Garabatos

Tengo la sensación de que hace apenas unos días que M. empezó a escribir su nombre, y a preguntarnos cómo se escribían los nuestros (y los de la mayoría de sus personas cercanas: aún recuerdo cuando hizo una lista inacabable de toda la gente que quería que fuera a su cumpleaños). Y, casi sin darme cuenta, ha empezado a hacerlo solo, sin pedirnos ayuda. O más bien, a transcribir (de momento, literalmente) la forma en la que pronuncia las palabras.
Empezó, lógicamente, escribiendo palabras sueltas, más o menos al mismo ritmo que aprendió a leerlas. La mecánica que usa, en ambos casos, es la misma: traducir cada letra a su equivalente sonoro (o viceversa). Poco a poco ha ido cogiendo más agilidad, y se ha ido atreviendo a construir frases cada vez más elaboradas.
Hasta que, hace apenas unos días, su madre y yo decidimos sentarnos a escribir con él una carta a Papá Noel. Como su carta a los Reyes consiste en una serie de dibujos de los juguetes que quiere pedir, le pedí que, esta vez, lo escribiera con sus propias palabras. Que no lo tradujera gráficamente.
Cuál fue mi sorpresa cuando le vi empezar a garabatear frases completas sobre el papel. Todas seguidas, escritas fonéticamente, y por momentos sin espacios entre palabras, pero sin pedir ayuda (más que para preguntarme cómo se escribía la “ll” de “amarillo”).
Me quedé observándole, maravillado.
Hay ocasiones en las que, súbitamente, al mirar a M. me vuelvo a hacer consciente de que tengo un hijo. No porque no lo sepa, sino porque ya lo tengo normalizado, lo asumo como algo natural. Y es en esos momentos en los que mi cerebro produce un chispazo de reconocimiento cuando vuelvo a pensar: “Guau, pero si he tenido un hijo”.
Verle escribir aquella carta provocó uno de esos momentos. Como si, de pronto, me viera a mí mismo desde fuera, observando a M. con una sonrisa de orgullo en los labios.
No creo que haya nada en este mundo tan hermoso como ver crecer a tu hijo. Poder observar cómo se va convirtiendo, pasito a pasito, y con tu ayuda, en el adulto que algún día llegará a ser. Lo que no significa que, durante la crianza, no haya malos momentos, conflictos, dudas, temores, malhumores.. Pero siempre, por amargos que sean, quedan plenamente compensados por esos instantes mágicos, de conexión natural, puramente instintiva.
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Garabatos

Tengo la sensación de que hace apenas unos días que M. empezó a escribir su nombre, y a preguntarnos cómo se escribían los nuestros (y los de la mayoría de sus personas cercanas: aún recuerdo cuando hizo una lista inacabable de toda la gente que quería que fuera a su cumpleaños). Y, casi sin darme cuenta, ha empezado a hacerlo solo, sin pedirnos ayuda. O más bien, a transcribir (de momento, literalmente) la forma en la que pronuncia las palabras.
Empezó, lógicamente, escribiendo palabras sueltas, más o menos al mismo ritmo que aprendió a leerlas. La mecánica que usa, en ambos casos, es la misma: traducir cada letra a su equivalente sonoro (o viceversa). Poco a poco ha ido cogiendo más agilidad, y se ha ido atreviendo a construir frases cada vez más elaboradas.
Hasta que, hace apenas unos días, su madre y yo decidimos sentarnos a escribir con él una carta a Papá Noel. Como su carta a los Reyes consiste en una serie de dibujos de los juguetes que quiere pedir, le pedí que, esta vez, lo escribiera con sus propias palabras. Que no lo tradujera gráficamente.
Cuál fue mi sorpresa cuando le vi empezar a garabatear frases completas sobre el papel. Todas seguidas, escritas fonéticamente, y por momentos sin espacios entre palabras, pero sin pedir ayuda (más que para preguntarme cómo se escribía la “ll” de “amarillo”).
Me quedé observándole, maravillado.
Hay ocasiones en las que, súbitamente, al mirar a M. me vuelvo a hacer consciente de que tengo un hijo. No porque no lo sepa, sino porque ya lo tengo normalizado, lo asumo como algo natural. Y es en esos momentos en los que mi cerebro produce un chispazo de reconocimiento cuando vuelvo a pensar: “Guau, pero si he tenido un hijo”.
Verle escribir aquella carta provocó uno de esos momentos. Como si, de pronto, me viera a mí mismo desde fuera, observando a M. con una sonrisa de orgullo en los labios.
No creo que haya nada en este mundo tan hermoso como ver crecer a tu hijo. Poder observar cómo se va convirtiendo, pasito a pasito, y con tu ayuda, en el adulto que algún día llegará a ser. Lo que no significa que, durante la crianza, no haya malos momentos, conflictos, dudas, temores, malhumores.. Pero siempre, por amargos que sean, quedan plenamente compensados por esos instantes mágicos, de conexión natural, puramente instintiva.
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Boolino Book (2): María y la Navidad

Uno de los aspectos más maravillosos de la paternidad es que te permite reencontrarte con la magia de las fechas navideñas a unos niveles que prácticamente ni recordabas. A través de la ilusión reflejada en los ojos de un niño, decorar un árbol de Navidad, abrir cada día un calendario de adviento o incluso ir a una cabalgata de Reyes se redimensiona, se enriquece.
Así que me hacía especial ilusión que Gemser nos enviara un ejemplar de su libro María y la Navidadpersonalizado para M. No puedo llegar a describir su cara de ilusión cuando abrimos el paquete y no solamente descubrió su foto en la portada, sino que además reconoció su nombre en ella. Los ojos se le abrieron como platos, empezó a reír a carcajadas, cogió el libro y no lo quiso soltar hasta que nos fuimos a la cama, donde nos pidió que se lo leyéramos tanto mi mujer como yo.
La idea del libro personalizado es estupenda, sobre todo si, como es el caso de M., ya es capaz de reconocer su nombre y lo ve repetido (y, como es el caso, resaltado en un color diferente). Saberse protagonistas provoca en los niños una felicidad inenarrable.
El ejemplar en concreto que nos ocupa, María y la Navidad es, como su título apunta, indicadísimo para estas fechas, pues los textos de Berta García Sabatés van muy dirigidos a transmitirles a los pequeños el significado de las fiestas navideñas. En gran parte de las páginas se le pide algo de interacción al niño (una idea estupenda), pero en el resto se echa en falta por la (relativa) complejidad de los conceptos que se intentan transmitir, quizás algo complicados para los más pequeños.
Creo que es justo destacar, por su brillantez, las ilustraciones de Rosa María Curto. Me gustan especialmente los dibujos coloreados con acuarela, y la autora en cuestión utiliza, en mi opinión, muy bien la técnica, con unos resultados muy agradables y muy cálidos. El libro gana en presencia, de hecho, gracias al protagonismo que adquieren sus ilustraciones dentro de la maquetación.
Eso sí, hay que señalar que, a cambio de obtener un libro personalizado, con fotografía y textos (se puede incluir dedicatoria en la primera página) imprimidos en papel satinado de alta calidad, Gemser lo ofrece en formato de tapa blanda. No luce tanto como una tapa dura (M. insistía en que era una revista), pero en mi opinión, es una opción aceptable para no encarecer el producto.
En todo caso, creo que, por encima de todo, María y la Navidad es un regalo muy recomendable para las fechas en las que estamos inmersos. Es una forma excelente de convertir a los niños en máximos protagonistas, pero también de transmitirles, y sobre todo compartir con ellos, el sentido de las fiestas: lo facilitan, además, una serie de actividades complementarias que incluye, en las últimas páginas, el libro (¡M. está deseando hacer las galletas navideñas!).
Autoras: Berta García Sabatés (textos), Rosa M. Curto (ilustraciones)
Editorial: Gemser Libros Personalizados
Formato: Tapa blanda
Páginas: 36
Edad: 3-6
Precio: 22,83 €
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Boolino Book (2): María y la Navidad

Uno de los aspectos más maravillosos de la paternidad es que te permite reencontrarte con la magia de las fechas navideñas a unos niveles que prácticamente ni recordabas. A través de la ilusión reflejada en los ojos de un niño, decorar un árbol de Navidad, abrir cada día un calendario de adviento o incluso ir a una cabalgata de Reyes se redimensiona, se enriquece.
Así que me hacía especial ilusión que Gemser nos enviara un ejemplar de su libro María y la Navidadpersonalizado para M. No puedo llegar a describir su cara de ilusión cuando abrimos el paquete y no solamente descubrió su foto en la portada, sino que además reconoció su nombre en ella. Los ojos se le abrieron como platos, empezó a reír a carcajadas, cogió el libro y no lo quiso soltar hasta que nos fuimos a la cama, donde nos pidió que se lo leyéramos tanto mi mujer como yo.
La idea del libro personalizado es estupenda, sobre todo si, como es el caso de M., ya es capaz de reconocer su nombre y lo ve repetido (y, como es el caso, resaltado en un color diferente). Saberse protagonistas provoca en los niños una felicidad inenarrable.
El ejemplar en concreto que nos ocupa, María y la Navidad es, como su título apunta, indicadísimo para estas fechas, pues los textos de Berta García Sabatés van muy dirigidos a transmitirles a los pequeños el significado de las fiestas navideñas. En gran parte de las páginas se le pide algo de interacción al niño (una idea estupenda), pero en el resto se echa en falta por la (relativa) complejidad de los conceptos que se intentan transmitir, quizás algo complicados para los más pequeños.
Creo que es justo destacar, por su brillantez, las ilustraciones de Rosa María Curto. Me gustan especialmente los dibujos coloreados con acuarela, y la autora en cuestión utiliza, en mi opinión, muy bien la técnica, con unos resultados muy agradables y muy cálidos. El libro gana en presencia, de hecho, gracias al protagonismo que adquieren sus ilustraciones dentro de la maquetación.
Eso sí, hay que señalar que, a cambio de obtener un libro personalizado, con fotografía y textos (se puede incluir dedicatoria en la primera página) imprimidos en papel satinado de alta calidad, Gemser lo ofrece en formato de tapa blanda. No luce tanto como una tapa dura (M. insistía en que era una revista), pero en mi opinión, es una opción aceptable para no encarecer el producto.
En todo caso, creo que, por encima de todo, María y la Navidad es un regalo muy recomendable para las fechas en las que estamos inmersos. Es una forma excelente de convertir a los niños en máximos protagonistas, pero también de transmitirles, y sobre todo compartir con ellos, el sentido de las fiestas: lo facilitan, además, una serie de actividades complementarias que incluye, en las últimas páginas, el libro (¡M. está deseando hacer las galletas navideñas!).
Autoras: Berta García Sabatés (textos), Rosa M. Curto (ilustraciones)
Editorial: Gemser Libros Personalizados
Formato: Tapa blanda
Páginas: 36
Edad: 3-6
Precio: 22,83 €
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#siloshombreshablasen: Una cuestión de tiempo

Me permitirá el lector empezar con una afirmación que sonará, seguramente, excéntrica. Una cuestión de tiempo no habla sobre viajes temporales. Vale, su protagonista se traslada en el tiempo. Y altera, de forma consecutiva, y a veces algo caótica, algunos acontecimientos más o menos trascendentales de su vida. Pero no es, en realidad, lo que Richard Curtis nos está contando.

(Leer el resto del texto en la web de #Siloshombreshablasen…)

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#siloshombreshablasen: Una cuestión de tiempo

Me permitirá el lector empezar con una afirmación que sonará, seguramente, excéntrica. Una cuestión de tiempo no habla sobre viajes temporales. Vale, su protagonista se traslada en el tiempo. Y altera, de forma consecutiva, y a veces algo caótica, algunos acontecimientos más o menos trascendentales de su vida. Pero no es, en realidad, lo que Richard Curtis nos está contando.

(Leer el resto del texto en la web de #Siloshombreshablasen…)

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Cinismo institucionalizado

No hace mucho leí un texto escrito por un (supuesto) padre reciente que hablaba, en negativo, de lo que él calificaba como “la épica individual de la crianza”, acusaba a los progenitores de su misma generación de adorar a sus hijos “como a un Dios” (sic) y afirmaba asistir “con espanto al dictado infantil de las decisiones adultas”.

Reconozco que, tras todos esos exabruptos, había alguna reflexión interesante, incluso acertada, pero absolutamente anegada en una insostenible superioridad moral, un egocentrismo tan supino (y tan supremo) como para que el autor se atreviera a adjudicarse una visión mucho más clara, más diáfana, de la paternidad, sólo por el hecho de aplicar sobre la misma una visión radicalmente cínica.
El problema, sin embargo, no está en el propio artículo. Si no en que es síntoma de algo más grave: la rapidez con la que determinada visión cínica, distanciada, sobre la paternidad se está abriendo paso en nuestra sociedad.
Vivimos en un entorno que cada vez se ha hecho más individualista. Más egoísta. Así que la experiencia de tener un hijo, de volcarte en él e incluso de romper con tu estilo de vida anterior para cuidarlo, choca frontalmente con el hedonismo aburguesado al que nos ha acostumbrado la sociedad de consumo contemporáneo. Si nosotros, como individuos, estamos convencidos de ser el centro absoluto del universo, ¿por qué deberíamos abandonarlo todo y volcarnos en el cuidado de otro ser humano?
Según las teorías del filósofo Zygmunt Bauman (autor de la noción de la sociedadlíquida), en el mundo actual, las relaciones se miden en términos de coste y beneficio, así que el desarraigo afectivo, la capacidad de distanciarse de los demás, se considera una condición indispensable de éxito individual. ¿Dónde encaja, dentro de ese esquema de comportamiento moral y sentimental absolutamente económico, la experiencia de la paternidad?
No lo hace, pura y simplemente.
No hace falta más que sostener a un bebé en brazos (ni siquiera hace falta que sea tuyo) para darse cuenta de su fragilidad, de su necesidad de cuidados, de atención constante. Que un niño crezca y se sostenga en pie, se alimente y se vista solo, no significa que pierda su condición frágil. Al contrario. Necesita tanta (incluso más) ayuda, apoyo y comprensión respecto a cuando acababa de salir del vientre de su madre.
Que se nos den todas las facilidades del mundo, e incluso se incentive, que pasemos tiempo sin hijos, sumergidos en nuestra individualidad (de ahí esa proliferación de guarderías dentro de los centros comerciales), indica hasta qué punto los niños resultan molestos dentro del esquema egocentristade nuestra sociedad de consumo.
Me horroriza, a nivel personal, imaginar la sensación de desprotección, de abandono, que puede tener el (supuesto) hijo del autor del artículo antes mencionado si la experiencia no altera esa visión tan cínica de su papel como padre. Nuestros hijos no deberían recibir los daños colaterales de nuestras limitaciones, ni de nuestros traumas personales. Al contrario: deberían empujarnos a superarlos.
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Cinismo institucionalizado

No hace mucho leí un texto escrito por un (supuesto) padre reciente que hablaba, en negativo, de lo que él calificaba como “la épica individual de la crianza”, acusaba a los progenitores de su misma generación de adorar a sus hijos “como a un Dios” (sic) y afirmaba asistir “con espanto al dictado infantil de las decisiones adultas”.

Reconozco que, tras todos esos exabruptos, había alguna reflexión interesante, incluso acertada, pero absolutamente anegada en una insostenible superioridad moral, un egocentrismo tan supino (y tan supremo) como para que el autor se atreviera a adjudicarse una visión mucho más clara, más diáfana, de la paternidad, sólo por el hecho de aplicar sobre la misma una visión radicalmente cínica.
El problema, sin embargo, no está en el propio artículo. Si no en que es síntoma de algo más grave: la rapidez con la que determinada visión cínica, distanciada, sobre la paternidad se está abriendo paso en nuestra sociedad.
Vivimos en un entorno que cada vez se ha hecho más individualista. Más egoísta. Así que la experiencia de tener un hijo, de volcarte en él e incluso de romper con tu estilo de vida anterior para cuidarlo, choca frontalmente con el hedonismo aburguesado al que nos ha acostumbrado la sociedad de consumo contemporáneo. Si nosotros, como individuos, estamos convencidos de ser el centro absoluto del universo, ¿por qué deberíamos abandonarlo todo y volcarnos en el cuidado de otro ser humano?
Según las teorías del filósofo Zygmunt Bauman (autor de la noción de la sociedadlíquida), en el mundo actual, las relaciones se miden en términos de coste y beneficio, así que el desarraigo afectivo, la capacidad de distanciarse de los demás, se considera una condición indispensable de éxito individual. ¿Dónde encaja, dentro de ese esquema de comportamiento moral y sentimental absolutamente económico, la experiencia de la paternidad?
No lo hace, pura y simplemente.
No hace falta más que sostener a un bebé en brazos (ni siquiera hace falta que sea tuyo) para darse cuenta de su fragilidad, de su necesidad de cuidados, de atención constante. Que un niño crezca y se sostenga en pie, se alimente y se vista solo, no significa que pierda su condición frágil. Al contrario. Necesita tanta (incluso más) ayuda, apoyo y comprensión respecto a cuando acababa de salir del vientre de su madre.
Que se nos den todas las facilidades del mundo, e incluso se incentive, que pasemos tiempo sin hijos, sumergidos en nuestra individualidad (de ahí esa proliferación de guarderías dentro de los centros comerciales), indica hasta qué punto los niños resultan molestos dentro del esquema egocentristade nuestra sociedad de consumo.
Me horroriza, a nivel personal, imaginar la sensación de desprotección, de abandono, que puede tener el (supuesto) hijo del autor del artículo antes mencionado si la experiencia no altera esa visión tan cínica de su papel como padre. Nuestros hijos no deberían recibir los daños colaterales de nuestras limitaciones, ni de nuestros traumas personales. Al contrario: deberían empujarnos a superarlos.
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#siloshombreshablasen: El francotirador

Con la idea de refrescar El francotirador en mi memoria antes de sentarme a escribir sobre ella, decidí buscar algunas de sus escenas en YouTube. Sin embargo, con lo que me encontré fue con un puñado de montajes de sus secuencias bélicas, especialmente aquéllas que reconstruían la habilidad de su personaje principal, Chris Kyle (Bradley Cooper), con el rifle de francotirador.

(Leer el resto del texto en la web de #Siloshombreshablasen…)

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#siloshombreshablasen: El francotirador

Con la idea de refrescar El francotirador en mi memoria antes de sentarme a escribir sobre ella, decidí buscar algunas de sus escenas en YouTube. Sin embargo, con lo que me encontré fue con un puñado de montajes de sus secuencias bélicas, especialmente aquéllas que reconstruían la habilidad de su personaje principal, Chris Kyle (Bradley Cooper), con el rifle de francotirador.

(Leer el resto del texto en la web de #Siloshombreshablasen…)

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¡Papá, no corras!

Supongo que me define como persona el hecho de que, hasta que tuvimos a M., no sentí una especial premura por sacarme el carnet de conducir. Nunca he sentido un especial interés por los coches, así que no lo hice cuando todo el mundo se lanza a ello, con la mayoría de edad (ni sentí la necesidad ni la curiosidad), y cuando uno se acostumbra a buscar otros recursos, a apoyarse en otras formas de transporte (o se casa con alguien que sepa conducir), acaba relativizando la necesidad de apuntarse a una autoescuela.
Hasta que, como ocurre con tantas cosas de la vida, un hijo pone patas abajo tu concepción del mundo.
Siempre me había considerado un buen copiloto, un complemento perfecto para mi mujer, con la que (creo) formaba un equipo bien engrasado que nos permitía desplazarnos en coche prácticamente a cualquier sitio, con eficacia. Algo que, lógicamente, se hizo imprescindible cuando nació M., y nos encontramos con la realidad de que viajar en transporte público cargados con todo lo necesario para el día a día de un bebé puede ser una locura.
Que me lo digan a mí, cuando tenía que atravesar Barcelona en transporte público para ir a visitar a mis padres (ya tenía calculada una ruta de transbordos que me llevaba por estaciones de metro con ascensor, por más que me hiciera perder algo de tiempo)…
Estaba claro que tenía que sacarme de una vez el carnet. A mis treinta y muchos años.
No tuve problema alguno con la teoría. Aprobé a la primera. Mi tortura empezó cuando empecé a hacer exámenes prácticos. La cuestión es que tengo un problema a la hora de controlar los nervios ante situaciones tensas. Se me disparan con mucha facilidad.
Cada vez me sentía peor. Más inseguro. Menos capaz de aprobar. Varias veces me planteé abandonar, si realmente estaba capacitado para conducir, pero todas y cada una de ellas mi mujer me animó a seguir adelante, a continuar luchando, a no dejarme vencer. Sobre todo, debido a una sencilla (y por entonces, aún pequeñita) razón: M.
Y aunque parecía imposible, llegó el día en que lo conseguí. Aprobé. Logré superar mis limitaciones, mis miedos, por puro amor hacia mi hijo… Y por el apoyo incondicional de su mamá.
La paternidad nos hace (o, al menos, debería hacernos) mejores de lo que somos. Nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos, a vernos en perspectiva, a crecer, y a superarnos a cada paso. A ser, como he dicho en alguna ocasión, una versión mejor, más madura y más centrada, de nosotros mismos.
Han pasado dos años y medio desde que me dieron el carnet, y he aprendido a disfrutar de la conducción. Pero de lo que más disfruto, sin lugar a dudas, es de poder llevar a M. arriba y abajo. Como un papi más, aunque eso suponga renunciar a una cierta parcela de excepcionalidad. ¿Acaso mi hijo no lo merece?
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¡Papá, no corras!

Supongo que me define como persona el hecho de que, hasta que tuvimos a M., no sentí una especial premura por sacarme el carnet de conducir. Nunca he sentido un especial interés por los coches, así que no lo hice cuando todo el mundo se lanza a ello, con la mayoría de edad (ni sentí la necesidad ni la curiosidad), y cuando uno se acostumbra a buscar otros recursos, a apoyarse en otras formas de transporte (o se casa con alguien que sepa conducir), acaba relativizando la necesidad de apuntarse a una autoescuela.
Hasta que, como ocurre con tantas cosas de la vida, un hijo pone patas abajo tu concepción del mundo.
Siempre me había considerado un buen copiloto, un complemento perfecto para mi mujer, con la que (creo) formaba un equipo bien engrasado que nos permitía desplazarnos en coche prácticamente a cualquier sitio, con eficacia. Algo que, lógicamente, se hizo imprescindible cuando nació M., y nos encontramos con la realidad de que viajar en transporte público cargados con todo lo necesario para el día a día de un bebé puede ser una locura.
Que me lo digan a mí, cuando tenía que atravesar Barcelona en transporte público para ir a visitar a mis padres (ya tenía calculada una ruta de transbordos que me llevaba por estaciones de metro con ascensor, por más que me hiciera perder algo de tiempo)…
Estaba claro que tenía que sacarme de una vez el carnet. A mis treinta y muchos años.
No tuve problema alguno con la teoría. Aprobé a la primera. Mi tortura empezó cuando empecé a hacer exámenes prácticos. La cuestión es que tengo un problema a la hora de controlar los nervios ante situaciones tensas. Se me disparan con mucha facilidad.
Cada vez me sentía peor. Más inseguro. Menos capaz de aprobar. Varias veces me planteé abandonar, si realmente estaba capacitado para conducir, pero todas y cada una de ellas mi mujer me animó a seguir adelante, a continuar luchando, a no dejarme vencer. Sobre todo, debido a una sencilla (y por entonces, aún pequeñita) razón: M.
Y aunque parecía imposible, llegó el día en que lo conseguí. Aprobé. Logré superar mis limitaciones, mis miedos, por puro amor hacia mi hijo… Y por el apoyo incondicional de su mamá.
La paternidad nos hace (o, al menos, debería hacernos) mejores de lo que somos. Nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos, a vernos en perspectiva, a crecer, y a superarnos a cada paso. A ser, como he dicho en alguna ocasión, una versión mejor, más madura y más centrada, de nosotros mismos.
Han pasado dos años y medio desde que me dieron el carnet, y he aprendido a disfrutar de la conducción. Pero de lo que más disfruto, sin lugar a dudas, es de poder llevar a M. arriba y abajo. Como un papi más, aunque eso suponga renunciar a una cierta parcela de excepcionalidad. ¿Acaso mi hijo no lo merece?
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Kriptonita para Superpapá

Hace una semana cogí una de esas amigdalitis intentísimas que te dejan en cama baldado, dolorido, con la garganta tan hinchada que ni puedes hablar ni casi comer (más allá de líquidos). Casi un guiñapo humano y quejumbroso, vamos.
Hablaba hace un tiempo sobre cómonos preocupamos los padres cuando nuestros hijos se ponen enfermos, pero hay otro tema por el que, demasiado a menudo, se pasa por encima: cómo reaccionan ellos cuando somos nosotros los que sufrimos algún tipo de malestar físico. Su visión de nosotros sigue siendo tan idealizada, tan pluscuamperfecta (nosotros seguimos siendo sus proveedoresprincipales), que en el momento en el que ven en nosotros una debilidad inesperada, se quedan desconcertados.
Me ha pasado otras veces en las que he caído presa de algún virus o similar: M. ni quiere acercarse a verme, ni a darme un beso. Y si lo hace, es con apresión, con incomodidad. Sin ganas.
Un padre (en general, una personal adulta y emocionalmente madura) no debería sentirse mal por una reacción semejante, por más que, en esa situación, sintamos una punzada de pena. Hay que ser conscientes que, para un niño, todo lo que sea una brecha en sus rutinas y, sobre todo, en todo lo que le hace sentirse seguro, le transmite desprotección.
Por eso a M. no le gusta ver derrotado a su Superpapá, ése que, cuando está en plena forma, nunca para, siempre está en movimiento, buscando fuerzas de donde sea para llevarle al fin del mundo… De hecho, cuando vio que no podía hablar, y que apenas me salía un hilo de voz a lo Vito Corleone, M. corrió a contárselo a su madre. Tanto le impresionó que me observaba atentamente cada vez que intentaba hablar, como intentando reconocer mi voz detrás de aquella especie de murmullo lastimero.
Día a día, me fui sintiendo mejor. Mi voz volvió. Y no nos podéis imaginar la sonrisa, la mirada de alivio, que dejó escapar M. cuando me escuchó hablar otra vez, más o menos, como una persona normal. Que pudiera leerle algunas páginas de uno de sus cuentos de antes de dormir, aunque fuera carraspeando sin parar, con una voz que iba menguando a medida que hablaba, le hizo increíblemente feliz. Como si hiciera una eternidad que no me veía.

Básicamente, porque su Superpapá había vuelto.

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Kriptonita para Superpapá

Hace una semana cogí una de esas amigdalitis intentísimas que te dejan en cama baldado, dolorido, con la garganta tan hinchada que ni puedes hablar ni casi comer (más allá de líquidos). Casi un guiñapo humano y quejumbroso, vamos.
Hablaba hace un tiempo sobre cómonos preocupamos los padres cuando nuestros hijos se ponen enfermos, pero hay otro tema por el que, demasiado a menudo, se pasa por encima: cómo reaccionan ellos cuando somos nosotros los que sufrimos algún tipo de malestar físico. Su visión de nosotros sigue siendo tan idealizada, tan pluscuamperfecta (nosotros seguimos siendo sus proveedoresprincipales), que en el momento en el que ven en nosotros una debilidad inesperada, se quedan desconcertados.
Me ha pasado otras veces en las que he caído presa de algún virus o similar: M. ni quiere acercarse a verme, ni a darme un beso. Y si lo hace, es con apresión, con incomodidad. Sin ganas.
Un padre (en general, una personal adulta y emocionalmente madura) no debería sentirse mal por una reacción semejante, por más que, en esa situación, sintamos una punzada de pena. Hay que ser conscientes que, para un niño, todo lo que sea una brecha en sus rutinas y, sobre todo, en todo lo que le hace sentirse seguro, le transmite desprotección.
Por eso a M. no le gusta ver derrotado a su Superpapá, ése que, cuando está en plena forma, nunca para, siempre está en movimiento, buscando fuerzas de donde sea para llevarle al fin del mundo… De hecho, cuando vio que no podía hablar, y que apenas me salía un hilo de voz a lo Vito Corleone, M. corrió a contárselo a su madre. Tanto le impresionó que me observaba atentamente cada vez que intentaba hablar, como intentando reconocer mi voz detrás de aquella especie de murmullo lastimero.
Día a día, me fui sintiendo mejor. Mi voz volvió. Y no nos podéis imaginar la sonrisa, la mirada de alivio, que dejó escapar M. cuando me escuchó hablar otra vez, más o menos, como una persona normal. Que pudiera leerle algunas páginas de uno de sus cuentos de antes de dormir, aunque fuera carraspeando sin parar, con una voz que iba menguando a medida que hablaba, le hizo increíblemente feliz. Como si hiciera una eternidad que no me veía.

Básicamente, porque su Superpapá había vuelto.

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Boolino Book (1): Cuentos con beso para las buenas noches

Desde que M. era muy pequeño, mi mujer y yo siempre hemos incentivado su relación con los libros. Hemos pasado muchas tardes con él en la biblioteca, rebuscando entre las lecturas más adecuadas para su edad, pero también hemos intentado que, en épocas de regalos, recibiera algún libro.
Y lo cierto es que siempre ha respondido muy bien a ello. Más allá del momento de intimidad que se crea cuando nos sentamos junto a él para contarle un cuento, a M. siempre le han fascinado las historias (en cualquier formato). De hecho, a medida que se ido haciendo mayor, hemos visto cómo intenta reconstruir los cuentos que ya conoce a partir de las ilustraciones, e incluso cómo empieza a elaborar historias en las que (de forma puramente instintiva, claro) utiliza estructuras de cuento.
Así que, cuando, a través de Madresfera, llegó a mis oídos la oferta de Boolino de reseñar algunos de sus libros infantiles, no dudé ni un momento en abrazar la oportunidad de abrir nueva sección en este blog con ese fin. Y la cara de felicidad de M. cuando llegó mi primera elección, Cuentos con beso paralas buenas noches, me hizo ver de inmediato que había sido una buena decisión.
La edición del libro, hay que reconocérselo a Alfaguara, es preciosa. El formato cuadrado (220 x 220 mm) es manejable y cómodo para llevar a la cama; el encuadernado parece sólido; y las (preciosas) ilustraciones de Almudena Aparicio llenan de color todas las páginas, haciéndolo muy atractivo para los niños.
Hay un total de 16 cuentos, de extensión y de estilo muy variado. Los textos se caracterizan por la imaginación y el sentido del humor de su autora, Vanesa Pérez-Sauquillo, lo que se complementa a la perfección con un cuidadísimo trabajo de maquetación, en el que, en cada página, destaca alguna frase en un tipo de letra y color mucho más llamativo: así se rompe la monotonía visual y se añaden agradecidas notas de color. En esa misma línea funcionan los dibujos de Aparicio, de trazo sencillo y agradable, muy expresivos y coloridos, que complementan con mucha eficacia la narración de las historias.

Pero, más allá de su capacidad de entretener, los cuentos de Pérez-Sauquillo también intentan, de forma sutil, divertida, romper los estereotipos (sobre todo los de género), impulsando a los niños a mirar de forma crítica los comportamientos y las actitudes que, socialmente, suelen considerarse “correctas”. La autora incita a sus pequeños lectores, en otras palabras, a sentirse libres, a despojarse de corsés y a ser espontáneos.
Uno de los detalles que, personalmente, me parecen más interesantes de Cuentos con beso paras las buenas noches es que, aunque puede leerse como una recopilación convencional de relatos para niños, también tiene un aspecto digamos “interactivo”: en cada historia hay un beso más o menos camuflado, y se puede jugar con el pequeño lector a que sea capaz de reconocerlo/encontrarlo. Es una manera muy inteligente de incentivar la relectura y sacarle un mayor rendimiento al libro.
Eso sí, en el caso de M. (que tiene cuatro años y medio), el lenguaje de una parte de los cuentos le resulta todavía algo complicado. Algunos le han gustado mucho, pero otros no acaba de captarlos del todo, así que yo lo recomendaría para niños un pelín más mayores, que entenderán mucho mejor los textos (y los disfrutarán más).
En todo caso, se trata de una lectura muy recomendable, sobre todo para los niños que, como M., se han acostumbrado a escuchar un cuento (o varios) antes de irse a la cama.

Autoras: Vanesa Pérez-Sauquillo (textos), Almudena Aparicio (ilustraciones)
Editorial: Alfaguara
Formato: Tapa dura
Páginas: 104
Edad: +4
Precio: 12,95 € (eBook 3,99 €)

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Boolino Book (1): Cuentos con beso para las buenas noches

Desde que M. era muy pequeño, mi mujer y yo siempre hemos incentivado su relación con los libros. Hemos pasado muchas tardes con él en la biblioteca, rebuscando entre las lecturas más adecuadas para su edad, pero también hemos intentado que, en épocas de regalos, recibiera algún libro.
Y lo cierto es que siempre ha respondido muy bien a ello. Más allá del momento de intimidad que se crea cuando nos sentamos junto a él para contarle un cuento, a M. siempre le han fascinado las historias (en cualquier formato). De hecho, a medida que se ido haciendo mayor, hemos visto cómo intenta reconstruir los cuentos que ya conoce a partir de las ilustraciones, e incluso cómo empieza a elaborar historias en las que (de forma puramente instintiva, claro) utiliza estructuras de cuento.
Así que, cuando, a través de Madresfera, llegó a mis oídos la oferta de Boolino de reseñar algunos de sus libros infantiles, no dudé ni un momento en abrazar la oportunidad de abrir nueva sección en este blog con ese fin. Y la cara de felicidad de M. cuando llegó mi primera elección, Cuentos con beso paralas buenas noches, me hizo ver de inmediato que había sido una buena decisión.
La edición del libro, hay que reconocérselo a Alfaguara, es preciosa. El formato cuadrado (220 x 220 mm) es manejable y cómodo para llevar a la cama; el encuadernado parece sólido; y las (preciosas) ilustraciones de Almudena Aparicio llenan de color todas las páginas, haciéndolo muy atractivo para los niños.
Hay un total de 16 cuentos, de extensión y de estilo muy variado. Los textos se caracterizan por la imaginación y el sentido del humor de su autora, Vanesa Pérez-Sauquillo, lo que se complementa a la perfección con un cuidadísimo trabajo de maquetación, en el que, en cada página, destaca alguna frase en un tipo de letra y color mucho más llamativo: así se rompe la monotonía visual y se añaden agradecidas notas de color. En esa misma línea funcionan los dibujos de Aparicio, de trazo sencillo y agradable, muy expresivos y coloridos, que complementan con mucha eficacia la narración de las historias.

Pero, más allá de su capacidad de entretener, los cuentos de Pérez-Sauquillo también intentan, de forma sutil, divertida, romper los estereotipos (sobre todo los de género), impulsando a los niños a mirar de forma crítica los comportamientos y las actitudes que, socialmente, suelen considerarse “correctas”. La autora incita a sus pequeños lectores, en otras palabras, a sentirse libres, a despojarse de corsés y a ser espontáneos.
Uno de los detalles que, personalmente, me parecen más interesantes de Cuentos con beso paras las buenas noches es que, aunque puede leerse como una recopilación convencional de relatos para niños, también tiene un aspecto digamos “interactivo”: en cada historia hay un beso más o menos camuflado, y se puede jugar con el pequeño lector a que sea capaz de reconocerlo/encontrarlo. Es una manera muy inteligente de incentivar la relectura y sacarle un mayor rendimiento al libro.
Eso sí, en el caso de M. (que tiene cuatro años y medio), el lenguaje de una parte de los cuentos le resulta todavía algo complicado. Algunos le han gustado mucho, pero otros no acaba de captarlos del todo, así que yo lo recomendaría para niños un pelín más mayores, que entenderán mucho mejor los textos (y los disfrutarán más).
En todo caso, se trata de una lectura muy recomendable, sobre todo para los niños que, como M., se han acostumbrado a escuchar un cuento (o varios) antes de irse a la cama.

Autoras: Vanesa Pérez-Sauquillo (textos), Almudena Aparicio (ilustraciones)
Editorial: Alfaguara
Formato: Tapa dura
Páginas: 104
Edad: +4
Precio: 12,95 € (eBook 3,99 €)

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Dame un besito

Creo que prácticamente todos los padres (y madres) nos hemos enfrentado a la situación. Mientras paseas con tu hijo, te encuentras a algún conocido (o vecino o compañero de trabajo o lo que sea) que, en algún momento, preferentemente al encontrarse contigo y/o al irse, le pide a tu pequeño que le dé un beso. Éste, como, por otra parte, es lógico, porque no conoce de nada a esa persona, se niega. Y una de dos: o el susodicho tuerce el gesto, e incluso te mira mal, o intenta obtener el beso por la fuerza, normalmente mediante alguna estratagema o chantaje que fracasa de forma miserable.
Grabémonoslo en la cabeza, pero sobre todo transmitámoselo a los demás: nuestros hijos no están obligados a darle besos a nadie. Ni siquiera a nosotros.
M. es un ejemplo extremo de ello. No le quiere dar besos a nadie, excepto a mi mujer y a mí. A nadie. Ni al llegar, ni al irse. Ni cuando le dan regalos. Se niega. Reconozco que, incluso teniendo ambos bien claro la necesidad de respetar sus ritmos personales, a veces nos hemos sentidos incómodos. Pero eso no ha frenado jamás nuestro convencimiento de que hay que dejar que se exprese libremente, y que dé solamente besos (y abrazos) a quien le apetezca. La cuestión es que, en general, no le apetece dárselos a nadie, y eso, sobre todo al despedirnos, crea momentos de tensión y de miradas, como antes señalaba, acusadoras.
Nos cuesta horrores hacer entender que no es nada personal. Ni cuestión de mala educación… Ni, sobre todo, de exceso de permisividad.
Para un niño, un beso, igual que un abrazo, es una expresión emocional. Por supuesto, a medida que van creciendo, cada vez verbalizan más sus sentimientos, pero la realidad es que una gran parte de lo que transmiten lo hacen a través de los gestos físicos: a mí me enternecen sobremanera, porque sé la búsqueda de seguridad que hay detrás, los momentos en que M. y yo estamos viendo dibujos animados juntos y busca, casi sin pensarlo, contacto conmigo a través de las manos o de los pies.
El beso como saludo es, en realidad, un constructo social. Recordemos que hay culturas en las que nisiquiera se concibe semejante uso. Los niños aprenden, poco a poco y a un ritmo más o menos natural, las reglas sociales, así que ¿por qué hemos de obligarles a cumplir de forma temprana una que, además, les incomoda, porque a través de ella les imponemos la expresión de un sentimiento que no es tal? Habría que pensar un poquitín más en la confusión emocional que eso les provoca.
No hay que dejarse llevar por esas miradas acusadoras. Ni por las indirectas (ni por las directas).
M. seguirá viendo que nosotros sí que saludamos a los demás con besos. Incluso con abrazos. Y, cuando él se sienta preparado, y su forma de expresar sus sentimientos haya madurado lo suficiente, asimilará nuestro ejemplo y empezará a hacer lo mismo. Pero para eso debemos tener paciencia y dejar que haga su propio camino.

Pero claro, cuesta hacer las cosas a contracorriente. 
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Dame un besito

Creo que prácticamente todos los padres (y madres) nos hemos enfrentado a la situación. Mientras paseas con tu hijo, te encuentras a algún conocido (o vecino o compañero de trabajo o lo que sea) que, en algún momento, preferentemente al encontrarse contigo y/o al irse, le pide a tu pequeño que le dé un beso. Éste, como, por otra parte, es lógico, porque no conoce de nada a esa persona, se niega. Y una de dos: o el susodicho tuerce el gesto, e incluso te mira mal, o intenta obtener el beso por la fuerza, normalmente mediante alguna estratagema o chantaje que fracasa de forma miserable.
Grabémonoslo en la cabeza, pero sobre todo transmitámoselo a los demás: nuestros hijos no están obligados a darle besos a nadie. Ni siquiera a nosotros.
M. es un ejemplo extremo de ello. No le quiere dar besos a nadie, excepto a mi mujer y a mí. A nadie. Ni al llegar, ni al irse. Ni cuando le dan regalos. Se niega. Reconozco que, incluso teniendo ambos bien claro la necesidad de respetar sus ritmos personales, a veces nos hemos sentidos incómodos. Pero eso no ha frenado jamás nuestro convencimiento de que hay que dejar que se exprese libremente, y que dé solamente besos (y abrazos) a quien le apetezca. La cuestión es que, en general, no le apetece dárselos a nadie, y eso, sobre todo al despedirnos, crea momentos de tensión y de miradas, como antes señalaba, acusadoras.
Nos cuesta horrores hacer entender que no es nada personal. Ni cuestión de mala educación… Ni, sobre todo, de exceso de permisividad.
Para un niño, un beso, igual que un abrazo, es una expresión emocional. Por supuesto, a medida que van creciendo, cada vez verbalizan más sus sentimientos, pero la realidad es que una gran parte de lo que transmiten lo hacen a través de los gestos físicos: a mí me enternecen sobremanera, porque sé la búsqueda de seguridad que hay detrás, los momentos en que M. y yo estamos viendo dibujos animados juntos y busca, casi sin pensarlo, contacto conmigo a través de las manos o de los pies.
El beso como saludo es, en realidad, un constructo social. Recordemos que hay culturas en las que nisiquiera se concibe semejante uso. Los niños aprenden, poco a poco y a un ritmo más o menos natural, las reglas sociales, así que ¿por qué hemos de obligarles a cumplir de forma temprana una que, además, les incomoda, porque a través de ella les imponemos la expresión de un sentimiento que no es tal? Habría que pensar un poquitín más en la confusión emocional que eso les provoca.
No hay que dejarse llevar por esas miradas acusadoras. Ni por las indirectas (ni por las directas).
M. seguirá viendo que nosotros sí que saludamos a los demás con besos. Incluso con abrazos. Y, cuando él se sienta preparado, y su forma de expresar sus sentimientos haya madurado lo suficiente, asimilará nuestro ejemplo y empezará a hacer lo mismo. Pero para eso debemos tener paciencia y dejar que haga su propio camino.

Pero claro, cuesta hacer las cosas a contracorriente. 
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Quiero ser

Quiero ser siempre el papá que ayuda a M. a disfrazarse y luego se pone también una careta.

El que canta “La puerta hacia el amor” a voz en grito en el coche.
El que le hace volar por toda la casa como si fuera un avión, aterrizaje forzoso incluido.
El que improvisa cuentos a partir de los personajes y objetos que él sugiere.
El que le dibuja a Pocoyó, a Doraemon, a Peppa Pig o a quien haga falta en cada momento.
El que se sube a los toboganes y a las barras y a los balancines y a los caballitos.
El que sabe exactamente dónde hay que tocarle para que se retuerza de las cosquillas.
El que le enseña trucos de magia sin dejar jamás de disfrutar de ellos.

El que le coge de la mano al cruzar los semáforos y luego le suelta para que se sienta libre.
El que sabe cuáles son sus helados preferidos de cada marca.
El que le pone la mano en la frente como barrera para que el agua de la ducha no le llegue a los ojos.
El que le sopla la comida para que no esté caliente (incluso cuando no lo está).
El que deja la mochila del colegio preparada cada mañana.
El que le abraza cuando tiene pesadillas o un ataque de tos nocturno.
El que tocándole la frente y el cogote a la vez sabe si tiene algo de fiebre o no.
El que lo saca dormido del coche y lo lleva en brazos, a peso, hasta casa.
El que, cuando tiene una rabieta, le abraza y le susurra que entiende sus sentimientos.
El que siente una punzada de tristeza cada vez que lo deja en la puerta de su clase.
El que no puede dejar de pensar en él ni un instante cuando está enfermo.
No quiero ser el papá que llega agotado a casa y tiene que esforzarse por atenderlo.
Ni el que se enfada cuando no le hace caso, o hace justo lo contrario de lo que le he pedido.
Ni mucho menos el que se aísla de todo porque tiene ganas de estar solo.
Quiero ser mi mejor yo, básicamente, para que él también acabe siendo su mejor versión.
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Quiero ser

Quiero ser siempre el papá que ayuda a M. a disfrazarse y luego se pone también una careta.

El que canta “La puerta hacia el amor” a voz en grito en el coche.
El que le hace volar por toda la casa como si fuera un avión, aterrizaje forzoso incluido.
El que improvisa cuentos a partir de los personajes y objetos que él sugiere.
El que le dibuja a Pocoyó, a Doraemon, a Peppa Pig o a quien haga falta en cada momento.
El que se sube a los toboganes y a las barras y a los balancines y a los caballitos.
El que sabe exactamente dónde hay que tocarle para que se retuerza de las cosquillas.
El que le enseña trucos de magia sin dejar jamás de disfrutar de ellos.

El que le coge de la mano al cruzar los semáforos y luego le suelta para que se sienta libre.
El que sabe cuáles son sus helados preferidos de cada marca.
El que le pone la mano en la frente como barrera para que el agua de la ducha no le llegue a los ojos.
El que le sopla la comida para que no esté caliente (incluso cuando no lo está).
El que deja la mochila del colegio preparada cada mañana.
El que le abraza cuando tiene pesadillas o un ataque de tos nocturno.
El que tocándole la frente y el cogote a la vez sabe si tiene algo de fiebre o no.
El que lo saca dormido del coche y lo lleva en brazos, a peso, hasta casa.
El que, cuando tiene una rabieta, le abraza y le susurra que entiende sus sentimientos.
El que siente una punzada de tristeza cada vez que lo deja en la puerta de su clase.
El que no puede dejar de pensar en él ni un instante cuando está enfermo.
No quiero ser el papá que llega agotado a casa y tiene que esforzarse por atenderlo.
Ni el que se enfada cuando no le hace caso, o hace justo lo contrario de lo que le he pedido.
Ni mucho menos el que se aísla de todo porque tiene ganas de estar solo.
Quiero ser mi mejor yo, básicamente, para que él también acabe siendo su mejor versión.
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