Ya te lo decíamos el domingo pasado: ¡Qué grandes días los domingos! Empeñados en la distribución de otras narrativas sobre lo que es ser padre y en paternidades, hoy #mesPADRE se viste de largo con las palabras de nuestro querido Adrian Acordellat (Un papá en Prácticas). Tenemos mucho que leer muchachos y mucho mucho por escribir también.
En el nombre de Karl Ove Knausgard
La literatura de maternidad se ha abierto hueco en los últimos años en España con el empuje del movimiento feminista y la concepción de un nuevo concepto de “maternidad” que, como explica Esther Vivas en Mamá desobediente, una mirada feminista a la maternidad, ha roto con la imposición del patriarcado pero también con esa maternidad neoliberal en la que “la crianza prácticamente se supedita al empleo y al mercado”. Una vía intermedia, revolucionaria a su modo, que plantea una alternativa porque, sin la imposición que durante siglos ha supuesto la institución materna, se elige vivir y sentir libremente.
Hoy hay decenas de títulos, la mayoría enmarcados en el género de la autoficción, denostado hasta hace no tanto y ahora afortunadamente revitalizado en su mayoría por escritoras, que abordan la maternidad en toda su extensión, en sus luces y en sus sombras, en su más profunda ambivalencia.
Como no podía ser de otra forma los padres vamos décadas por detrás en ese campo. Nunca nos interesó la paternidad, siempre nos pareció una tarea de segunda, cuando no de tercera, y por lo tanto no merecía ser escrita. En el momento en el que los padres empezamos a asumir nuestra cuota de responsabilidad, a querer ser, estar y participar de la crianza de nuestros hijos, era inevitable que la experiencia se tradujese en literatura porque la paternidad y los hijos son una fuente inagotable de historias, de sentimientos encontrados, de un amor tan grande, tan intenso y tan agotador que merece ser plasmado en las páginas de un libro.
Ahí están libros como El padre infiel, de Antonio Scurati, que nos muestran a un padre aún en tránsito hacia la redefinición del concepto de padre, perdido, desorientado. “Nosotros, padres neófitos cuarentones que, entre los escasos árboles de los jardines Sergio Ramelli, perseguíamos a nuestros hijos en juegos cuyas reglas ya no podíamos establecer, estábamos completamente desprovistos de equipación. Nos enfrentábamos con las manos desnudas a la tarea de educar, sin más herramientas que nuestras virtudes y nuestros vicios de hombres, nuestro instinto animal, nuestra desnuda personalidad de seres vivos. Improvisábamos. Cada vez que la pelota rodaba lejos nos veíamos obligados a reinventar, cada uno por su cuenta, el arquetipo paterno”, reflexiona Glauco Revelli, el inmortal protagonista creado por Scurati.
O personajes como Lucas Pereyra, igual de perdido que Revelli, pero con quien el escritor argentino Pedro Mairal da un paso más. Pereyra, casualidades de la vida, también es escritor y, como tal, como dueño de un trabajo que permite flexibilidad horaria, el que se encarga del cuidado de su hijo, de esa difícil y tan poco valorada tarea que es pasar 24 horas al día con un niño, en una sucesión infinita de días iguales. Se queja Lucas Pereyra de ello. Necesita escapar por momentos. Se nota que Mairal es padre, que sabe de lo que habla, aunque su personaje le caiga antipático por tanta queja, por tanta frustración.
“Tener hijos te modifica algo en el cerebro, es como un estrés postraumático, no dormís bien nunca más, incluso cuando tienen 19, hasta que no llegan a la madrugada de su fiesta, no dormís tranquilo. El terremoto es íntimo, de la piel para adentro, y también alrededor. Pero si volviera a vivir lo volvería a hacer, porque vale la pena. Los hijos te destruyen la vida y eso está bien (no era tan importante tu caprichosa vida, de todos modos), ellos construyen su vida arriba de la tuya. Respeto que muchos no quieran saber nada con tener hijos. A mí me mantiene despierto y asombrado”, me decía recientemente en una entrevista que tuve el honor de hacerle.
Fue precisamente el escritor argentino el que me puso en el camino de Karl Ove Knausgard, concretamente del segundo volumen de su demencial proyecto biográfico Mi lucha. “El autor noruego Knausgard habla en Un hombre enamorado de cómo cuidar a los hijos lo hace sentir asexuado, fuera de carrera, vacío, empujando el carrito de bebé”, me dijo Mairal. Me hice con el libro inmediatamente, claro. Al parecer hay mucha paternidad en todos los volúmenes de su biografía, pero en este tomo lo acapara todo. 627 páginas en las que me he sentido Knausgard, tan cercano a él, tan mimetizado con su persona, con sus miedos, inseguridades, anhelos, sentimientos y vivencias paternas (qué manera de narrar la paternidad, sus recovecos, su ambivalencia), que me ha llegado a dar miedo.
Hasta he creído ver a Diana, mi mujer, en Linda, la mujer de Karl Ove Knausgard. Y a Mara, mi hija, en Vanja, su hija mayor. No pude reprimirme y tuve que leerle a Diana varios fragmentos de la novela: “Coño, somos tú y yo, Diana. Es nuestra vida. Nuestro día a día. Lo ha escrito un tipo noruego. ¡En Suecia!”.
¿Cómo es posible eso? ¿Qué un escritor noruego escriba desde Suecia sobre una vida que podría ser la de un tipo como yo? ¿Cómo es posible que Knausgard me haya hecho sentir como parte de su familia y viceversa, como si él formara parte de la mía? La respuesta está en la literatura, pero también en la paternidad, que nos iguala a todos cuando nos implicamos en ella, cuando la disfrutamos y la sufrimos, cuando pasamos el tiempo suficiente con nuestros hijos para llegar a sentir la ambivalencia que tan bien han narrado las madres.
Estoy seguro de que algún día, cuando los padres, de forma generalizada, vivamos la paternidad con la intensidad y la implicación que merece la experiencia, Knausgard y su Mi lucha serán a la paternidad lo que obras como El nudo materno de Jane Lazarre han sido a la maternidad. Al tiempo.
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