Recesión emocional

Anteayer, mientras el comisario europeo Lazslo Andor exponía en rueda de prensa el último informe sobre el empleo y la situación social de la UE, corroboré, muy a mi pesar, que estamos viviendo en una época de involución moral y de deshumanización alarmante. Haciendo un uso escrupuloso y aséptico de una objetividad impropia de alguien cuyo trabajo debería centrarse en establecer mecanismos y estrategias para asegurar el bienestar y la prosperidad de las personas, Andor negó la responsabilidad de la troika (CE, FMI y BCE) en el aumento del desempleo y de la pobreza en los países rescatados del sur de Europa como consecuencia de los brutales ajustes económicos a los que éstos llevan años sometidos. De su discurso sólo alcancé a extraer datos y cifras macroeconómicas, que combinados con el decorado que tenía de fondo un adusto gráfico estadístico y el rictus frío y calculador de Andor, configuraban una estampa espeluznante. Ni una sóla palabra de las millones de personas que han quedado, y siguen quedando, en la cuneta, desamparados, sin ilusiones y con un futuro más que desalentador pues no tienen solución de continuidad. La montaña de datos y la palabrería eran suficientes para dejar bien sepultadas a todas esas personas, muchas de las cuales comen a diario gracias a la beneficiencia o escudriñando en los bidones de basura, y que a buen seguro «estropean» la estadística a todo color del flamante informe de Andor.
Como si de un flash se tratase, todo ello me hizo pensar en los trabajos de un neurocientífico olvidado e incluso denostado, el médico norteamericano Paul MacLean, quien hace más de 40 años definió la teoría evolutiva del cerebro, conocida como teoría del cerebro triuno, con la que venía a decir que el cerebro de los mamíferos superiores (entre ellos el de los humanos), había experimentado tres grandes etapas en su evolución que daba como resultado una jerarquía de tres cerebros en uno: (i) el cerebro reptiliano, llamado así porque lo compartimos con los reptiles, que se encarga de regular los sentidos (la percepción) y los elementos básicos de supervivencia, (ii) el sistema límbico o cerebro emocional, que añade la experiencia actual y reciente a los instintos básicos, permitiendo que los procesos de supervivencia interactúen con elementos del mundo externo, lo que resulta en la expresión de las emociones; y finalmente (iii)  la neocorteza, que regula y controla las emociones  basadas en las percepciones e interpretaciones del mundo inmediato, componiendo así el cerebro racional. Según MacLean, como estos cerebros se han ido «superponiendo» evolutivamente unos sobre otros, el más moderno sobre el más antiguo, la secuencia con la que el cerebro triuno funciona respeta esa jerarquía de tiempos. Así, los mamíferos superiores primero percibimos la realidad a través de los sentidos (reptílico), a esta información externa le asociamos unos sentimientos y emociones vinculados a experiencias vividas (límbico) y finalmente pensamos y actuamos en consecuencia (neocorteza). Por lo tanto, primero percibimos, luego sentimos y finalmente pensamos y actuamos, y lo hacemos así tanto si estamos en la ducha, en el trabajo, dando un paseo o haciendo la compra. Precisamente, eso lo saben muy bien los especialistas en neuromarketing, que dedican sus esfuerzos a diseñar productos y servicios que despierten emociones positivas en nuestros cerebros y que éstas condicionen las decisiones del cerebro racional y compremos incluso compulsivamente, sin pensarlo ni meditarlo demasiado.  
Relacionada con esta teoría está, por ejemplo, la conocida frase «es mejor no actuar en caliente», que lleva implícita la necesidad que tenemos de esperar a que se «enfríen» nuestras emociones para que éstas no condicionen nuestros pensamientos y nuestras actuaciones, y nos jueguen supuestas malas pasadas. Así, si queremos ser objetivos precisamos hacer una especie de «bypass emocional», saltarnos o atenuar nuestras emociones y sentimientos, para evitar que éstas nos hagan ser subjetivos en la valoración de la información que nos llega del exterior.
Si nos paramos a pensar, este control e incluso la supresión de las emociones lleva impregnando los cimientos de nuestra realidad social desde tiempos pretéritos. Desde pequeños nos enseñan a esconder nuestras emociones en público, a tratar de pensar con la cabeza lo más fría posible evitando así ser impulsivos y expresar aquello que sentimos (que comunmente se traduce en «actuar sin pensarlo dos veces»). Una cruzada permanente de la objetividad contra la subjetividad. El sistema educativo desde hace algunos lustros promueve el desarrollo de competencias básicas, ninguna de ellas competencias emocionales que se han demostrado esenciales para el éxito profesional, incluso prevaleciendo sobre los conocimientos y las aptitudes intelectuales. Y con todos estos antecedentes, yo me pregunto qué parte de responsabilidad tiene la educación que hemos recibido (dentro del trinomio sociedad, familia y escuela) en la construcción de una sociedad como la actual, indulgente, insolidaria, que es capaz de permanecer impasiva ante tanta injusticia y tanto dolor ajeno. ¿Acaso la supremacía de lo objetivo sobre lo subjetivo nos ha transformado de seres emocionales a seres meramente racionales?, ¿es posible que nos encontremos con una recesión emocional en la que la economía se ha centrado en índices bursátiles y beneficios empresariales y ha despreciado el bien común?, ¿ha olvidado el Sr. Andor que el llamado estado del bienestar fue una estrategia político-social que se puso en marcha después de la Segunda Guerra Mundial para evitar que se volvieran a producir en Europa las grandes desigualdades sociales que desencadenaron el desastre?.¿Acaso es preciso ser tan objetivo para suprimir los sentimientos y las emociones de tantas personas que están pasando un verdadero drama como consecuencia de la crisis económica?.
Considero preciso atajar lo antes posible esta recesión emocional, porque puede que, aunque no lo parezca, sea la causa principal de tanto dolor y deshumanización, y para ello propongo hacerlo desde la base constructiva de nuestra sociedad, la educación.



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Recesión emocional

Anteayer, mientras el comisario europeo Lazslo Andor exponía en rueda de prensa el último informe sobre el empleo y la situación social de la UE, corroboré, muy a mi pesar, que estamos viviendo en una época de involución moral y de deshumanización alarmante. Haciendo un uso escrupuloso y aséptico de una objetividad impropia de alguien cuyo trabajo debería centrarse en establecer mecanismos y estrategias para asegurar el bienestar y la prosperidad de las personas, Andor negó la responsabilidad de la troika (CE, FMI y BCE) en el aumento del desempleo y de la pobreza en los países rescatados del sur de Europa como consecuencia de los brutales ajustes económicos a los que éstos llevan años sometidos. De su discurso sólo alcancé a extraer datos y cifras macroeconómicas, que combinados con el decorado que tenía de fondo un adusto gráfico estadístico y el rictus frío y calculador de Andor, configuraban una estampa espeluznante. Ni una sóla palabra de las millones de personas que han quedado, y siguen quedando, en la cuneta, desamparados, sin ilusiones y con un futuro más que desalentador pues no tienen solución de continuidad. La montaña de datos y la palabrería eran suficientes para dejar bien sepultadas a todas esas personas, muchas de las cuales comen a diario gracias a la beneficiencia o escudriñando en los bidones de basura, y que a buen seguro «estropean» la estadística a todo color del flamante informe de Andor.
Como si de un flash se tratase, todo ello me hizo pensar en los trabajos de un neurocientífico olvidado e incluso denostado, el médico norteamericano Paul MacLean, quien hace más de 40 años definió la teoría evolutiva del cerebro, conocida como teoría del cerebro triuno, con la que venía a decir que el cerebro de los mamíferos superiores (entre ellos el de los humanos), había experimentado tres grandes etapas en su evolución que daba como resultado una jerarquía de tres cerebros en uno: (i) el cerebro reptiliano, llamado así porque lo compartimos con los reptiles, que se encarga de regular los sentidos (la percepción) y los elementos básicos de supervivencia, (ii) el sistema límbico o cerebro emocional, que añade la experiencia actual y reciente a los instintos básicos, permitiendo que los procesos de supervivencia interactúen con elementos del mundo externo, lo que resulta en la expresión de las emociones; y finalmente (iii)  la neocorteza, que regula y controla las emociones  basadas en las percepciones e interpretaciones del mundo inmediato, componiendo así el cerebro racional. Según MacLean, como estos cerebros se han ido «superponiendo» evolutivamente unos sobre otros, el más moderno sobre el más antiguo, la secuencia con la que el cerebro triuno funciona respeta esa jerarquía de tiempos. Así, los mamíferos superiores primero percibimos la realidad a través de los sentidos (reptílico), a esta información externa le asociamos unos sentimientos y emociones vinculados a experiencias vividas (límbico) y finalmente pensamos y actuamos en consecuencia (neocorteza). Por lo tanto, primero percibimos, luego sentimos y finalmente pensamos y actuamos, y lo hacemos así tanto si estamos en la ducha, en el trabajo, dando un paseo o haciendo la compra. Precisamente, eso lo saben muy bien los especialistas en neuromarketing, que dedican sus esfuerzos a diseñar productos y servicios que despierten emociones positivas en nuestros cerebros y que éstas condicionen las decisiones del cerebro racional y compremos incluso compulsivamente, sin pensarlo ni meditarlo demasiado.  
Relacionada con esta teoría está, por ejemplo, la conocida frase «es mejor no actuar en caliente», que lleva implícita la necesidad que tenemos de esperar a que se «enfríen» nuestras emociones para que éstas no condicionen nuestros pensamientos y nuestras actuaciones, y nos jueguen supuestas malas pasadas. Así, si queremos ser objetivos precisamos hacer una especie de «bypass emocional», saltarnos o atenuar nuestras emociones y sentimientos, para evitar que éstas nos hagan ser subjetivos en la valoración de la información que nos llega del exterior.
Si nos paramos a pensar, este control e incluso la supresión de las emociones lleva impregnando los cimientos de nuestra realidad social desde tiempos pretéritos. Desde pequeños nos enseñan a esconder nuestras emociones en público, a tratar de pensar con la cabeza lo más fría posible evitando así ser impulsivos y expresar aquello que sentimos (que comunmente se traduce en «actuar sin pensarlo dos veces»). Una cruzada permanente de la objetividad contra la subjetividad. El sistema educativo desde hace algunos lustros promueve el desarrollo de competencias básicas, ninguna de ellas competencias emocionales que se han demostrado esenciales para el éxito profesional, incluso prevaleciendo sobre los conocimientos y las aptitudes intelectuales. Y con todos estos antecedentes, yo me pregunto qué parte de responsabilidad tiene la educación que hemos recibido (dentro del trinomio sociedad, familia y escuela) en la construcción de una sociedad como la actual, indulgente, insolidaria, que es capaz de permanecer impasiva ante tanta injusticia y tanto dolor ajeno. ¿Acaso la supremacía de lo objetivo sobre lo subjetivo nos ha transformado de seres emocionales a seres meramente racionales?, ¿es posible que nos encontremos con una recesión emocional en la que la economía se ha centrado en índices bursátiles y beneficios empresariales y ha despreciado el bien común?, ¿ha olvidado el Sr. Andor que el llamado estado del bienestar fue una estrategia político-social que se puso en marcha después de la Segunda Guerra Mundial para evitar que se volvieran a producir en Europa las grandes desigualdades sociales que desencadenaron el desastre?.¿Acaso es preciso ser tan objetivo para suprimir los sentimientos y las emociones de tantas personas que están pasando un verdadero drama como consecuencia de la crisis económica?.
Considero preciso atajar lo antes posible esta recesión emocional, porque puede que, aunque no lo parezca, sea la causa principal de tanto dolor y deshumanización, y para ello propongo hacerlo desde la base constructiva de nuestra sociedad, la educación.



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Docente adrede

«Todos venimos al mundo con la obsesión de un imposible. Y cuando tomamos conciencia de que el imposible es eso: un imposible, ya es tarde para refugiarnos en la sensatez.
Todos queremos lo que no se puede, somos fanáticos de lo prohibido. Algunos lo llaman utopía, pero la utopía es más seductora. No tiene puertas cerradas como lo imposible. No nos desprecia como lo prohibido. La utopía tiene la gracia de los mitos, la maravilla de las quimeras, si tenemos ánimo, paciencia y un poco de ilusión, podemos navegar en la barcaza de la utopía, pero no en el acorazado de lo imposible.»
 
Este párrafo extraído del precioso libro «Vivir adrede» de mi admirado Mario Benedetti resume a la perfección el sentimiento con el que cierro este año 2013 y que siento la necesidad de compartir con vosotros/as. Me siento, más que nunca, navegando en la barcaza de mi utopía, con el ánimo, la paciencia y la iusión necesarios como para dejar atrás el acorazado de lo imposible.
 
Y es que tras estos últimos años dejándome jirones de vida por conseguir mi sueño, después de haberle mirado a los ojos a lo imposible, de darme cuenta que no hay vuelta atrás porque es mucha la pasión y el entusiasmo invertidos (a veces con la tentación de pensar que fuesen malgastados), en definitiva, de darme cuenta que ya es tarde para refugiarme en la sensatez, he llegado a la conclusión de que soy un docente adredealguien empecinado en no dejar de ser nunca un guardián de los sueños y de las expectativas con las que todo niño o niña viene a este mundo, alguien capaz de aportar valor a su mundo a través de la palabra generosa de ánimo y de la mano tendida de impulso, aun cuando esté empolvada de tiza, alguien que se siente bien cuando consigue que los demás crean en sí mismos/as, alguien para quien ser docente es su forma de entender la vida.
 
En éste último post del año, quiero «desnudar» mi sueño ante vosotros/as, porque en 2014 cuento con vuestro apoyo y vuestra ayuda para hacer que mi utopía se convierta en realidad.
 
 
Te invito a que entres en http://cuentocontigoen2014.wix.com/ahora y descubras mi sueño, mi utopía, mi gran ilusión. Feliz 2014
 
 
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Docente adrede

«Todos venimos al mundo con la obsesión de un imposible. Y cuando tomamos conciencia de que el imposible es eso: un imposible, ya es tarde para refugiarnos en la sensatez.
Todos queremos lo que no se puede, somos fanáticos de lo prohibido. Algunos lo llaman utopía, pero la utopía es más seductora. No tiene puertas cerradas como lo imposible. No nos desprecia como lo prohibido. La utopía tiene la gracia de los mitos, la maravilla de las quimeras, si tenemos ánimo, paciencia y un poco de ilusión, podemos navegar en la barcaza de la utopía, pero no en el acorazado de lo imposible.»
 
Este párrafo extraído del precioso libro «Vivir adrede» de mi admirado Mario Benedetti resume a la perfección el sentimiento con el que cierro este año 2013 y que siento la necesidad de compartir con vosotros/as. Me siento, más que nunca, navegando en la barcaza de mi utopía, con el ánimo, la paciencia y la iusión necesarios como para dejar atrás el acorazado de lo imposible.
 
Y es que tras estos últimos años dejándome jirones de vida por conseguir mi sueño, después de haberle mirado a los ojos a lo imposible, de darme cuenta que no hay vuelta atrás porque es mucha la pasión y el entusiasmo invertidos (a veces con la tentación de pensar que fuesen malgastados), en definitiva, de darme cuenta que ya es tarde para refugiarme en la sensatez, he llegado a la conclusión de que soy un docente adredealguien empecinado en no dejar de ser nunca un guardián de los sueños y de las expectativas con las que todo niño o niña viene a este mundo, alguien capaz de aportar valor a su mundo a través de la palabra generosa de ánimo y de la mano tendida de impulso, aun cuando esté empolvada de tiza, alguien que se siente bien cuando consigue que los demás crean en sí mismos/as, alguien para quien ser docente es su forma de entender la vida.
 
En éste último post del año, quiero «desnudar» mi sueño ante vosotros/as, porque en 2014 cuento con vuestro apoyo y vuestra ayuda para hacer que mi utopía se convierta en realidad.
 
 
Te invito a que entres en http://cuentocontigoen2014.wix.com/ahora y descubras mi sueño, mi utopía, mi gran ilusión. Feliz 2014
 
 
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Ganarse la vida

Es innegable que el dinero se ha impuesto a todo lo demás en la sociedad de nuestros días. Hace sombra a todo, desde ideologías hasta sentimientos y filiaciones. Me topé con un ejemplo de ello hace un par de días. Iba caminando por la calle cuando un chico, muy amable, me invitó a pararme para tratar de explicarme que sería una muy buena idea que colaborara con la ONG a la que estaba representando. El envoltorio de lo que me planteaba no podía ser mejor: cooperar con su orgaización para ayudar a las personas más desfavorecidas y las víctimas de catástrofes y guerras civiles en el denominado tercer mundo. Si embargo, a mi me dió por abrir el envoltorio de su propuesta y le pregunté: si no es mucha indiscrección ¿usted está contratado en esta ONG?. Y él, tras unos segundos deambulando entre la sorpresa y la duda me contestó: «bueno… lo que he firmado es un contrato privado y cobramos una comisión por cada socio que conseguimos hacer». Fue entonces cuando su propuesta perdió todo su celofán y se reveló ante mis ojos como una burda prostitución de algo tan sagrado y necesario como es la cooperación internacional. Le dije a este chico que lo sentía, pero que no colaboraría con su ONG porque faltaba a uno de los principios básicos que debe cumplir toda organización no lucrativa que se precie: el usar fines y estrategias capitalistas. Esta ONG (cuyo nombre omitiré para evitar daños en su imagen) estaba tratando de que los fines justificaran los medios, valiéndose de los servicios de este y otros/as chicos/as sin ni siquiera garantizarles una protección laboral adecuada, incumpliendo los preceptos de responsabilidad social que su organización trataba de venderme. En definitiva, la propuesta y su celofán envolvían un producto capitalista y no una visión social y proteccionista.

 
Y este es sólo un ejemplo de tantos cotidianos: agentes y asociaciones sindicales que malversan ayudas destinadas a sus fines sociales, profesionales de la politica que urden todo tipo de tramas para hacer un mal uso de los fondos públicos y así vivir como auténticos reyes, festividades religiosas que están sepultadas por el consumismo y la desproporción, y un largo etcétera. El capitalismo ha arrasado nuestra cultura y nuestra forma de entender el mundo. Y, tristemente, lo ha hecho con precisión de cirujano en una meditada estrategia de socavar nuestra forma de vida desde sus cimientos: desde la educación. Somos educados para competir en lugar de colaborar, instruidos en tareas individuales en lugar de colectivas, en estudiar aquellos contenidos que está contrastado son lo que demandan los poderes políticos y económicos y no aquellos otros que nos entusiasmen y/o que sean afines a nuestras motivaciones internas y nuestros talentos. ¿O acaso las evaluaciones PISA no son más que chequeos periódicos  de la OCDE para cerciorarse de que lo que se enseña en los colegios es lo que los países más industrializados dictan?. Hemos sido educados en lo que yo llamo «la cultura del negocio», es decir, aquella sustentada en la negación del ocio (neg-ocio), en la negación del placer y la satisfacción de hacer en la vida aquello que nos apasiona y nos entusiasma, para esclavizarnos y subyugarnos constantemente al dinero, comúnmente denominado ganarse la vida.
 
Más que a ganarnos la vida nos han enseñado, en el mejor de los casos, a ganar dinero, y a hacer lo que se tercie por conseguirlo. Pero hemos pagado un precio muy alto por ello: nos hemos dejado por el camino la creatividad, la imaginación, el talento  de generaciones y generaciones para hacer aquello para lo que vinimos a este mundo, que no es ni más ni menos que aportar y sumar nuestros valores, nuestras inquietudes, nuestras expectativas y nuestras visiones a la sociedad en la que nos ha tocado vivir. En este sentido, se expresa el controvertido realizador austriaco Erwin Wagenhofer en su último documental «Alphabet», en el que ha dedicado más de una decada a recopilar imágenes de cómo el sistema político, económico y social que rige en el mundo ha entrado en decadencia. Wagenhofer afirma que «la competitividad y la presión de la economía han pasado a la escuela». Secundo sus opiniones cuando dice: «que los sistemas educativos no tienen nada que ver con que les vaya bien a los niños o sean felices. Tienen que ver con la economía. No importan los niños sino el poder y la ideología». Como propone Wagenhofer la única forma de propiciar el cambio y dejar atrás este voraz capitalismo es «empezar por los niños, dejando que fluya su creatividad, y pasar de una sociedad competitiva a una colaboradora». Para mí sus palabras suponen pasar de la cultura del neg-ocio a la cultura del ocio, del disfrute, del placer y la felicidad por aquello que hacemos cada día para ganarnos la vida.
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Ganarse la vida

Es innegable que el dinero se ha impuesto a todo lo demás en la sociedad de nuestros días. Hace sombra a todo, desde ideologías hasta sentimientos y filiaciones. Me topé con un ejemplo de ello hace un par de días. Iba caminando por la calle cuando un chico, muy amable, me invitó a pararme para tratar de explicarme que sería una muy buena idea que colaborara con la ONG a la que estaba representando. El envoltorio de lo que me planteaba no podía ser mejor: cooperar con su orgaización para ayudar a las personas más desfavorecidas y las víctimas de catástrofes y guerras civiles en el denominado tercer mundo. Si embargo, a mi me dió por abrir el envoltorio de su propuesta y le pregunté: si no es mucha indiscrección ¿usted está contratado en esta ONG?. Y él, tras unos segundos deambulando entre la sorpresa y la duda me contestó: «bueno… lo que he firmado es un contrato privado y cobramos una comisión por cada socio que conseguimos hacer». Fue entonces cuando su propuesta perdió todo su celofán y se reveló ante mis ojos como una burda prostitución de algo tan sagrado y necesario como es la cooperación internacional. Le dije a este chico que lo sentía, pero que no colaboraría con su ONG porque faltaba a uno de los principios básicos que debe cumplir toda organización no lucrativa que se precie: el usar fines y estrategias capitalistas. Esta ONG (cuyo nombre omitiré para evitar daños en su imagen) estaba tratando de que los fines justificaran los medios, valiéndose de los servicios de este y otros/as chicos/as sin ni siquiera garantizarles una protección laboral adecuada, incumpliendo los preceptos de responsabilidad social que su organización trataba de venderme. En definitiva, la propuesta y su celofán envolvían un producto capitalista y no una visión social y proteccionista.

 
Y este es sólo un ejemplo de tantos cotidianos: agentes y asociaciones sindicales que malversan ayudas destinadas a sus fines sociales, profesionales de la politica que urden todo tipo de tramas para hacer un mal uso de los fondos públicos y así vivir como auténticos reyes, festividades religiosas que están sepultadas por el consumismo y la desproporción, y un largo etcétera. El capitalismo ha arrasado nuestra cultura y nuestra forma de entender el mundo. Y, tristemente, lo ha hecho con precisión de cirujano en una meditada estrategia de socavar nuestra forma de vida desde sus cimientos: desde la educación. Somos educados para competir en lugar de colaborar, instruidos en tareas individuales en lugar de colectivas, en estudiar aquellos contenidos que está contrastado son lo que demandan los poderes políticos y económicos y no aquellos otros que nos entusiasmen y/o que sean afines a nuestras motivaciones internas y nuestros talentos. ¿O acaso las evaluaciones PISA no son más que chequeos periódicos  de la OCDE para cerciorarse de que lo que se enseña en los colegios es lo que los países más industrializados dictan?. Hemos sido educados en lo que yo llamo «la cultura del negocio», es decir, aquella sustentada en la negación del ocio (neg-ocio), en la negación del placer y la satisfacción de hacer en la vida aquello que nos apasiona y nos entusiasma, para esclavizarnos y subyugarnos constantemente al dinero, comúnmente denominado ganarse la vida.
 
Más que a ganarnos la vida nos han enseñado, en el mejor de los casos, a ganar dinero, y a hacer lo que se tercie por conseguirlo. Pero hemos pagado un precio muy alto por ello: nos hemos dejado por el camino la creatividad, la imaginación, el talento  de generaciones y generaciones para hacer aquello para lo que vinimos a este mundo, que no es ni más ni menos que aportar y sumar nuestros valores, nuestras inquietudes, nuestras expectativas y nuestras visiones a la sociedad en la que nos ha tocado vivir. En este sentido, se expresa el controvertido realizador austriaco Erwin Wagenhofer en su último documental «Alphabet», en el que ha dedicado más de una decada a recopilar imágenes de cómo el sistema político, económico y social que rige en el mundo ha entrado en decadencia. Wagenhofer afirma que «la competitividad y la presión de la economía han pasado a la escuela». Secundo sus opiniones cuando dice: «que los sistemas educativos no tienen nada que ver con que les vaya bien a los niños o sean felices. Tienen que ver con la economía. No importan los niños sino el poder y la ideología». Como propone Wagenhofer la única forma de propiciar el cambio y dejar atrás este voraz capitalismo es «empezar por los niños, dejando que fluya su creatividad, y pasar de una sociedad competitiva a una colaboradora». Para mí sus palabras suponen pasar de la cultura del neg-ocio a la cultura del ocio, del disfrute, del placer y la felicidad por aquello que hacemos cada día para ganarnos la vida.
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Mucho más que locos

“Este es un homenaje a los locos. A los inadaptados. A los rebeldes. A los alborotadores. A las fichas redondas en los huecos cuadrados. A los que ven las cosas de forma diferente. A ellos no les gustan las reglas, y no sienten ningún respeto por el statu quo. Puedes citarlos, discrepar de ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Casi lo único que no puedes hacer es ignorarlos. Porque ellos cambian las cosas. Son los que hacen avanzar al género humano. Y aunque algunos los vean como a locos, nosotros vemos su genio. Porque las personas que están lo suficientemente locas como para pensar que pueden cambiar el mundo… son quienes lo cambian”.
 
Hace un par de días fui al cine con mi familia. A la salida, advertí que estaba siendo testigo de una casualidad digna de una mística especial. Acababa de ver una película de animación que me fascinó y repasando la lista de películas que ese día se proyectaban, caí en la cuenta de que el film que acaba de ver compartía cartelera con el largometraje acerca de la vida de Steve Jobs, quien regalaría al mundo la reflexión con la que comienza este post. Lo curioso, lo extraordinario, lo excitante de esta casualidad, que seguramente incluso es susceptible de pasar desapercibida, es que esa película de animación a la que me refería tenía también como argumento un homenaje a los locos, a los inadaptados, a los rebeldes, a los alborotadores que ven las cosas de forma diferente, para los que no hay nada imposible, para los que no hay sueño demasiado grande ni soñador demasiado pequeño, lo suficientemente locos como para pensar que pueden cambiar el mundo.
 
En efecto, tuve la suerte de ver en la gran pantalla «Turbo», una fantástica película que recomiendo a todo el mundo, sea cual sea su edad, y que por supuesto considero un recurso didáctico único para enseñar a no dejar de soñar y a persistir en el intento hasta hacer realidad nuestros sueños.
 
 
 
Turbo narra la historia de una aparente gran contradicción, de una paradoja que sólo pueden sostener los muy soñadores, a los que algunos llaman locos, aquellos que, como decía Jobs, no sienten ningún respeto por el status quo y que son capaces de cambiar el mundo. La paradoja de un caracol, Teo, al que le fascina la velocidad y que sueña con ser un piloto de carreras y ganar las 500 millas de Indianápolis. Tildado de iluso por el resto de caracoles de su jardín, entre ellos su hermano Chet, que prefieren vivir sujetos a una lenta y miserable existencia y a expensas de imponderables -como que cualquier día un pajarraco se los comiesen o fuesen estrujados-, Teo sólo es feliz pensando en la velocidad, y para ello no duda en saltarse el status quo de las cosas y luchar poniendo en riesgo su propia vida. Todo para demostrar al mundo que podía ser un caracol veloz. Y en su insistencia, milagrosamente (yo diría que quien la sigue la consigue), adquiere el poder de la supervelocidad, como si se tratase de ese momento epifánico del que habla Ken Robinson en su estupendo libro «El Elemento».
 
En su camino, Turbo encuentra a otros personajes que también son tachados de locos e idealistas: desde una peculiar pandilla de caracoles callejeros tuneados que, como él, están obsesionados con la velocidad, a Tito, un entusiasta muchacho que tiene un negocio de tacos junto a su hermano Ángelo en el que casi nunca entra nadie. La película muestra cómo es necesario que a los entusiastas alguien les de una oportunidad para lograr sus sueños, que casi siempre llega de la mano de otros/as que sienten la misma pasión, así como que nadie llega a tener éxito por sí solo. Con todo esto, Turbo coloca su corazón y su concha en la línea de salida dispuesto a ayudar a sus colegas a lograr sus sueños, antes de intentar alcanzar el suyo: ganar las 500 millas de Indianápolis.
 
Una lección de perseverancia, esfuerzo y pasión en la búsqueda de aquello que nos hace ser felices en la vida que, por supuesto, os recomiendo. Fijaros que esta película lleva la paradoja inscrita hasta en su producción cinematógráfica, ya que ésta corre a cargo de DreamWorks Animation, la principal competencia de Pixar Animation Studios con la que Steve Jobs revoluciono el mundo de la animación. Quizás sea que las grandes paradojas esconden grandes sueños o que hay que estar muy loco para creer en ellas. Sea como fuere, si alguna vez alguien os dice que estáis locos, no dudéis en darle las gracias.
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Mucho más que locos

“Este es un homenaje a los locos. A los inadaptados. A los rebeldes. A los alborotadores. A las fichas redondas en los huecos cuadrados. A los que ven las cosas de forma diferente. A ellos no les gustan las reglas, y no sienten ningún respeto por el statu quo. Puedes citarlos, discrepar de ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Casi lo único que no puedes hacer es ignorarlos. Porque ellos cambian las cosas. Son los que hacen avanzar al género humano. Y aunque algunos los vean como a locos, nosotros vemos su genio. Porque las personas que están lo suficientemente locas como para pensar que pueden cambiar el mundo… son quienes lo cambian”.
 
Hace un par de días fui al cine con mi familia. A la salida, advertí que estaba siendo testigo de una casualidad digna de una mística especial. Acababa de ver una película de animación que me fascinó y repasando la lista de películas que ese día se proyectaban, caí en la cuenta de que el film que acaba de ver compartía cartelera con el largometraje acerca de la vida de Steve Jobs, quien regalaría al mundo la reflexión con la que comienza este post. Lo curioso, lo extraordinario, lo excitante de esta casualidad, que seguramente incluso es susceptible de pasar desapercibida, es que esa película de animación a la que me refería tenía también como argumento un homenaje a los locos, a los inadaptados, a los rebeldes, a los alborotadores que ven las cosas de forma diferente, para los que no hay nada imposible, para los que no hay sueño demasiado grande ni soñador demasiado pequeño, lo suficientemente locos como para pensar que pueden cambiar el mundo.
 
En efecto, tuve la suerte de ver en la gran pantalla «Turbo», una fantástica película que recomiendo a todo el mundo, sea cual sea su edad, y que por supuesto considero un recurso didáctico único para enseñar a no dejar de soñar y a persistir en el intento hasta hacer realidad nuestros sueños.
 
 
 
Turbo narra la historia de una aparente gran contradicción, de una paradoja que sólo pueden sostener los muy soñadores, a los que algunos llaman locos, aquellos que, como decía Jobs, no sienten ningún respeto por el status quo y que son capaces de cambiar el mundo. La paradoja de un caracol, Teo, al que le fascina la velocidad y que sueña con ser un piloto de carreras y ganar las 500 millas de Indianápolis. Tildado de iluso por el resto de caracoles de su jardín, entre ellos su hermano Chet, que prefieren vivir sujetos a una lenta y miserable existencia y a expensas de imponderables -como que cualquier día un pajarraco se los comiesen o fuesen estrujados-, Teo sólo es feliz pensando en la velocidad, y para ello no duda en saltarse el status quo de las cosas y luchar poniendo en riesgo su propia vida. Todo para demostrar al mundo que podía ser un caracol veloz. Y en su insistencia, milagrosamente (yo diría que quien la sigue la consigue), adquiere el poder de la supervelocidad, como si se tratase de ese momento epifánico del que habla Ken Robinson en su estupendo libro «El Elemento».
 
En su camino, Turbo encuentra a otros personajes que también son tachados de locos e idealistas: desde una peculiar pandilla de caracoles callejeros tuneados que, como él, están obsesionados con la velocidad, a Tito, un entusiasta muchacho que tiene un negocio de tacos junto a su hermano Ángelo en el que casi nunca entra nadie. La película muestra cómo es necesario que a los entusiastas alguien les de una oportunidad para lograr sus sueños, que casi siempre llega de la mano de otros/as que sienten la misma pasión, así como que nadie llega a tener éxito por sí solo. Con todo esto, Turbo coloca su corazón y su concha en la línea de salida dispuesto a ayudar a sus colegas a lograr sus sueños, antes de intentar alcanzar el suyo: ganar las 500 millas de Indianápolis.
 
Una lección de perseverancia, esfuerzo y pasión en la búsqueda de aquello que nos hace ser felices en la vida que, por supuesto, os recomiendo. Fijaros que esta película lleva la paradoja inscrita hasta en su producción cinematógráfica, ya que ésta corre a cargo de DreamWorks Animation, la principal competencia de Pixar Animation Studios con la que Steve Jobs revoluciono el mundo de la animación. Quizás sea que las grandes paradojas esconden grandes sueños o que hay que estar muy loco para creer en ellas. Sea como fuere, si alguna vez alguien os dice que estáis locos, no dudéis en darle las gracias.
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Contravalores

Estos días, si cabe más que otros, no para de hablarse de educación. La controvertida Ley Wert y su trámite parlamentario se invita estos días a sentarse en nuestra mesa a la hora de almorzar o cenar, y a mi particularmente me amarga el bocado. El debate en torno a esta Ley hace que se corra el peligro de que nos resignemos a pensar que la educación es algo que debe pender del cambiante hilo político y que, en cualquier caso, debe estar no sólo regulada sino también fiscalizada por el Estado, para así garantizar el futuro de nuestros/as hijos/as. Si no fuese así ¿qué necesidad habría de tanta refutación y crispación política y social por una simple Ley que pasado mañana puede derogarse parcialmente o en su totalidad?.
 
En mi opinión todo este ‘espectáculo’ no es casual sino premeditado. Es, como se diría precisamente en el argot político, una cortina de humo que conforme van pasando los lustros va siendo más y más tupida, para tratar de esconder las realidades que nos cuestan tanto asumir. Es mejor distraer la atención sobre los verdaderos problemas de la educación en nuestro país y centrarnos en lo superfluo, en lo banal, en lo que se puede cambiar sin mucho esfuerzo y que a la postre tiene su repercusión ideológica y social pero que no aborda, ni por asomo, la raíz del desaguisado. Y no lo hace (ni lo hará) porque la educación en una sociedad moderna del siglo XXI no es un tópico estanco, aislado y/o desmembrado del resto de asuntos cotidianos que nos afectan, sino todo lo contrario, es un tema transversal, vertebrador e intimamente conectado con casi todo lo que tiene que ver con nosotros/as, tanto a nivel individual, colectivo y global. Nos están vendiendo que la educación puede mejorar su calidad trasteando en el currículum oficial en un par de asignaturas (idiomas y religión) y que de no hacerlo seguirán restregándonos diariamente en la cara los informes de diagnóstico PISA, de la UE, de la OCDE, etc., en los que siempre salimos muy mal parados. Y yo me pregunto ¿nadie está dispuesto/a a hablar de educación de verdad?. ¿Nadie está dispuesto/a a alzar la voz y a enumerar la inmensa cantidad de contravalores que presenta nuestra sociedad y que hacen que la educación en este país esté a la cola en el mundo civilizado?.
 
La educación es la clave para un mundo mejor y se conforma por el trinomio familia-escuela-sociedad (fijaros que coloco premeditadamente a la escuela en medio). ¿Dónde quedan en nuestras familias y en nuestra sociedad valores como la honestidad, la responsabilidad, la solidaridad, la tolerancia, el respeto, la sinceridad, la libertad, la igualdad y la amistad?. ¿Qué podemos decir de estos valores fundamentales y básicos que impregnan la vida de nuestros/as hijos/as en el uso cotidiano y diario de videojuegos, películas, series televisivas, medios publicitarios, redes sociales, etc.?. ¿Qué lecciones y ejemplos tienen que darnos nuestros/as gobernantes acerca de muchos de estos valores?. ¿Cuáles son los arquetipos que traslada nuestra sociedad para alcanzar el éxito en la vida?. ¿Qué uso hacemos en la relación cercana e íntima con nuestros/as hijos/as de estos valores?. ¿Acaso, en lugar de ello, estamos trasladándoles mensajes subliminares (o explícitos) acerca del uso de juegos y películas ‘piratas’, en confundir la astucia con la pillería, en la intolerancia a los que no piensan como nosotros/as, en el consumismo, en la repulsa a lo diverso y singular porque se sale de la normalidad?… ¿Qué autocrítica individual y colectiva hacemos de todo esto que es, por encima de todo, educación?, ¿qué Ley lo regula y trata de corregir las desviaciones que se producen, por millones, a diario?, ¿cuál es la calidad de los cimientos de nuestra sociedad?.
 
Los valores son los principios que nos permiten orientar nuestro comportamiento en función de realizarnos como personas. Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar de otras, o un comportamiento en lugar de otro. Nos proporcionan una pauta para formular metas y propósitos, personales o colectivos; son las competencias existenciales con las que podrán contar incuestionablemente las generaciones del futuro, y se conforman no sólo en el ámbito del sistema escolar (mal llamado para mi gusto educativo) y que tan proclives somos a legislar. Pienso que la educación en valores es responsabilidad, especialmente, de las familias y de la sociedad, y para que ésta mejore debe empezar a entenderse la educación como un tema transversal, el tuétano de la sociedad, en pro de cambiar nuestra forma de contribuir al mundo futuro. ¿Qué gobierno le mete mano a esto?, porque todo lo demás se me antojan patrañas.
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Contravalores

Estos días, si cabe más que otros, no para de hablarse de educación. La controvertida Ley Wert y su trámite parlamentario se invita estos días a sentarse en nuestra mesa a la hora de almorzar o cenar, y a mi particularmente me amarga el bocado. El debate en torno a esta Ley hace que se corra el peligro de que nos resignemos a pensar que la educación es algo que debe pender del cambiante hilo político y que, en cualquier caso, debe estar no sólo regulada sino también fiscalizada por el Estado, para así garantizar el futuro de nuestros/as hijos/as. Si no fuese así ¿qué necesidad habría de tanta refutación y crispación política y social por una simple Ley que pasado mañana puede derogarse parcialmente o en su totalidad?.
 
En mi opinión todo este ‘espectáculo’ no es casual sino premeditado. Es, como se diría precisamente en el argot político, una cortina de humo que conforme van pasando los lustros va siendo más y más tupida, para tratar de esconder las realidades que nos cuestan tanto asumir. Es mejor distraer la atención sobre los verdaderos problemas de la educación en nuestro país y centrarnos en lo superfluo, en lo banal, en lo que se puede cambiar sin mucho esfuerzo y que a la postre tiene su repercusión ideológica y social pero que no aborda, ni por asomo, la raíz del desaguisado. Y no lo hace (ni lo hará) porque la educación en una sociedad moderna del siglo XXI no es un tópico estanco, aislado y/o desmembrado del resto de asuntos cotidianos que nos afectan, sino todo lo contrario, es un tema transversal, vertebrador e intimamente conectado con casi todo lo que tiene que ver con nosotros/as, tanto a nivel individual, colectivo y global. Nos están vendiendo que la educación puede mejorar su calidad trasteando en el currículum oficial en un par de asignaturas (idiomas y religión) y que de no hacerlo seguirán restregándonos diariamente en la cara los informes de diagnóstico PISA, de la UE, de la OCDE, etc., en los que siempre salimos muy mal parados. Y yo me pregunto ¿nadie está dispuesto/a a hablar de educación de verdad?. ¿Nadie está dispuesto/a a alzar la voz y a enumerar la inmensa cantidad de contravalores que presenta nuestra sociedad y que hacen que la educación en este país esté a la cola en el mundo civilizado?.
 
La educación es la clave para un mundo mejor y se conforma por el trinomio familia-escuela-sociedad (fijaros que coloco premeditadamente a la escuela en medio). ¿Dónde quedan en nuestras familias y en nuestra sociedad valores como la honestidad, la responsabilidad, la solidaridad, la tolerancia, el respeto, la sinceridad, la libertad, la igualdad y la amistad?. ¿Qué podemos decir de estos valores fundamentales y básicos que impregnan la vida de nuestros/as hijos/as en el uso cotidiano y diario de videojuegos, películas, series televisivas, medios publicitarios, redes sociales, etc.?. ¿Qué lecciones y ejemplos tienen que darnos nuestros/as gobernantes acerca de muchos de estos valores?. ¿Cuáles son los arquetipos que traslada nuestra sociedad para alcanzar el éxito en la vida?. ¿Qué uso hacemos en la relación cercana e íntima con nuestros/as hijos/as de estos valores?. ¿Acaso, en lugar de ello, estamos trasladándoles mensajes subliminares (o explícitos) acerca del uso de juegos y películas ‘piratas’, en confundir la astucia con la pillería, en la intolerancia a los que no piensan como nosotros/as, en el consumismo, en la repulsa a lo diverso y singular porque se sale de la normalidad?… ¿Qué autocrítica individual y colectiva hacemos de todo esto que es, por encima de todo, educación?, ¿qué Ley lo regula y trata de corregir las desviaciones que se producen, por millones, a diario?, ¿cuál es la calidad de los cimientos de nuestra sociedad?.
 
Los valores son los principios que nos permiten orientar nuestro comportamiento en función de realizarnos como personas. Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar de otras, o un comportamiento en lugar de otro. Nos proporcionan una pauta para formular metas y propósitos, personales o colectivos; son las competencias existenciales con las que podrán contar incuestionablemente las generaciones del futuro, y se conforman no sólo en el ámbito del sistema escolar (mal llamado para mi gusto educativo) y que tan proclives somos a legislar. Pienso que la educación en valores es responsabilidad, especialmente, de las familias y de la sociedad, y para que ésta mejore debe empezar a entenderse la educación como un tema transversal, el tuétano de la sociedad, en pro de cambiar nuestra forma de contribuir al mundo futuro. ¿Qué gobierno le mete mano a esto?, porque todo lo demás se me antojan patrañas.
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Sin miedo

 
Anoche, como es mi costumbre desde hace mucho tiempo, me acosté escuchando el programa radiofónico de la cadena SER «El Larguero» dirigido por José Ramón de la Morena. Como es conocido, se trata de un programa en el que se repasan las noticias deportivas del día, con especial atención al mundo futbolístico. Sin embargo, la pasada madrugada, en la que se antojaba que lo más destacado fuese el fútbol -por aquello de que se jugaron partidos de la sexta jornada de liga-, el protagonismo absoluto se lo llevaron Pau Gasol y la cantante Rosana. Un deportista de élite, quizás el mejor jugador español de baloncesto de todos los tiempos, y la entrañable cantaautora canaria hicieron varios duetos con la única compañía de la pasión que ponía Rosana con su guitarra, para el deleite de aquellos y aquellas que, como yo, sintonizábamos la SER en ese momento.

Y ese deleite no se debía a que Pau cantase como Sinatra o a que yo tenga una especial devoción por Rosana y sus temas musicales, sino porque tuve el privilegio de sentir a través de las ondas cómo un gran deportista, como Gasol, fue capaz de salirse de su elemento, de su medio natural (de la cancha), para disfrutar con una de sus pasiones en la vida, cantar; y todo ello en el marco de un programa deportivo que poco o nada tiene que ver con la música habitualmente. De esta forma anoche, «El Larguero» se convirtió en un ‘laboratorio’ en el que se catalizaron sinergias: la habilidad y la creatividad de su conductor, José Ramón de la Morena, para intercalar entre tanta noticia deportiva (a veces insulsa) un momento diferente y singular -yo diría único-, la fuerza y la raza de Rosana capaz de plasmar la cruda realidad del mundo en sus melodías llenas de sensibilidad, y la entrega, el arrojo y el entusiasmo de Pau Gasol, quien con espíritu de gigante (no es una hipérbole fácil) se puso delante del micrófono y demostró que cuando algo te apasiona, te hace sentir bien y te sirve para ser un poco más feliz tienes que lanzarte y hacerlo. Como él mismo diría en el programa, esa actitud de valentía y de estar constantemente probando cosas nuevas es lo que le ha llevado a superarse a sí mismo y a mantenerse en la élite desde que debutase en el basket profesional siendo casi un adolescente. No en vano no es la primera vez, Pau ha hecho sus pinitos como actor en la conocida serie CSI, y ha cantado anteriormente con Estopa y Amaral entre otros.
 
Es cierto que cuando eres un crack y un personaje famoso como Gasol son muchas las puertas que se abren, e innumerables las oportunidades que te da la vida, para que puedas explorar aquellos campos que más te gustan, pero no menos cierto es que ayer Pau Gasol obsequió a los oyentes de la SER reflexiones personales muy interesantes, sobre todo para aquellos/as adoslescentes y jóvenes que siguen su trayectoria deportiva y lo tienen como un referente. La orientación al logro, la osadía, la búsqueda de nuevas sensaciones, salir de la zona de confort y la comodidad, perder la verguenza y el miedo al fracaso, probarse a sí mismo, persistir en el intento, buscar sinergias con personas que puedan ayudarte a crecer en aquello que te apasiona… En definitiva, una pequeña gran lección de cómo convertirse en un verdadero crack.
 
Fijaros hasta que punto fue impactante para mí la actuación de Pau y Rosana que hasta los temas que eligieron para cantar juntos me dijeron mucho acerca de personas como ellos que luchan cada día por superarse a si mismos: «Sin miedo», «Para nada» y «No sé mañana». No se si estuvo preparado, pero esos tres títulos me dejaron un mensaje: actúa sin miedo, porque aunque temas que no sirva para nada, no sabrás si mañana tendrás la oportunidad de probarlo. ¡Genial!
 
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Sin miedo

 
Anoche, como es mi costumbre desde hace mucho tiempo, me acosté escuchando el programa radiofónico de la cadena SER «El Larguero» dirigido por José Ramón de la Morena. Como es conocido, se trata de un programa en el que se repasan las noticias deportivas del día, con especial atención al mundo futbolístico. Sin embargo, la pasada madrugada, en la que se antojaba que lo más destacado fuese el fútbol -por aquello de que se jugaron partidos de la sexta jornada de liga-, el protagonismo absoluto se lo llevaron Pau Gasol y la cantante Rosana. Un deportista de élite, quizás el mejor jugador español de baloncesto de todos los tiempos, y la entrañable cantaautora canaria hicieron varios duetos con la única compañía de la pasión que ponía Rosana con su guitarra, para el deleite de aquellos y aquellas que, como yo, sintonizábamos la SER en ese momento.

Y ese deleite no se debía a que Pau cantase como Sinatra o a que yo tenga una especial devoción por Rosana y sus temas musicales, sino porque tuve el privilegio de sentir a través de las ondas cómo un gran deportista, como Gasol, fue capaz de salirse de su elemento, de su medio natural (de la cancha), para disfrutar con una de sus pasiones en la vida, cantar; y todo ello en el marco de un programa deportivo que poco o nada tiene que ver con la música habitualmente. De esta forma anoche, «El Larguero» se convirtió en un ‘laboratorio’ en el que se catalizaron sinergias: la habilidad y la creatividad de su conductor, José Ramón de la Morena, para intercalar entre tanta noticia deportiva (a veces insulsa) un momento diferente y singular -yo diría único-, la fuerza y la raza de Rosana capaz de plasmar la cruda realidad del mundo en sus melodías llenas de sensibilidad, y la entrega, el arrojo y el entusiasmo de Pau Gasol, quien con espíritu de gigante (no es una hipérbole fácil) se puso delante del micrófono y demostró que cuando algo te apasiona, te hace sentir bien y te sirve para ser un poco más feliz tienes que lanzarte y hacerlo. Como él mismo diría en el programa, esa actitud de valentía y de estar constantemente probando cosas nuevas es lo que le ha llevado a superarse a sí mismo y a mantenerse en la élite desde que debutase en el basket profesional siendo casi un adolescente. No en vano no es la primera vez, Pau ha hecho sus pinitos como actor en la conocida serie CSI, y ha cantado anteriormente con Estopa y Amaral entre otros.
 
Es cierto que cuando eres un crack y un personaje famoso como Gasol son muchas las puertas que se abren, e innumerables las oportunidades que te da la vida, para que puedas explorar aquellos campos que más te gustan, pero no menos cierto es que ayer Pau Gasol obsequió a los oyentes de la SER reflexiones personales muy interesantes, sobre todo para aquellos/as adoslescentes y jóvenes que siguen su trayectoria deportiva y lo tienen como un referente. La orientación al logro, la osadía, la búsqueda de nuevas sensaciones, salir de la zona de confort y la comodidad, perder la verguenza y el miedo al fracaso, probarse a sí mismo, persistir en el intento, buscar sinergias con personas que puedan ayudarte a crecer en aquello que te apasiona… En definitiva, una pequeña gran lección de cómo convertirse en un verdadero crack.
 
Fijaros hasta que punto fue impactante para mí la actuación de Pau y Rosana que hasta los temas que eligieron para cantar juntos me dijeron mucho acerca de personas como ellos que luchan cada día por superarse a si mismos: «Sin miedo», «Para nada» y «No sé mañana». No se si estuvo preparado, pero esos tres títulos me dejaron un mensaje: actúa sin miedo, porque aunque temas que no sirva para nada, no sabrás si mañana tendrás la oportunidad de probarlo. ¡Genial!
 
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Un país de pardillos

Allá por el siglo XIII, cuando corrían ‘nuevos aires’ en Europa que intentaba dejar atrás la tumultuosa etapa de la Antigüa Edad Media, comenzaron a proliferar las Universidades por todo el continente, fundándose las primeras en el Reino de España (La Universidad de Palencia en 1212 y la de Salamanca en 1218), y fue entonces cuando en nuestro país empezó a acuñarse el término «pardillo», derivado directamente de cómo vestían los antiguos estudiantes pobres, de familias aldeanas, claramente segregados en las aulas universitarias. A éstos se les apodó así por el color de sus trajes de tela negra, de baja calidad, que desgastados por el uso perdían su tono original para volverse cada vez más grises o pardos. Según los historiadores el término «pardillo» tiene un estrecho vínculo con la Tuna universitaria, en la que se asentó el término, ya que estos alumnos pobres y de trajes desgastados para formar parte de la misma debían de profesar un gran respeto a sus mentores o Tunos a los tenían que rendir pleitesía, humildad y el aprendizaje del gran listado de valores de la Tuna.

El pasado fin de semana, mientras fui testigo televisivo del esperpento olímpico de la candidatura de Madrid 2020, me vino a la cabeza el paralelismo que guardaban aquellas escenas que veía por la pequeña pantalla, culminadas con las caras de decepción de las personalidades y políticos que encabezaban la delegación española, y la figura de los pardillos de una Tuna (con todos mis respetos para estos últimos, dígase de paso). 
 
No penséis que esta impresión se debía a que yo formaba parte de ese 9% de españoles que no deseaban que España terminase de arrojarse al vacío económico organizando unos juegos olímpicos dentro de 7 años. Tampoco porque conociera por la prensa que la ‘broma olímpica’ se había llevado por delante ya más de cien millones de euros de todos/as nosotros/as para costear los gastos de publicidad, lobby (ahora se llama así a la pleitesía), gestión y preparación de las tres candidaturas fallidas de Madrid como ciudad olímpica. Ni siquiera porque había leído que de los 1.600 millones de euros de inversión en infraestructuras necesarios para ponerle a Madrid los cinco anillos los máximos beneficiados serían los accionistas y propietarios de ACS y FCC, como en los tiempos del ladrillazo. Sino porque sólo unas pocas horas antes, el mismo sujeto con cargo de Ministro que ocupaba una de las sillas en la rueda de prensa del sábado en Buenos Aires y que estaba mostrando al mundo las bondades de un proyecto olímpico multimillonario, había defendido en el Congreso de los Diputados sus medidas para ahorrar 200 millones de euros en becas universitarias, que a buen seguro dejarán a muchos estudiantes de familias con menos recursos, esos que ahora podrían compararse con los aldeanos del siglo XIII, a merced de algún apadrinamiento o mecenazgo para poder continuar con sus estudios.
 
Era lógico pensar que tal contradicción no pasase desapercibida para la ‘Tuna’ que conforman los 95 delegados del Comité Olímpico Internacional, aquellos a los que hay que bailarles la música que toquen y a los que hay que rendirles pleitesía, humildad y aprendizaje a los valores que predican, enmarcados en el llamado espíritu olímpico. ¿Cómo un país como el nuestro, con generaciones enteras sin otro destino que ver cómo sus vestimentas se desgastan más y más por los sucesivos recortes, no iban a ser segregados en la clase por los Tunos que más mandan?. ¿Es que acaso a esos Tunos se les iba a olvidar tan fácilmente que sólo unas horas antes el mismo ministro había condenado al ‘pardillaje’ a centenares de universitarios para recortar el presupuesto de sus becas de estudio en algo más de lo que ya se había gastado España en las presentaciones olímpicas?, ¿o es que los pardillos pensaron que aún siendo aldeanos, austeros y humildes podían convencer con triquiñuelas a los Tunos más poderosos?.
 
Definitivamente, si en este país merece más la pena gastar 100 millones de euros en lobbies y parafernalias olímpicas que invertir, por ejemplo,  en que los niños y las niñas almuercen debídamente en los comedores escolares sin necesidad de llevar tupperwares de sus casas o que los estudiantes universitarios puedan continuar con sus estudios, no nos debe extrañar que el mundo entero nos vea como un país de pardillos a los que ningunear cuando les plazca.
 
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Un país de pardillos

Allá por el siglo XIII, cuando corrían ‘nuevos aires’ en Europa que intentaba dejar atrás la tumultuosa etapa de la Antigüa Edad Media, comenzaron a proliferar las Universidades por todo el continente, fundándose las primeras en el Reino de España (La Universidad de Palencia en 1212 y la de Salamanca en 1218), y fue entonces cuando en nuestro país empezó a acuñarse el término «pardillo», derivado directamente de cómo vestían los antiguos estudiantes pobres, de familias aldeanas, claramente segregados en las aulas universitarias. A éstos se les apodó así por el color de sus trajes de tela negra, de baja calidad, que desgastados por el uso perdían su tono original para volverse cada vez más grises o pardos. Según los historiadores el término «pardillo» tiene un estrecho vínculo con la Tuna universitaria, en la que se asentó el término, ya que estos alumnos pobres y de trajes desgastados para formar parte de la misma debían de profesar un gran respeto a sus mentores o Tunos a los tenían que rendir pleitesía, humildad y el aprendizaje del gran listado de valores de la Tuna.

El pasado fin de semana, mientras fui testigo televisivo del esperpento olímpico de la candidatura de Madrid 2020, me vino a la cabeza el paralelismo que guardaban aquellas escenas que veía por la pequeña pantalla, culminadas con las caras de decepción de las personalidades y políticos que encabezaban la delegación española, y la figura de los pardillos de una Tuna (con todos mis respetos para estos últimos, dígase de paso). 
 
No penséis que esta impresión se debía a que yo formaba parte de ese 9% de españoles que no deseaban que España terminase de arrojarse al vacío económico organizando unos juegos olímpicos dentro de 7 años. Tampoco porque conociera por la prensa que la ‘broma olímpica’ se había llevado por delante ya más de cien millones de euros de todos/as nosotros/as para costear los gastos de publicidad, lobby (ahora se llama así a la pleitesía), gestión y preparación de las tres candidaturas fallidas de Madrid como ciudad olímpica. Ni siquiera porque había leído que de los 1.600 millones de euros de inversión en infraestructuras necesarios para ponerle a Madrid los cinco anillos los máximos beneficiados serían los accionistas y propietarios de ACS y FCC, como en los tiempos del ladrillazo. Sino porque sólo unas pocas horas antes, el mismo sujeto con cargo de Ministro que ocupaba una de las sillas en la rueda de prensa del sábado en Buenos Aires y que estaba mostrando al mundo las bondades de un proyecto olímpico multimillonario, había defendido en el Congreso de los Diputados sus medidas para ahorrar 200 millones de euros en becas universitarias, que a buen seguro dejarán a muchos estudiantes de familias con menos recursos, esos que ahora podrían compararse con los aldeanos del siglo XIII, a merced de algún apadrinamiento o mecenazgo para poder continuar con sus estudios.
 
Era lógico pensar que tal contradicción no pasase desapercibida para la ‘Tuna’ que conforman los 95 delegados del Comité Olímpico Internacional, aquellos a los que hay que bailarles la música que toquen y a los que hay que rendirles pleitesía, humildad y aprendizaje a los valores que predican, enmarcados en el llamado espíritu olímpico. ¿Cómo un país como el nuestro, con generaciones enteras sin otro destino que ver cómo sus vestimentas se desgastan más y más por los sucesivos recortes, no iban a ser segregados en la clase por los Tunos que más mandan?. ¿Es que acaso a esos Tunos se les iba a olvidar tan fácilmente que sólo unas horas antes el mismo ministro había condenado al ‘pardillaje’ a centenares de universitarios para recortar el presupuesto de sus becas de estudio en algo más de lo que ya se había gastado España en las presentaciones olímpicas?, ¿o es que los pardillos pensaron que aún siendo aldeanos, austeros y humildes podían convencer con triquiñuelas a los Tunos más poderosos?.
 
Definitivamente, si en este país merece más la pena gastar 100 millones de euros en lobbies y parafernalias olímpicas que invertir, por ejemplo,  en que los niños y las niñas almuercen debídamente en los comedores escolares sin necesidad de llevar tupperwares de sus casas o que los estudiantes universitarios puedan continuar con sus estudios, no nos debe extrañar que el mundo entero nos vea como un país de pardillos a los que ningunear cuando les plazca.
 
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Entusiasmo

En la antigua Grecia se pensaba que el entusiasmo de los poetas, los profetas o los enamorados se debía a que estaban poseídos por una divinidad que entraba en ellos y se sirvía de su persona para manifestarse, por lo que merecían respeto y admiración, pues llegaban a alturas que no podían ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. Tanto es así, que el sustantivo latino entusiasmo procede del griego enthousiasmós, que viene a significar etimológicamente algo así como ‘rapto divino’ o ‘posesión divina’. Yéndonos a tiempos actuales, podríamos decir que entusiasmo representa la exaltación del ánimo de una persona, la externalización de toda su energía y su arrojo interior, capaz de contagiar a aquellos/as que están a su alrededor. Como diría mi admirado Miguel Ángel Santos Guerra el entusiasmo es aquello que nos convierte en personas diferentes, incapaces de «vivir al diez por ciento».

Estoy convencido de que las personas no nacen, sino que se hacen, más o menos entusiastas a través de la educación que reciben, y ello depende mucho del ambiente socio-familiar en el que crecen, dado que la escuela, como institución, parece habitualmente más preocupada por las compentencias, las metodologías didácticas y el currículum oficial que por hacer un esfuerzo emocional y afectivo por la educación. La visión de la educación que impera en la escuela, salvo loables excepciones cada vez más extendidas, es una visión tecnócrata, basada en imponer una pedagogía fría, áspera, poco comprometida con las necesidades de las personas a las que trata de educar y con sus vidas, así como con la justicia y la dignidad (por muy escandaloso que parezca). Hemos interiorizado como adecuado un modelo educativo sin entusiasmo, en el que se enseña, se capacita, se transmiten conocimientos, pero en el que difícilmente se educa, ya que educar implica (como comentara en el post anterior) transformar la vida y las actitudes ante la vida, y para ello hay que convencer desde dentro, movilizar el alma, inspirar, ayudar a crear significados y definir compromisos, pero sobre todo generar alegría por aprender y por vivir.


Si como educadores/as manifestamos alegría, desborde, energía, creatividad, movilidad, diversidad, ternura, cariño y fuerza, es porque hemos alcanzado esos niveles de inteligencia emocional y social que los antiguos griegos llamaban entusiasmo. Esa forma de educar genera nuevas fuerzas, nuevas fuentes de vitalidad que refuerzan el entusiasmo, hasta el punto de convertirse en una fuente inagotable de energía para el alma de aquellos/as otros/as a los que pretendemos promover, inspirar y motivar en el aprendizaje de la vida, eso que tanta falta hace en nuestra sociedad actual. 

De entre ese grupo de educadores/as entusiastas, este verano he tenido la suerte de conocer, por casualidades de mi destino profesional, a las personas que trabajan en Estrella Azahara, una entidad sin ánimo de lucro que pertenece a la obra socioeducativa de La Salle en Córdoba. Estos educadores se desviven por contagiar su entusiasmo y su afán por educar para la vida a niños/as y jóvenes en grave riesgo de exclusión social, llevando al extremo la función compensatoria de la educación, esa que sólo entiende de verdadera justicia y dignidad. En Estrella Azahara se enseña a estos niños y niñas a que el mundo (su mundo) puede cambiar si ellos/as se lo proponen, porque son ellos/as mismos/as los mayores partícipes de ese cambio, y que no hay tesoro más grande que aquel que encierra cada uno/a en su interior, capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga.  

Estrella Azahara y las personas que trabajan en ella hacen que cobre sentido aquello que decían los antiguos griegos: que las personas con entusiamo merecen nuestro respeto y admiración pues llegan a alturas que no pueden ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. ¡Gracias por vuestro entusiasmo!

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Entusiasmo

En la antigua Grecia se pensaba que el entusiasmo de los poetas, los profetas o los enamorados se debía a que estaban poseídos por una divinidad que entraba en ellos y se sirvía de su persona para manifestarse, por lo que merecían respeto y admiración, pues llegaban a alturas que no podían ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. Tanto es así, que el sustantivo latino entusiasmo procede del griego enthousiasmós, que viene a significar etimológicamente algo así como ‘rapto divino’ o ‘posesión divina’. Yéndonos a tiempos actuales, podríamos decir que entusiasmo representa la exaltación del ánimo de una persona, la externalización de toda su energía y su arrojo interior, capaz de contagiar a aquellos/as que están a su alrededor. Como diría mi admirado Miguel Ángel Santos Guerra el entusiasmo es aquello que nos convierte en personas diferentes, incapaces de «vivir al diez por ciento».

Estoy convencido de que las personas no nacen, sino que se hacen, más o menos entusiastas a través de la educación que reciben, y ello depende mucho del ambiente socio-familiar en el que crecen, dado que la escuela, como institución, parece habitualmente más preocupada por las compentencias, las metodologías didácticas y el currículum oficial que por hacer un esfuerzo emocional y afectivo por la educación. La visión de la educación que impera en la escuela, salvo loables excepciones cada vez más extendidas, es una visión tecnócrata, basada en imponer una pedagogía fría, áspera, poco comprometida con las necesidades de las personas a las que trata de educar y con sus vidas, así como con la justicia y la dignidad (por muy escandaloso que parezca). Hemos interiorizado como adecuado un modelo educativo sin entusiasmo, en el que se enseña, se capacita, se transmiten conocimientos, pero en el que difícilmente se educa, ya que educar implica (como comentara en el post anterior) transformar la vida y las actitudes ante la vida, y para ello hay que convencer desde dentro, movilizar el alma, inspirar, ayudar a crear significados y definir compromisos, pero sobre todo generar alegría por aprender y por vivir.


Si como educadores/as manifestamos alegría, desborde, energía, creatividad, movilidad, diversidad, ternura, cariño y fuerza, es porque hemos alcanzado esos niveles de inteligencia emocional y social que los antiguos griegos llamaban entusiasmo. Esa forma de educar genera nuevas fuerzas, nuevas fuentes de vitalidad que refuerzan el entusiasmo, hasta el punto de convertirse en una fuente inagotable de energía para el alma de aquellos/as otros/as a los que pretendemos promover, inspirar y motivar en el aprendizaje de la vida, eso que tanta falta hace en nuestra sociedad actual. 

De entre ese grupo de educadores/as entusiastas, este verano he tenido la suerte de conocer, por casualidades de mi destino profesional, a las personas que trabajan en Estrella Azahara, una entidad sin ánimo de lucro que pertenece a la obra socioeducativa de La Salle en Córdoba. Estos educadores se desviven por contagiar su entusiasmo y su afán por educar para la vida a niños/as y jóvenes en grave riesgo de exclusión social, llevando al extremo la función compensatoria de la educación, esa que sólo entiende de verdadera justicia y dignidad. En Estrella Azahara se enseña a estos niños y niñas a que el mundo (su mundo) puede cambiar si ellos/as se lo proponen, porque son ellos/as mismos/as los mayores partícipes de ese cambio, y que no hay tesoro más grande que aquel que encierra cada uno/a en su interior, capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga.  

Estrella Azahara y las personas que trabajan en ella hacen que cobre sentido aquello que decían los antiguos griegos: que las personas con entusiamo merecen nuestro respeto y admiración pues llegan a alturas que no pueden ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. ¡Gracias por vuestro entusiasmo!

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Querer ser

¡Qué gran verdad encierra la frase hecha ‘la experiencia es un grado’!. Lo afirmo en primera persona. Con casi 40 años, es ahora cuando la retrospectiva que me aporta la experiencia vivida, contrastada con lo que percibo a mi alrededor en la actualidad, me hace ver cierta sinrazón en los designios que la sociedad en la que crecí me tenía prediseñados, algo que sigue paradójicamente impertérrito para las nuevas generaciones. Y como siempre, quizás por deformación profesional e intelectual, mucho (o todo) tiene que ver con la educación reglada que recibí.

 
En teoría, hace 35 años, cuando entré por primera vez en el aula de ‘parvulitos’ del colegio público en el que después cursaría la E.G.B., estaba iniciando un itinerario en el que los adultos de aquellos días, entre ellos mis padres, confiaban para que sus hijos e hijas se convirtieran en ciudadanos honrados y con un porvenir digno. Era finales de la década de los 70 del pasado siglo, y en esa clase vetusta en la que solía pasar las mañanas cantando canciones a la luna y a cierto elefantito que no podía dormir, el sistema educativo comenzaba a poner en marcha el plan que tenía establecido para convertirme, a más de 20 años vista, en un ciudadano capaz de afrontar los desafíos del siglo XXI. ¡Qué gran sinrazón!, cuando ni los mejores analistas eran capaces de anticipar cómo sería la economía del país a más de un año vista (la crisis económica que azotaba entonces, como ahora, a España no permitía ni previsiones fidedignas a un trimestre).
 
En mi recorrido por ese destino preestablecido vi como a aquellos/as compañeros/as díscolos/as, que no se ajustaban al estrecho raíl que definía el sistema escolar, empezaba a etiquetárseles como alumnos/as no válidos para el sistema académico, muchos de los cuales se vieron obligados a tomar la bifurcación de la formación profesional, tan denostada en aquella época (no me atrevería a afirmar lo mismo ahora) por ser el destino de todo aquel/lla que ‘no valía para estudiar’. La dinámica propedéutica del sistema unida a mi naturaleza obediente me hizo seguir a pies juntillas, cuasi hipnotizado, ese itinerario hasta llegar a la Universidad, que debo admitir me pareció ‘un instituto grande’, muchas clases teóricas y escasísimo valor añadido en forma de investigación y/o elitismo intelectual. Fue una experiencia interesante el matricularme en la Universidad ya que por primera vez tuve la ocasión de elegir algo al respecto de mi futuro. Antes había estado casi 15 años de mi vida siguiendo el camino que todo buen hijo debía recorrer, sin más dilación para recapacitar y mucho menos para protestar. Sin embargo, a pesar de estar sujeta a elección, las opciones universitarias también estaban restringidas bien por los planes educativos del momento, por las propias circunstancias económicas de mi familia o por las notas de corte. Así que decidido a alcanzar la recompensa final que ‘prometía’ el sistema, agoté mi etapa de estudiante universitario hasta alcanzar el último escalón, el doctorado. Una vida de más de 22 años de esfuerzos, de horas bajo el flexo y de mucho lucro cesante, es decir, de dejar de disfrutar de muchas amistades y de momentos de diversión por dedicarlos a ‘mi obligación’.
 
Y es que, como estudiante aplicado y brillante, me sometí voluntariamente a los ‘experimentos’ que buscaban que fuese una persona con ‘saber’, para posteriormente, y como fruto de la ‘evolución’ del sistema educativo, tratasen de adiestrarme en el ‘saber hacer’ (know-how), pero jamás procuraron educarme en el ‘querer ser’  (ni yo lo demandé rebelándome contra el sistema para no ser etiquetado como ‘mal estudiante’). Una ‘víctima perfecta’ del sistema educativo que ahora a sus casi 40 años está buscando qué quiere ser en la vida. Hoy día vivo rodeado de muchas personas de mi generación que por motivos de la actual situación económica precisan reinventarse, como si de un engendro frankestiano se tratase. Y en la mayoría de los casos estoy observando que dicha ‘reinvención’ está pasando por una apuesta decidida de estas personas (y también mía) por aquello que queremos ser en la vida, aquello que nos gusta hacer y ser, aquello en lo que siempre fuimos felices y disfrutamos pero que, muy probablemente, se salía del camino que nuestra sociedad tenía trazado para nosotros/as. Hoy veo como personas con titulaciones oficiales y doctorados, muchos/as de esos buenos/as estudiantes, que han quedado en la cuneta del mercado laboral, están desarrollándose personal y profesionalmente haciendo pasteles que endulzan su vida y la de los demás, tocando el instrumento que siempre les apasionó, dando clases en el deporte que les permitía evadirse en los momentos difíciles, escribiendo historias, compartiendo lo que saben con los demás, etc. En definitiva, haciendo aquello que siempre les apasionaba pero que la sociedad del momento entendía que no les serviría para ‘ganarse la vida’ ya que se alejaba de lo establecido, de ese sistema educativo que prometía privilegios aunque fuese áspero con las pasiones humanas y ajeno a las voluntades y talentos de las personas que pasaban por él.
 
Me atrevo a decir que, aún con varias generaciones de distancia, la historia que relato atenta con ser casi idéntica para nuestros/as hijos/as si no somos capaces de ayudarles a que encuentren su pasión en la vida, aquello que les gusta hacer y les hace sentirse plenamente personas, porque ello les ayudará a compensar los vacios que el sistema educativo les aporte a lo largo de sus vidas. El sistema educativo actual, aun con algunas mejoras evidentes, sigue sin educar en el querer ser de sus alumnos/as, y dejarlos/as a la única suerte de esa educación es, a mi juicio y viéndolo retrospectivamente, condenarles a un fracaso personal casi seguro, máxime con los retos a nivel social y ético (no sólo económicos) a los que se enfrentarán las nuevas generaciones. La educación debe tener como finalidad hacer realidad los proyectos de vida de las personas, no proyectar (planificar) la vida de éstas sin su consentimiento. Quizás por esta razón ahora muchos/as tenemos que ‘reinventarnos’. ¡Qué sinrazón!
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Querer ser

¡Qué gran verdad encierra la frase hecha ‘la experiencia es un grado’!. Lo afirmo en primera persona. Con casi 40 años, es ahora cuando la retrospectiva que me aporta la experiencia vivida, contrastada con lo que percibo a mi alrededor en la actualidad, me hace ver cierta sinrazón en los designios que la sociedad en la que crecí me tenía prediseñados, algo que sigue paradójicamente impertérrito para las nuevas generaciones. Y como siempre, quizás por deformación profesional e intelectual, mucho (o todo) tiene que ver con la educación reglada que recibí.

 
En teoría, hace 35 años, cuando entré por primera vez en el aula de ‘parvulitos’ del colegio público en el que después cursaría la E.G.B., estaba iniciando un itinerario en el que los adultos de aquellos días, entre ellos mis padres, confiaban para que sus hijos e hijas se convirtieran en ciudadanos honrados y con un porvenir digno. Era finales de la década de los 70 del pasado siglo, y en esa clase vetusta en la que solía pasar las mañanas cantando canciones a la luna y a cierto elefantito que no podía dormir, el sistema educativo comenzaba a poner en marcha el plan que tenía establecido para convertirme, a más de 20 años vista, en un ciudadano capaz de afrontar los desafíos del siglo XXI. ¡Qué gran sinrazón!, cuando ni los mejores analistas eran capaces de anticipar cómo sería la economía del país a más de un año vista (la crisis económica que azotaba entonces, como ahora, a España no permitía ni previsiones fidedignas a un trimestre).
 
En mi recorrido por ese destino preestablecido vi como a aquellos/as compañeros/as díscolos/as, que no se ajustaban al estrecho raíl que definía el sistema escolar, empezaba a etiquetárseles como alumnos/as no válidos para el sistema académico, muchos de los cuales se vieron obligados a tomar la bifurcación de la formación profesional, tan denostada en aquella época (no me atrevería a afirmar lo mismo ahora) por ser el destino de todo aquel/lla que ‘no valía para estudiar’. La dinámica propedéutica del sistema unida a mi naturaleza obediente me hizo seguir a pies juntillas, cuasi hipnotizado, ese itinerario hasta llegar a la Universidad, que debo admitir me pareció ‘un instituto grande’, muchas clases teóricas y escasísimo valor añadido en forma de investigación y/o elitismo intelectual. Fue una experiencia interesante el matricularme en la Universidad ya que por primera vez tuve la ocasión de elegir algo al respecto de mi futuro. Antes había estado casi 15 años de mi vida siguiendo el camino que todo buen hijo debía recorrer, sin más dilación para recapacitar y mucho menos para protestar. Sin embargo, a pesar de estar sujeta a elección, las opciones universitarias también estaban restringidas bien por los planes educativos del momento, por las propias circunstancias económicas de mi familia o por las notas de corte. Así que decidido a alcanzar la recompensa final que ‘prometía’ el sistema, agoté mi etapa de estudiante universitario hasta alcanzar el último escalón, el doctorado. Una vida de más de 22 años de esfuerzos, de horas bajo el flexo y de mucho lucro cesante, es decir, de dejar de disfrutar de muchas amistades y de momentos de diversión por dedicarlos a ‘mi obligación’.
 
Y es que, como estudiante aplicado y brillante, me sometí voluntariamente a los ‘experimentos’ que buscaban que fuese una persona con ‘saber’, para posteriormente, y como fruto de la ‘evolución’ del sistema educativo, tratasen de adiestrarme en el ‘saber hacer’ (know-how), pero jamás procuraron educarme en el ‘querer ser’  (ni yo lo demandé rebelándome contra el sistema para no ser etiquetado como ‘mal estudiante’). Una ‘víctima perfecta’ del sistema educativo que ahora a sus casi 40 años está buscando qué quiere ser en la vida. Hoy día vivo rodeado de muchas personas de mi generación que por motivos de la actual situación económica precisan reinventarse, como si de un engendro frankestiano se tratase. Y en la mayoría de los casos estoy observando que dicha ‘reinvención’ está pasando por una apuesta decidida de estas personas (y también mía) por aquello que queremos ser en la vida, aquello que nos gusta hacer y ser, aquello en lo que siempre fuimos felices y disfrutamos pero que, muy probablemente, se salía del camino que nuestra sociedad tenía trazado para nosotros/as. Hoy veo como personas con titulaciones oficiales y doctorados, muchos/as de esos buenos/as estudiantes, que han quedado en la cuneta del mercado laboral, están desarrollándose personal y profesionalmente haciendo pasteles que endulzan su vida y la de los demás, tocando el instrumento que siempre les apasionó, dando clases en el deporte que les permitía evadirse en los momentos difíciles, escribiendo historias, compartiendo lo que saben con los demás, etc. En definitiva, haciendo aquello que siempre les apasionaba pero que la sociedad del momento entendía que no les serviría para ‘ganarse la vida’ ya que se alejaba de lo establecido, de ese sistema educativo que prometía privilegios aunque fuese áspero con las pasiones humanas y ajeno a las voluntades y talentos de las personas que pasaban por él.
 
Me atrevo a decir que, aún con varias generaciones de distancia, la historia que relato atenta con ser casi idéntica para nuestros/as hijos/as si no somos capaces de ayudarles a que encuentren su pasión en la vida, aquello que les gusta hacer y les hace sentirse plenamente personas, porque ello les ayudará a compensar los vacios que el sistema educativo les aporte a lo largo de sus vidas. El sistema educativo actual, aun con algunas mejoras evidentes, sigue sin educar en el querer ser de sus alumnos/as, y dejarlos/as a la única suerte de esa educación es, a mi juicio y viéndolo retrospectivamente, condenarles a un fracaso personal casi seguro, máxime con los retos a nivel social y ético (no sólo económicos) a los que se enfrentarán las nuevas generaciones. La educación debe tener como finalidad hacer realidad los proyectos de vida de las personas, no proyectar (planificar) la vida de éstas sin su consentimiento. Quizás por esta razón ahora muchos/as tenemos que ‘reinventarnos’. ¡Qué sinrazón!
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Otra forma de ver el mundo (primera parte)

Fue Thomas Samuel Kuhn quien en la década de los años 60 del pasado siglo acuñó el término paradigma en el contexto de la filosofía de la Ciencia y la epistemología. Para este historiador y filósofo norteamericano paradigma es el conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo, de forma que la Ciencia y el conocimiento científico avanzan y evolucionan cuando se producen cambios de un paradigma a otro emergente. Lo trascendente del término no es su definición en sí misma sino aquello que implica, ya que cuando se observa la realidad del mundo desde un determinado conjunto de prácticas y reglas de actuación también se están condicionando de antemano los resultados que se obtendrán y las conclusiones a las que se llegarán. Dicho de un modo más simple, un paradigma equivale a la ‘atalaya’, a la perspectiva, al punto de vista desde el que miramos e interpretamos la realidad que nos circunda, y dependiendo de dónde nos coloquemos para mirar esa realidad así obtendremos una idea perceptual y conceptual u otra, y ello determinará cómo actuaremos ante esa realidad que vemos.

 
En los últimos 30 años, uno de los principales avances que se han producido en el contexto de los sistemas educativos mundiales (y en la sociedad en general),  tremendamente necesario por orbitar alrededor de la dignidad de las personas y de sus derechos más esenciales, ha sido el cambio de paradigma entorno a las diferencias y singularidades de las personas. Hemos pasado de una época en la que las diferencias eran aceptadas por el sistema pero en la práctica al alumnado con tales singularidades se les segregaba del resto; a una etapa intermedia en la que muchos expertos se situaron en el paradigma de la integración que equivalía a suponer que disponiendo y aplicando determinados recursos pedagógicos el alumno/a diferente terminaría adaptándose a un sistema ideado para el niño/a «típico/a»; para finalmente encontrarnos en la actualidad con el paradigma emergente de la inclusión (digo emergente porque considero que aún la realidad de las aulas es más cercana a la integración que a la inclusión y queda mucho camino por recorrer), aquel que concibe que es la escuela, el sistema educativo, el que debe adaptarse y estar preparado para acoger a toda persona, considerando que la diversidad es una condición básica del ser humano. La escuela inclusiva no es una utopía es una necesidad, incluso diría que es un derecho, no sólo para aquellos/as que visto desde la perspectiva de los que se consideran «normales» son diferentes, sino también para esos niños/as «típicos» que tiene el derecho de enriquecerse con el mosaico de singularidades que les aporta la sociedad que les ha tocado vivir. Privar de ello, a los unos/as y a los otros/as, es un grave error además de una tremenda injusticia.
 
Me atrevería a afirmar que singularidades hay tantas como personas, y quizás por ello, en la búsqueda de economizar esfuerzos y reducir los componentes estocásticos de las futuras generaciones, el ser humano ha tratado de homogeneizar y normalizar determinadas pautas de conducta, de aprendizaje y de relaciones socio-afectivas a través de los sistemas educativos. Eso ha hecho, a mi juicio, que interioricemos un término tan ficticio y tan banal como es el de la ‘normalidad’, hasta convertirse en nuestro paradigma. Hemos crecido y nos han educado como ciudadanos ‘programados’ para darle más valor a ‘lo normal’ que a lo diferente, a lo singular, a lo atípico o a lo extravagante. Dedicamos el día a sentirnos y a que nos reconozcan como ‘normales’, a que nuestros/as hijos/as se comporten como tal, y a ser aceptados (que no integrados ni incluidos) en determinados grupos o clases sociales que son valorados por su ‘normalidad’. Así el paradigma en el que fuimos educados ha condicionado nuestra visión del mundo y el modo en el que actuamos, cuando quizas, como relata Jêrome Ruillier en su cuento, hubieran sobrado «cuatro esquinitas de nada» para habernos enriquecido con la diversidad de pensamientos y formas de ver y entender la vida de aquellos/as que son diferentes a nosotros/as, y seguramente, eso nos hubiera hecho más creativos e inteligentes emocialmente.
La inclusión en educación tiene mucho de paradigma y, por ende, de perspectiva desde la que observar, interpretar y actuar en el mundo actual y futuro. Es cierto que los avances son notables en muy diversos campos tanto en lo relativo a la atención de los déficits socio-culturales de origen y a las necesidades educativas especiales, pero debemos de ser muy cautos/as a la hora de aplicar nuestras reglas y pautas de actuación a los demás, especialmente a aquellos/as que llamamos diferentes, porque ellos/as tienen una forma distinta de ver, sentir y vivir el mundo, y no se trata de que al final terminen viéndolo, sintiéndolo o viviéndolo como nosotros/as, sino que seamos capaces de hacer compatibles las distintas miradas hacia esa realidad, porque todas son enriquecedoras, seguramente honestas, y compatibles. Hagamos que nuestros/as hijos/as vean más de nuestro mundo de lo que vemos nosotros/as.
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Otra forma de ver el mundo (primera parte)

Fue Thomas Samuel Kuhn quien en la década de los años 60 del pasado siglo acuñó el término paradigma en el contexto de la filosofía de la Ciencia y la epistemología. Para este historiador y filósofo norteamericano paradigma es el conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo, de forma que la Ciencia y el conocimiento científico avanzan y evolucionan cuando se producen cambios de un paradigma a otro emergente. Lo trascendente del término no es su definición en sí misma sino aquello que implica, ya que cuando se observa la realidad del mundo desde un determinado conjunto de prácticas y reglas de actuación también se están condicionando de antemano los resultados que se obtendrán y las conclusiones a las que se llegarán. Dicho de un modo más simple, un paradigma equivale a la ‘atalaya’, a la perspectiva, al punto de vista desde el que miramos e interpretamos la realidad que nos circunda, y dependiendo de dónde nos coloquemos para mirar esa realidad así obtendremos una idea perceptual y conceptual u otra, y ello determinará cómo actuaremos ante esa realidad que vemos.

 
En los últimos 30 años, uno de los principales avances que se han producido en el contexto de los sistemas educativos mundiales (y en la sociedad en general),  tremendamente necesario por orbitar alrededor de la dignidad de las personas y de sus derechos más esenciales, ha sido el cambio de paradigma entorno a las diferencias y singularidades de las personas. Hemos pasado de una época en la que las diferencias eran aceptadas por el sistema pero en la práctica al alumnado con tales singularidades se les segregaba del resto; a una etapa intermedia en la que muchos expertos se situaron en el paradigma de la integración que equivalía a suponer que disponiendo y aplicando determinados recursos pedagógicos el alumno/a diferente terminaría adaptándose a un sistema ideado para el niño/a «típico/a»; para finalmente encontrarnos en la actualidad con el paradigma emergente de la inclusión (digo emergente porque considero que aún la realidad de las aulas es más cercana a la integración que a la inclusión y queda mucho camino por recorrer), aquel que concibe que es la escuela, el sistema educativo, el que debe adaptarse y estar preparado para acoger a toda persona, considerando que la diversidad es una condición básica del ser humano. La escuela inclusiva no es una utopía es una necesidad, incluso diría que es un derecho, no sólo para aquellos/as que visto desde la perspectiva de los que se consideran «normales» son diferentes, sino también para esos niños/as «típicos» que tiene el derecho de enriquecerse con el mosaico de singularidades que les aporta la sociedad que les ha tocado vivir. Privar de ello, a los unos/as y a los otros/as, es un grave error además de una tremenda injusticia.
 
Me atrevería a afirmar que singularidades hay tantas como personas, y quizás por ello, en la búsqueda de economizar esfuerzos y reducir los componentes estocásticos de las futuras generaciones, el ser humano ha tratado de homogeneizar y normalizar determinadas pautas de conducta, de aprendizaje y de relaciones socio-afectivas a través de los sistemas educativos. Eso ha hecho, a mi juicio, que interioricemos un término tan ficticio y tan banal como es el de la ‘normalidad’, hasta convertirse en nuestro paradigma. Hemos crecido y nos han educado como ciudadanos ‘programados’ para darle más valor a ‘lo normal’ que a lo diferente, a lo singular, a lo atípico o a lo extravagante. Dedicamos el día a sentirnos y a que nos reconozcan como ‘normales’, a que nuestros/as hijos/as se comporten como tal, y a ser aceptados (que no integrados ni incluidos) en determinados grupos o clases sociales que son valorados por su ‘normalidad’. Así el paradigma en el que fuimos educados ha condicionado nuestra visión del mundo y el modo en el que actuamos, cuando quizas, como relata Jêrome Ruillier en su cuento, hubieran sobrado «cuatro esquinitas de nada» para habernos enriquecido con la diversidad de pensamientos y formas de ver y entender la vida de aquellos/as que son diferentes a nosotros/as, y seguramente, eso nos hubiera hecho más creativos e inteligentes emocialmente.
La inclusión en educación tiene mucho de paradigma y, por ende, de perspectiva desde la que observar, interpretar y actuar en el mundo actual y futuro. Es cierto que los avances son notables en muy diversos campos tanto en lo relativo a la atención de los déficits socio-culturales de origen y a las necesidades educativas especiales, pero debemos de ser muy cautos/as a la hora de aplicar nuestras reglas y pautas de actuación a los demás, especialmente a aquellos/as que llamamos diferentes, porque ellos/as tienen una forma distinta de ver, sentir y vivir el mundo, y no se trata de que al final terminen viéndolo, sintiéndolo o viviéndolo como nosotros/as, sino que seamos capaces de hacer compatibles las distintas miradas hacia esa realidad, porque todas son enriquecedoras, seguramente honestas, y compatibles. Hagamos que nuestros/as hijos/as vean más de nuestro mundo de lo que vemos nosotros/as.
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