Recesión emocional
Docente adrede
Docente adrede
Ganarse la vida
Es innegable que el dinero se ha impuesto a todo lo demás en la sociedad de nuestros días. Hace sombra a todo, desde ideologías hasta sentimientos y filiaciones. Me topé con un ejemplo de ello hace un par de días. Iba caminando por la calle cuando un chico, muy amable, me invitó a pararme para tratar de explicarme que sería una muy buena idea que colaborara con la ONG a la que estaba representando. El envoltorio de lo que me planteaba no podía ser mejor: cooperar con su orgaización para ayudar a las personas más desfavorecidas y las víctimas de catástrofes y guerras civiles en el denominado tercer mundo. Si embargo, a mi me dió por abrir el envoltorio de su propuesta y le pregunté: si no es mucha indiscrección ¿usted está contratado en esta ONG?. Y él, tras unos segundos deambulando entre la sorpresa y la duda me contestó: «bueno… lo que he firmado es un contrato privado y cobramos una comisión por cada socio que conseguimos hacer». Fue entonces cuando su propuesta perdió todo su celofán y se reveló ante mis ojos como una burda prostitución de algo tan sagrado y necesario como es la cooperación internacional. Le dije a este chico que lo sentía, pero que no colaboraría con su ONG porque faltaba a uno de los principios básicos que debe cumplir toda organización no lucrativa que se precie: el usar fines y estrategias capitalistas. Esta ONG (cuyo nombre omitiré para evitar daños en su imagen) estaba tratando de que los fines justificaran los medios, valiéndose de los servicios de este y otros/as chicos/as sin ni siquiera garantizarles una protección laboral adecuada, incumpliendo los preceptos de responsabilidad social que su organización trataba de venderme. En definitiva, la propuesta y su celofán envolvían un producto capitalista y no una visión social y proteccionista.
Ganarse la vida
Es innegable que el dinero se ha impuesto a todo lo demás en la sociedad de nuestros días. Hace sombra a todo, desde ideologías hasta sentimientos y filiaciones. Me topé con un ejemplo de ello hace un par de días. Iba caminando por la calle cuando un chico, muy amable, me invitó a pararme para tratar de explicarme que sería una muy buena idea que colaborara con la ONG a la que estaba representando. El envoltorio de lo que me planteaba no podía ser mejor: cooperar con su orgaización para ayudar a las personas más desfavorecidas y las víctimas de catástrofes y guerras civiles en el denominado tercer mundo. Si embargo, a mi me dió por abrir el envoltorio de su propuesta y le pregunté: si no es mucha indiscrección ¿usted está contratado en esta ONG?. Y él, tras unos segundos deambulando entre la sorpresa y la duda me contestó: «bueno… lo que he firmado es un contrato privado y cobramos una comisión por cada socio que conseguimos hacer». Fue entonces cuando su propuesta perdió todo su celofán y se reveló ante mis ojos como una burda prostitución de algo tan sagrado y necesario como es la cooperación internacional. Le dije a este chico que lo sentía, pero que no colaboraría con su ONG porque faltaba a uno de los principios básicos que debe cumplir toda organización no lucrativa que se precie: el usar fines y estrategias capitalistas. Esta ONG (cuyo nombre omitiré para evitar daños en su imagen) estaba tratando de que los fines justificaran los medios, valiéndose de los servicios de este y otros/as chicos/as sin ni siquiera garantizarles una protección laboral adecuada, incumpliendo los preceptos de responsabilidad social que su organización trataba de venderme. En definitiva, la propuesta y su celofán envolvían un producto capitalista y no una visión social y proteccionista.
Mucho más que locos
Mucho más que locos
Contravalores
Contravalores
Sin miedo
Sin miedo
Un país de pardillos
Un país de pardillos
Entusiasmo
En la antigua Grecia se pensaba que el entusiasmo de los poetas, los profetas o los enamorados se debía a que estaban poseídos por una divinidad que entraba en ellos y se sirvía de su persona para manifestarse, por lo que merecían respeto y admiración, pues llegaban a alturas que no podían ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. Tanto es así, que el sustantivo latino entusiasmo procede del griego enthousiasmós, que viene a significar etimológicamente algo así como ‘rapto divino’ o ‘posesión divina’. Yéndonos a tiempos actuales, podríamos decir que entusiasmo representa la exaltación del ánimo de una persona, la externalización de toda su energía y su arrojo interior, capaz de contagiar a aquellos/as que están a su alrededor. Como diría mi admirado Miguel Ángel Santos Guerra el entusiasmo es aquello que nos convierte en personas diferentes, incapaces de «vivir al diez por ciento».
Estoy convencido de que las personas no nacen, sino que se hacen, más o menos entusiastas a través de la educación que reciben, y ello depende mucho del ambiente socio-familiar en el que crecen, dado que la escuela, como institución, parece habitualmente más preocupada por las compentencias, las metodologías didácticas y el currículum oficial que por hacer un esfuerzo emocional y afectivo por la educación. La visión de la educación que impera en la escuela, salvo loables excepciones cada vez más extendidas, es una visión tecnócrata, basada en imponer una pedagogía fría, áspera, poco comprometida con las necesidades de las personas a las que trata de educar y con sus vidas, así como con la justicia y la dignidad (por muy escandaloso que parezca). Hemos interiorizado como adecuado un modelo educativo sin entusiasmo, en el que se enseña, se capacita, se transmiten conocimientos, pero en el que difícilmente se educa, ya que educar implica (como comentara en el post anterior) transformar la vida y las actitudes ante la vida, y para ello hay que convencer desde dentro, movilizar el alma, inspirar, ayudar a crear significados y definir compromisos, pero sobre todo generar alegría por aprender y por vivir.
Si como educadores/as manifestamos alegría, desborde, energía, creatividad, movilidad, diversidad, ternura, cariño y fuerza, es porque hemos alcanzado esos niveles de inteligencia emocional y social que los antiguos griegos llamaban entusiasmo. Esa forma de educar genera nuevas fuerzas, nuevas fuentes de vitalidad que refuerzan el entusiasmo, hasta el punto de convertirse en una fuente inagotable de energía para el alma de aquellos/as otros/as a los que pretendemos promover, inspirar y motivar en el aprendizaje de la vida, eso que tanta falta hace en nuestra sociedad actual.
De entre ese grupo de educadores/as entusiastas, este verano he tenido la suerte de conocer, por casualidades de mi destino profesional, a las personas que trabajan en Estrella Azahara, una entidad sin ánimo de lucro que pertenece a la obra socioeducativa de La Salle en Córdoba. Estos educadores se desviven por contagiar su entusiasmo y su afán por educar para la vida a niños/as y jóvenes en grave riesgo de exclusión social, llevando al extremo la función compensatoria de la educación, esa que sólo entiende de verdadera justicia y dignidad. En Estrella Azahara se enseña a estos niños y niñas a que el mundo (su mundo) puede cambiar si ellos/as se lo proponen, porque son ellos/as mismos/as los mayores partícipes de ese cambio, y que no hay tesoro más grande que aquel que encierra cada uno/a en su interior, capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga.
Estrella Azahara y las personas que trabajan en ella hacen que cobre sentido aquello que decían los antiguos griegos: que las personas con entusiamo merecen nuestro respeto y admiración pues llegan a alturas que no pueden ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. ¡Gracias por vuestro entusiasmo!
Entusiasmo
En la antigua Grecia se pensaba que el entusiasmo de los poetas, los profetas o los enamorados se debía a que estaban poseídos por una divinidad que entraba en ellos y se sirvía de su persona para manifestarse, por lo que merecían respeto y admiración, pues llegaban a alturas que no podían ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. Tanto es así, que el sustantivo latino entusiasmo procede del griego enthousiasmós, que viene a significar etimológicamente algo así como ‘rapto divino’ o ‘posesión divina’. Yéndonos a tiempos actuales, podríamos decir que entusiasmo representa la exaltación del ánimo de una persona, la externalización de toda su energía y su arrojo interior, capaz de contagiar a aquellos/as que están a su alrededor. Como diría mi admirado Miguel Ángel Santos Guerra el entusiasmo es aquello que nos convierte en personas diferentes, incapaces de «vivir al diez por ciento».
Estoy convencido de que las personas no nacen, sino que se hacen, más o menos entusiastas a través de la educación que reciben, y ello depende mucho del ambiente socio-familiar en el que crecen, dado que la escuela, como institución, parece habitualmente más preocupada por las compentencias, las metodologías didácticas y el currículum oficial que por hacer un esfuerzo emocional y afectivo por la educación. La visión de la educación que impera en la escuela, salvo loables excepciones cada vez más extendidas, es una visión tecnócrata, basada en imponer una pedagogía fría, áspera, poco comprometida con las necesidades de las personas a las que trata de educar y con sus vidas, así como con la justicia y la dignidad (por muy escandaloso que parezca). Hemos interiorizado como adecuado un modelo educativo sin entusiasmo, en el que se enseña, se capacita, se transmiten conocimientos, pero en el que difícilmente se educa, ya que educar implica (como comentara en el post anterior) transformar la vida y las actitudes ante la vida, y para ello hay que convencer desde dentro, movilizar el alma, inspirar, ayudar a crear significados y definir compromisos, pero sobre todo generar alegría por aprender y por vivir.
Si como educadores/as manifestamos alegría, desborde, energía, creatividad, movilidad, diversidad, ternura, cariño y fuerza, es porque hemos alcanzado esos niveles de inteligencia emocional y social que los antiguos griegos llamaban entusiasmo. Esa forma de educar genera nuevas fuerzas, nuevas fuentes de vitalidad que refuerzan el entusiasmo, hasta el punto de convertirse en una fuente inagotable de energía para el alma de aquellos/as otros/as a los que pretendemos promover, inspirar y motivar en el aprendizaje de la vida, eso que tanta falta hace en nuestra sociedad actual.
De entre ese grupo de educadores/as entusiastas, este verano he tenido la suerte de conocer, por casualidades de mi destino profesional, a las personas que trabajan en Estrella Azahara, una entidad sin ánimo de lucro que pertenece a la obra socioeducativa de La Salle en Córdoba. Estos educadores se desviven por contagiar su entusiasmo y su afán por educar para la vida a niños/as y jóvenes en grave riesgo de exclusión social, llevando al extremo la función compensatoria de la educación, esa que sólo entiende de verdadera justicia y dignidad. En Estrella Azahara se enseña a estos niños y niñas a que el mundo (su mundo) puede cambiar si ellos/as se lo proponen, porque son ellos/as mismos/as los mayores partícipes de ese cambio, y que no hay tesoro más grande que aquel que encierra cada uno/a en su interior, capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga.
Estrella Azahara y las personas que trabajan en ella hacen que cobre sentido aquello que decían los antiguos griegos: que las personas con entusiamo merecen nuestro respeto y admiración pues llegan a alturas que no pueden ni siquiera vislumbrar las gentes de a pie. ¡Gracias por vuestro entusiasmo!
Querer ser
¡Qué gran verdad encierra la frase hecha ‘la experiencia es un grado’!. Lo afirmo en primera persona. Con casi 40 años, es ahora cuando la retrospectiva que me aporta la experiencia vivida, contrastada con lo que percibo a mi alrededor en la actualidad, me hace ver cierta sinrazón en los designios que la sociedad en la que crecí me tenía prediseñados, algo que sigue paradójicamente impertérrito para las nuevas generaciones. Y como siempre, quizás por deformación profesional e intelectual, mucho (o todo) tiene que ver con la educación reglada que recibí.
Querer ser
¡Qué gran verdad encierra la frase hecha ‘la experiencia es un grado’!. Lo afirmo en primera persona. Con casi 40 años, es ahora cuando la retrospectiva que me aporta la experiencia vivida, contrastada con lo que percibo a mi alrededor en la actualidad, me hace ver cierta sinrazón en los designios que la sociedad en la que crecí me tenía prediseñados, algo que sigue paradójicamente impertérrito para las nuevas generaciones. Y como siempre, quizás por deformación profesional e intelectual, mucho (o todo) tiene que ver con la educación reglada que recibí.
Otra forma de ver el mundo (primera parte)
Fue Thomas Samuel Kuhn quien en la década de los años 60 del pasado siglo acuñó el término paradigma en el contexto de la filosofía de la Ciencia y la epistemología. Para este historiador y filósofo norteamericano paradigma es el conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo, de forma que la Ciencia y el conocimiento científico avanzan y evolucionan cuando se producen cambios de un paradigma a otro emergente. Lo trascendente del término no es su definición en sí misma sino aquello que implica, ya que cuando se observa la realidad del mundo desde un determinado conjunto de prácticas y reglas de actuación también se están condicionando de antemano los resultados que se obtendrán y las conclusiones a las que se llegarán. Dicho de un modo más simple, un paradigma equivale a la ‘atalaya’, a la perspectiva, al punto de vista desde el que miramos e interpretamos la realidad que nos circunda, y dependiendo de dónde nos coloquemos para mirar esa realidad así obtendremos una idea perceptual y conceptual u otra, y ello determinará cómo actuaremos ante esa realidad que vemos.
Otra forma de ver el mundo (primera parte)
Fue Thomas Samuel Kuhn quien en la década de los años 60 del pasado siglo acuñó el término paradigma en el contexto de la filosofía de la Ciencia y la epistemología. Para este historiador y filósofo norteamericano paradigma es el conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período específico de tiempo, de forma que la Ciencia y el conocimiento científico avanzan y evolucionan cuando se producen cambios de un paradigma a otro emergente. Lo trascendente del término no es su definición en sí misma sino aquello que implica, ya que cuando se observa la realidad del mundo desde un determinado conjunto de prácticas y reglas de actuación también se están condicionando de antemano los resultados que se obtendrán y las conclusiones a las que se llegarán. Dicho de un modo más simple, un paradigma equivale a la ‘atalaya’, a la perspectiva, al punto de vista desde el que miramos e interpretamos la realidad que nos circunda, y dependiendo de dónde nos coloquemos para mirar esa realidad así obtendremos una idea perceptual y conceptual u otra, y ello determinará cómo actuaremos ante esa realidad que vemos.