EDUCAR SIN PEGAR- EL PAÍS

Pegar a los adultos se considera
una agresión,
Pegar a los animales se considera
una crueldad,
Pegar a los niños es
«por su bien».

Siempre me ha parecido sorprendente la normalidad con que se ve todavía el castigo físico a los niños. Entre mis vecinos, no es raro escuchar frases como «a que te doy en el culo» o «como sigas así, te voy a poner el culo rojo». Este viernes, una madre le dio varios cates a una niña de unos dos años en un parque por no dejar que otra se tirara del tobogán. Los comentarios de los lectores al reportaje de Juan Antonio Aunión publicado la semana pasada en EL PAÍS me han acabado de confirmar que no era una sensación mía: en España, pegar a los niños, sobre todo a los más pequeños, sigue siendo normal y se hace sin ningún sonrojo y con pleno convencimiento, pese a que la ley lo prohíbe desde 2007.

Muchos de los 296 comentarios que hasta ayer tenía el reportaje, titulado El cachete duele, pero no funciona, defendían su uso. Lo llamativo era la virulencia de muchos, como si el planteamiento de psicólogos y pedagogos de que ese método no es una herramienta adecuada para educar y además no es eficaz a largo plazo les atacara íntimamente. Así, varios descalificaban directamente a los expertos, y les retaban a hacer frente a niños reales. Muchos coincidían en afirmar que ellos mismos habían recibido sus azotes o bofetadas y que no estaban traumatizados, que gracias a ello son adultos educados y de provecho y que la permisividad y el buenrrollismo actual de los padres progres es lo que genera jóvenes maleducados y desnortados que acabarán maltratando a sus progenitores.

Parece obvio, pero habrá que recordar que mucha gente, incluso de la generación actual de padres y madres, se han criado sin bofetones ni azotes y que también, por usar expresiones que he leido, «han salido bien», entre los que me incluyo. O que en países paradigmáticos de la buena educación y del buen rendimiento escolar, como los nórdicos, están prohibidos los castigos físicos desde hace años (eso sí, con grandes campañas de información y concienciación), sin que los niños se hayan vuelto unos cafres. Incluso, según algunos comentarios a mi anterior post, ¡son capaces de jugar sin gritar ni hacer ruido! En fin, que hay otras formas de mantener la disciplina y el respeto además de pegar, aunque pueden ser más trabajosas y requieren más autocontrol y paciencia.

Precisamente el hecho de que casi todos los que defendían el azote reconocían haberlos recibido parece confirmar uno de los efectos de este castigo del que alertan los psicólogos. «Lo tomas como modelo de conducta, como forma válida y aceptable de educar a tus hijos», me explica Manuel Gámez Guadix, profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, que ha dirigido el estudio sobre la prevalencia del castigo físico de los menores en el ámbito familiar citado en el reportaje.

No siempre es así. Mi pareja, que sufrió bofetones por parte de un padre de los de antes, rechaza de plano la violencia física contra los niños. «Puede suceder», dice Gámez, «pero estadísticamente, es más probable que los padres con los que se utilizó también lo hagan con sus hijos, es lo que han aprendido, y además es una forma de justificar el comportamiento de sus padres». Lo contrario implica aceptar, como en el caso de mi pareja, que su padre no era perfecto y que no tenía derecho a pegarle, con el conflicto y la carga emocional que conlleva.

Otro punto polémico del reportaje de Aunión es que los expertos ponen en duda la eficacia a largo plazo de los castigos físicos para educar a un hijo. La eficacia a corto plazo está clara: «Logra la obediencia inmediata ,pero después, el niño se habitúa, con lo que los padres han de aumentar la frecuencia para logar el objetivo de la obediencia», afirma Gámez.

La eficacia, supongo, la entenderá cada uno en función del objetivo que se ha planteado cuando imparte el correctivo. Un amigo con cuatro hijos, la mayor de 10 años, me explica que ha utilizado el azote en el culo «sólo cuando se ponen en peligro y su capacidad de raciocinio es poca. A medida que cumplen años lo dejo. Siempre que les he pegado les he explicado el porqué y les he pedido perdón por muy pequeños que fueran». Es decir, para impedir actos puntuales como cruzar la calle impulsivamente, probablemente sea eficaz. Aunque según Gámez, si la curiosidad es muy grande, como en el caso de los atractivos agujeros del enchufe, a veces el resultado es el contrario al deseado, pues el niño lo que hace es llevar a cabo el comportamiento a escondidas del adulto que sabe que le va a pegar.

Otro amigo me cuenta que los dos únicos cachetes que se ha llevado su hijo, de tres años, han sido en situaciones en las que le ha sacado de quicio y por un comportamiento que considera inaceptable, que es pegarle a él o a su mujer. Este padre cree que no han sido eficaces, porque el niño, en plena rabieta, ni se ha dado cuenta, mientras que a él le han hecho sentirse mal.

Pero quitando los azotes en situaciones de riesgo o de pérdida de nervios, que cualquier padre, aunque no comparta, puede comprender, ¿es el castigo físico eficaz para educar? ¿Se consigue que los hijos sean más obedientes y se porten mejor?

Un trabajo de Murray A. Straus, profesor de Sociología y codirector del Laboratorio de Investigación Familiar de la Universidad de New Hampshire, basado en multitud de datos de estudios científicos sobre las consecuencias del castigo físico, recomienda «no pegar nunca». «Los beneficios de evitarlo son muchos, pero para los padres es virtualmente imposible percibirlo observando a sus hijos», afirma. «Los padres pueden percibir el efecto beneficioso de una bofetada (sin ver la igual eficacia de otras alternativas), pero no tienen forma de mirar un año o más adelante para ver si hay efectos secundarios perjudiciales por haber pegado al niño para corregir una mala conducta».

«Hay poca evidencia científica de que el castigo físico mejore el comportamiento de los niños a largo plazo. Hay evidencia científica sustancial de que el castigo físico hace más, y no menos, probable que los niños sean desafiantes y agresivos en el futuro. Hay evidencia científica clara de que el castigo físico coloca a los niños en riesgo de consecuencias negativas, incluidos mayores problemas de salud mental”, afirma Elizabeth T. Gershoff, psicóloga doctorada en Desarrollo infantil y relaciones familiares por la Universidad de Texas, en un trabajo de 2008 en el que analiza cientos de estudios publicados en el último siglo sobre castigo físico en campos como la psicología, la medicina, la educación, el trabajo social o la sociología, titulado Report on Physical Punishment in the United States: What Research Tells Us About Its Effects on Children (Informe sobre el castigo físico en Estados Unidos: lo que la investigación nos dice sobre sus efectos en los niños).

Según Gershoff, «en estudios recientes en todo el mundo, incluyendo Canadá, China, India, Italia, Kenia, Noruega, Filipinas, Tailandia, Singapur y Estados Unidos, el castigo físico se ha asociado a más agresiones físicas y verbales, peleas, bullying, comportamiento antisocial y problemas de comportamiento en general. La conclusión que se puede extraer de estos estudios es que, en contra de los objetivos de los padres cuando lo aplican, cuanto más usan los padres el castigo físico, más desobedientes y agresivos serán sus hijos».

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EDUCAR SIN PEGAR- EL PAÍS

Pegar a los adultos se considera
una agresión,
Pegar a los animales se considera
una crueldad,
Pegar a los niños es
«por su bien».

Siempre me ha parecido sorprendente la normalidad con que se ve todavía el castigo físico a los niños. Entre mis vecinos, no es raro escuchar frases como «a que te doy en el culo» o «como sigas así, te voy a poner el culo rojo». Este viernes, una madre le dio varios cates a una niña de unos dos años en un parque por no dejar que otra se tirara del tobogán. Los comentarios de los lectores al reportaje de Juan Antonio Aunión publicado la semana pasada en EL PAÍS me han acabado de confirmar que no era una sensación mía: en España, pegar a los niños, sobre todo a los más pequeños, sigue siendo normal y se hace sin ningún sonrojo y con pleno convencimiento, pese a que la ley lo prohíbe desde 2007.

Muchos de los 296 comentarios que hasta ayer tenía el reportaje, titulado El cachete duele, pero no funciona, defendían su uso. Lo llamativo era la virulencia de muchos, como si el planteamiento de psicólogos y pedagogos de que ese método no es una herramienta adecuada para educar y además no es eficaz a largo plazo les atacara íntimamente. Así, varios descalificaban directamente a los expertos, y les retaban a hacer frente a niños reales. Muchos coincidían en afirmar que ellos mismos habían recibido sus azotes o bofetadas y que no estaban traumatizados, que gracias a ello son adultos educados y de provecho y que la permisividad y el buenrrollismo actual de los padres progres es lo que genera jóvenes maleducados y desnortados que acabarán maltratando a sus progenitores.

Parece obvio, pero habrá que recordar que mucha gente, incluso de la generación actual de padres y madres, se han criado sin bofetones ni azotes y que también, por usar expresiones que he leido, «han salido bien», entre los que me incluyo. O que en países paradigmáticos de la buena educación y del buen rendimiento escolar, como los nórdicos, están prohibidos los castigos físicos desde hace años (eso sí, con grandes campañas de información y concienciación), sin que los niños se hayan vuelto unos cafres. Incluso, según algunos comentarios a mi anterior post, ¡son capaces de jugar sin gritar ni hacer ruido! En fin, que hay otras formas de mantener la disciplina y el respeto además de pegar, aunque pueden ser más trabajosas y requieren más autocontrol y paciencia.

Precisamente el hecho de que casi todos los que defendían el azote reconocían haberlos recibido parece confirmar uno de los efectos de este castigo del que alertan los psicólogos. «Lo tomas como modelo de conducta, como forma válida y aceptable de educar a tus hijos», me explica Manuel Gámez Guadix, profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, que ha dirigido el estudio sobre la prevalencia del castigo físico de los menores en el ámbito familiar citado en el reportaje.

No siempre es así. Mi pareja, que sufrió bofetones por parte de un padre de los de antes, rechaza de plano la violencia física contra los niños. «Puede suceder», dice Gámez, «pero estadísticamente, es más probable que los padres con los que se utilizó también lo hagan con sus hijos, es lo que han aprendido, y además es una forma de justificar el comportamiento de sus padres». Lo contrario implica aceptar, como en el caso de mi pareja, que su padre no era perfecto y que no tenía derecho a pegarle, con el conflicto y la carga emocional que conlleva.

Otro punto polémico del reportaje de Aunión es que los expertos ponen en duda la eficacia a largo plazo de los castigos físicos para educar a un hijo. La eficacia a corto plazo está clara: «Logra la obediencia inmediata ,pero después, el niño se habitúa, con lo que los padres han de aumentar la frecuencia para logar el objetivo de la obediencia», afirma Gámez.

La eficacia, supongo, la entenderá cada uno en función del objetivo que se ha planteado cuando imparte el correctivo. Un amigo con cuatro hijos, la mayor de 10 años, me explica que ha utilizado el azote en el culo «sólo cuando se ponen en peligro y su capacidad de raciocinio es poca. A medida que cumplen años lo dejo. Siempre que les he pegado les he explicado el porqué y les he pedido perdón por muy pequeños que fueran». Es decir, para impedir actos puntuales como cruzar la calle impulsivamente, probablemente sea eficaz. Aunque según Gámez, si la curiosidad es muy grande, como en el caso de los atractivos agujeros del enchufe, a veces el resultado es el contrario al deseado, pues el niño lo que hace es llevar a cabo el comportamiento a escondidas del adulto que sabe que le va a pegar.

Otro amigo me cuenta que los dos únicos cachetes que se ha llevado su hijo, de tres años, han sido en situaciones en las que le ha sacado de quicio y por un comportamiento que considera inaceptable, que es pegarle a él o a su mujer. Este padre cree que no han sido eficaces, porque el niño, en plena rabieta, ni se ha dado cuenta, mientras que a él le han hecho sentirse mal.

Pero quitando los azotes en situaciones de riesgo o de pérdida de nervios, que cualquier padre, aunque no comparta, puede comprender, ¿es el castigo físico eficaz para educar? ¿Se consigue que los hijos sean más obedientes y se porten mejor?

Un trabajo de Murray A. Straus, profesor de Sociología y codirector del Laboratorio de Investigación Familiar de la Universidad de New Hampshire, basado en multitud de datos de estudios científicos sobre las consecuencias del castigo físico, recomienda «no pegar nunca». «Los beneficios de evitarlo son muchos, pero para los padres es virtualmente imposible percibirlo observando a sus hijos», afirma. «Los padres pueden percibir el efecto beneficioso de una bofetada (sin ver la igual eficacia de otras alternativas), pero no tienen forma de mirar un año o más adelante para ver si hay efectos secundarios perjudiciales por haber pegado al niño para corregir una mala conducta».

«Hay poca evidencia científica de que el castigo físico mejore el comportamiento de los niños a largo plazo. Hay evidencia científica sustancial de que el castigo físico hace más, y no menos, probable que los niños sean desafiantes y agresivos en el futuro. Hay evidencia científica clara de que el castigo físico coloca a los niños en riesgo de consecuencias negativas, incluidos mayores problemas de salud mental”, afirma Elizabeth T. Gershoff, psicóloga doctorada en Desarrollo infantil y relaciones familiares por la Universidad de Texas, en un trabajo de 2008 en el que analiza cientos de estudios publicados en el último siglo sobre castigo físico en campos como la psicología, la medicina, la educación, el trabajo social o la sociología, titulado Report on Physical Punishment in the United States: What Research Tells Us About Its Effects on Children (Informe sobre el castigo físico en Estados Unidos: lo que la investigación nos dice sobre sus efectos en los niños).

Según Gershoff, «en estudios recientes en todo el mundo, incluyendo Canadá, China, India, Italia, Kenia, Noruega, Filipinas, Tailandia, Singapur y Estados Unidos, el castigo físico se ha asociado a más agresiones físicas y verbales, peleas, bullying, comportamiento antisocial y problemas de comportamiento en general. La conclusión que se puede extraer de estos estudios es que, en contra de los objetivos de los padres cuando lo aplican, cuanto más usan los padres el castigo físico, más desobedientes y agresivos serán sus hijos».

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LA CACHETADA DUELE, PERO NO FUNCIONA

Un cachete, una bofetada, un azote, una colleja, un capón, un zapatillazo… Son términos clásicos, con connotaciones no demasiado negativas y que muchos españoles tienen asociados a la educación de sus hijos. Utilizados de forma muy puntual, como último recurso, para marcar claramente un límite a un niño o a un preadolescente, un buen número de personas lo ven como algo eficaz.

«Si no lo justificamos en pareja, ¿por qué sí con los niños?»,

dicen los expertos

Otros, entre ellos multitud de pedagogos y psicólogos, no están de acuerdo; insisten en no criminalizar a los padres que los usan (hay que dejar claro que no estamos hablando de violencia gratuita o de malos tratos graves, como palizas), pero rechazan tajantemente ese comportamiento como herramienta válida o adecuada para educar a los niños, primero, por reprobable en sí mismo -«Si no lo justificamos en el ámbito de la pareja, ¿por qué sí con los niños, que están indefensos?»- y, segundo, porque no funciona, al menos a largo plazo, asegura el profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid Manuel Gámez Guadix.

Este profesor ha vuelto a traer el debate al primer plano con un estudio que ha dirigido sobre la prevalencia del castigo físico de los menores en el ámbito familiar. Ha tomado una muestra de 1.067 alumnos universitarios de su campus y les ha preguntado si a la edad de 10 años les pegaron algún cachete: le había ocurrido al 60% de ellos, una cifra absolutamente consistente con el de una encuesta del CIS de 2005, que dijo que en torno al 60% de los adultos cree que «un azote o una bofetada a tiempo puede evitar más tarde problemas más graves». En otros estudios hechos en Estados Unidos con la misma metodología, dice Gámez, la cifra está entre el 23% (para los padres) y el 25% (madres).

La pregunta era, recalca el profesor, sobre cachetes o azotes, quedando fuera cualquier acción que pueda causar alguna lesión o marcas. De hecho, se excluyó de la muestra a los jóvenes que habían sufrido algún tipo de violencia más grave para no confundir el ámbito de la investigación. Y en este punto aparece otro dato llamativo: el número de alumnos excluidos por haber sufrido golpes más severos (por ejemplo, del que cumple la amenaza de quitarse el cinturón para dar una reprimenda, agarra por el cuello o da un puñetazo) fue «una cifra considerable», en torno al «15% del total de la muestra».

Estas últimas actitudes sí están condenadas y casi nadie las defiende, al menos en voz alta. Pero las otras, la del pequeño cachete cuando la niña de seis años no deja de gritar y molestar en medio de un restaurante abarrotado, o cuando el niño acaba de romper el jarrón de la abuela después de que le dijeran infinidad de veces que en el salón no se juega a la pelota, esas «están ampliamente aceptadas a nivel social», dice Gámez.

El 60% de los adultos cree eficaz el bofetón «a tiempo».

Idéntica tasa de niños lo sufre

Lo que pasa es que los contornos son difusos. ¿Cuándo ha llegado el límite? ¿Cuándo la hora de utilizar el último recurso? ¿Cómo se sabe que no ha sido demasiado? Hay muchísimos matices que conviene tener en cuenta, ya que no es lo mismo el coscorrón puntual que tomarlo como norma cada que vez que se quiera conducir al menor.

Según el filósofo José Antonio Marina, la brújula es el «sentido común». «Hay que diferenciar» entre un maltrato físico fuera del marco educativo o que, dentro del proceso educativo, de forma puntual y para marcar límites, se pueda dar un cachete «siempre en un contexto de cariño y no en un arrebato de nervios», sobre todo en edades tempranas y para impedir conductas, no para fomentar buenos comportamientos, dice el responsable de la Universidad de Padres.

El juez de menores de Granada Emilio Calatayud ha dicho en numerosas ocasiones que el azote se puede dar siempre que sea en el momento oportuno y con la intensidad adecuada. Lo del momento y la intensidad adecuados pueden resultar conceptos un poco etéreos, pero, en general, quien defiende o, al menos, no rechaza de plano el azote desde un punto de vista estrictamente pedagógico dice que ha de ser el último recurso, que debe ir acompañado de calma, de reflexión, de cariño y de diálogo.

El problema es que es muy difícil que esos contextos se den. Según el trabajo de Gámez, los cachetes suelen ir acompañados -en nueve de cada 10 casos- de «agresiones psicológicas», es decir, de «gritos, de amenazas, de intentos de humillar al menor», dice el investigador.

«El cachete explicita la impotencia y la incapacidad del adulto», dice el pedagogo y doctor en Ciencias de la Educación Joan Josep Sarrado. Así lo percibe el niño y, por lo tanto, lo vive como una «venganza» del padre o de la madre, y no puede tener efectos educativos positivos, asegura. Otra cuestión, aparte del desahogo, es la eficacia inmediata que puede tener el capón. Gámez explica que pueden tener unos resultados a corto plazo de mayor obediencia, pero «a largo plazo, lo que ocurrirá es que probablemente el padre tendrá que aplicarlo cada vez con más frecuencia para obtener el mismo resultado», añade.

Además, también hablan muchos expertos de los efectos negativos a largo plazo -insensibilizarle ante el dolor ajeno y enseñarle a resolver sus problemas con violencia-, y a corto, causarle una enorme desorientación si el padre o la madre se sienten tan culpables después que tratan de compensarlo de manera exagerada.

En el lado contrario, muchas veces el argumento es: conmigo funcionó, no me he traumatizado y tengo una vida normal, así que no está tan mal. Para Gámez, alguien al que le dieron azotes tiene más posibilidad de dárselos a sus hijos y, por otro lado, también tiene sentido que se justifique si se utilizan por falta de estrategias alternativas o para justificar el comportamiento familiar que tuvieron con él.

El profesor de Psicología de la Universidad de Navarra Gerardo Aguado asegura que «se exagera, ya que tampoco se traumatiza a los niños para toda la vida». La cuestión, sin embargo, es que conviene descartar castigos físicos, simplemente, porque «son innecesarios, no tienen ningún objetivo educativo», y «no funcionan», es decir, no van a corregir el comportamiento del menor.

Pero las otras herramientas requieren tiempo, esfuerzo y paciencia. «En educación, nada se improvisa», dice Sarrado. Los procesos de diálogo, de comunicación, de respeto deben empezar muy pronto, cuanto antes, añade. Y también la utilización de castigos no físicos o no agresivos. Es muy importante poner límites, acostumbrar a los niños también a lidiar con la frustración, porque las familias tienden a «sobregratificar» a los menores, añade.

Mucho se ha hablado, cuando se trata de educación, de que el final de una sociedad represiva en España dio paso a otra mucho más permisiva que ha acabado experimentando graves problemas a la hora de ejercer la autoridad y de poner límites a los niños. Pero la respuesta, dice Pedro Rascón, presidente de la confederación de padres de alumnos Ceapa, nunca puede ser volver a fórmulas autoritarias y represivas del pasado.

Así, esas alternativas pueden incluir castigos no agresivos -aunque sobre el tema del castigo también hay muchas teorías encontradas- que van desde quitar algún privilegio (te quedas sin televisión o sin juguete), a arreglar el daño causado (pedir perdón, arreglar o pagar con los ahorros lo que se ha roto). Pero siempre debe ser, según Sarrado, un castigo inmediato, coherente -es bastante malo que los padres se contradigan-, justo, ajustado y mantenerse en el tiempo. «Puede que alguien llegue a la conclusión de que se ha equivocado con la respuesta al hijo, pero no debe cambiar de criterio hasta que el niño o la niña deje de presionar», para que no piense que el cambio se debe a esa presión. Y añade que solo si se han establecido antes unos hábitos de diálogo y unos compromisos funcionará en la adolescencia la vía de la negociación.

Gámez, por su parte, también insiste en que todas esas pautas deben establecerse desde el principio. Pero también habla de la necesidad de manejar la atención parental, es decir, no es una buena idea que el niño perciba que su padre o su madre solo le hacen caso cuando hace las cosas mal, y nunca cuando hace las cosas bien, dice el profesor.

La cuestión es que los padres no tienen por qué ser pedagogos y todas esas herramientas no son fáciles. «Hoy en día hay muchos recursos, hay escuelas de padres, se puede hacer un seguimiento muy de cerca con los profesores de los centros educativos», contesta Sarrado.

El castigo físico puede llegar a insensibilizar ante el dolor ajeno.

Los especialistas recomiendan evitar la pena corporal, pero poner límites

El debate sigue y seguirá abierto y los padres también tienen derecho a equivocarse sin que se les culpabilice, lo cual no quiere decir que, como señala Sarrado, «cuanto menos cachetes, mejor, y si puede ser, nada». Y así, sin fórmulas que den respuestas exactas, lo que queda es un enorme espacio entre el sentido común al que apela Marina y las respuestas científicas. Gámez admite que alguien al que le han dado cachetes es muy posible que no quede traumatizado, que no le queden secuelas en su autoestima, que no golpee a su vez a su hijo cuando sea mayor, que no genere conductas que incluyan la violencia en la resolución de conflictos… Puede que eso no le ocurra, dice, pero desde luego, según numerosos estudios científicos, tiene muchas más posibilidades que un chaval que no recibió cachetes.

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LA CACHETADA DUELE, PERO NO FUNCIONA

Un cachete, una bofetada, un azote, una colleja, un capón, un zapatillazo… Son términos clásicos, con connotaciones no demasiado negativas y que muchos españoles tienen asociados a la educación de sus hijos. Utilizados de forma muy puntual, como último recurso, para marcar claramente un límite a un niño o a un preadolescente, un buen número de personas lo ven como algo eficaz.

«Si no lo justificamos en pareja, ¿por qué sí con los niños?»,

dicen los expertos

Otros, entre ellos multitud de pedagogos y psicólogos, no están de acuerdo; insisten en no criminalizar a los padres que los usan (hay que dejar claro que no estamos hablando de violencia gratuita o de malos tratos graves, como palizas), pero rechazan tajantemente ese comportamiento como herramienta válida o adecuada para educar a los niños, primero, por reprobable en sí mismo -«Si no lo justificamos en el ámbito de la pareja, ¿por qué sí con los niños, que están indefensos?»- y, segundo, porque no funciona, al menos a largo plazo, asegura el profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid Manuel Gámez Guadix.

Este profesor ha vuelto a traer el debate al primer plano con un estudio que ha dirigido sobre la prevalencia del castigo físico de los menores en el ámbito familiar. Ha tomado una muestra de 1.067 alumnos universitarios de su campus y les ha preguntado si a la edad de 10 años les pegaron algún cachete: le había ocurrido al 60% de ellos, una cifra absolutamente consistente con el de una encuesta del CIS de 2005, que dijo que en torno al 60% de los adultos cree que «un azote o una bofetada a tiempo puede evitar más tarde problemas más graves». En otros estudios hechos en Estados Unidos con la misma metodología, dice Gámez, la cifra está entre el 23% (para los padres) y el 25% (madres).

La pregunta era, recalca el profesor, sobre cachetes o azotes, quedando fuera cualquier acción que pueda causar alguna lesión o marcas. De hecho, se excluyó de la muestra a los jóvenes que habían sufrido algún tipo de violencia más grave para no confundir el ámbito de la investigación. Y en este punto aparece otro dato llamativo: el número de alumnos excluidos por haber sufrido golpes más severos (por ejemplo, del que cumple la amenaza de quitarse el cinturón para dar una reprimenda, agarra por el cuello o da un puñetazo) fue «una cifra considerable», en torno al «15% del total de la muestra».

Estas últimas actitudes sí están condenadas y casi nadie las defiende, al menos en voz alta. Pero las otras, la del pequeño cachete cuando la niña de seis años no deja de gritar y molestar en medio de un restaurante abarrotado, o cuando el niño acaba de romper el jarrón de la abuela después de que le dijeran infinidad de veces que en el salón no se juega a la pelota, esas «están ampliamente aceptadas a nivel social», dice Gámez.

El 60% de los adultos cree eficaz el bofetón «a tiempo».

Idéntica tasa de niños lo sufre

Lo que pasa es que los contornos son difusos. ¿Cuándo ha llegado el límite? ¿Cuándo la hora de utilizar el último recurso? ¿Cómo se sabe que no ha sido demasiado? Hay muchísimos matices que conviene tener en cuenta, ya que no es lo mismo el coscorrón puntual que tomarlo como norma cada que vez que se quiera conducir al menor.

Según el filósofo José Antonio Marina, la brújula es el «sentido común». «Hay que diferenciar» entre un maltrato físico fuera del marco educativo o que, dentro del proceso educativo, de forma puntual y para marcar límites, se pueda dar un cachete «siempre en un contexto de cariño y no en un arrebato de nervios», sobre todo en edades tempranas y para impedir conductas, no para fomentar buenos comportamientos, dice el responsable de la Universidad de Padres.

El juez de menores de Granada Emilio Calatayud ha dicho en numerosas ocasiones que el azote se puede dar siempre que sea en el momento oportuno y con la intensidad adecuada. Lo del momento y la intensidad adecuados pueden resultar conceptos un poco etéreos, pero, en general, quien defiende o, al menos, no rechaza de plano el azote desde un punto de vista estrictamente pedagógico dice que ha de ser el último recurso, que debe ir acompañado de calma, de reflexión, de cariño y de diálogo.

El problema es que es muy difícil que esos contextos se den. Según el trabajo de Gámez, los cachetes suelen ir acompañados -en nueve de cada 10 casos- de «agresiones psicológicas», es decir, de «gritos, de amenazas, de intentos de humillar al menor», dice el investigador.

«El cachete explicita la impotencia y la incapacidad del adulto», dice el pedagogo y doctor en Ciencias de la Educación Joan Josep Sarrado. Así lo percibe el niño y, por lo tanto, lo vive como una «venganza» del padre o de la madre, y no puede tener efectos educativos positivos, asegura. Otra cuestión, aparte del desahogo, es la eficacia inmediata que puede tener el capón. Gámez explica que pueden tener unos resultados a corto plazo de mayor obediencia, pero «a largo plazo, lo que ocurrirá es que probablemente el padre tendrá que aplicarlo cada vez con más frecuencia para obtener el mismo resultado», añade.

Además, también hablan muchos expertos de los efectos negativos a largo plazo -insensibilizarle ante el dolor ajeno y enseñarle a resolver sus problemas con violencia-, y a corto, causarle una enorme desorientación si el padre o la madre se sienten tan culpables después que tratan de compensarlo de manera exagerada.

En el lado contrario, muchas veces el argumento es: conmigo funcionó, no me he traumatizado y tengo una vida normal, así que no está tan mal. Para Gámez, alguien al que le dieron azotes tiene más posibilidad de dárselos a sus hijos y, por otro lado, también tiene sentido que se justifique si se utilizan por falta de estrategias alternativas o para justificar el comportamiento familiar que tuvieron con él.

El profesor de Psicología de la Universidad de Navarra Gerardo Aguado asegura que «se exagera, ya que tampoco se traumatiza a los niños para toda la vida». La cuestión, sin embargo, es que conviene descartar castigos físicos, simplemente, porque «son innecesarios, no tienen ningún objetivo educativo», y «no funcionan», es decir, no van a corregir el comportamiento del menor.

Pero las otras herramientas requieren tiempo, esfuerzo y paciencia. «En educación, nada se improvisa», dice Sarrado. Los procesos de diálogo, de comunicación, de respeto deben empezar muy pronto, cuanto antes, añade. Y también la utilización de castigos no físicos o no agresivos. Es muy importante poner límites, acostumbrar a los niños también a lidiar con la frustración, porque las familias tienden a «sobregratificar» a los menores, añade.

Mucho se ha hablado, cuando se trata de educación, de que el final de una sociedad represiva en España dio paso a otra mucho más permisiva que ha acabado experimentando graves problemas a la hora de ejercer la autoridad y de poner límites a los niños. Pero la respuesta, dice Pedro Rascón, presidente de la confederación de padres de alumnos Ceapa, nunca puede ser volver a fórmulas autoritarias y represivas del pasado.

Así, esas alternativas pueden incluir castigos no agresivos -aunque sobre el tema del castigo también hay muchas teorías encontradas- que van desde quitar algún privilegio (te quedas sin televisión o sin juguete), a arreglar el daño causado (pedir perdón, arreglar o pagar con los ahorros lo que se ha roto). Pero siempre debe ser, según Sarrado, un castigo inmediato, coherente -es bastante malo que los padres se contradigan-, justo, ajustado y mantenerse en el tiempo. «Puede que alguien llegue a la conclusión de que se ha equivocado con la respuesta al hijo, pero no debe cambiar de criterio hasta que el niño o la niña deje de presionar», para que no piense que el cambio se debe a esa presión. Y añade que solo si se han establecido antes unos hábitos de diálogo y unos compromisos funcionará en la adolescencia la vía de la negociación.

Gámez, por su parte, también insiste en que todas esas pautas deben establecerse desde el principio. Pero también habla de la necesidad de manejar la atención parental, es decir, no es una buena idea que el niño perciba que su padre o su madre solo le hacen caso cuando hace las cosas mal, y nunca cuando hace las cosas bien, dice el profesor.

La cuestión es que los padres no tienen por qué ser pedagogos y todas esas herramientas no son fáciles. «Hoy en día hay muchos recursos, hay escuelas de padres, se puede hacer un seguimiento muy de cerca con los profesores de los centros educativos», contesta Sarrado.

El castigo físico puede llegar a insensibilizar ante el dolor ajeno.

Los especialistas recomiendan evitar la pena corporal, pero poner límites

El debate sigue y seguirá abierto y los padres también tienen derecho a equivocarse sin que se les culpabilice, lo cual no quiere decir que, como señala Sarrado, «cuanto menos cachetes, mejor, y si puede ser, nada». Y así, sin fórmulas que den respuestas exactas, lo que queda es un enorme espacio entre el sentido común al que apela Marina y las respuestas científicas. Gámez admite que alguien al que le han dado cachetes es muy posible que no quede traumatizado, que no le queden secuelas en su autoestima, que no golpee a su vez a su hijo cuando sea mayor, que no genere conductas que incluyan la violencia en la resolución de conflictos… Puede que eso no le ocurra, dice, pero desde luego, según numerosos estudios científicos, tiene muchas más posibilidades que un chaval que no recibió cachetes.

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LECTURAS DE LA RED

Cómo evitamos salirnos de nuestras casillas

FERRAN RAMON-CORTÉS 28/03/2010

A veces explotamos emocionalmente diciendo y haciendo cosas de las que nos arrepentimos en muy poco tiempo. ¿Qué nos provoca? ¿Podemos controlar nuestros impulsos?

Teníamos en la oficina un compañero que era dado a las explosiones emocionales. Las discusiones con él (legítimas discusiones de trabajo, nada personal) solían terminar con manifiestas pérdidas de papeles, en las que los reproches, las salidas de tono y hasta los insultos se sucedían sin control. Lo sabíamos, y conocíamos la señal: un temblor en el labio y en las manos que indicaban que estaba a punto de explotar.

“Reaccionar ante algo inmediatamente es una mala estrategia. Quedárselo dentro es otra estrategia igual de mala o peor”

Él no lo pasaba bien, y me consta que hacía lo posible (como hacemos todos los que somos dados a este tipo de explosiones) por controlarse. Lo cierto es que poco a poco la gente dejó de sentirse cómoda trabajando con él. Porque lo dicho en una explosión emocional, por más que entendamos que lo es, dicho queda. Y en ningún caso es neutro para las relaciones. En su caso, los que habían vivido sus explosiones en directo no tenían ganas de repetir la experiencia, y esto hizo que renunciaran a trabajar con él a pesar de su sobrado talento, y que con el tiempo se fuera quedando solo.

El “efecto gaseosa”. Todos sabemos lo que ocurre cuando agitamos violentamente una botella de gaseosa y seguidamente abrimos el tapón. No hay forma humana de controlar el pegajoso líquido que sale a presión salpicándolo todo. El estropicio (desastre) está servido.

Nuestras emociones son como la gaseosa. Si algo las agita y de forma inmediata dejamos que salgan fuera, saltan por los aires causando estropicios. Cuando discutimos, cuando recibimos mensajes que nos remueven, nuestro interior se convierte en un cúmulo de sentimientos agitados, que si abrimos la botella provocamos desastres de los que nos arrepentimos de inmediato y que causan daños en nuestras relaciones.

Las respuestas en caliente nunca van a ser ni mesuradas ni constructivas. Es esencial encontrar mecanismos que nos ayuden a mantener el control y a posponer la réplica inmediata. Una gaseosa agitada no puede abrirse al instante. Si la dejamos reposar, al cabo de un cierto tiempo podremos abrirla. Mantendrá todavía cierta presión, pero si lo hacemos con cuidado no pasará nada. Así, ante algo que nos agita debemos intentar evitar las reacciones inmediatas. Hay que tomarse un poco de tiempo y dejar que “baje un poco la presión” para, recuperada la serenidad, responder cuidadosamente. Sólo así evitaremos palabras que desearíamos no haber pronunciado y daños irreversibles en nuestras relaciones. Hay que contar hasta 10 antes de responder, como decían las abuelas. O hasta 100, o hasta 1.000 si es necesario.

Una reacción natural

“Enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”(Aristóteles)

Sería deseable poder siempre actuar con serenidad ante las palabras de los demás. Pero lo cierto es que muchas veces las circunstancias “nos pueden”. Esto es así porque cuando nos sentimos atacados, dejamos de actuar conscientemente y es nuestro cerebro límbico quien toma el control. El cerebro límbico es como un piloto automático que actúa para defendernos cuando estamos en peligro, y como tal sólo sabe hacer dos cosas: atacar o huir. Éstas son las dos clases de reacciones que tenemos generalmente con los prontos (arrebatos, impulsos): o reaccionamos violentamente con toda clase de reproches (atacar) o dejamos plantado al otro sin más explicaciones (huir). En cualquiera de los dos casos es importante entender que no acabamos de ser conscientes de nuestro comportamiento. El piloto automático (el cerebro límbico) nos conduce más allá de nuestra voluntad. Por esto, cuando recuperamos la serenidad y volvemos al control consciente en nuestro cerebro, la mayoría de las veces nos sorprendemos nosotros mismos de las reacciones que hemos tenido, y pagaríamos por no haber dicho o hecho lo que acabamos de decir o hacer.

Entendido este proceso, la clave no está en limitar nuestras respuestas automáticas, cosa que está fuera de nuestras posibilidades. La clave está en reconocer los estadios previos a la pérdida de control consciente para que ésta no se produzca. Es en este instante anterior, en el que aún podemos tomar nuestras decisiones, cuando debemos actuar y evitar el desastre. El autocontrol debe producirse en fase de alarma, porque cruzado el límite ya no lo podremos ejercer.

No “quedarse las cosas dentro”

“Los sentimientos son como el vapor que se acumula en el interior de una olla. Si se guardan dentro, pueden acabar haciendo saltar la tapadera” (John Powell)

Podemos controlar los prontos en esta fase de alarma, evitando nuestra reacción descontrolada. Pero ello no significa que nos quedemos dentro los sentimientos. Que nos los traguemos sin ninguna acción por nuestra parte. Porque los sentimientos que no se comunican, que no salen fuera, se van acumulando. Y cuando salen –es inevitable que lo hagan tarde o temprano–, lo hacen en el peor momento y del modo más inoportuno. Es, por tanto, aconsejable abrir la botella de vez en cuando y dejar que salga la presión acumulada. Encontrar el momento y la disposición mental para poder hablar las cosas y no guardárselas. Para dialogar con quienes nos han herido, o para responder serenamente a quienes nos han atacado. No es bueno hacer como si nada hubiera pasado y pasar página, porque las emociones no se extinguen por sí solas. Al contrario: les damos vueltas y más vueltas, las alimentamos interiormente, hasta el punto de crear pequeños monstruos que saldrán a la luz el día menos pensado. Así como ante algo que nos hiere la inmediatez en la reacción es siempre una mala estrategia, el no hablar del tema nunca y quedárselo dentro es una estrategia igual de mala o peor.

El trabajo de fondo. Podemos trabajar en el autocontrol para evitar las explosiones emocionales, identificando nuestros síntomas de alarma y tomando las decisiones oportunas antes de la explosión. Pero para superarlas definitivamente tenemos que ir un paso más allá y aprender de ellas. En el origen de una explosión emocional, o de un pronto (arrebato, impulso), siempre encontraremos algo que nos hiere. Un reproche, un insulto, un comentario malintencionado…, alguna cosa que vivimos como una agresión. Es importante, además de no perder el control, analizar y entender por qué este comentario nos hiere, y trabajar intensamente sobre ello. Éste es el trabajo que de verdad erradicará nuestra tendencia a las explosiones emocionales y el que supondrá el verdadero crecimiento.

Lo que nos hace vulnerables a las explosiones emocionales no es sólo la falta de autocontrol. Es sobre todo la percepción de sentirnos atacados, y en donde nos sentimos especialmente atacados es en aquellas cosas en que nos sentimos inseguros. Así, el reproche que nos hace saltar nos está dando una inequívoca pista de unas áreas de nuestra vida en las que nos sentimos inseguros y sobre las que debemos trabajar.

Podemos aprender mucho de los prontos (arrebatos, impulsos), porque nos están enseñando nuestras vulnerabilidades y nos muestran los aspectos en los que como personas todavía podemos crecer.

Para evitar las explosiones emocionales

Las explosiones no son buenas ni para quien las recibe ni para quien cae en ellas. Esto es lo que podemos hacer para llegar a controlarlas:

1. Descubra los síntomas de agitación: cada uno tenemos nuestros síntomas de alarma: acaloramiento, respiración entrecortada, aceleración del ritmo cardiaco… Si aprendemos a reconocerlos, podemos identificarlos a tiempo.

2. Busque “mecanismos de escape”: si identificamos que estamos a punto de estallar, hemos de buscar salidas rápidas que nos aparten emocionalmente de lo que nos agita. Con cualquier excusa, podemos salir a la calle, salir del despacho, abandonar un minuto una reunión y respirar hondo, beber algo… son pequeños trucos para no reaccionar inmediatamente.

3. Gestione el tiempo de respuesta: la respuesta inmediata tiene muchas posibilidades de resultar desmesurada. Planifique la respuesta dando tiempo para que “baje la presión”.

4. Analice lo que le remueve: cuando algo nos afecta es por alguna razón. Además de controlar puntualmente el comportamiento, es importante buscar la razón oculta de esta afectación y resolverla. El trabajo no termina en el autocontrol. Hay que buscar el crecimiento.

Comentario:

Buscar la razón oculta pasa por hacer un trabajo personal de “desahogo emocional”. Cuando nos enfocamos al autocontrol o a la reflexión, caemos en la intelectualización” de las emociones; si practicamos de manera consistente la “escucha emocional”, buscamos a alguien quien nos de acompañamiento, nos escuche de manera especial, sin criticas ni juicios y sintiéndonos seguros para desahogar las emociones que nos invaden y afectan, el proceso de sanación podrá ser más efectivo y prolongado.

Tomado de http://www.elpais.com/articulo/portada/evitamos/perder/papeles/elpepusoceps/20100328elpepspor_5/Tes

Modificado y ampliado por Hugo Rocha

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LECTURAS DE LA RED

Cómo evitamos salirnos de nuestras casillas

FERRAN RAMON-CORTÉS 28/03/2010

A veces explotamos emocionalmente diciendo y haciendo cosas de las que nos arrepentimos en muy poco tiempo. ¿Qué nos provoca? ¿Podemos controlar nuestros impulsos?

Teníamos en la oficina un compañero que era dado a las explosiones emocionales. Las discusiones con él (legítimas discusiones de trabajo, nada personal) solían terminar con manifiestas pérdidas de papeles, en las que los reproches, las salidas de tono y hasta los insultos se sucedían sin control. Lo sabíamos, y conocíamos la señal: un temblor en el labio y en las manos que indicaban que estaba a punto de explotar.

“Reaccionar ante algo inmediatamente es una mala estrategia. Quedárselo dentro es otra estrategia igual de mala o peor”

Él no lo pasaba bien, y me consta que hacía lo posible (como hacemos todos los que somos dados a este tipo de explosiones) por controlarse. Lo cierto es que poco a poco la gente dejó de sentirse cómoda trabajando con él. Porque lo dicho en una explosión emocional, por más que entendamos que lo es, dicho queda. Y en ningún caso es neutro para las relaciones. En su caso, los que habían vivido sus explosiones en directo no tenían ganas de repetir la experiencia, y esto hizo que renunciaran a trabajar con él a pesar de su sobrado talento, y que con el tiempo se fuera quedando solo.

El “efecto gaseosa”. Todos sabemos lo que ocurre cuando agitamos violentamente una botella de gaseosa y seguidamente abrimos el tapón. No hay forma humana de controlar el pegajoso líquido que sale a presión salpicándolo todo. El estropicio (desastre) está servido.

Nuestras emociones son como la gaseosa. Si algo las agita y de forma inmediata dejamos que salgan fuera, saltan por los aires causando estropicios. Cuando discutimos, cuando recibimos mensajes que nos remueven, nuestro interior se convierte en un cúmulo de sentimientos agitados, que si abrimos la botella provocamos desastres de los que nos arrepentimos de inmediato y que causan daños en nuestras relaciones.

Las respuestas en caliente nunca van a ser ni mesuradas ni constructivas. Es esencial encontrar mecanismos que nos ayuden a mantener el control y a posponer la réplica inmediata. Una gaseosa agitada no puede abrirse al instante. Si la dejamos reposar, al cabo de un cierto tiempo podremos abrirla. Mantendrá todavía cierta presión, pero si lo hacemos con cuidado no pasará nada. Así, ante algo que nos agita debemos intentar evitar las reacciones inmediatas. Hay que tomarse un poco de tiempo y dejar que “baje un poco la presión” para, recuperada la serenidad, responder cuidadosamente. Sólo así evitaremos palabras que desearíamos no haber pronunciado y daños irreversibles en nuestras relaciones. Hay que contar hasta 10 antes de responder, como decían las abuelas. O hasta 100, o hasta 1.000 si es necesario.

Una reacción natural

“Enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”(Aristóteles)

Sería deseable poder siempre actuar con serenidad ante las palabras de los demás. Pero lo cierto es que muchas veces las circunstancias “nos pueden”. Esto es así porque cuando nos sentimos atacados, dejamos de actuar conscientemente y es nuestro cerebro límbico quien toma el control. El cerebro límbico es como un piloto automático que actúa para defendernos cuando estamos en peligro, y como tal sólo sabe hacer dos cosas: atacar o huir. Éstas son las dos clases de reacciones que tenemos generalmente con los prontos (arrebatos, impulsos): o reaccionamos violentamente con toda clase de reproches (atacar) o dejamos plantado al otro sin más explicaciones (huir). En cualquiera de los dos casos es importante entender que no acabamos de ser conscientes de nuestro comportamiento. El piloto automático (el cerebro límbico) nos conduce más allá de nuestra voluntad. Por esto, cuando recuperamos la serenidad y volvemos al control consciente en nuestro cerebro, la mayoría de las veces nos sorprendemos nosotros mismos de las reacciones que hemos tenido, y pagaríamos por no haber dicho o hecho lo que acabamos de decir o hacer.

Entendido este proceso, la clave no está en limitar nuestras respuestas automáticas, cosa que está fuera de nuestras posibilidades. La clave está en reconocer los estadios previos a la pérdida de control consciente para que ésta no se produzca. Es en este instante anterior, en el que aún podemos tomar nuestras decisiones, cuando debemos actuar y evitar el desastre. El autocontrol debe producirse en fase de alarma, porque cruzado el límite ya no lo podremos ejercer.

No “quedarse las cosas dentro”

“Los sentimientos son como el vapor que se acumula en el interior de una olla. Si se guardan dentro, pueden acabar haciendo saltar la tapadera” (John Powell)

Podemos controlar los prontos en esta fase de alarma, evitando nuestra reacción descontrolada. Pero ello no significa que nos quedemos dentro los sentimientos. Que nos los traguemos sin ninguna acción por nuestra parte. Porque los sentimientos que no se comunican, que no salen fuera, se van acumulando. Y cuando salen –es inevitable que lo hagan tarde o temprano–, lo hacen en el peor momento y del modo más inoportuno. Es, por tanto, aconsejable abrir la botella de vez en cuando y dejar que salga la presión acumulada. Encontrar el momento y la disposición mental para poder hablar las cosas y no guardárselas. Para dialogar con quienes nos han herido, o para responder serenamente a quienes nos han atacado. No es bueno hacer como si nada hubiera pasado y pasar página, porque las emociones no se extinguen por sí solas. Al contrario: les damos vueltas y más vueltas, las alimentamos interiormente, hasta el punto de crear pequeños monstruos que saldrán a la luz el día menos pensado. Así como ante algo que nos hiere la inmediatez en la reacción es siempre una mala estrategia, el no hablar del tema nunca y quedárselo dentro es una estrategia igual de mala o peor.

El trabajo de fondo. Podemos trabajar en el autocontrol para evitar las explosiones emocionales, identificando nuestros síntomas de alarma y tomando las decisiones oportunas antes de la explosión. Pero para superarlas definitivamente tenemos que ir un paso más allá y aprender de ellas. En el origen de una explosión emocional, o de un pronto (arrebato, impulso), siempre encontraremos algo que nos hiere. Un reproche, un insulto, un comentario malintencionado…, alguna cosa que vivimos como una agresión. Es importante, además de no perder el control, analizar y entender por qué este comentario nos hiere, y trabajar intensamente sobre ello. Éste es el trabajo que de verdad erradicará nuestra tendencia a las explosiones emocionales y el que supondrá el verdadero crecimiento.

Lo que nos hace vulnerables a las explosiones emocionales no es sólo la falta de autocontrol. Es sobre todo la percepción de sentirnos atacados, y en donde nos sentimos especialmente atacados es en aquellas cosas en que nos sentimos inseguros. Así, el reproche que nos hace saltar nos está dando una inequívoca pista de unas áreas de nuestra vida en las que nos sentimos inseguros y sobre las que debemos trabajar.

Podemos aprender mucho de los prontos (arrebatos, impulsos), porque nos están enseñando nuestras vulnerabilidades y nos muestran los aspectos en los que como personas todavía podemos crecer.

Para evitar las explosiones emocionales

Las explosiones no son buenas ni para quien las recibe ni para quien cae en ellas. Esto es lo que podemos hacer para llegar a controlarlas:

1. Descubra los síntomas de agitación: cada uno tenemos nuestros síntomas de alarma: acaloramiento, respiración entrecortada, aceleración del ritmo cardiaco… Si aprendemos a reconocerlos, podemos identificarlos a tiempo.

2. Busque “mecanismos de escape”: si identificamos que estamos a punto de estallar, hemos de buscar salidas rápidas que nos aparten emocionalmente de lo que nos agita. Con cualquier excusa, podemos salir a la calle, salir del despacho, abandonar un minuto una reunión y respirar hondo, beber algo… son pequeños trucos para no reaccionar inmediatamente.

3. Gestione el tiempo de respuesta: la respuesta inmediata tiene muchas posibilidades de resultar desmesurada. Planifique la respuesta dando tiempo para que “baje la presión”.

4. Analice lo que le remueve: cuando algo nos afecta es por alguna razón. Además de controlar puntualmente el comportamiento, es importante buscar la razón oculta de esta afectación y resolverla. El trabajo no termina en el autocontrol. Hay que buscar el crecimiento.

Comentario:

Buscar la razón oculta pasa por hacer un trabajo personal de “desahogo emocional”. Cuando nos enfocamos al autocontrol o a la reflexión, caemos en la intelectualización” de las emociones; si practicamos de manera consistente la “escucha emocional”, buscamos a alguien quien nos de acompañamiento, nos escuche de manera especial, sin criticas ni juicios y sintiéndonos seguros para desahogar las emociones que nos invaden y afectan, el proceso de sanación podrá ser más efectivo y prolongado.

Tomado de http://www.elpais.com/articulo/portada/evitamos/perder/papeles/elpepusoceps/20100328elpepspor_5/Tes

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