Adiós… O más bien hasta luego

Supongo que, a estas alturas, os habréis dado cuenta de que hace un año que no actualizo este blog. Después de un verano especialmente intenso en lo emocional, y frente a la realidad de que se me acumulaban los proyectos profesionales, decidí que tenía que priorizar. Y lo que, por mera lógica, se cayó por el camino, fue mi faceta de papá bloguero.

Mi idea no era, de hecho, dejarlo radicalmente. Si no convertirlo en algo más puntual, más ocasional. En algo que me pesara menos y no me consumiera tanto tiempo.

La realidad es que apenas he escrito sobre paternidad, y siempre en otros espacios (escribí un texto, creo, muy hermoso sobre la lactancia en El Tiempo de los Intentos), así que cada vez le he visto menos sentido a mantener este blog abierto.

Así que he tomado una decisión un tanto salomónica: trasladar todo el trabajo que hice aquí a la página personal que inauguro en breve, www.toniolalarcon.com, para que sirva como base a lo que allí quiero hacer: hablar tanto de cine como paternidad, y acabar lo que empecé, tímidamente, en la desaparecida #Siloshombreshablasen: unir ambos temas y reflexionar sobre ambos.

No dejo, pues, de escribir sobre paternidad, pero lo haré a mi ritmo, sin depender de nadie (ni vincularme a nada: me he hartado un poco de ese tema). Y lo podréis leer, como ya os he comentado, en www.toniolalarcon.com.

¡Gracias por todo!
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Cambiemos de tercio

Hay una cosa que M. todavía no sabe, y es que no volverá a estudiar en la misma escuela en la que pasó los dos cursos anteriores.
Hace tiempo que su madre y yo decidimos matricularlo en otro centro porque ni compartimos el proyecto educativo del actual (si es que realmente tienen uno, algo que todavía a día de hoy sigo preguntándome) ni su forma de afrontar determinados conflictos de convivencia.
Nosotros, mejor que nadie, sabemos lo que necesita M. Y no es adquirir conocimientos como un autómata (de hecho, él de por sí ya es una esponja, no necesita que le machaquen con bits de información), sino que le cuiden a nivel emocional. Que sepan percibir y valorar su sensibilidad, su fragilidad, y se encarguen de reforzar su personalidad y su autonomía tal y como lo intentamos nosotros.
No necesito que saque sobresalientes, ni que tenga un expediente impecable. Lo que me interesa es que aprenda a ser una persona crítica, reflexiva e intuitiva (si, entre todos, lo logramos, los conocimientos llegarán solos, a su ritmo natural), pero sobre todo, que se sienta realizado, seguro de sí mismo… Feliz, al fin y al cabo.
Eso no nos lo daba el colegio en el que estaba inscrito. Así que hemos buscado (y requetebuscado) uno que realmente se ajustara a ese perfil. Y creemos haberlo encontrado.
La cuestión es que, en algún momento, tendremos que decirle que dejará de ver a sus amiguitos y a sus profesores, y que se va a ver obligado a aclimatarse a un entorno nuevo en el que, esperamos, le pongan las cosas fáciles. No voy a negar que temo su reacción frente a la noticia.
Y es que, cuando le trajimos a este colegio que ahora deja atrás (a regañadientes: es el que nos asignó Ensenyament al no entrar en el que de verdad queríamos) era un niñito de tres años que todavía se resistía a separarse de nosotros. Y ahora sale convertido en un niño de cinco, con una actitud muy distinta, y que allí ha vivido muchas cosas (algunas buenas, otras no tan buenas), ha hecho amigos y, sobre todo, ha descubierto qué significa ir a la escuela y, lo más importante, lo mucho que le gusta aprender.
Más allá de esas dudas que le asaltan a uno cuando toma una decisión que sabe que afectará tan profundamente a su hijo, no puedo evitar cierta melancolía al pensar que nunca más volveré a acompañarlo hasta la puerta de la que ha sido su clase a lo largo de dos cursos. Que no lo veré jugar en el parque juntos a sus compañeros. Y que esa etapa, fundamentalmente, ha quedado cerrada.
Poco a poco, estos recuerdos, que ahora son tan vívidos, se irán difuminando a medida que otros nuevos se vayan sedimentando encima de aquéllos.

Y eso significará que M. se nos hace mayor.

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Cambiemos de tercio

Hay una cosa que M. todavía no sabe, y es que no volverá a estudiar en la misma escuela en la que pasó los dos cursos anteriores.
Hace tiempo que su madre y yo decidimos matricularlo en otro centro porque ni compartimos el proyecto educativo del actual (si es que realmente tienen uno, algo que todavía a día de hoy sigo preguntándome) ni su forma de afrontar determinados conflictos de convivencia.
Nosotros, mejor que nadie, sabemos lo que necesita M. Y no es adquirir conocimientos como un autómata (de hecho, él de por sí ya es una esponja, no necesita que le machaquen con bits de información), sino que le cuiden a nivel emocional. Que sepan percibir y valorar su sensibilidad, su fragilidad, y se encarguen de reforzar su personalidad y su autonomía tal y como lo intentamos nosotros.
No necesito que saque sobresalientes, ni que tenga un expediente impecable. Lo que me interesa es que aprenda a ser una persona crítica, reflexiva e intuitiva (si, entre todos, lo logramos, los conocimientos llegarán solos, a su ritmo natural), pero sobre todo, que se sienta realizado, seguro de sí mismo… Feliz, al fin y al cabo.
Eso no nos lo daba el colegio en el que estaba inscrito. Así que hemos buscado (y requetebuscado) uno que realmente se ajustara a ese perfil. Y creemos haberlo encontrado.
La cuestión es que, en algún momento, tendremos que decirle que dejará de ver a sus amiguitos y a sus profesores, y que se va a ver obligado a aclimatarse a un entorno nuevo en el que, esperamos, le pongan las cosas fáciles. No voy a negar que temo su reacción frente a la noticia.
Y es que, cuando le trajimos a este colegio que ahora deja atrás (a regañadientes: es el que nos asignó Ensenyament al no entrar en el que de verdad queríamos) era un niñito de tres años que todavía se resistía a separarse de nosotros. Y ahora sale convertido en un niño de cinco, con una actitud muy distinta, y que allí ha vivido muchas cosas (algunas buenas, otras no tan buenas), ha hecho amigos y, sobre todo, ha descubierto qué significa ir a la escuela y, lo más importante, lo mucho que le gusta aprender.
Más allá de esas dudas que le asaltan a uno cuando toma una decisión que sabe que afectará tan profundamente a su hijo, no puedo evitar cierta melancolía al pensar que nunca más volveré a acompañarlo hasta la puerta de la que ha sido su clase a lo largo de dos cursos. Que no lo veré jugar en el parque juntos a sus compañeros. Y que esa etapa, fundamentalmente, ha quedado cerrada.
Poco a poco, estos recuerdos, que ahora son tan vívidos, se irán difuminando a medida que otros nuevos se vayan sedimentando encima de aquéllos.

Y eso significará que M. se nos hace mayor.

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#ElTemaDeLaSemana Tengo miedo a…

Una de esas cosas de las que tampoco suele hablarse respecto a la paternidad/maternidad es que también conlleva otro efecto secundario: el miedo.

Miedo a que tu hijo sufra, a que reciba algún tipo de daño. Miedo a no saber cómo reaccionar frente a una situación inesperada. Miedo a dejarlo en manos ajenas, que no sepan entender ni comprender sus necesidades. Miedo a que se sienta abandonado, desprotegido, solo…
Tenemos miedo, sencillamente, porque amamos con locura a nuestros hijos. Porque, desde un punto de vista biológico, estamos programados para proteger a nuestros pequeños, para atenderlos y para asegurarnos de su bienestar –de hecho, incluso nuestros niveles hormonales se reajustan para ello–.

Sin embargo, a nivel personal, si hay algo que me provoca auténtico pavor, es no ser capaz de ser el tipo de padre que realmente necesita M. Provocar en él, sin ser consciente de ello, y con toda mi mejor fe, algún tipo de problema, de limitación psicológica, que tenga que afrontar en solitario cuando llegue a la edad adulta.
Sobre todo, porque yo he vivido (y sigo viviendo) con ello, y no quiero que él tenga que cargar con el tipo de mochila que he tenido que llevar yo a la espalda. Quiero lograr que se sienta feliz. Libre. Pleno.
Es un miedo que no me atenaza, sino que me impulsa, me da energías para seguir mejorando como padre. Para reflexionar, día a día, sobre mi relación sobre M. Y para esforzarme en comprender sus ansiedades, sus necesidades, sus miedos, sus limitaciones… Porque quiero poder estar ahí, siempre a su lado, cuando y como me necesite.

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#ElTemaDeLaSemana Tengo miedo a…

Una de esas cosas de las que tampoco suele hablarse respecto a la paternidad/maternidad es que también conlleva otro efecto secundario: el miedo.

Miedo a que tu hijo sufra, a que reciba algún tipo de daño. Miedo a no saber cómo reaccionar frente a una situación inesperada. Miedo a dejarlo en manos ajenas, que no sepan entender ni comprender sus necesidades. Miedo a que se sienta abandonado, desprotegido, solo…
Tenemos miedo, sencillamente, porque amamos con locura a nuestros hijos. Porque, desde un punto de vista biológico, estamos programados para proteger a nuestros pequeños, para atenderlos y para asegurarnos de su bienestar –de hecho, incluso nuestros niveles hormonales se reajustan para ello–.

Sin embargo, a nivel personal, si hay algo que me provoca auténtico pavor, es no ser capaz de ser el tipo de padre que realmente necesita M. Provocar en él, sin ser consciente de ello, y con toda mi mejor fe, algún tipo de problema, de limitación psicológica, que tenga que afrontar en solitario cuando llegue a la edad adulta.
Sobre todo, porque yo he vivido (y sigo viviendo) con ello, y no quiero que él tenga que cargar con el tipo de mochila que he tenido que llevar yo a la espalda. Quiero lograr que se sienta feliz. Libre. Pleno.
Es un miedo que no me atenaza, sino que me impulsa, me da energías para seguir mejorando como padre. Para reflexionar, día a día, sobre mi relación sobre M. Y para esforzarme en comprender sus ansiedades, sus necesidades, sus miedos, sus limitaciones… Porque quiero poder estar ahí, siempre a su lado, cuando y como me necesite.

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Lo que no se dice

Siempre me he preguntado por qué, cuando tienes tu primer hijo, nadie te cuenta lo difíciles que pueden llegar a ser las primeras semanas. Incluso los primeros meses. Nada sobre la falta de sueño, el agotamiento, los miedos, la desorientación… Ni siquiera el hecho de contar con ayuda de la familia alivia esa sensación inicial de desamparo, de desconexión con la realidad.

Y no ocurre solamente con los inicios. En general, se evita hablar de lo duro que puede llegar a ser convertirse en padre/madre. Hemos inventado, eso sí, todo tipo de métodos, sostenidos sobre (dudosas) argumentaciones científicas, para eludir lo más exigente de la experiencia: que si método Estivill, que si destete temprano, que si guarderías públicas… Ideas que reflejan la esencia invidualista de nuestra sociedad, poniendo al progenitor por delante del niño. Sin embargo, quizá porque somos todos conscientes de lo que tienen detrás, no se reconoce jamás a qué responden. Ni qué es lo que intentan compensar.
De la misma manera, no suele hablarse de la cantidad de gente que, cuando llega un niño a tu vida, empieza a quedarse atrás. Esos amigos a los cuales la paternidad todavía les pilla lejos –a algunos, de hecho, se diría que les da miedo que sea contagiosa–, y a los que les cuesta aceptar que no puedas quedar a (o hasta) determinadas horas, que necesites planificar tus pasos con antelación, que hables (quizás más de lo debido) sobre tu hijo…
Tampoco se menciona que, al menos durante un buen puñado de años, hay que olvidarse de los grandes viajes, de las vacaciones interminables y relajantes. Porque, a partir de ahora, vas a tener a tu lado a un niño con unas necesidades básicas que hay que cubrir en el momento en que surgen, y al que por más que lo intentes, no puedes (ni debes) imponerle el ritmo de un adulto…
Igual que nadie te dice que se acabó lo de comer y/o cenar fuera de forma relajada, íntima. Ni que, al menos durante los primeros años, te va a resultar imposible compartir mesa con tu pareja –ni siquiera con amigos, si es que os decidís/atrevéis a salir en grupo–, sino que os vais a ver obligados a hacer turnos, porque los niños, por regla general, no se quedan sentados tranquilamente a la mesa, observando cómo hablan los adultos…
Por no hablar de ese detalle, que tanto cuenta asumir a los hombres que no están dispuestos a volcarse ni lo más mínimo por su papel como padres –esos que afirman, cargados de razón, que los demás somos esclavos de nuestros hijos–, de que la vida de pareja se convierte en un esfuerzo. Que el ritmo del día a día se hace tan vertiginoso, tan hiperestructurado, que se pierde la capacidad de improvisación, y hay que hacer auténtico encaje de bolillos para sacar unas cuantas horas –eso, si no estáis demasiado cansados– en las que poder miraros a los ojos, hablar y ser algo más que los “padres de”…
Lo que no significa que me arrepienta de ser padre. Ni que me pesen las renuncias. No cambiaría por nada la experiencia de tener a M.: cada vez estoy más convencido de que es lo más importante que he hecho, y que seguramente haga jamás, a lo largo de mi existencia… Sí, mucho más que cualquier carrera profesional.
Pero eso no quita que, a veces, sobre todo cuando estoy más cansado, o quizás más nostálgico –como cuando uno mira viejos álbumes de fotos y se redescubre a sí mismo en un rostro más joven–, mire hacia atrás, hacia quién fui y lo que hice a lo largo de mi vida, y no eche un poco en falta determinadas cosas.
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Lo que no se dice

Siempre me he preguntado por qué, cuando tienes tu primer hijo, nadie te cuenta lo difíciles que pueden llegar a ser las primeras semanas. Incluso los primeros meses. Nada sobre la falta de sueño, el agotamiento, los miedos, la desorientación… Ni siquiera el hecho de contar con ayuda de la familia alivia esa sensación inicial de desamparo, de desconexión con la realidad.

Y no ocurre solamente con los inicios. En general, se evita hablar de lo duro que puede llegar a ser convertirse en padre/madre. Hemos inventado, eso sí, todo tipo de métodos, sostenidos sobre (dudosas) argumentaciones científicas, para eludir lo más exigente de la experiencia: que si método Estivill, que si destete temprano, que si guarderías públicas… Ideas que reflejan la esencia invidualista de nuestra sociedad, poniendo al progenitor por delante del niño. Sin embargo, quizá porque somos todos conscientes de lo que tienen detrás, no se reconoce jamás a qué responden. Ni qué es lo que intentan compensar.
De la misma manera, no suele hablarse de la cantidad de gente que, cuando llega un niño a tu vida, empieza a quedarse atrás. Esos amigos a los cuales la paternidad todavía les pilla lejos –a algunos, de hecho, se diría que les da miedo que sea contagiosa–, y a los que les cuesta aceptar que no puedas quedar a (o hasta) determinadas horas, que necesites planificar tus pasos con antelación, que hables (quizás más de lo debido) sobre tu hijo…
Tampoco se menciona que, al menos durante un buen puñado de años, hay que olvidarse de los grandes viajes, de las vacaciones interminables y relajantes. Porque, a partir de ahora, vas a tener a tu lado a un niño con unas necesidades básicas que hay que cubrir en el momento en que surgen, y al que por más que lo intentes, no puedes (ni debes) imponerle el ritmo de un adulto…
Igual que nadie te dice que se acabó lo de comer y/o cenar fuera de forma relajada, íntima. Ni que, al menos durante los primeros años, te va a resultar imposible compartir mesa con tu pareja –ni siquiera con amigos, si es que os decidís/atrevéis a salir en grupo–, sino que os vais a ver obligados a hacer turnos, porque los niños, por regla general, no se quedan sentados tranquilamente a la mesa, observando cómo hablan los adultos…
Por no hablar de ese detalle, que tanto cuenta asumir a los hombres que no están dispuestos a volcarse ni lo más mínimo por su papel como padres –esos que afirman, cargados de razón, que los demás somos esclavos de nuestros hijos–, de que la vida de pareja se convierte en un esfuerzo. Que el ritmo del día a día se hace tan vertiginoso, tan hiperestructurado, que se pierde la capacidad de improvisación, y hay que hacer auténtico encaje de bolillos para sacar unas cuantas horas –eso, si no estáis demasiado cansados– en las que poder miraros a los ojos, hablar y ser algo más que los “padres de”…
Lo que no significa que me arrepienta de ser padre. Ni que me pesen las renuncias. No cambiaría por nada la experiencia de tener a M.: cada vez estoy más convencido de que es lo más importante que he hecho, y que seguramente haga jamás, a lo largo de mi existencia… Sí, mucho más que cualquier carrera profesional.
Pero eso no quita que, a veces, sobre todo cuando estoy más cansado, o quizás más nostálgico –como cuando uno mira viejos álbumes de fotos y se redescubre a sí mismo en un rostro más joven–, mire hacia atrás, hacia quién fui y lo que hice a lo largo de mi vida, y no eche un poco en falta determinadas cosas.
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#ElTemaDeLaSemana El peor momento del día

Desde su mismo nacimiento, mi mujer y yo decidimos apostar por minimizar la necesidad de dejar a M. en manos desconocidas. Ni nos gustaba la idea de dejarlo en una guardería, ni la idea de contratar a alguien para que nos sustituyera: optamos, a cambio, por coordinar nuestros horarios de forma que lográramos que, al menos, uno de nosotros estuviera siempre con él.
Las circunstancias laborales que se han dado después nos han obligado a apretarnos, y además mucho, el cinturón, pero al mismo tiempo nos lo han puesto más fácil para volcarnos más en M., dedicarle tiempo y que sienta nuestra presencia como algo constante –como he dicho en algún otro lugar, yo también he optado por perder algo de visibilidad profesional para ello–.
Eso ha hecho que vea como algo normal que sus padres estén siempre presentes. Que se sienta acompañado y reforzado por nosotros, y se sienta, de hecho, mucho más tranquilo y más relajado cuando, sencillamente, hacemos cosas los tres juntos. Pero también provoca que lleve mucho peor que otros niños el hecho de no estar con nosotros.
Sin ir más lejos, este año decidimos, con todo el dolor de nuestro corazón, y por una mera cuestión práctica, dejarlo en el comedor escolar –durante todo P3 comió en casa, pero se hizo inviable por cuestiones logísticas–. Y aunque, en general, lo lleva bastante bien –ayuda, claro, que decidiéramos que los viernes fuera un día especial y coma con su madre–, de vez en cuando algo se remueve en su interior, y nos dice, lloroso, que no quiere ir, que prefiere quedarse en casa…
¿Cómo explicarle que no puede ser? ¿Que nosotros, padres que siempre nos hemos volcado en él, necesitamos que se quede en el comedor? ¿De qué manera podemos transmitirle que la decisión, en realidad, nos rompe el corazón, y que, aunque va en contra de lo que nosotros defendemos, no tenemos más remedio que asumirla porque las responsabilidades de la vida adulta nos obligan?

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#ElTemaDeLaSemana El peor momento del día

Desde su mismo nacimiento, mi mujer y yo decidimos apostar por minimizar la necesidad de dejar a M. en manos desconocidas. Ni nos gustaba la idea de dejarlo en una guardería, ni la idea de contratar a alguien para que nos sustituyera: optamos, a cambio, por coordinar nuestros horarios de forma que lográramos que, al menos, uno de nosotros estuviera siempre con él.
Las circunstancias laborales que se han dado después nos han obligado a apretarnos, y además mucho, el cinturón, pero al mismo tiempo nos lo han puesto más fácil para volcarnos más en M., dedicarle tiempo y que sienta nuestra presencia como algo constante –como he dicho en algún otro lugar, yo también he optado por perder algo de visibilidad profesional para ello–.
Eso ha hecho que vea como algo normal que sus padres estén siempre presentes. Que se sienta acompañado y reforzado por nosotros, y se sienta, de hecho, mucho más tranquilo y más relajado cuando, sencillamente, hacemos cosas los tres juntos. Pero también provoca que lleve mucho peor que otros niños el hecho de no estar con nosotros.
Sin ir más lejos, este año decidimos, con todo el dolor de nuestro corazón, y por una mera cuestión práctica, dejarlo en el comedor escolar –durante todo P3 comió en casa, pero se hizo inviable por cuestiones logísticas–. Y aunque, en general, lo lleva bastante bien –ayuda, claro, que decidiéramos que los viernes fuera un día especial y coma con su madre–, de vez en cuando algo se remueve en su interior, y nos dice, lloroso, que no quiere ir, que prefiere quedarse en casa…
¿Cómo explicarle que no puede ser? ¿Que nosotros, padres que siempre nos hemos volcado en él, necesitamos que se quede en el comedor? ¿De qué manera podemos transmitirle que la decisión, en realidad, nos rompe el corazón, y que, aunque va en contra de lo que nosotros defendemos, no tenemos más remedio que asumirla porque las responsabilidades de la vida adulta nos obligan?

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#ElTemaDeLaSemana Mi momento favorito del día

Por una cuestión de salud relacionada con su piel, y que le obliga a reducir al mínimo el contacto con el agua corriente, hace años que mi mujer y yo decidimos que fuera yo quien bañara, en solitario, a M. Algo que, inicialmente, era un (hermoso) ritual compartido por los tres (y que llevábamos a cabo, en un momento de absoluta felicidad, sobre la mesa del comedor), y que, desde el año pasado se ha transformado, por pura cuestión logística, en ducha. Un proceso, por cierto, no exento de ciertas dificultades de adaptación: intentamos ser totalmente respetuosos con M., y, de hecho, hubo muchos saltos atrás.
Ahora que todo se ha estabilizado, y él, salvo algún detalle (no le gusta nada que le caiga agua por la cara), está mucho más relajado, el acto de ducharle se ha convertido, para ambos, en un momento de complicidad exclusivo para los chicos. Un pequeño oasis cotidiano en el que poder dedicarme, sin distracciones de ninguna clase, pura y exclusivamente, a mi hijo. Y establecer con él una cierta intimidad, una proximidad especial (¿quién más sabe que le encanta que le caliente la esponja para que le resulte más agradable sobre la piel?), a través de la cual reforzar nuestra relación. Cuando, al final del proceso, lo saco en brazos del lavabo, totalmente envuelto en su toalla, como si todavía siguiera siendo aquel bebito que bañábamos en el comedor, es como si ambos nos reencontráramos con nuestro pasado compartido a un nivel visceral, intuitivo. De ahí que a veces, cuando está muy cansado, sus ojos hagan ademán de cerrarse, arrullado por los brazos (a veces contracturados) de su papá…


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#ElTemaDeLaSemana Mi momento favorito del día

Por una cuestión de salud relacionada con su piel, y que le obliga a reducir al mínimo el contacto con el agua corriente, hace años que mi mujer y yo decidimos que fuera yo quien bañara, en solitario, a M. Algo que, inicialmente, era un (hermoso) ritual compartido por los tres (y que llevábamos a cabo, en un momento de absoluta felicidad, sobre la mesa del comedor), y que, desde el año pasado se ha transformado, por pura cuestión logística, en ducha. Un proceso, por cierto, no exento de ciertas dificultades de adaptación: intentamos ser totalmente respetuosos con M., y, de hecho, hubo muchos saltos atrás.
Ahora que todo se ha estabilizado, y él, salvo algún detalle (no le gusta nada que le caiga agua por la cara), está mucho más relajado, el acto de ducharle se ha convertido, para ambos, en un momento de complicidad exclusivo para los chicos. Un pequeño oasis cotidiano en el que poder dedicarme, sin distracciones de ninguna clase, pura y exclusivamente, a mi hijo. Y establecer con él una cierta intimidad, una proximidad especial (¿quién más sabe que le encanta que le caliente la esponja para que le resulte más agradable sobre la piel?), a través de la cual reforzar nuestra relación. Cuando, al final del proceso, lo saco en brazos del lavabo, totalmente envuelto en su toalla, como si todavía siguiera siendo aquel bebito que bañábamos en el comedor, es como si ambos nos reencontráramos con nuestro pasado compartido a un nivel visceral, intuitivo. De ahí que a veces, cuando está muy cansado, sus ojos hagan ademán de cerrarse, arrullado por los brazos (a veces contracturados) de su papá…


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Mi pequeño tesoro


 Una de las primeras veces que mi madre vino a ver a M. a casa, le dormí cantándole, como he hecho muchas noches en los últimos cinco años, Mi pequeño tesoro, de Presuntos Implicados. No me dijo nada, pero en sus ojos vi que se emocionaba al ver a su hijo pequeño acunando a su bebé recién nacido, usando para ello una canción de mi adolescencia.
Ya no se la canto tanto, más que nada porque nuestras rutinas para dormir han evolucionado, pero cuando vuelvo a entonarla –y él, de forma casi automática, se relaja y empieza a dormirse–, siento una profunda nostalgia y una punzada de melancolía, tanto por ver a M. tan crecido, tan lejos de aquel bebito que se dormía en mis brazos, como por mi propio tránsito hacia la madurez.
Hoy hace cinco años que M. asomó al mundo y cambió nuestras vidas para siempre. Y le dio un nuevo sentido a la canción de Presuntos Implicados.
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Mi pequeño tesoro


 Una de las primeras veces que mi madre vino a ver a M. a casa, le dormí cantándole, como he hecho muchas noches en los últimos cinco años, Mi pequeño tesoro, de Presuntos Implicados. No me dijo nada, pero en sus ojos vi que se emocionaba al ver a su hijo pequeño acunando a su bebé recién nacido, usando para ello una canción de mi adolescencia.
Ya no se la canto tanto, más que nada porque nuestras rutinas para dormir han evolucionado, pero cuando vuelvo a entonarla –y él, de forma casi automática, se relaja y empieza a dormirse–, siento una profunda nostalgia y una punzada de melancolía, tanto por ver a M. tan crecido, tan lejos de aquel bebito que se dormía en mis brazos, como por mi propio tránsito hacia la madurez.
Hoy hace cinco años que M. asomó al mundo y cambió nuestras vidas para siempre. Y le dio un nuevo sentido a la canción de Presuntos Implicados.
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Instinto de protección

Hace unas semanas, M. sufrió una experiencia desagradable en el colegio. En su mochila encontramos una nota de una de las monitoras del comedor, que nos explicaba, de forma muy escueta, que otro niño (de primaria, supimos después) lo había encerrado en el baño con la luz apagada… Pero que “ya lo habían solucionado”.
Es difícil describir la mezcla de rabia, dolor y frustración que aquellas líneas me hicieron sentir. Hasta qué punto, en aquel momento, deseé encontrarme con aquel niño y decirle cuatro cosas. Pero sobre todo, la abrumadora sensación de impotencia frente a una situación que había estado, a mi pesar, totalmente fuera de mi alcance.
Cuando tomas la opción de escolarizar a tu hijo estás, al fin y al cabo, depositando tu confianza en un grupo de extraños que esperas que lo entiendan y que lo protejan. Que le hagan sentir integrado, seguro de sí mismo. ¿Cómo reaccionar cuando chocas de frente con la fragilidad de esa confianza?
Desde el miedo, desde la visceralidad, puede ser tentador enseñar a tu hijo a defenderse. A plantar cara. Pero, ¿por qué una experiencia así tiene que alterar nuestra forma de educar a M.? Si hemos intentado transmitirle que los problemas se solucionan mediante el diálogo, y que con la agresividad física no se logra nada, ¿por qué tendríamos que cambiar nuestra postura? ¿Acaso ha cambiado nuestra visión del mundo? ¿O nuestra forma de entender la resolución de conflictos?
Si algo así, en realidad, tan anecdótico, te hace sentir tan vulnerable, tan a la defensiva, no quiero ni pensar cómo deben sentirse los padres de niños que sufren bullying. Cómo se les debe partir el alma frente a una situación para lo que no estamos preparados. Ni los progenitores ni, lo que es más importante, las propias escuelas.
Es algo que mi mujer y yo hemos comprobado. Empíricamente. El próximo curso pensamos cambiar a M. de escuela, y en las jornadas de puertas abiertas a las que hemos asistido, uno de los temas que hemos planteado es si existe algún tipo de protocolo antibullying. ¿La respuesta más habitual? Balbuceos, balones fuera, justificaciones… En otras palabras: en muy pocos colegios españoles se aplica más política contra el acoso escolar que el “estar atento”. A veces, ni eso.
Y no me vale la excusa de que “todavía es demasiado pronto”. Los niños son esponjas, y cuanto antes adquieran unos ciertos hábitos, unos parámetros de comportamiento, menos habrá que correr luego para “corregirlos”.
Creo que deberíamos darnos cuenta de una vez de que el acoso escolar es un problema grave (habría que empezar por no acordarnos de él solamente cuando ocurre alguna desgracia), y de que nos afecta a todos por igual, como sociedad. Así que no sirven los parches, ni las soluciones individuales: es necesario que lo abordemos de forma colectiva.
Entre todos, tendríamos que empezar a ejercer presión para que tanto la comunidad educativa como, sobre todo, los gobernantes, se den cuenta de que son necesarios programas integrales como elKiVa, que se creó en Finlandia (y que se está empezando a exportar a otros países de todo el mundo), y que, con un cierto esfuerzo de inversión, ha logrado que el bullying desaparezca en un 79% de las escuelas del país.

Prácticamente todos los partidos políticos incluían, en sus programas electorales, algún plan global de lucha contra el acoso: obliguémosles a que cumplan. Que no quede, como tantas veces, en una mera postura cara al público.

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Instinto de protección

Hace unas semanas, M. sufrió una experiencia desagradable en el colegio. En su mochila encontramos una nota de una de las monitoras del comedor, que nos explicaba, de forma muy escueta, que otro niño (de primaria, supimos después) lo había encerrado en el baño con la luz apagada… Pero que “ya lo habían solucionado”.
Es difícil describir la mezcla de rabia, dolor y frustración que aquellas líneas me hicieron sentir. Hasta qué punto, en aquel momento, deseé encontrarme con aquel niño y decirle cuatro cosas. Pero sobre todo, la abrumadora sensación de impotencia frente a una situación que había estado, a mi pesar, totalmente fuera de mi alcance.
Cuando tomas la opción de escolarizar a tu hijo estás, al fin y al cabo, depositando tu confianza en un grupo de extraños que esperas que lo entiendan y que lo protejan. Que le hagan sentir integrado, seguro de sí mismo. ¿Cómo reaccionar cuando chocas de frente con la fragilidad de esa confianza?
Desde el miedo, desde la visceralidad, puede ser tentador enseñar a tu hijo a defenderse. A plantar cara. Pero, ¿por qué una experiencia así tiene que alterar nuestra forma de educar a M.? Si hemos intentado transmitirle que los problemas se solucionan mediante el diálogo, y que con la agresividad física no se logra nada, ¿por qué tendríamos que cambiar nuestra postura? ¿Acaso ha cambiado nuestra visión del mundo? ¿O nuestra forma de entender la resolución de conflictos?
Si algo así, en realidad, tan anecdótico, te hace sentir tan vulnerable, tan a la defensiva, no quiero ni pensar cómo deben sentirse los padres de niños que sufren bullying. Cómo se les debe partir el alma frente a una situación para lo que no estamos preparados. Ni los progenitores ni, lo que es más importante, las propias escuelas.
Es algo que mi mujer y yo hemos comprobado. Empíricamente. El próximo curso pensamos cambiar a M. de escuela, y en las jornadas de puertas abiertas a las que hemos asistido, uno de los temas que hemos planteado es si existe algún tipo de protocolo antibullying. ¿La respuesta más habitual? Balbuceos, balones fuera, justificaciones… En otras palabras: en muy pocos colegios españoles se aplica más política contra el acoso escolar que el “estar atento”. A veces, ni eso.
Y no me vale la excusa de que “todavía es demasiado pronto”. Los niños son esponjas, y cuanto antes adquieran unos ciertos hábitos, unos parámetros de comportamiento, menos habrá que correr luego para “corregirlos”.
Creo que deberíamos darnos cuenta de una vez de que el acoso escolar es un problema grave (habría que empezar por no acordarnos de él solamente cuando ocurre alguna desgracia), y de que nos afecta a todos por igual, como sociedad. Así que no sirven los parches, ni las soluciones individuales: es necesario que lo abordemos de forma colectiva.
Entre todos, tendríamos que empezar a ejercer presión para que tanto la comunidad educativa como, sobre todo, los gobernantes, se den cuenta de que son necesarios programas integrales como elKiVa, que se creó en Finlandia (y que se está empezando a exportar a otros países de todo el mundo), y que, con un cierto esfuerzo de inversión, ha logrado que el bullying desaparezca en un 79% de las escuelas del país.

Prácticamente todos los partidos políticos incluían, en sus programas electorales, algún plan global de lucha contra el acoso: obliguémosles a que cumplan. Que no quede, como tantas veces, en una mera postura cara al público.

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Boolino Book (4): El monstruo de la Sra. Mo

Me doy cuenta de que El monstruo de la Sra. Mo es el primero de los libros que reseño en el blog (muy amablemente cedidos por Boolino) que resulta ser obra de un solo autor. En este caso, el británico Paul Beavis escribe, dibuja y diseña, de ahí que el resultado final sea tan compacto y tan armónico.
Aparte de trabajar como ilustrador, Beavis también ha ejercido como diseñador gráfico, y eso queda bien claro cuando uno observa el equilibrio tan cuidadoso de la disposición en los elementos en las páginas desplegadas (porque, sí, el cuento está concebido como una serie de planchas dobles). Tanto las ilustraciones (realizadas, si no voy errado, íntegramente de forma digital) como la rotulación permiten que la historia fluya a lo largo de la página, rompiendo así la sensación estática que, muchas veces, transmiten los cuentos ilustrados.
Pero es que, además, lo que propone El monstruo de la Sra. Mo es una historia realmente divertida, con un monstruito que el autor utiliza para realizar una proyección humorística del comportamiento infantil, y, lo que es más importante, para apuntar (sobre todo a nosotros, los padres) que, con paciencia y comprensión, se puede conectar con ellos y concentrar sus energías más desbocadas de forma positiva. Más allá de su lado sarcástico, la narración rebosa ternura, y lanza un mensaje conciliador en el que vale la pena incidir (y comentar con nuestros hijos).
La edición de Tramuntana Editorial es estupenda. Se basa en una buena traducción, y además respeta a la perfección tanto el formato como los colores originales, y los reproduce en un papel satinado de gran calidad. Todo encuadernado, claro está, con una tapa dura que permite que sobreviva a todas las lecturas nocturnas que hagan falta (M. ya se lo ha leído un buen puñado de veces).
El monstruo de la Sra.Mo tiene secuela, Hello World!, que espero que Tramuntana publique también pronto. ¡Tanto M. como yo estamos deseando saber qué le ocurre a la pequeña creación de Paul Beavis!

Autor: Paul Beavis
Editorial: Tramuntana Editorial
Formato: Tapa dura
Páginas: 44
Edad: 6-8
Precio: 13 €
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Boolino Book (4): El monstruo de la Sra. Mo

Me doy cuenta de que El monstruo de la Sra. Mo es el primero de los libros que reseño en el blog (muy amablemente cedidos por Boolino) que resulta ser obra de un solo autor. En este caso, el británico Paul Beavis escribe, dibuja y diseña, de ahí que el resultado final sea tan compacto y tan armónico.
Aparte de trabajar como ilustrador, Beavis también ha ejercido como diseñador gráfico, y eso queda bien claro cuando uno observa el equilibrio tan cuidadoso de la disposición en los elementos en las páginas desplegadas (porque, sí, el cuento está concebido como una serie de planchas dobles). Tanto las ilustraciones (realizadas, si no voy errado, íntegramente de forma digital) como la rotulación permiten que la historia fluya a lo largo de la página, rompiendo así la sensación estática que, muchas veces, transmiten los cuentos ilustrados.
Pero es que, además, lo que propone El monstruo de la Sra. Mo es una historia realmente divertida, con un monstruito que el autor utiliza para realizar una proyección humorística del comportamiento infantil, y, lo que es más importante, para apuntar (sobre todo a nosotros, los padres) que, con paciencia y comprensión, se puede conectar con ellos y concentrar sus energías más desbocadas de forma positiva. Más allá de su lado sarcástico, la narración rebosa ternura, y lanza un mensaje conciliador en el que vale la pena incidir (y comentar con nuestros hijos).
La edición de Tramuntana Editorial es estupenda. Se basa en una buena traducción, y además respeta a la perfección tanto el formato como los colores originales, y los reproduce en un papel satinado de gran calidad. Todo encuadernado, claro está, con una tapa dura que permite que sobreviva a todas las lecturas nocturnas que hagan falta (M. ya se lo ha leído un buen puñado de veces).
El monstruo de la Sra.Mo tiene secuela, Hello World!, que espero que Tramuntana publique también pronto. ¡Tanto M. como yo estamos deseando saber qué le ocurre a la pequeña creación de Paul Beavis!

Autor: Paul Beavis
Editorial: Tramuntana Editorial
Formato: Tapa dura
Páginas: 44
Edad: 6-8
Precio: 13 €
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Video Killed the Radio Star

Cuando el educador Marc Prensky acuñó el término nativo digital (así como el complementario de inmigrante digital, mucho menos extendido a nivel popular), lo hizo pensando en la necesidad de renovar los procesos educativos, de acercar las técnicas de enseñanza a los cambios que se han producido en nuestra sociedad. No creo que se planteara estar dándole a muchos padres contemporáneos algo muy parecido a una excusa perfecta para (auto)justificar la opción de dejar a sus hijos entreteniéndose con elementos tecnológicos como móviles, tablets, consolas, ordenadores… O algo que tenemos tan integrado, y tan normalizado, como la televisión.
Vaya por delante que sí, que atender a un hijo en el día a día puede resultar, en muchos momentos, agotador. Los niños son, por naturaleza, absorbentes: somos su gran bastión vital, así que demandan nuestra presencia, nuestra atención, y quieren que les dediquemos tiempo. De ahí que, en determinadas ocasiones, recurramos a entretenimientos externos que nos permiten, aunque sea de forma momentánea, tomar un poco de aire, generar un cierto espacio personal.
Es humano y es comprensible. Muchos padres queremos estar más presentes en la cotidianidad de nuestros hijos de lo que pudieron nuestros progenitores, pero eso implica también que a veces necesitemos un break. Un (necesario) respiro para nosotros mismos.
La cuestión está en que, cada vez más, ponemos todo el peso de ese entretenimientoen lo tecnológico. Resulta, es justo reconocerlo, más cómodo, pero tendríamos que hacernos mucho más conscientes de lo que esa comodidad provoca. Cinco años atrás, la American Academy of Pedriatrics ya advertía del efecto negativo que puede tener el consumo excesivode televisión (de hecho, recomiendan que los niños menores de dos años no se pongan delante de ninguna pantalla) sobre el desarrollo creativo y expresivo de los niños. Y a día de hoy, neuropsicólogos como Álvaro Bilbao abogan de forma cada vez más firme por la necesidad de dejar que la imaginación de nuestroshijos se desarrolle de forma natural, sin condicionarla a base de puro estímulo artificial.
Hay, por desgracia, momentos en los que mi mujer y yo no podemos estar totalmente pendientes de M. Así que, a veces, sobre todo cuando hay que atender a las tareas del hogar, nos vemos obligados a buscar formas de que se entretenga mientras nosotros hacemos otras cosas. Pero procuramos no exponerlo demasiado a la televisión (y siempre de forma controlada, durante un tiempo que pactamos previamente), y guiarlo hacia formas de entretenimiento más educativas, más libres y, sobre todo, más imaginativas.
Lo ideal es, claro, implicarlo en aquello que nos mantiene ocupados (de hecho, muchas veces nos pide participar en lo que estemos haciendo), pero, cuando eso no es posible, intentamos utilizar recursos como juegos de construcción, muñecos, o algo tan sencillo como un puñado de folios y una caja de rotuladores.

Aun así, y siempre que podemos, intentamos estar completamente centrados en M. Dedicarle nuestro tiempo y atención, escucharle y, claro está, compartir sus juegos dejando que sea él quienes los guía (una cosa que, lo reconozco, a veces me cuesta un poco). No tengo más que observar su cara de felicidad cuando estamos los tres juntos, haciendo cualquier cosas, para darme cuenta de lo que realmente necesita, por encima de todo: que estamos allí, a su lado, volcados en cuerpo y alma.
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Video Killed the Radio Star

Cuando el educador Marc Prensky acuñó el término nativo digital (así como el complementario de inmigrante digital, mucho menos extendido a nivel popular), lo hizo pensando en la necesidad de renovar los procesos educativos, de acercar las técnicas de enseñanza a los cambios que se han producido en nuestra sociedad. No creo que se planteara estar dándole a muchos padres contemporáneos algo muy parecido a una excusa perfecta para (auto)justificar la opción de dejar a sus hijos entreteniéndose con elementos tecnológicos como móviles, tablets, consolas, ordenadores… O algo que tenemos tan integrado, y tan normalizado, como la televisión.
Vaya por delante que sí, que atender a un hijo en el día a día puede resultar, en muchos momentos, agotador. Los niños son, por naturaleza, absorbentes: somos su gran bastión vital, así que demandan nuestra presencia, nuestra atención, y quieren que les dediquemos tiempo. De ahí que, en determinadas ocasiones, recurramos a entretenimientos externos que nos permiten, aunque sea de forma momentánea, tomar un poco de aire, generar un cierto espacio personal.
Es humano y es comprensible. Muchos padres queremos estar más presentes en la cotidianidad de nuestros hijos de lo que pudieron nuestros progenitores, pero eso implica también que a veces necesitemos un break. Un (necesario) respiro para nosotros mismos.
La cuestión está en que, cada vez más, ponemos todo el peso de ese entretenimientoen lo tecnológico. Resulta, es justo reconocerlo, más cómodo, pero tendríamos que hacernos mucho más conscientes de lo que esa comodidad provoca. Cinco años atrás, la American Academy of Pedriatrics ya advertía del efecto negativo que puede tener el consumo excesivode televisión (de hecho, recomiendan que los niños menores de dos años no se pongan delante de ninguna pantalla) sobre el desarrollo creativo y expresivo de los niños. Y a día de hoy, neuropsicólogos como Álvaro Bilbao abogan de forma cada vez más firme por la necesidad de dejar que la imaginación de nuestroshijos se desarrolle de forma natural, sin condicionarla a base de puro estímulo artificial.
Hay, por desgracia, momentos en los que mi mujer y yo no podemos estar totalmente pendientes de M. Así que, a veces, sobre todo cuando hay que atender a las tareas del hogar, nos vemos obligados a buscar formas de que se entretenga mientras nosotros hacemos otras cosas. Pero procuramos no exponerlo demasiado a la televisión (y siempre de forma controlada, durante un tiempo que pactamos previamente), y guiarlo hacia formas de entretenimiento más educativas, más libres y, sobre todo, más imaginativas.
Lo ideal es, claro, implicarlo en aquello que nos mantiene ocupados (de hecho, muchas veces nos pide participar en lo que estemos haciendo), pero, cuando eso no es posible, intentamos utilizar recursos como juegos de construcción, muñecos, o algo tan sencillo como un puñado de folios y una caja de rotuladores.

Aun así, y siempre que podemos, intentamos estar completamente centrados en M. Dedicarle nuestro tiempo y atención, escucharle y, claro está, compartir sus juegos dejando que sea él quienes los guía (una cosa que, lo reconozco, a veces me cuesta un poco). No tengo más que observar su cara de felicidad cuando estamos los tres juntos, haciendo cualquier cosas, para darme cuenta de lo que realmente necesita, por encima de todo: que estamos allí, a su lado, volcados en cuerpo y alma.
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Mi cameo en AR

La verdad es que llamarlo colaboración, o incluso aparición, sería un poco generoso respecto a la aportación que hago este mes a la revista AR. Dentro del reportaje “Los nuevos padres” que firma María Orriols (es toda una alegría que se publique un texto así en una revista de este perfil), aparezco junto a otros compañeros de Papás Blogueros con una recomendación, en mi caso, literaria, pensada para el Día del Padre.

En mi caso he optado por hablar de Patrimonio: Una historia verdadera. Su autor, Philip Roth, es uno de mis escritores predilectos (además de uno de los mejores de su generación) y, siendo ya un autor que tiende a entremezclar lo ficcional y lo autobiográfico, este libro en cuestión me llamó la atención porque en él, directamente, habla de su relación con su padre. Y si bien  lo hace con su habitual agudeza y sentido del humor (nadie como él para sacarle punta a las diferencias generacionales), también le añade una gran dosis de calidez. La que esboza no es una relación ideal, ni mucho menos envidiable, pero es humana, y es fácil reconocerse en esa necesidad que desprende Roth de reconciliarse con la figura de su progenitor.
Aquí abajo tenéis un extracto del artículo en el que podréis leer mi contribución…

Nota: Tengo que darle las gracias a Usúe Madinaveitia por hablarle de mí a María Orriols, y a esta última por contar conmigo para el reportaje.

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Mi cameo en AR

La verdad es que llamarlo colaboración, o incluso aparición, sería un poco generoso respecto a la aportación que hago este mes a la revista AR. Dentro del reportaje “Los nuevos padres” que firma María Orriols (es toda una alegría que se publique un texto así en una revista de este perfil), aparezco junto a otros compañeros de Papás Blogueros con una recomendación, en mi caso, literaria, pensada para el Día del Padre.

En mi caso he optado por hablar de Patrimonio: Una historia verdadera. Su autor, Philip Roth, es uno de mis escritores predilectos (además de uno de los mejores de su generación) y, siendo ya un autor que tiende a entremezclar lo ficcional y lo autobiográfico, este libro en cuestión me llamó la atención porque en él, directamente, habla de su relación con su padre. Y si bien  lo hace con su habitual agudeza y sentido del humor (nadie como él para sacarle punta a las diferencias generacionales), también le añade una gran dosis de calidez. La que esboza no es una relación ideal, ni mucho menos envidiable, pero es humana, y es fácil reconocerse en esa necesidad que desprende Roth de reconciliarse con la figura de su progenitor.
Aquí abajo tenéis un extracto del artículo en el que podréis leer mi contribución…

Nota: Tengo que darle las gracias a Usúe Madinaveitia por hablarle de mí a María Orriols, y a esta última por contar conmigo para el reportaje.

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Masculino, femenino

Hace unas semanas di un seminario intensivo sobre la trilogía de películas Antes del… de Richard Linklater. Hablando sobre las influencias cinematográficas de su última entrega, Antes del anochecer, le mostré a mis alumnos las últimas secuencias de Te querré siempre, de Roberto Rossellini, para contrastar el pesimismo del italiano con la esperanza del estadounidense. Pero en esa confrontación me saltó a la vista un detalle fundamental: el contraste entre la actitud machista y nada conciliadora del protagonista de Rossellini, George Sanders, y la inteligencia emocional y la ternura del de Linklater, Ethan Hawke. Uno representando al hombre clásico, a esa visión egoísta y patriarcal de la paternidad con la que nos hemos criado, y otro al hombre contemporáneo, que se cuestiona su lugar y/o función social y, dentro de sus limitaciones personales, intenta reajustarlas al contexto de cambio en el que vivimos.
Lo cual me recordó algo con lo que me he topado cada vez que he querido cuestionar, de alguna manera, el papel digamos instituido del hombre dentro de la crianza: el miedo a la castración. Camuflado, claro está, bajo reflexiones que, de no rascar demasiado, parecen perfectamente lógicas, pero que en realidad son puro sesgo cognitivo que esconde pura y dura inseguridad.
Por supuesto que es maravilloso defender públicamente la crianza respetuosa. Apostar por un enfoque de la paternidad distinto al de nuestros progenitores con la esperanza de establecer una relación más estrecha, más emocional, con nuestros propios hijos. Pero, ¿dónde queda esa intención si nos acabamos parapetando detrás de murallas emocionales heredadas? ¿Qué clase de cambio esperamos legar a las nuevas generaciones, si en realidad estamos perpeturando estereotipos heterocéntricos, aunque sea filtrándolos a través del humor –reinterpretándolos así como algo simpático, perdonable: se trata de una herramienta clásica para ganarse la simpatía de los demás–? Los niños, recordemos, aprenden por imitación, y si nosotros seguimos perpetuando micromachismos, aunque sean camuflados, vamos a seguir alimentando un bucle insostenible para una sociedad que necesita evolucionar.
Nos gusta pensar que nos cuestionamos cosas. Que profundizamos. Que escarbamos. Pero la realidad es que sólo lo hacemos en la superficie. Sin que nos haga demasiado daño, porque, en ese aspecto, seguimos arrastrando la gran mayoría de nuestros complejos infantiles. Es difícil, soy plenamente consciente, ponerse delante de uno mismo y plantearse de verdad, con toda la gravedad posible, si somos quienes de verdad nos gustaría ser. Hasta qué punto somos coherentes. Constructivos. Y fieles a nosotros mismos y a los que nos rodean. Lo sé, es mucho más sencillo, más cómodo, eludir ese autoanálisis y limitarse a mirar siempre hacia adelante. Pero también es mucho más empobrecedor.
Cuando apuntamos a M. en el registro civil, mi mujer y yo decidimos invertir el orden de nuestros apellidos como símbolo de igualdad entre nosotros. Como una forma de romper con lo establecido, de poner sobre la mesa nuestra visión crítica sobre los roles hombre/mujer. Pero también como gesto de amor hacia mi mujer, y, por qué no decirlo, una demostración pública de seguridad y de confianza en mí mismo. Mi identidad masculina no reside en las reglas y los condicionantes que la sociedad quiera imponerme, sino en mi propia certeza de la misma. Y, creedme, yo estoy profundamente seguro de ella.
Ésa es la imagen de masculinidad que quiero transmitirle a mi hijo. Es el ejemplo con el que quiero que crezca y se desarrolle. Y, espero, también mi granito de arena para transformar esta sociedad tan llenas de miedos y de limitaciones autoimpuestos en la que, parece ser, salirse de los esquemas marcados para los papás –¿de verdad hace falta que vuelva a aludir al absurdo de la figura del cazador-recolector en una sociedad en la que, en la mayoría de familias, tienen que trabajar los dos miembros de la pareja para llegar a fin de mes?– significa querer asumir el comportamiento de las mamás.
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Masculino, femenino

Hace unas semanas di un seminario intensivo sobre la trilogía de películas Antes del… de Richard Linklater. Hablando sobre las influencias cinematográficas de su última entrega, Antes del anochecer, le mostré a mis alumnos las últimas secuencias de Te querré siempre, de Roberto Rossellini, para contrastar el pesimismo del italiano con la esperanza del estadounidense. Pero en esa confrontación me saltó a la vista un detalle fundamental: el contraste entre la actitud machista y nada conciliadora del protagonista de Rossellini, George Sanders, y la inteligencia emocional y la ternura del de Linklater, Ethan Hawke. Uno representando al hombre clásico, a esa visión egoísta y patriarcal de la paternidad con la que nos hemos criado, y otro al hombre contemporáneo, que se cuestiona su lugar y/o función social y, dentro de sus limitaciones personales, intenta reajustarlas al contexto de cambio en el que vivimos.
Lo cual me recordó algo con lo que me he topado cada vez que he querido cuestionar, de alguna manera, el papel digamos instituido del hombre dentro de la crianza: el miedo a la castración. Camuflado, claro está, bajo reflexiones que, de no rascar demasiado, parecen perfectamente lógicas, pero que en realidad son puro sesgo cognitivo que esconde pura y dura inseguridad.
Por supuesto que es maravilloso defender públicamente la crianza respetuosa. Apostar por un enfoque de la paternidad distinto al de nuestros progenitores con la esperanza de establecer una relación más estrecha, más emocional, con nuestros propios hijos. Pero, ¿dónde queda esa intención si nos acabamos parapetando detrás de murallas emocionales heredadas? ¿Qué clase de cambio esperamos legar a las nuevas generaciones, si en realidad estamos perpeturando estereotipos heterocéntricos, aunque sea filtrándolos a través del humor –reinterpretándolos así como algo simpático, perdonable: se trata de una herramienta clásica para ganarse la simpatía de los demás–? Los niños, recordemos, aprenden por imitación, y si nosotros seguimos perpetuando micromachismos, aunque sean camuflados, vamos a seguir alimentando un bucle insostenible para una sociedad que necesita evolucionar.
Nos gusta pensar que nos cuestionamos cosas. Que profundizamos. Que escarbamos. Pero la realidad es que sólo lo hacemos en la superficie. Sin que nos haga demasiado daño, porque, en ese aspecto, seguimos arrastrando la gran mayoría de nuestros complejos infantiles. Es difícil, soy plenamente consciente, ponerse delante de uno mismo y plantearse de verdad, con toda la gravedad posible, si somos quienes de verdad nos gustaría ser. Hasta qué punto somos coherentes. Constructivos. Y fieles a nosotros mismos y a los que nos rodean. Lo sé, es mucho más sencillo, más cómodo, eludir ese autoanálisis y limitarse a mirar siempre hacia adelante. Pero también es mucho más empobrecedor.
Cuando apuntamos a M. en el registro civil, mi mujer y yo decidimos invertir el orden de nuestros apellidos como símbolo de igualdad entre nosotros. Como una forma de romper con lo establecido, de poner sobre la mesa nuestra visión crítica sobre los roles hombre/mujer. Pero también como gesto de amor hacia mi mujer, y, por qué no decirlo, una demostración pública de seguridad y de confianza en mí mismo. Mi identidad masculina no reside en las reglas y los condicionantes que la sociedad quiera imponerme, sino en mi propia certeza de la misma. Y, creedme, yo estoy profundamente seguro de ella.
Ésa es la imagen de masculinidad que quiero transmitirle a mi hijo. Es el ejemplo con el que quiero que crezca y se desarrolle. Y, espero, también mi granito de arena para transformar esta sociedad tan llenas de miedos y de limitaciones autoimpuestos en la que, parece ser, salirse de los esquemas marcados para los papás –¿de verdad hace falta que vuelva a aludir al absurdo de la figura del cazador-recolector en una sociedad en la que, en la mayoría de familias, tienen que trabajar los dos miembros de la pareja para llegar a fin de mes?– significa querer asumir el comportamiento de las mamás.
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Boolino Book (3): El pincel mágico

Desde que era muy pequeño, a M. le han fascinado los cuentos. Cada noche, antes de dormir, quiere que su madre le lea unos cuantos, y cuando viajamos (sea en coche o en transporte público), suele pedirnos que nos inventemos historias. Porque, aunque también le gustan los clásicos (su favorito seguramente sea Los tres cerditos), prefiere escuchar narraciones nuevas, que le cojan por sorpresa.

Por eso, dentro de la colección “El jardín de los cuentos” de Oxford University Press, me llamó la atención El pincel mágico, porque adapta una leyenda tradicional de origen chino que, antes de recibir el libro gracias a Boolino, desconocía por completo. Además, pensaba que M., que se pasa el día dibujando sin parar, se identificaría con un niño cuyo gran sueño consiste en aprender a dibujar.
La edición es ligera y manejable (gracias a su formato de tapa blanda), ideal para un cuento de 26 páginas con grandes ilustraciones y textos cortos, que lo convierten en una buena elección para leer antes de dormir. Al utilizar, además, letra ligada (es decir, caligráfica), resulta ideal para los niños que se están iniciando en la lectura en minúsculas.
La adaptación de Nathalie Pons de la leyenda original logra retener la magia oriental de aquélla y, al mismo tiempo, adaptarla a la sensibilidad occidental. En ese mismo sentido se dirige la labor de la ilustradora, Antonia Santolaya, que, con notable sutilidad (y buen gusto), emplea un trazo influido por los ukiyo-ejaponeses, y que matiza con un acabado riquísimo, lleno de imaginación. Y es que, en sus dibujos, mezcla el collage, la cera e incluso la acuarela, logrando un resultado lleno de color y de texturas, muy atractivo cara a sus pequeños lectores.
El libro va acompañado de un CD que incluye una lectura dramatizada de El pincel mágico por parte de una cuentacuentos profesional. Es una buena manera de que los niños que todavía no leen con fluidez no requieran de la compañía un adulto: sin ir más lejos, M. quiso escuchar el disco varias veces mientras él mismo iba pasando las páginas, al ritmo de la narración.
Otro buen detalle de la edición es que incluye unas pequeñas marionetas de dedo que, una vez recortadas y montadas, permiten recrear el cuento. Para los que son tan maniáticos como yo (no me gusta recortar ni pintar los libros, no lo puedo evitar, es más fuerte que yo), siempre queda la opción que tomé yo con M.: fotocopiar las marionetas en folios de gramaje más o menos grueso. El resultado, creo yo, es bastante aparente, y permite repetir la operación las veces que se quiera.

Título: El pincelmágico
Autoras: Nathalie Pons (adaptación), Antonia Santolaya (ilustraciones)
Editorial: Oxford University Press
Formato: Tapa blanda
Páginas: 32
Edad: +3
Precio: 5,90 €

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Boolino Book (3): El pincel mágico

Desde que era muy pequeño, a M. le han fascinado los cuentos. Cada noche, antes de dormir, quiere que su madre le lea unos cuantos, y cuando viajamos (sea en coche o en transporte público), suele pedirnos que nos inventemos historias. Porque, aunque también le gustan los clásicos (su favorito seguramente sea Los tres cerditos), prefiere escuchar narraciones nuevas, que le cojan por sorpresa.

Por eso, dentro de la colección “El jardín de los cuentos” de Oxford University Press, me llamó la atención El pincel mágico, porque adapta una leyenda tradicional de origen chino que, antes de recibir el libro gracias a Boolino, desconocía por completo. Además, pensaba que M., que se pasa el día dibujando sin parar, se identificaría con un niño cuyo gran sueño consiste en aprender a dibujar.
La edición es ligera y manejable (gracias a su formato de tapa blanda), ideal para un cuento de 26 páginas con grandes ilustraciones y textos cortos, que lo convierten en una buena elección para leer antes de dormir. Al utilizar, además, letra ligada (es decir, caligráfica), resulta ideal para los niños que se están iniciando en la lectura en minúsculas.
La adaptación de Nathalie Pons de la leyenda original logra retener la magia oriental de aquélla y, al mismo tiempo, adaptarla a la sensibilidad occidental. En ese mismo sentido se dirige la labor de la ilustradora, Antonia Santolaya, que, con notable sutilidad (y buen gusto), emplea un trazo influido por los ukiyo-ejaponeses, y que matiza con un acabado riquísimo, lleno de imaginación. Y es que, en sus dibujos, mezcla el collage, la cera e incluso la acuarela, logrando un resultado lleno de color y de texturas, muy atractivo cara a sus pequeños lectores.
El libro va acompañado de un CD que incluye una lectura dramatizada de El pincel mágico por parte de una cuentacuentos profesional. Es una buena manera de que los niños que todavía no leen con fluidez no requieran de la compañía un adulto: sin ir más lejos, M. quiso escuchar el disco varias veces mientras él mismo iba pasando las páginas, al ritmo de la narración.
Otro buen detalle de la edición es que incluye unas pequeñas marionetas de dedo que, una vez recortadas y montadas, permiten recrear el cuento. Para los que son tan maniáticos como yo (no me gusta recortar ni pintar los libros, no lo puedo evitar, es más fuerte que yo), siempre queda la opción que tomé yo con M.: fotocopiar las marionetas en folios de gramaje más o menos grueso. El resultado, creo yo, es bastante aparente, y permite repetir la operación las veces que se quiera.

Título: El pincelmágico
Autoras: Nathalie Pons (adaptación), Antonia Santolaya (ilustraciones)
Editorial: Oxford University Press
Formato: Tapa blanda
Páginas: 32
Edad: +3
Precio: 5,90 €

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Nuestra presencia en el parto

Hemos asimilado la presencia de los padres durante el parto como una de las pequeñas victorias de la igualdad de género, una de esas correcciones respecto a los desequilibrios que se daban en las parejas en la generación de nuestros progenitores. A diferencia de ellos (y de cómo habían sido educados), muchos de nosotros estamos convencidos de querer estar allí presentes, de asistir en primera persona a algo tan extraordinario como el nacimiento de un hijo. Tenemos la voluntad de ayudar, de apoyar, de compartir.
Pero, ¿lo logramos? ¿De verdad?
Un estudio realizado conjuntamente por University College London, King’s College London y University of Hertfordshire indica que la presencia del padre durante el parto podría provocar, de no existir suficiente confianza dentro de la pareja, dolores más fuertes en la madre. Lo cual, por otro lado, tampoco supone una gran sorpresa: el prestigioso obstetra Michel Odent, una de las grandes referencias mundiales dentro del tema del parto natural, lleva tiempo apuntando que la presencia del padre durante el proceso puede llegar a inhibir la liberación de oxitocina y disparar la de adrenalina, aumentando, así, la necesidad de intervención por parte del personal especializado.
Lo que me lleva a la que, creo, es la cuestión fundamental. ¿Realmente ayudamos? ¿Apoyamos? ¿Compartimos? ¿O nos convertimos en una presencia meramente testimonial dentro de un proceso que, por simple naturaleza, nos resulta ajeno?
Hoy en día, la respuesta depende pura y exclusivamente de la implicación del futuro padre. Y de lo consciente que haya llegado a ser de que, durante el parto, su papel debería ser no ya discreto, sino casi invisible. Un apoyo silencioso, firme, pero proporcionando a la mamá espacio y confianza suficientes como para poder concentrarse al máximo en una sola cosa: traer al bebé al mundo.
Porque la realidad es que nadie nos prepara de verdad para lo que está por venir. Está muy bien que nos enseñen respiraciones, a usar pelotas de pilates o a ponerle pañales a los bebés, pero lo que realmente necesitaríamos es aprender cuál debería ser nuestro auténtico lugar durante el parto. Qué deberíamos aportar. Cómo tendríamos que comportarnos, sea en una sala de quirófanos o durante un parto natural. Y, sobre todo, a saber reconocer (y aceptar) que, en determinadas circunstancias, quizás deberíamos dar un paso atrás.
Eso, supongo que no hace falta que lo aclare, no es algo que se nos enseñe en las clases de preparto de la Seguridad Social.
Las afirmaciones de Odent levantan ampollas porque cuestionan lo que percibimos como una conquista generacional, y reaccionamos de forma visceral en lugar de plantearnos si, en realidad, lo que ocurre es que, pese a lo que hemos avanzado, seguimos encallados en un punto intermedio en cuanto a la deferencia hacia el proceso de parto. Y que quizá nos conformamos con una preparación superficial, casi anecdótica, cuando lo más importante es que deberíamos aprender a respetar y, sobre todo a compartir desde la discreción, un proceso en el que nosotros jugamos un papel fundamentalmente secundario… Y no hay nada malo en reconocerlo.
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Nuestra presencia en el parto

Hemos asimilado la presencia de los padres durante el parto como una de las pequeñas victorias de la igualdad de género, una de esas correcciones respecto a los desequilibrios que se daban en las parejas en la generación de nuestros progenitores. A diferencia de ellos (y de cómo habían sido educados), muchos de nosotros estamos convencidos de querer estar allí presentes, de asistir en primera persona a algo tan extraordinario como el nacimiento de un hijo. Tenemos la voluntad de ayudar, de apoyar, de compartir.
Pero, ¿lo logramos? ¿De verdad?
Un estudio realizado conjuntamente por University College London, King’s College London y University of Hertfordshire indica que la presencia del padre durante el parto podría provocar, de no existir suficiente confianza dentro de la pareja, dolores más fuertes en la madre. Lo cual, por otro lado, tampoco supone una gran sorpresa: el prestigioso obstetra Michel Odent, una de las grandes referencias mundiales dentro del tema del parto natural, lleva tiempo apuntando que la presencia del padre durante el proceso puede llegar a inhibir la liberación de oxitocina y disparar la de adrenalina, aumentando, así, la necesidad de intervención por parte del personal especializado.
Lo que me lleva a la que, creo, es la cuestión fundamental. ¿Realmente ayudamos? ¿Apoyamos? ¿Compartimos? ¿O nos convertimos en una presencia meramente testimonial dentro de un proceso que, por simple naturaleza, nos resulta ajeno?
Hoy en día, la respuesta depende pura y exclusivamente de la implicación del futuro padre. Y de lo consciente que haya llegado a ser de que, durante el parto, su papel debería ser no ya discreto, sino casi invisible. Un apoyo silencioso, firme, pero proporcionando a la mamá espacio y confianza suficientes como para poder concentrarse al máximo en una sola cosa: traer al bebé al mundo.
Porque la realidad es que nadie nos prepara de verdad para lo que está por venir. Está muy bien que nos enseñen respiraciones, a usar pelotas de pilates o a ponerle pañales a los bebés, pero lo que realmente necesitaríamos es aprender cuál debería ser nuestro auténtico lugar durante el parto. Qué deberíamos aportar. Cómo tendríamos que comportarnos, sea en una sala de quirófanos o durante un parto natural. Y, sobre todo, a saber reconocer (y aceptar) que, en determinadas circunstancias, quizás deberíamos dar un paso atrás.
Eso, supongo que no hace falta que lo aclare, no es algo que se nos enseñe en las clases de preparto de la Seguridad Social.
Las afirmaciones de Odent levantan ampollas porque cuestionan lo que percibimos como una conquista generacional, y reaccionamos de forma visceral en lugar de plantearnos si, en realidad, lo que ocurre es que, pese a lo que hemos avanzado, seguimos encallados en un punto intermedio en cuanto a la deferencia hacia el proceso de parto. Y que quizá nos conformamos con una preparación superficial, casi anecdótica, cuando lo más importante es que deberíamos aprender a respetar y, sobre todo a compartir desde la discreción, un proceso en el que nosotros jugamos un papel fundamentalmente secundario… Y no hay nada malo en reconocerlo.
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Ya vienen los Reyes

Cuando era niño, la Noche de Reyes era para mí algo mágico, inigualable. Solía dormir en casa de mis abuelos, y me despertaba en mitad de la noche para, de puntillas, acercarme al comedor a observar, con una sonrisa en los labios, y sin tocar nada, los regalos apilados sobre el sofá del comedor.
Adoraba tanto esa magia que me esforcé en conservarla a toda costa para los niños que tenía cerca, explicándoles historias y detalles sobre los Reyes Magos (a veces, lo reconozco, un poco inventados: mi desconocimiento de lo religioso no daba para más) para saciar su curiosidad al respecto.
Como os podéis imaginar, eso es algo que también he querido transmitirle a M. desde que nació.
No se trata de reproducir lo que yo viví. Ni tampoco de experimentar sus sensaciones de forma vicaria. Lo que tanto mi mujer como yo intentamos es ofrecerle una forma propia, particular, de recibir a los Reyes Magos. Darle pie a construir su propia visión, a que le dé un sentido personal a esa magia para que la atesore de forma más intensa en su interior.
Ésa es, para mí, la clave del día. La magia. Ni los regalos, ni los oropeles, ni los caramelos, ni las cabalgatas… Esa emoción contenida que te atrapa el corazón y que dispara la ilusión.
Creo, de todo corazón, que nosotros, desde nuestra posición de adultos, tenemos que esforzarnos por dar pie a la imaginación de los niños. Tenemos que alimentarla, y dejar que tome altura y que vuele alto, lo más alto posible, para que puedan soñar con un mundo mejor, más luminoso, más justo… Más esperanzado.
Ya llegará el momento en el que tengan que enfrentarse a la realidad. Será inevitable. Y tendremos que acompañarles en ese camino.

De momento, mañana llegan los Reyes. Y esta noche, después de la cabalgata, M., mi mujer y yo les dejaremos algo de comer… Y agua para sus camellos, claro está.

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Ya vienen los Reyes

Cuando era niño, la Noche de Reyes era para mí algo mágico, inigualable. Solía dormir en casa de mis abuelos, y me despertaba en mitad de la noche para, de puntillas, acercarme al comedor a observar, con una sonrisa en los labios, y sin tocar nada, los regalos apilados sobre el sofá del comedor.
Adoraba tanto esa magia que me esforcé en conservarla a toda costa para los niños que tenía cerca, explicándoles historias y detalles sobre los Reyes Magos (a veces, lo reconozco, un poco inventados: mi desconocimiento de lo religioso no daba para más) para saciar su curiosidad al respecto.
Como os podéis imaginar, eso es algo que también he querido transmitirle a M. desde que nació.
No se trata de reproducir lo que yo viví. Ni tampoco de experimentar sus sensaciones de forma vicaria. Lo que tanto mi mujer como yo intentamos es ofrecerle una forma propia, particular, de recibir a los Reyes Magos. Darle pie a construir su propia visión, a que le dé un sentido personal a esa magia para que la atesore de forma más intensa en su interior.
Ésa es, para mí, la clave del día. La magia. Ni los regalos, ni los oropeles, ni los caramelos, ni las cabalgatas… Esa emoción contenida que te atrapa el corazón y que dispara la ilusión.
Creo, de todo corazón, que nosotros, desde nuestra posición de adultos, tenemos que esforzarnos por dar pie a la imaginación de los niños. Tenemos que alimentarla, y dejar que tome altura y que vuele alto, lo más alto posible, para que puedan soñar con un mundo mejor, más luminoso, más justo… Más esperanzado.
Ya llegará el momento en el que tengan que enfrentarse a la realidad. Será inevitable. Y tendremos que acompañarles en ese camino.

De momento, mañana llegan los Reyes. Y esta noche, después de la cabalgata, M., mi mujer y yo les dejaremos algo de comer… Y agua para sus camellos, claro está.

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