lo convierte en su mejor versión posible. 

Lo dramático, es que la esperanza es algo personal e intransferible. Es decir, que no podemos comprar, prestar, donar o «inyectar» esperanza. Sólo de uno/a mismo/a depende el querer esperar, el desear esperar, el atreverse a esperar, el resistirse a esperar… Es cada cual quién decide si quiere tener esperanza, pero, paradójicamente, nadie toma de forma consciente la decisión de dejar de esperar. Simplemente, la esperanza se extingue, quizás fruto de que nos dejamos llevar por los estímulos externos (seguramente negativos), las dudas y las creencias limitantes, que terminan por invadirnos y enterrando nuestra esperanza. Hay que tener muy presente, por lo tanto, que nuestras acciones y omisiones pueden mermar las esperanzas de los demás, o por el contrario, y en lo que deberíamos centrarnos, alentarlas. Tenemos la suerte de que podemos -y debemos- sembrar esperanzas en los demás, sobre todo en los/as niños/as y jóvenes (labor de obligado cumplimiento y exigible a los/as educadores), a quienes debemos aportarles argumentos y evidencias para que confíen en sí mismos, algo que no se consigue corrigiendo constantemente errores sino potenciando virtudes. Debemos ineludiblemente dar un giro al sistema educativo para educar en la esperanza para evitarnos nuevas generaciones «NiNi», legiones de jóvenes sin propósito y sin metas en la vida más allá de ver pasar los días, que poco esperan de la sociedad y lo peor, de sí mismos/as. Cuidemos nuestra esperanza y la de los demás.


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Individualismo y competitividad

Considero que una de las mayores lacras de nuestro tiempo es el individualismo, seguramente, la causa principal de la deshumanización y la corrupción de nuestra sociedad, de la incomunicación y del aislamiento que tenemos, aún en plena era de la información, con el mundo que nos rodea (especialmente, del que sufre y no tiene un horizonte de prosperidad) e incluso del progresivo deterioro de nuestras relaciones con la naturaleza. Y es que, como dice el refrán, «el peor ciego es el que no quiere ver». Vivimos sumidos en nuestras vanidades y expectativas, muchas de ellas materialistas y hedonistas, encerrados en nosotros/as mismos y en la permanente búsqueda de nuestras satisfacciones individuales, algo que puede ser comprensible si esta parte egoísta no sepultase por completo nuestras capacidades para ser solidarios, generosos y cooperativos. 


Nos enseñan a competir desde nuestra infancia. El rendimiento y el progreso individual (que no el colectivo) es el que se puntúa, se califica, se premia o se castiga. No es tan importante ayudar al compañero/a y aprender a buscar sinergias y complementariedad con nuestros/as semejantes como destacar de entre ellos/as. Nada más hay que echar un vistazo a las calificaciones académicas que más ansían los/as estudiantes en edad escolar: «sobresaliente». O sea, que sobresale del resto, una marca de clara distinción individual que a veces se busca obsesivamente, haciendo que los/as jóvenes pierdan de vista valores fundamentales como la generosidad, la empatía, el búsqueda del bien común, etc.  ¿Cuán bonito sería que el resultado del trabajo escolar  fuese «solidario», «cooperativo», «altruista»…?. La educación académica, tal y como está hoy establecida, se pierde la belleza del trabajo en grupo, colaborativo y cooperativo (que no son lo mismo), que busca complementar virtudes haciendo que los talentos en vez de sumarse se multipliquen.

Como prueba de ello, os dejo este maravilloso vídeo del cuarteto alemán Salut Salon y su obra «Competitive Foursome». !Que lo disfrutéis!

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Individualismo y competitividad

Considero que una de las mayores lacras de nuestro tiempo es el individualismo, seguramente, la causa principal de la deshumanización y la corrupción de nuestra sociedad, de la incomunicación y del aislamiento que tenemos, aún en plena era de la información, con el mundo que nos rodea (especialmente, del que sufre y no tiene un horizonte de prosperidad) e incluso del progresivo deterioro de nuestras relaciones con la naturaleza. Y es que, como dice el refrán, «el peor ciego es el que no quiere ver». Vivimos sumidos en nuestras vanidades y expectativas, muchas de ellas materialistas y hedonistas, encerrados en nosotros/as mismos y en la permanente búsqueda de nuestras satisfacciones individuales, algo que puede ser comprensible si esta parte egoísta no sepultase por completo nuestras capacidades para ser solidarios, generosos y cooperativos. 


Nos enseñan a competir desde nuestra infancia. El rendimiento y el progreso individual (que no el colectivo) es el que se puntúa, se califica, se premia o se castiga. No es tan importante ayudar al compañero/a y aprender a buscar sinergias y complementariedad con nuestros/as semejantes como destacar de entre ellos/as. Nada más hay que echar un vistazo a las calificaciones académicas que más ansían los/as estudiantes en edad escolar: «sobresaliente». O sea, que sobresale del resto, una marca de clara distinción individual que a veces se busca obsesivamente, haciendo que los/as jóvenes pierdan de vista valores fundamentales como la generosidad, la empatía, el búsqueda del bien común, etc.  ¿Cuán bonito sería que el resultado del trabajo escolar  fuese «solidario», «cooperativo», «altruista»…?. La educación académica, tal y como está hoy establecida, se pierde la belleza del trabajo en grupo, colaborativo y cooperativo (que no son lo mismo), que busca complementar virtudes haciendo que los talentos en vez de sumarse se multipliquen.

Como prueba de ello, os dejo este maravilloso vídeo del cuarteto alemán Salut Salon y su obra «Competitive Foursome». !Que lo disfrutéis!

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Gestionando ilusiones

Decía mi admirado Paulo Coelho que «la posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante».

A la edad de mis dos hijos (unos muchachotes de 4 y 6 años) practicar su deporte favorito, el fútbol, y formar parte del equipo de su Colegio es todo un sueño. Para ellos es una gran ilusión poder jugar en torneos en los que participan equipos de otros Centros educativos de la ciudad y tener la posibilidad de imitar a sus ídolos. Claro está que esto le pasa a todos los niños y niñas que componen el equipo de «futbito» del Cole, todos/as quieren participar, demostrar su talento y a ser posible, marcar goles. Estamos hablando de un «equipazo» con alrededor de 15 integrantes, cuando sólo juegan cinco en la pista y en partidos que suelen durar entre 20-30 minutos, lo que hace sospechar que el banquillo se mueve bastante (hay muchos cambios). El encargado de gestionar tantas y tantas ilusiones es nuestro entrenador, Tony, un muchacho aparentemente tímido y reservado que tiene un don especial para hacerse entender con los niños y niñas de todas las edades (pues entrena a una amplia panoplia de niños y jóvenes desde infantil a ESO). Tony reune, en mi opinión, todas las cualidades de un gran educador: es observador, sabe escuchar, habla de forma sencilla y directa, valora el esfuerzo y la constancia, potencia virtudes en lugar de corregir errores, transmite valores de respeto por los compañeros propios y «rivales», pero sobre todo lo que más aprecio de Tony es su bondad y su saber hacer para tratar de contentar a todos/as y que nadie se sienta relegado/a por tener más o menos dotes futbolísticas.
He presenciado varios partidos del equipo de mis hijos, guiados por Tony, con otros colegios, y he comprobado como a Tony le da igual tener en el banquillo a sus jugadores más «figuras» mientras están empatando un partido y quedan pocos minutos. No le importa tener en pista a pequeños que a lo mejor aún no saben ni hacia qué parte del campo, en qué portería, tienen que marcar, o tratan de jugar la pelota con las manos. Para él lo principal es que todos se sientan importantes en el equipo y trata de hacerles ver a sus jugadores/as que lo importante es participar y disfrutar. Como él dice a sus pupilos, «ganar está bien, pero si se pierde no pasa nada». A veces el mismo empuje de los chicos y chicas más competitivos hace que se «piquen» con los jugadores del equipo contrario, y Tony siempre trata de influir en ellos/as para que haya juego limpio, y si la actitud persiste los sienta en el banquillo. Para Tony los jugadores que dan ejemplo son aquellos que, aunque no tengan grandes dones, se esfuerzan en los entrenamientos, son aplicados y respetan a los demás.
Tony reúne grandes virtudes como persona y como profesional, y es una verdadera suerte que forme parte de la educación de mis hijos, que va mucho más allá de lo que convencionalmente entendemos como educación formal o reglada. Cualquier ocasión, pero especialmente, aquellas en las que están en juego las ilusiones, los sueños, las motivaciones y las metas de los/as niños/as son las más propicias para contribuir a su crecimiento como personas íntegras, y es eso, precisamente, a lo que se dedica Tony, con su generosa entrega a los más jóvenes. Muchas gracias Tony por hacer realidad los sueños de mis hijos.
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Gestionando ilusiones

Decía mi admirado Paulo Coelho que «la posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante».

A la edad de mis dos hijos (unos muchachotes de 4 y 6 años) practicar su deporte favorito, el fútbol, y formar parte del equipo de su Colegio es todo un sueño. Para ellos es una gran ilusión poder jugar en torneos en los que participan equipos de otros Centros educativos de la ciudad y tener la posibilidad de imitar a sus ídolos. Claro está que esto le pasa a todos los niños y niñas que componen el equipo de «futbito» del Cole, todos/as quieren participar, demostrar su talento y a ser posible, marcar goles. Estamos hablando de un «equipazo» con alrededor de 15 integrantes, cuando sólo juegan cinco en la pista y en partidos que suelen durar entre 20-30 minutos, lo que hace sospechar que el banquillo se mueve bastante (hay muchos cambios). El encargado de gestionar tantas y tantas ilusiones es nuestro entrenador, Tony, un muchacho aparentemente tímido y reservado que tiene un don especial para hacerse entender con los niños y niñas de todas las edades (pues entrena a una amplia panoplia de niños y jóvenes desde infantil a ESO). Tony reune, en mi opinión, todas las cualidades de un gran educador: es observador, sabe escuchar, habla de forma sencilla y directa, valora el esfuerzo y la constancia, potencia virtudes en lugar de corregir errores, transmite valores de respeto por los compañeros propios y «rivales», pero sobre todo lo que más aprecio de Tony es su bondad y su saber hacer para tratar de contentar a todos/as y que nadie se sienta relegado/a por tener más o menos dotes futbolísticas.
He presenciado varios partidos del equipo de mis hijos, guiados por Tony, con otros colegios, y he comprobado como a Tony le da igual tener en el banquillo a sus jugadores más «figuras» mientras están empatando un partido y quedan pocos minutos. No le importa tener en pista a pequeños que a lo mejor aún no saben ni hacia qué parte del campo, en qué portería, tienen que marcar, o tratan de jugar la pelota con las manos. Para él lo principal es que todos se sientan importantes en el equipo y trata de hacerles ver a sus jugadores/as que lo importante es participar y disfrutar. Como él dice a sus pupilos, «ganar está bien, pero si se pierde no pasa nada». A veces el mismo empuje de los chicos y chicas más competitivos hace que se «piquen» con los jugadores del equipo contrario, y Tony siempre trata de influir en ellos/as para que haya juego limpio, y si la actitud persiste los sienta en el banquillo. Para Tony los jugadores que dan ejemplo son aquellos que, aunque no tengan grandes dones, se esfuerzan en los entrenamientos, son aplicados y respetan a los demás.
Tony reúne grandes virtudes como persona y como profesional, y es una verdadera suerte que forme parte de la educación de mis hijos, que va mucho más allá de lo que convencionalmente entendemos como educación formal o reglada. Cualquier ocasión, pero especialmente, aquellas en las que están en juego las ilusiones, los sueños, las motivaciones y las metas de los/as niños/as son las más propicias para contribuir a su crecimiento como personas íntegras, y es eso, precisamente, a lo que se dedica Tony, con su generosa entrega a los más jóvenes. Muchas gracias Tony por hacer realidad los sueños de mis hijos.
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Aprender a escuchar

Es muy curioso que si tecleamos en Google «curso de oratoria» nos aparezcan 584.000 registros en los que se nos invita a mejorar nuestras habilidades comunicativas a la hora de hablar en público, mientras que si introducimos el criterio de búsqueda «curso para aprender a escuchar», prácticamente la totalidad de los resultados (bastante menos) tienen que ver con saber escuchar idiomas o música clásica. Deduzco con ello que, para la inmensa mayoría de las personas, es más importante hacerse escuchar que escuchar debídamente a los/as demas. Y esto no debería de sorprendernos. Vivimos en una sociedad en la que hemos ido gestando el mal hábito de escuchar a los/as otros/as no con la intención de entender su mensaje, sino de contestarlo lo más precipitadamente posible, a veces incluso sin dejar que la otra persona termine. ¡Qué hay mejor que una respuesta rápida, una sentencia o un consejo!, eso sí, sin analizar ni diagnosticar adecuadamente las palabras de quien nos habla.

 
Hablar por encima de todo, pues ello nos permitirá, llegado el caso, imponer nuestros criterios y nuestras ideas, transformarnos en seres más seductores e influyentes o incluso convertirnos en transformadores de creencias y realidades, a veces de forma premeditada, otras inconscientemente. No cabe duda de que el ser humano se erige por encima del resto de los seres vivos porque puede expresarse y comunicarse mediante la palabra, y ese poder hay que refinarlo cuanto más mejor porque ello nos conferirá cierta supremacia sobre los demás.
Pienso que la educación que recibimos tiene gran parte de la responsabilidad (por cierto, palabra que significa -capacidad de respuesta). De niños y adolescentes nuestros referentes paternos hablan y aconsejan infinítamente más que escuchan, incluso siguen haciéndolo hasta el final de sus días (seguramente con todo su cariño). En la escuela, los monólogos son constantes en aras a que sepamos todo (hasta la ultima coma) lo que tenemos que saber para ser ciudadanos cultos. Uno podría pensar que tantos años escuchando a unos/as y a otros/as tendría que hacernos buenos/as escuchantes, pero ocurre todo lo contrario, ya que -como solemos aprender hábitos sociales por imitación- terminamos pensando que hablar es mejor que escuchar, que ya bastante hartos estamos de escuchar todo el día. Por el camino, se va anquilosando nuestra inteligencia emocional, la empatía se va convirtiendo en algo vestigial y olvidamos por completo que hay también un lenguaje que nada tiene que ver con la palabra, sino más bien con los gestos. A la postre, cuando llegamos a la edad adulta, la mayoría hemos perdido nuestra capacidad innata de escuchar activamente el mundo que nos rodea. Ya no digamos gestionar silencios… esta es una asignatura que suspende con rotundidad la mayoría (algunos/as no saben ni cómo puede gestionarse algo que no se escucha). Un silencio puede significar una aprobación, una pausa para pensar, una forma de remarcar algo que se ha dicho, una manera de evitar una discusión, etc.
 
Así que, aun siendo seres dotados de una inmensa capacidad para comunicarnos mediante la palabra, se da la paradoja de que precisamos aprender a expresarnos y a escuchar (yo diría que lo segundo aporta mucho a lo primero). Escuchar antes que hablar, es lo que dicta el sentido común, pero no escuchar de cualquier forma. Hay situaciones en las que oimos pero no escuchamos (escucha pasiva), algo que se da mucho entre el alumnado cuyo estado atencional se satura tras uunas cuantas horas de clase. Es bastante frecuente que escuchemos aquello que nos interesa, haciendo oidos sordos a lo demás (escucha selectiva). Sin embargo, poco o nada hemos desarrollado nuestra capacidad de escuchar siendo un reflejo de la otra persona, prestando atención a nuestro lenguaje corporal como predisposición y respuesta a lo que nos cuentan. Escuchar no sólo lo que la persona está expresando directamente, sino también los sentimientos, ideas o pensamientos que subyacen a lo que nos está contando. Escuchar activamente requiere de un esfuerzo superior al que se hace al hablar y también del que se ejerce al escuchar sin interpretar lo que se oye. Pero ese esfuerzo aporta grandes réditos tanto al que escucha como al que habla. Gracias a que somos seres con una poderosa inteligencia emocional, mediante la escucha activa podemos conseguir generar vínculos emocionales con las personas que nos hablan, hasta el punto de que podemos llegar a influir (no con la intención de manipular) en su comportamiento y en su concepto de nosotros. Es lo que se conoce en psicología y en neuromarketing como rapports, una herramienta potente de conexión a través de la escucha activa y del lenguaje corporal que bien debería ser objeto de estudio en las aulas de nuestras escuelas, institutos y universidades. Educar para escuchar, para convertirnos en espejo de los/as demás, para que los/as que están a nuestro alrededor vean que somos cercanos y estamos comprometidos/as con sus inquietudes y sus ilusiones. ¡Qué importante es esto para los/as maestros/as y profesores/as!, ¿verdad?. Os dejo con un curioso vídeo con el que podéis haceros una idea de la importancia de los vínculos emocionales en nuestra capacidad para conectar con la otra persona, incluso persuadirla, apenas sin hablar.



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Aprender a escuchar

Es muy curioso que si tecleamos en Google «curso de oratoria» nos aparezcan 584.000 registros en los que se nos invita a mejorar nuestras habilidades comunicativas a la hora de hablar en público, mientras que si introducimos el criterio de búsqueda «curso para aprender a escuchar», prácticamente la totalidad de los resultados (bastante menos) tienen que ver con saber escuchar idiomas o música clásica. Deduzco con ello que, para la inmensa mayoría de las personas, es más importante hacerse escuchar que escuchar debídamente a los/as demas. Y esto no debería de sorprendernos. Vivimos en una sociedad en la que hemos ido gestando el mal hábito de escuchar a los/as otros/as no con la intención de entender su mensaje, sino de contestarlo lo más precipitadamente posible, a veces incluso sin dejar que la otra persona termine. ¡Qué hay mejor que una respuesta rápida, una sentencia o un consejo!, eso sí, sin analizar ni diagnosticar adecuadamente las palabras de quien nos habla.

 
Hablar por encima de todo, pues ello nos permitirá, llegado el caso, imponer nuestros criterios y nuestras ideas, transformarnos en seres más seductores e influyentes o incluso convertirnos en transformadores de creencias y realidades, a veces de forma premeditada, otras inconscientemente. No cabe duda de que el ser humano se erige por encima del resto de los seres vivos porque puede expresarse y comunicarse mediante la palabra, y ese poder hay que refinarlo cuanto más mejor porque ello nos conferirá cierta supremacia sobre los demás.
Pienso que la educación que recibimos tiene gran parte de la responsabilidad (por cierto, palabra que significa -capacidad de respuesta). De niños y adolescentes nuestros referentes paternos hablan y aconsejan infinítamente más que escuchan, incluso siguen haciéndolo hasta el final de sus días (seguramente con todo su cariño). En la escuela, los monólogos son constantes en aras a que sepamos todo (hasta la ultima coma) lo que tenemos que saber para ser ciudadanos cultos. Uno podría pensar que tantos años escuchando a unos/as y a otros/as tendría que hacernos buenos/as escuchantes, pero ocurre todo lo contrario, ya que -como solemos aprender hábitos sociales por imitación- terminamos pensando que hablar es mejor que escuchar, que ya bastante hartos estamos de escuchar todo el día. Por el camino, se va anquilosando nuestra inteligencia emocional, la empatía se va convirtiendo en algo vestigial y olvidamos por completo que hay también un lenguaje que nada tiene que ver con la palabra, sino más bien con los gestos. A la postre, cuando llegamos a la edad adulta, la mayoría hemos perdido nuestra capacidad innata de escuchar activamente el mundo que nos rodea. Ya no digamos gestionar silencios… esta es una asignatura que suspende con rotundidad la mayoría (algunos/as no saben ni cómo puede gestionarse algo que no se escucha). Un silencio puede significar una aprobación, una pausa para pensar, una forma de remarcar algo que se ha dicho, una manera de evitar una discusión, etc.
 
Así que, aun siendo seres dotados de una inmensa capacidad para comunicarnos mediante la palabra, se da la paradoja de que precisamos aprender a expresarnos y a escuchar (yo diría que lo segundo aporta mucho a lo primero). Escuchar antes que hablar, es lo que dicta el sentido común, pero no escuchar de cualquier forma. Hay situaciones en las que oimos pero no escuchamos (escucha pasiva), algo que se da mucho entre el alumnado cuyo estado atencional se satura tras uunas cuantas horas de clase. Es bastante frecuente que escuchemos aquello que nos interesa, haciendo oidos sordos a lo demás (escucha selectiva). Sin embargo, poco o nada hemos desarrollado nuestra capacidad de escuchar siendo un reflejo de la otra persona, prestando atención a nuestro lenguaje corporal como predisposición y respuesta a lo que nos cuentan. Escuchar no sólo lo que la persona está expresando directamente, sino también los sentimientos, ideas o pensamientos que subyacen a lo que nos está contando. Escuchar activamente requiere de un esfuerzo superior al que se hace al hablar y también del que se ejerce al escuchar sin interpretar lo que se oye. Pero ese esfuerzo aporta grandes réditos tanto al que escucha como al que habla. Gracias a que somos seres con una poderosa inteligencia emocional, mediante la escucha activa podemos conseguir generar vínculos emocionales con las personas que nos hablan, hasta el punto de que podemos llegar a influir (no con la intención de manipular) en su comportamiento y en su concepto de nosotros. Es lo que se conoce en psicología y en neuromarketing como rapports, una herramienta potente de conexión a través de la escucha activa y del lenguaje corporal que bien debería ser objeto de estudio en las aulas de nuestras escuelas, institutos y universidades. Educar para escuchar, para convertirnos en espejo de los/as demás, para que los/as que están a nuestro alrededor vean que somos cercanos y estamos comprometidos/as con sus inquietudes y sus ilusiones. ¡Qué importante es esto para los/as maestros/as y profesores/as!, ¿verdad?. Os dejo con un curioso vídeo con el que podéis haceros una idea de la importancia de los vínculos emocionales en nuestra capacidad para conectar con la otra persona, incluso persuadirla, apenas sin hablar.



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El valor de lo intangible

Ayer, Diego Pablo Simeone, durante la rueda de prensa previa al partido de Champions League que juega esta noche su equipo frente al Chelsea, dio -a mi entender- una lección magistral de cómo potenciar emocionalmente a su equipo y a su afición, haciendo un uso talentoso del valor de los intangibles. Admito que Simeone nunca ha sido Santo de mi devoción (especialmente en su etapa como jugador, recio y, a veces, irrespetuoso), pero ayer cuando dijo  -«seguramente en el futuro nos enfrentemos a mejores jugadores que los nuestros, pero con más pasión e ilusión que nosotros, pocos»- se apuntó un tanto de mi parte. El fútbol, como otros muchos «productos» homogéneos y estandarizados (al final, todo se reduce a once contra once en un rectángulo de juego), requiere de una reinvención continua, de incorporar aditivos y pluses que hagan del invento un producto vendible y, a ser posible, que enganche. El valor de los intangibles, en este sentido, adquiere una dimensión extraordinaria. Vivimos en el tiempo de las métricas, empeñados en medirlo todo, en sacar estadísticas hasta de debajo de las piedras, de buscar indicadores directos e indirectos, de exprimir datos para conseguir objetivos. Y aunque con las normas ISO ya somos capaces de estandarizar y medir la calidad de un producto, servicio y/o profesional (menuda mamarrachada en mi opinión, ya que la calidad es subjetiva), la pasión y la ilusión siguen siendo intangibles e inmedible. Nadie puede contradecir a Simeone cuando dice que en pasión e ilusión nadie gana a sus jugadores, porque no existe una balanza para medirlas. Acaso se pueda discutir la calidad de unos jugadores y de otros, pero no su ilusión y su pasion. Y es en ese terreno, en el de los intangibles, en el que todos deberíamos saber jugar para ganarle partidos a la vida. 

La ilusión, la pasión, el entusiasmo, el coraje, la voluntad, el afán de superación, la resiliencia y otras tantísimas actitudes son, ni más ni menos, competencias emocionales, importantísimas para la vida y para el desempeño a un alto nivel de rendimiento, que raramente se enseñan (hoy quizás empiezan a entrenarse a adultos a través del coaching -por cierto una profesión derivada del entrenador deportivo-). Nos llevamos toda nuestra infancia y adolescencia aprendiendo estrategias, fórmulas y métodos para medir y estandarizar el conocimiento humano, incorporando dato tras dato, desarrollando nuestra inteligencia memorística y siendo clasificados en función de unas calificaciones numéricas. Medir y medir, clasificar y clasificar, despreciando el valor de lo intangible que, por su grandeza, termina siendo inconmensurable. 
El sistema educativo, otro producto homogéneo y estandarizado, ha aprendido poco de sí mismo en sus más de siglos de vida. Ha desdeñado las capacidades humanas que no se pueden medir ni clasificar, confundiendo muy a menudo lo que es evaluar con simplemente calificar. Como dice Richard Gerver: «si las escuelas incorporaran más pasión y confianza por lo que hacen, podrían desarrollar el sistema que más se ajuste a sus necesidades. No hay un único método. Aunque compartan algunas características, cada país es único y diferente y debe encontrar lo que funciona para él. Lo que ya no funciona es el sistema educativo que entrena para aprobar exámenes». 
La pasión y la confianza deberían ser dos asignaturas obligatorias en nuestras escuelas, tanto para profesores/as como para alumnos/as. Pienso que no hay fuerza más poderosa que saber acercarse a alguien y transmitirle tu confianza hacia el/ella y que vea en tí la pasión que le pones a todo lo que haces por ayudarle. Es algo contagioso y con un efecto multiplicador. En este sentido, lo peor no es que el sistema educativo no haya incorporado la pasión y la confianza en su currículum de asignaturas, sino que por añadidura tampoco ha desarrollado el valor de estos intangibles en tantas y tantas generaciones de alumnos y alumnas. No nos debe extrañar que hoy de las escuelas salgan adolescentes pasivos, apáticos, desmotivados y manipulables en lugar de chicos y chicas con ganas de comerse el mundo, de darse «patadas en el trasero» para no dar bola por perdida, de luchar hasta el último suspiro y de creer en sus propias posibilidades, de sentir que es más que posible ganarle partidos a la vida. 
Se confirma una vez más que líderes, como Simeone, son los que inspiran no los que imponen, incluso por encima de normas y sistemas.

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El valor de lo intangible

Ayer, Diego Pablo Simeone, durante la rueda de prensa previa al partido de Champions League que juega esta noche su equipo frente al Chelsea, dio -a mi entender- una lección magistral de cómo potenciar emocionalmente a su equipo y a su afición, haciendo un uso talentoso del valor de los intangibles. Admito que Simeone nunca ha sido Santo de mi devoción (especialmente en su etapa como jugador, recio y, a veces, irrespetuoso), pero ayer cuando dijo  -«seguramente en el futuro nos enfrentemos a mejores jugadores que los nuestros, pero con más pasión e ilusión que nosotros, pocos»- se apuntó un tanto de mi parte. El fútbol, como otros muchos «productos» homogéneos y estandarizados (al final, todo se reduce a once contra once en un rectángulo de juego), requiere de una reinvención continua, de incorporar aditivos y pluses que hagan del invento un producto vendible y, a ser posible, que enganche. El valor de los intangibles, en este sentido, adquiere una dimensión extraordinaria. Vivimos en el tiempo de las métricas, empeñados en medirlo todo, en sacar estadísticas hasta de debajo de las piedras, de buscar indicadores directos e indirectos, de exprimir datos para conseguir objetivos. Y aunque con las normas ISO ya somos capaces de estandarizar y medir la calidad de un producto, servicio y/o profesional (menuda mamarrachada en mi opinión, ya que la calidad es subjetiva), la pasión y la ilusión siguen siendo intangibles e inmedible. Nadie puede contradecir a Simeone cuando dice que en pasión e ilusión nadie gana a sus jugadores, porque no existe una balanza para medirlas. Acaso se pueda discutir la calidad de unos jugadores y de otros, pero no su ilusión y su pasion. Y es en ese terreno, en el de los intangibles, en el que todos deberíamos saber jugar para ganarle partidos a la vida. 

La ilusión, la pasión, el entusiasmo, el coraje, la voluntad, el afán de superación, la resiliencia y otras tantísimas actitudes son, ni más ni menos, competencias emocionales, importantísimas para la vida y para el desempeño a un alto nivel de rendimiento, que raramente se enseñan (hoy quizás empiezan a entrenarse a adultos a través del coaching -por cierto una profesión derivada del entrenador deportivo-). Nos llevamos toda nuestra infancia y adolescencia aprendiendo estrategias, fórmulas y métodos para medir y estandarizar el conocimiento humano, incorporando dato tras dato, desarrollando nuestra inteligencia memorística y siendo clasificados en función de unas calificaciones numéricas. Medir y medir, clasificar y clasificar, despreciando el valor de lo intangible que, por su grandeza, termina siendo inconmensurable. 
El sistema educativo, otro producto homogéneo y estandarizado, ha aprendido poco de sí mismo en sus más de siglos de vida. Ha desdeñado las capacidades humanas que no se pueden medir ni clasificar, confundiendo muy a menudo lo que es evaluar con simplemente calificar. Como dice Richard Gerver: «si las escuelas incorporaran más pasión y confianza por lo que hacen, podrían desarrollar el sistema que más se ajuste a sus necesidades. No hay un único método. Aunque compartan algunas características, cada país es único y diferente y debe encontrar lo que funciona para él. Lo que ya no funciona es el sistema educativo que entrena para aprobar exámenes». 
La pasión y la confianza deberían ser dos asignaturas obligatorias en nuestras escuelas, tanto para profesores/as como para alumnos/as. Pienso que no hay fuerza más poderosa que saber acercarse a alguien y transmitirle tu confianza hacia el/ella y que vea en tí la pasión que le pones a todo lo que haces por ayudarle. Es algo contagioso y con un efecto multiplicador. En este sentido, lo peor no es que el sistema educativo no haya incorporado la pasión y la confianza en su currículum de asignaturas, sino que por añadidura tampoco ha desarrollado el valor de estos intangibles en tantas y tantas generaciones de alumnos y alumnas. No nos debe extrañar que hoy de las escuelas salgan adolescentes pasivos, apáticos, desmotivados y manipulables en lugar de chicos y chicas con ganas de comerse el mundo, de darse «patadas en el trasero» para no dar bola por perdida, de luchar hasta el último suspiro y de creer en sus propias posibilidades, de sentir que es más que posible ganarle partidos a la vida. 
Se confirma una vez más que líderes, como Simeone, son los que inspiran no los que imponen, incluso por encima de normas y sistemas.

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Ojos que no ven…

Tal y como leí hace poco en la web de una importante institución educativa, muy posiblemente, una de las principales virtudes que debe tener un/a docente sea su capacidad para creer en sus alumnos/as, ser capaz de confiar en que cada persona encarna un talento y que ese talento puede llenar de vida y de pasión toda su existencia. Para ello «sólo» se necesita que alguien se acerque con fe y le brinde oportunidades para desarrollarse.

La clave, en mi opinión, está en ese acercamiento, que debe producirse con tal sutileza y tal empatía que, por desgracia, seguramente serán pocas las ocasiones en las que se propicia que el/la alumno/a brinde todas sus capacidades para que su profesor/a pueda potenciarlas. Siguiendo lo que nos dicta el sentido común, antes de acercarnos para tratar de ayudar a alguien lo primero que deberíamos hacer es observar, con suma curiosidad y sin cuitas de tiempo, dedicándonos con esmero a ver y analizar cuál o cuáles son sus inquietudes, sus necesidades, sus áreas de interés, sus dificultades… Sólo a través de un análisis concienzudo y respetuoso de todos estos aspectos podremos plantear oportunidades de mejora y tratar de guiar a esa persona para que saque de sí mismo/a todo su potencial y su talento. Pienso, por ello, que lo primero en la labor docente es tener los ojos muy abiertos, sólo a partir de esa disposición a observar podrá creer, confiar y ayudar a aquellas personas que tiene la responsabilidad de hacer crecer.
 
Hace algunas semanas, mientras asistía a una tutoría grupal del curso de mi hijo mayor (tiene 6 años y está en primer curso de Educación Primaria Obligatoria) una de sus maestras relató al grupo de madres y padres, como si de una anécdota simpática y jocosa se tratase, la cierta dificultad que están teniendo algunos/as de sus alumnos/as para «sumar con llevada». Ella escenificó como a estos/as pequeños/as «les faltan dedos en las manos para contar, por ejemplo, 9 más 8». Según nos contaba, cuando estos chicos o chicas llegan a 10 (tantos números como dedos tienen en sus manitas) se bloquean y no son capaces de seguir contando con precisión, algo que ella intenta soslayar diciéndoles que esos 10 se «los guarden en un bolsillo» y sigan contando de 1 en adelante hasta finalizar con la suma.
 
En mi modesta opinión, la solución aportada, que puede parecer a primera vista original y apropiada, refleja por sí misma una más que posible falta de compresión por parte de esta señora de cómo opera y evoluciona el pensamiento y se produce el desarrollo cognitivo a estas edades. Tal y como sugiriese al mundo, a mediados del pasado siglo XX, Jean Piaget, entre los 6-7 años de edad el cerebro de los niños y las niñas se encuentra en una fase muy sensible y delicada (preoperacional) en la que sólo pueden pensar en concreto, es decir, a través de aquellas cosas que pueden percibir, teniendo gran dificultad -e incluso incapacidad en ocasiones- para poder pensar en abstracto, ya que el asentamiento de conceptos etéreos y no concretos se consolida a partir de los 7 años en adelante y no se adquiere hasta los 12 años.
 
O sea, que mi hijo y sus compañeros/as se hayan en esa frontera, en esa etapa decisiva, en la que sus cerebros aún pensando en concreto estan siendo instruidos para que piensen en abstracto (una suma con llevada requiere de pensamiento abstracto) con lo que es más que esperable que muchos/as de ellos/as estén presentando dificultades que para nada se salen de la «normalidad». Suponer que guardando en el bolsillo lo que hemos sumado hasta 10 les ayudará, es suponer que ellos son capaces de guardar en su mente algo que ya no ven (pensar en abstracto), y aunque es una idea que puede llegar a servir, a muchos/as de ellos/as no les ayudará porque cuando saquen de su bolsillo lo que tenían y lo pretendan sumar con lo que sus dedos señalan ahora (7) volverán a empezar a contar desde el principio ya que precisamente lo que NO son capaces de hacer es sumar en abstracto; y así en un ciclo pernicioso que puede acabar con la autoestima y la motivación del chiquillo o la chiquilla.
 
En contra de lo que se prevé de cara a esta evaluación, me gustaría pensar que esta maestra no tendrá la tentación de calificar de insuficiente (suspender), por este motivo, el progreso en matemáticas de algunos/as de sus pupilos/as más rezagados, algo que, de producirse, no sería capaz de adjetivar, ni siquiera de valorar. En el supuesto caso, pienso que la nota irá dirigida más como advertencia a los padres y madres que a su propio/a alumno/a, porque si va encaminada a «castigar» a éste/a último/a, me atrevería a sentenciar que esta señora no debería seguir ejerciendo la docencia por mucho más tiempo. Suspender a un niño o niña que biológicamente no está preparado para asumir los retos cognitivos que se le presentan es una tremenda injusticia, y quiero entender que se puede llegar a cometer porque sus ojos no están lo suficientemente abiertos como para ejercer con respeto y delicadeza su labor docente. Como dice el viejo y sabio refranero, ojos que no ven…
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Ojos que no ven…

Tal y como leí hace poco en la web de una importante institución educativa, muy posiblemente, una de las principales virtudes que debe tener un/a docente sea su capacidad para creer en sus alumnos/as, ser capaz de confiar en que cada persona encarna un talento y que ese talento puede llenar de vida y de pasión toda su existencia. Para ello «sólo» se necesita que alguien se acerque con fe y le brinde oportunidades para desarrollarse.

La clave, en mi opinión, está en ese acercamiento, que debe producirse con tal sutileza y tal empatía que, por desgracia, seguramente serán pocas las ocasiones en las que se propicia que el/la alumno/a brinde todas sus capacidades para que su profesor/a pueda potenciarlas. Siguiendo lo que nos dicta el sentido común, antes de acercarnos para tratar de ayudar a alguien lo primero que deberíamos hacer es observar, con suma curiosidad y sin cuitas de tiempo, dedicándonos con esmero a ver y analizar cuál o cuáles son sus inquietudes, sus necesidades, sus áreas de interés, sus dificultades… Sólo a través de un análisis concienzudo y respetuoso de todos estos aspectos podremos plantear oportunidades de mejora y tratar de guiar a esa persona para que saque de sí mismo/a todo su potencial y su talento. Pienso, por ello, que lo primero en la labor docente es tener los ojos muy abiertos, sólo a partir de esa disposición a observar podrá creer, confiar y ayudar a aquellas personas que tiene la responsabilidad de hacer crecer.
 
Hace algunas semanas, mientras asistía a una tutoría grupal del curso de mi hijo mayor (tiene 6 años y está en primer curso de Educación Primaria Obligatoria) una de sus maestras relató al grupo de madres y padres, como si de una anécdota simpática y jocosa se tratase, la cierta dificultad que están teniendo algunos/as de sus alumnos/as para «sumar con llevada». Ella escenificó como a estos/as pequeños/as «les faltan dedos en las manos para contar, por ejemplo, 9 más 8». Según nos contaba, cuando estos chicos o chicas llegan a 10 (tantos números como dedos tienen en sus manitas) se bloquean y no son capaces de seguir contando con precisión, algo que ella intenta soslayar diciéndoles que esos 10 se «los guarden en un bolsillo» y sigan contando de 1 en adelante hasta finalizar con la suma.
 
En mi modesta opinión, la solución aportada, que puede parecer a primera vista original y apropiada, refleja por sí misma una más que posible falta de compresión por parte de esta señora de cómo opera y evoluciona el pensamiento y se produce el desarrollo cognitivo a estas edades. Tal y como sugiriese al mundo, a mediados del pasado siglo XX, Jean Piaget, entre los 6-7 años de edad el cerebro de los niños y las niñas se encuentra en una fase muy sensible y delicada (preoperacional) en la que sólo pueden pensar en concreto, es decir, a través de aquellas cosas que pueden percibir, teniendo gran dificultad -e incluso incapacidad en ocasiones- para poder pensar en abstracto, ya que el asentamiento de conceptos etéreos y no concretos se consolida a partir de los 7 años en adelante y no se adquiere hasta los 12 años.
 
O sea, que mi hijo y sus compañeros/as se hayan en esa frontera, en esa etapa decisiva, en la que sus cerebros aún pensando en concreto estan siendo instruidos para que piensen en abstracto (una suma con llevada requiere de pensamiento abstracto) con lo que es más que esperable que muchos/as de ellos/as estén presentando dificultades que para nada se salen de la «normalidad». Suponer que guardando en el bolsillo lo que hemos sumado hasta 10 les ayudará, es suponer que ellos son capaces de guardar en su mente algo que ya no ven (pensar en abstracto), y aunque es una idea que puede llegar a servir, a muchos/as de ellos/as no les ayudará porque cuando saquen de su bolsillo lo que tenían y lo pretendan sumar con lo que sus dedos señalan ahora (7) volverán a empezar a contar desde el principio ya que precisamente lo que NO son capaces de hacer es sumar en abstracto; y así en un ciclo pernicioso que puede acabar con la autoestima y la motivación del chiquillo o la chiquilla.
 
En contra de lo que se prevé de cara a esta evaluación, me gustaría pensar que esta maestra no tendrá la tentación de calificar de insuficiente (suspender), por este motivo, el progreso en matemáticas de algunos/as de sus pupilos/as más rezagados, algo que, de producirse, no sería capaz de adjetivar, ni siquiera de valorar. En el supuesto caso, pienso que la nota irá dirigida más como advertencia a los padres y madres que a su propio/a alumno/a, porque si va encaminada a «castigar» a éste/a último/a, me atrevería a sentenciar que esta señora no debería seguir ejerciendo la docencia por mucho más tiempo. Suspender a un niño o niña que biológicamente no está preparado para asumir los retos cognitivos que se le presentan es una tremenda injusticia, y quiero entender que se puede llegar a cometer porque sus ojos no están lo suficientemente abiertos como para ejercer con respeto y delicadeza su labor docente. Como dice el viejo y sabio refranero, ojos que no ven…
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El Arte de lo Posible

 

Siempre he sentido que la docencia es un don con el que se nace, que por supuesto se va puliendo y enriqueciendo con la experiencia, pero que sin duda tiene un fuerte componente innato. Me gusta llamarlo, porque así lo vivo y lo experimento, el Arte de lo Posible. Arte porque brota de dentro y no puede refrenarse, porque en su expresión más refinada y cuidadosa está reservado a artistas, a artesanos/as que necesitan entregarse en cuerpo y alma a una labor tan pertinaz y precisa como es tratar de inspirar a personas, de influirles positivamente hasta que sean capaces de descubrir y aportar al mundo lo mejor (y mucho) que llevan dentro. De lo Posible (en mayúsculas) porque estos/as artistas siempre ven posibilidades donde otros ven defectos, escudriñan tesoros donde otros ven ruínas, porque no dan nada por perdido, todo lo contrario, siempre tienen un recurso, una nueva pincelada, para llegar al corazón de las personas y que éstas no se sientan solas, abandonadas en la cuneta (a veces académica, a veces de autoestima).

 
Artistas de lo Posible que hacen lo imposible por motivar, por tender su mano, por orientar, por facilitar, por impulsar, por alegrar y sobre todo por apoyar sin condiciones a las personas que más lo necesitan y a las que sólo con el hecho de arrancarles una sonrisa o que hagan suya alguna de sus enseñanzas ya se les ilumina la cara y tienen genio suficiente para seguir adelante.
 
Artistas de lo Posible como María, la protagonista de este precioso vídeo y que me ha llegado al corazón, como docente y como persona. No os lo perdáis.
 
 
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El Arte de lo Posible

 

Siempre he sentido que la docencia es un don con el que se nace, que por supuesto se va puliendo y enriqueciendo con la experiencia, pero que sin duda tiene un fuerte componente innato. Me gusta llamarlo, porque así lo vivo y lo experimento, el Arte de lo Posible. Arte porque brota de dentro y no puede refrenarse, porque en su expresión más refinada y cuidadosa está reservado a artistas, a artesanos/as que necesitan entregarse en cuerpo y alma a una labor tan pertinaz y precisa como es tratar de inspirar a personas, de influirles positivamente hasta que sean capaces de descubrir y aportar al mundo lo mejor (y mucho) que llevan dentro. De lo Posible (en mayúsculas) porque estos/as artistas siempre ven posibilidades donde otros ven defectos, escudriñan tesoros donde otros ven ruínas, porque no dan nada por perdido, todo lo contrario, siempre tienen un recurso, una nueva pincelada, para llegar al corazón de las personas y que éstas no se sientan solas, abandonadas en la cuneta (a veces académica, a veces de autoestima).

 
Artistas de lo Posible que hacen lo imposible por motivar, por tender su mano, por orientar, por facilitar, por impulsar, por alegrar y sobre todo por apoyar sin condiciones a las personas que más lo necesitan y a las que sólo con el hecho de arrancarles una sonrisa o que hagan suya alguna de sus enseñanzas ya se les ilumina la cara y tienen genio suficiente para seguir adelante.
 
Artistas de lo Posible como María, la protagonista de este precioso vídeo y que me ha llegado al corazón, como docente y como persona. No os lo perdáis.
 
 
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