En el marco de la iniciativa #MesPadre, en la que un año más alrededor del mes de marzo hombres-padres compartimos y hacemos públicas nuestras experiencias e imperfecciones, en esta ocasión vamos a tratar de dar respuesta a una pregunta tan amplia como sugerente para la reflexión: ¿Dónde están los padres? ¿Dónde estamos en tantos espacios y tiempos? Una pregunta a la que quizás habría que añadir otra: ¿De qué manera estamos?
Estos interrogantes se nos plantean justo cuando llevamos un año de terrible pandemia, de crisis social y económica derivada de la misma, de laberinto emocional que nos tiene a todas y a todos en una suerte de montaña rusa. De ahí que yo me preguntara, en los primeros meses de confinamiento, dónde estábamos los hombres y, claro, también, dónde los padres. Una pregunta que intencionadamente pretende llevarnos a concebir este momento crítico como una oportunidad. Una oportunidad más para la igualdad.
Los hombres padres forma parte como capítulo del libro La vida en común. Los hombres (que deberíamos ser) después del coronavirus (Galaxia Gutenberg, 2021). ISBN: 978-84-18526-12-I
La primera medida que sirvió para aligerar al confinamiento tuvo como protagonistas a los niños y a las niñas menores de doce años, que a partir del día 27 de abril pudieron salir a la calle después de más de un mes encerrados en casa. El gobierno atendía así una petición que en las semanas anteriores se había hecho insistente en los medios de comunicación y en las redes sociales. Y lo hizo no sin ahorrarse una importante polémica, ya que en un primer momento anunció que los niños y las niñas podrían salir solo para acompañar a sus padres o madres a la compra, a la farmacia o a los bancos. Nadie, y mucho menos los padres y las madres que llevaban más de un mes con ellos y ellas en casa, podía entender una medida que condenaba a los más pequeños a espacios cerrados y donde el contacto con otras personas era in- evitable. El gobierno rectificó en menos de veinticuatro horas porque la reacción fue abrumadora. Quizás, una vez pasado el tiempo, esta situación nos parezca una pequeña anécdota, pero, en realidad, dice mucho de cómo hemos ido construyendo un mundo al margen de los más pequeños y pequeñas, como si fueran un apéndice y no protagonistas, como si tuvieran que amoldarse siempre a nuestros tiempos y necesidades, y no tanto a lo que en cada momento pudiera ser mejor para ellos. Eso del «interés superior del menor» acaba siendo en el mejor de los casos un principio que solo parece articularse en medio de disputas judiciales, por ejemplo, cuando en un proceso de divorcio tiene que resolverse un tema tan delicado como la custodia de los hijos y las hijas. Todo ello en paralelo a una cultura de exaltación de la paternidad y la maternidad como parte esencial de la felicidad, como ingrediente insustituible del desarrollo personal y familiar, y como si fuera, en definitiva, un ingrediente más de todo ese conjunto de cosas que nos aportan satisfacción, placer o una cierta sensación de logro. El mundo de la publicidad se encarga permanentemente de recordárnoslo. No es casualidad que justamente en los últimos años se haya planteado un intenso debate en torno a la maternidad subrogada, o los llamados vientres de alquiler, articulado, para los defensores de la práctica, en el presupuesto de que existe un derecho a ser padres y que, por lo tanto, no cabe considerar ilegítimos unos contratos que hacen posible ese derecho. Al margen de que en ningún texto jurídico, ni nacional ni internacional, aparece reconocido tal derecho, lo más grave de este asunto es que lo que late en el fondo es esa concepción tan neoliberal de considerar como algo prioritario nuestros deseos, muchos de los cuales podemos convertirlos en realidad gracias al dinero. Ese es el discurso que estamos trasladando incluso a la paternidad y la maternidad, y el que acogen muchos hombres que, inevitablemente, necesitan de una mujer para convertirse en padres. Una mujer que no les importa que sea instrumentalizada, que sea un sujeto vulnerable desde el punto de vista social o económico, o que viva los enormes riesgos físicos, psíquicos o emocionales que supone un embarazo. De nuevo, la masculinidad sigue creyéndose omnipotente hasta el punto de que un personaje como Ricky Martin no tenga ningún reparo en anunciar que va a ser padre por cuarta vez, gracias a una madre de alquiler, y lo haga diciendo literalmente que él y su pareja «están embarazados».
En medio de todos estos «nuevos» discursos, que en definitiva no hacen sino prorrogar las asimetrías de género, me temo que los hombres continuamos sin saber muy bien cómo asumir las responsabilidades de las que habitualmente huimos. Más allá del «postureo» con el que solemos mostrar a los demás lo buenos padres que somos. Ante esta exhibición, no puedo evitar en muchas ocasiones la sensación de que seguimos dando vueltas alrededor del mismo bucle, entre otras cosas porque no nos conviene salir de él.
Durante las semanas de confinamiento no faltaron análisis de los singulares problemas que una situación como la vivida pudo plantear en familias con progenitores divorciados y cuyos hijos estuvieran bajo un régimen singular de custodia o de visitas. También fueron muy frecuentes las noticias y los debates sobre cómo continuar el curso escolar con los colegios cerrados. Gracias a las nuevas tecnologías, y la dedicación de tantos maestros y maestras, se desarrollaron todo tipo de estrategias para que las consecuencias fueran lo menos negativas posibles. Esta situación obligó a los progenitores a dedicar mucho más tiempo a los hijos y a las hijas, a implicarse con sus tareas escolares de manera mucho más constante y, por supuesto, a inventar todo tipo de actividades que les hicieran mucho más llevadero el encierro. Es curioso observar cómo unos sujetos, que en condiciones normales no están en el punto de mira de la política o de la atención pública, han ocupado un lugar preferente en una situación extraordinaria. Debería hacernos pensar cómo las personas que habitualmente no cuentan en la agenda política, los menores y los mayores, situados en los márgenes del sistema, han ido ganando el espacio que nunca debieron perder. Y creo que este salto, que ojalá se traduzca en una trasformación permanente de las políticas públicas y de nuestras propias vidas, nos dice mucho sobre la necesidad de cambiar un modelo de convivencia en el que hemos dado prioridad justamente a todos esos valores que antes identificábamos con la masculinidad. Es decir, la productividad, la acción, la competitividad, el éxito traducible en términos monetarios, el ocio entendido como satisfacción inmediata de los deseos, el ritmo acelerado al que nos somete un sistema en el que, ya sabemos lo que dice el dicho popular y homófobo, «maricón el último». Un modelo en el que todos y todas, pero muy especialmente nosotros, habíamos ido situando en un lugar muy secundario precisamente todas esas dimensiones de la vida que esta crisis ha hecho más visibles, incluidas las personas que, por no ser productivas, por necesitar al contrario especiales cuidados, entendíamos que podían ser incluso un estorbo. Todo ello acrecentado por unas políticas públicas poco atentas a las necesidades de estos colectivos, mucho menos en los últimos años de crisis del Estado Social, y por una lógica, la del mercado, que expulsa a las afueras todo aquello que no aporte productividad o riqueza. Esta situación, que ha sido y es especialmente evidente en el caso de las personas mayores, también se ha reflejado en las menores de edad, unos sujetos a los que el Derecho no considera ciudadanos «completos», aunque el ordenamiento les reconozca, como no podía ser de otra manera, determinados derechos.
La improvisada, escasamente pensada y coordinada, vuelta al cole en septiembre ha sido un ejemplo más de que ni la infancia, ni lamentablemente la educación, parecen estar en la primera línea de la agenda de nuestros representantes. Una centralidad que requiere inversión presupuestaria para el sustento continuado de los recursos materiales y sobre todo humanos sin los que los procesos educativos no dan sus frutos. A lo que habría que sumar el impulso político que conlleva entender que la escuela juega en la democracia un papel esencial en la construcción de una ciudadanía comprometida con lo común. De ahí que, por ejemplo, una medida como reducir el número de alumnado por aula no debiera entenderse solo como una respuesta a la emergencia sanitaria, sino como el presupuesto de una enseñanza basada en la interacción democrática. Este horizonte implica no perder de vista el papel de la escuela como primera institución en la que los niños y las niñas se relacionan con otros y con otras, empiezan a desplegar habilidades sociales y se abren a otras realidades no tan uniformes como las familiares. Incluso como ámbito, y aunque a los padres y las madres nos resulte a veces doloroso aceptarlo, en el que empiezan a romper con lo heredado, o tienen la oportunidad de hacerlo. Todas ellas experiencias esenciales que lamentablemente no se pueden vivir a través de la enseñanza online. Pensemos, por tanto, en las enormes dificultades, por no decir imposibilidad, de desarrollar estrategias coeducativas sin un aula en la que niños y niñas puedan dialogar e incluso entrar en conflicto.
Ello no quiere decir, lógicamente, que como padres y madres nos hayamos desentendido de nuestros hijos, los hayamos arrinconado o no los hayamos tenido presentes en nuestras decisiones. En los últimos años estamos asistiendo a una serie de fenómenos, a veces incluso contradictorios entre sí, que revelan hasta qué punto la maternidad, pero también la paternidad, siguen generando debates intensos y, en gran parte, siguen siendo herederos de estereotipos, prejuicios y hasta mitos. En este sentido, y por mucho que los ordenamientos jurídicos hayan plasmado significativos avances en materia de autonomía reproductiva, de conciliación o de diversidad de modelos familiares, el hecho de tener hijo continúa siendo una carga fundamentalmente para las mujeres. Muy especialmente en todo lo relacionado con sus oportunidades laborales y profesionales, pero también en cuanto al peso de una cultura que sigue identificando en gran medida la identidad femenina con el hecho de ser madre y con las singulares exigencias que se les siguen planteado a ellas en cuanto al cumplimiento riguroso de ese rol. Unas exigencias que en muchos casos acaban generando sentimientos contradictorios, de culpa incluso, ante lo complicado que resulta para una mujer hacer compatibles sus proyectos de realización en otras esferas con la maternidad. Dificultades que los hombres no sentimos o, como mínimo, no de la misma manera y con la misma intensidad que ellas.
Los relatos sobre la maternidad, que han sido tan poco frecuentes en la cultura más allá del modelo tradicional de la madre abnegada, se han sido haciendo cada vez más plurales. Afortunadamente empieza a ser más habitual que haya mujeres que reconozcan que no quieren ser madres o que incluso se arrepienten de serlo, o que no tienen ningún empacho en declarar que son «malas» madres. También es cierto que, de manera muy sorprendente, estamos asistiendo en los últimos tiempos a un renacimiento del discurso más tradicional en ciertos sectores, de la defensa del lugar central de la mujer en la familia y en los cuidados, de exaltación de una vivencia completa y entregada en el ejercicio de la maternidad. Pensemos, por ejemplo, en cómo el tema de la lactancia materna se ha convertido en una auténtica cruzada para algunas mujeres. Por lo tanto, vemos que en el caso de las madres perduran las tensiones de siempre, a las que se añaden otras nuevas, al margen de que, como revelan los datos socioeconómicos de los últimos años y antes apuntaba, los mayores niveles de pobreza los sufren las madres solas. Todo ello, además, en el contexto de una crisis demográfica como la que está viviendo nuestro país y de la que, en muchos casos, parece que se responsabiliza a las mujeres por no querer sacrificar su trayectoria profesional. Una balanza en la que habitualmente no se nos coloca a los hombres.
Los debates en torno a la paternidad circulan por derroteros completamente distintos. A nivel político y jurídico, ha sido central en los últimos años la propuesta de ampliación del permiso de paternidad, una batalla que en nuestro país ha liderado la Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción (PPiiNA) y que finalmente se ha traducido en una reforma que acabará en 2021 equiparando el permiso de manera plena con el de maternidad. Es decir, los hombres podremos disfrutar de un permiso de dieciséis semanas. Todo ello siempre que los recursos públicos lo permitan, y sin olvidar que la medida ha generado una gran polémica, sobre todo entre aquellas mujeres/madres que defienden que lo que habría que garantizar es que ellas tuvieran unos permisos de maternidad más largos y en mejores condiciones. No entiendo por qué ambos objetivos no pueden ser compatibles, sobre todo si pensamos en el efecto positivo que el permiso de paternidad obligatorio e intransferible puede tener en disminuir la discriminación que las mujeres sufren en el mercado de trabajo. Los permisos parentales, más allá de los efectos que también tendrán en la vida particular de cada padre y de cada familia, han de contribuir a que mujeres y hombres podamos ejercer una igual ciudadanía, sin que el hecho de tener hijos se traduzca en un lastre y sin que el Derecho ampare soluciones que vuelvan a esencializar el rol de ellas.
Más allá del debate generado por esta medida, y de lo mucho que en los últimos años se ha hablado de la necesaria corresponsabilidad, también estamos asistiendo a un protagonismo creciente de los «nuevos» padres en los medios, en la publicidad y en el imaginario colectivo. Unos padres que, frente a los de otras generaciones, aparecen como cariñosos, cuidadosos y presentes. La mayoría de ellos impecables desde el punto de vista físico y estético, y que parecen sacados de un anuncio con el que vender productos para niños. Unos padres que reconocen cuánto les ha permitido cambiar sus esquemas la paternidad, cómo gracias a ella han empezado a revisar su masculinidad y hasta qué punto esa vivencia más responsable y entregada les hace tipos más felices. No han faltado manuales para ayudarnos en esa, al parecer complicada, tarea de ser un padre 10. La atención pública que merecen estos padres, que en la mayoría de los casos no hacen sino cumplir con las obligaciones que nos corresponden y que tradicionalmente no hemos atendido, o no al menos con la misma intensidad y dedicación que las madres, nos sitúa de nuevo en el más absoluto de los protagonismos y potencia esa aureola de heroísmo que siempre acompaña a la masculinidad. Lo único que nos queda por exigir es que nos den a final de mes una medalla, o algún tipo de reconocimiento, por cumplir con nuestro rol de padres presentes. Es decir, me temo que, en muchos casos, no en todos obviamente, la paternidad está siendo de nuevo una coartada para reforzar nuestro brillo público y para subrayar la relevancia masculina, siempre necesitada de reafirmarse ante los demás. Todo ello sin que hayamos resuelto las grandes cuestiones sociales y económicas que tienen que ver con cómo organizamos nuestras vidas para que sea posible compatibilizar trabajo, tiempo propio y familia. Un triángulo cuyos lados está desequilibrados en perjuicio de las mujeres, tal y como se ha vuelto a demostrar en el contexto de la crisis provocada por la COVID-19.
Por lo tanto, si tenemos en cuenta todo lo anterior y lo contrastamos con las experiencias que padres y madres pudimos vivir en las semanas de confinamiento, y sobre todo si no perdemos de vista las consecuencias económicas que ya estamos sufriendo, no creo que sean suficientes los pasos dados por algunos hombres. Es decir, no creo que baste con que hayamos aprendido lo que supone cuidar de un hijo, acompañarlo en sus procesos educativos, estar presentes de manera constante y no solo en los momentos más positivos o, en general, ser corresponsables en cuanto a las decisiones que nos exigen y asumir también las cargas (de tiempo, de trabajo) que supone atenderlos. Más allá de esos cambios personales, es urgente una transformación de nuestro modelo de sociedad en el que, por ejemplo, los tiempos que dedicamos a todas esas tareas se conviertan en los centrales, alrededor de los cuales giren los demás y sean los que sirvan para articular nuestros ritmos de trabajo y, en general, de vida pública. Y ello exige cambios políticos, sociales y económicos. Una apuesta radical por cambiar la organización del trabajo, los horarios de nuestras ciudades, incluso los métodos y los tiempos de un sistema educativo que parece diseñado más en función de nuestras prioridades que de las de los niños y las niñas. Pensemos en como todavía no hemos conseguido desterrar del todo de nuestro lenguaje un concepto como el de «guardería».
No han faltado en estos meses propuestas de soluciones imaginativas, como, por ejemplo, articular las jornadas y los horarios escolares en distintos turnos, reducir la jornada laboral o reconocer permisos individuales y retribuidos. Lo que faltan son iniciativas políticas capaces de desarrollarlas y de sostenerlas en el tiempo. Como suele ser habitual cuando hablamos de igualdad, sigue sobrando voluntad y sigue faltando plasmación concreta en la Ley de Presupuestos. La corresponsabilidad continuará siendo una entelequia mientras que desde lo público no se impongan medidas obligatorias y se eliminen los obstáculos, con independencia de que cada uno de nosotros inicie o continúe un proceso de revisión personal.
Me imagino que este paréntesis para tantas cosas –que se fue extendiendo más allá de la primavera hasta llegar a un verano y a un otoño atípicos–, en el que hemos tenido más tiempo para compartir con nuestros hijos e hijas, nos hemos esforzado en que no se aburran, no se vengan abajo o no pierdan su ritmo de estudios, nos habrá enseñado muchas lecciones sobre cómo deberíamos actuar, después de que pase esta crisis sanitaria, para convertirnos en unos padres presentes y corresponsables. No solo desde el punto de vista de lo que suponen determinadas actividades, sino también, por ejemplo, de lo que la paternidad debería implicar desde lo emocional, desde los puentes que hay que ir creando con unas criaturas que también piensan, sienten, sueñan y tienen mil dudas e inquietudes. No soy de los que creen que un padre tenga que ser una especie de colega de sus descendientes, ni que haya que renunciar a una bien entendida autoridad en determinados momentos, pero sí que deberíamos construir nuestra relación con ellos desde claves de afecto y empatía. Es decir, deberíamos evitar dar lecciones, aunque es evidente que en ocasiones tendremos que ejercer esa autoridad (compartida siempre con las madres) y, al tiempo, aprender a abrir posibilidades, a generar espacios más confortables y menos rígidos. Seguramente en los días de encierro nuestros hijos y nuestras hijas nos vieron agobiados, cabreados, incapaces de responder a las muchas dudas que nos planteaban. Incluso dubitativos, tristes, con cambios de humor. Es decir, nos han podido ver tan humanos como ellos y como ellas. Este podría ser un primer paso para empezar a vivir la paternidad de otra manera: bajándonos de nuestro pedestal de superhéroes, de individuos que lo controlamos todo, que tenemos respuestas para cualquier interrogante, que no somos ni miedosos ni cobardes, que siempre estamos dispuestos para el combate y la acción. Quizás si nuestros hijos y nuestras hijas empezaran a vernos como se- res tan vulnerables como ellos comenzarían a establecer con nosotros otro tipo de lazos, al tiempo que a nosotros nos permitiría vivir mucho más relajados, con me- nos presiones absurdas y más cercanos a la pequeña gran felicidad que podemos disfrutar en familia. Lo cual pasa también, es evidente, o debería serlo, por no menospreciar la humanidad de quienes están despertando a la vida y a quienes con demasiada frecuencia tratamos de manera paternalista e hiperprotectora. De hecho, una encuesta realizada durante la pandemia por la Asociación Promundo y la Fundación Kering entre padres norteamericanos, y publicada con el sugerente título «Estar en casa con los hijos. Fomentar una masculinidad saludable en tiempos de cambio», revela que los chicos siguen sufriendo enormes presiones para adherirse a los estereotipos masculinos. Las expectativas a las que tratan de amoldarse, para ser hombres de verdad, se vuelven más restrictivas a medida que crecen, sobre todo cuando llegan a la preadolescencia. Es alarmante observar cómo determinadas cualidades, tales como ser emocionalmente fuerte o no mostrar miedo y debilidad, continúan siendo las más valoradas entre los padres, pero lo es todavía más comprobar que, en paralelo, los chicos siguen huyendo de la expresión de determinadas emociones. Ante cualquier problema, ellos acudirían antes a internet o a la red de amigos que a sus padres, y por supuesto siguen encontrando un mayor apoyo emocional en sus madres. Ante estas evidencias, el estudio finaliza con una serie de recomendaciones que todos deberíamos tener en cuenta: ser honestos con lo que sentimos y hablar abiertamente de nuestros miedos o indecisiones; aprovechar más el tiempo que pasamos con nuestros hijos para conversar con ellos, generando espacios y ambientes en los que empiecen a contarnos sus inquietudes y malestares, sin juzgarlos, mostrándoles que es sano pedir ayuda y que no lo es mostrarse siempre fuertes.
Seguramente a muchos la experiencia del incierto y confuso 2020 os habrá servido para calibrar en su justa medida las cargas que supone ser padre, sin que ello suponga menospreciar ni mucho menos lo mucho que de positivo un hijo o una hija aporta a la vida de un ser humano. No tengo ninguna duda de que quienes pudisteis pasar las semanas de confinamiento con vuestros hijos sentisteis un abrazo emocional que a otros muchos les habrá faltado. Ello no significa que sin hijos uno no pueda ser feliz, de la misma manera que se puede serlo sin vivir en pareja, pero sí que es cierto que, sobre todo en momentos de crisis, el ser parte de un proyecto compartido ayuda a no verlo todo tan negro y a mirar hacia adelante.
Porque de alguna manera cuando tienes hijos o hijas tu mirada necesariamente se traslada hacia la vida que habrán de vivir ellos y ellas, hacia el futuro que les estamos construyendo. Todo cobra una dimensión hacia su porvenir, de manera que el presente pierde ese valor absoluto que tanto nos condiciona.
Octavio se define como
Hombre en proceso de ser feminista, padre imperfecto y constitucionalista heterodoxo. Bloqueo a quien insulte, descalifique o actúe como un bárbaro.
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