Hat-trick, llegó el tercero

En marzo de 2016, en un alarde de irresponsabilidad y dotes premonitorias, me atreví a escribir un texto irónico sobre las “ventajas” de tener un tercer hijo. Por aquel entonces aún sufría las consecuencias de haberme embarcado en la aventura de criar …

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Por otros 40 más

Hoy me vais a permitir que utilice este espacio para hablar de mí. Como muchos sabréis, acabo de cumplir los 40, esa bonita cifra que te hace pasar de ser un divertido treintañero a un pueril cuarentón.

Yo personalmente lo llevo bien. Al margen de algunos nimios detalles como la barba blanca, las ojeras eternas, los dolores de espalda, los “ains” al sentarme en el sofá, los crujidos en las articulaciones, la barriga indeleble, los pelos en las orejas, las líneas de expresión que parecen autovías de circunvalación, las resacas que duran semanas, el mal humor mañanero, la ausencia de cualquier atisbo de paciencia, las cabezadas viendo la tele, las frases del tipo “en mi época…”, el hecho de que mi música ya se considere “oldie”, la dejadez en el vestir, la atracción por los todoterreno y el magnetismo de las obras, por lo demás, yo me siento igual.

De hecho a mí la crisis de los 40 me llegó a los 30, soy un adelantado. Ahora trato de luchar contra el inexorable paso del tiempo rodeándome de cuarentones en el gym que también tratan de luchar contra el inexorable paso del tiempo mientras los treintañeros nos miran con sorna. Chorreamos adrenalina y metemos barriga cuando pasa alguna jovencita, ingenuos, como si nos fuese a mirar a nosotros, que allí plantados y sudando con el kit completo del Decathlón tenemos menos morbo que Falete en triquini.

Cuarenta tacos señores, con suerte habremos alcanzado el ecuador de nuestro paso por aquí. Hemos alcanzado la cima y ahora toca descender por la ladera sur, con las sienes blancas si logramos conservar el pelazo y empezando a atisbar, a lo lejos aún (esperemos), la línea de meta de este viaje.

Mientras tanto, intentaremos seguir luchando contra el inexorable paso del tiempo, y lo haremos con los pocos (pero incomparables) compañeros de viaje que van quedando a nuestro lado, véase ese puñado de amigos incondicionales, esa joya de familia que tengo la suerte de tener por ambas partes, esa pedazo mujer que me acompaña desde hace más de una década aguantando lo indecible y esas dos personitas que me flanquean y que son el verdadero motivo de todo esto. Cuarenta, señores, que no es poco. Por otros cuarenta más.

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Por otros 40 más

Hoy me vais a permitir que utilice este espacio para hablar de mí. Como muchos sabréis, acabo de cumplir los 40, esa bonita cifra que te hace pasar de ser un divertido treintañero a un pueril cuarentón.

Yo personalmente lo llevo bien. Al margen de algunos nimios detalles como la barba blanca, las ojeras eternas, los dolores de espalda, los “ains” al sentarme en el sofá, los crujidos en las articulaciones, la barriga indeleble, los pelos en las orejas, las líneas de expresión que parecen autovías de circunvalación, las resacas que duran semanas, el mal humor mañanero, la ausencia de cualquier atisbo de paciencia, las cabezadas viendo la tele, las frases del tipo “en mi época…”, el hecho de que mi música ya se considere “oldie”, la dejadez en el vestir, la atracción por los todoterreno y el magnetismo de las obras, por lo demás, yo me siento igual.

De hecho a mí la crisis de los 40 me llegó a los 30, soy un adelantado. Ahora trato de luchar contra el inexorable paso del tiempo rodeándome de cuarentones en el gym que también tratan de luchar contra el inexorable paso del tiempo mientras los treintañeros nos miran con sorna. Chorreamos adrenalina y metemos barriga cuando pasa alguna jovencita, ingenuos, como si nos fuese a mirar a nosotros, que allí plantados y sudando con el kit completo del Decathlón tenemos menos morbo que Falete en triquini.

Cuarenta tacos señores, con suerte habremos alcanzado el ecuador de nuestro paso por aquí. Hemos alcanzado la cima y ahora toca descender por la ladera sur, con las sienes blancas si logramos conservar el pelazo y empezando a atisbar, a lo lejos aún (esperemos), la línea de meta de este viaje.

Mientras tanto, intentaremos seguir luchando contra el inexorable paso del tiempo, y lo haremos con los pocos (pero incomparables) compañeros de viaje que van quedando a nuestro lado, véase ese puñado de amigos incondicionales, esa joya de familia que tengo la suerte de tener por ambas partes, esa pedazo mujer que me acompaña desde hace más de una década aguantando lo indecible y esas dos personitas que me flanquean y que son el verdadero motivo de todo esto. Cuarenta, señores, que no es poco. Por otros cuarenta más.

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Qué Fuerte

Para concluir nuestras vacaciones estivales de este año, decidimos poner el colofón visitando Aldea del Obispo, un pequeño pueblito de Salamanca que vio nacer al abuelo materno de Adriana y Nacho y donde los dos enanos ya han hecho de las suyas en el pasado.

La visita no ha podido ser más edificante, a pesar de la brevedad de la misma. Uno se retrotrae a su infancia en Almonacid del Marquesado, pequeño pueblito de Cuenca que vio nacer al abuelo paterno de Adriana y Nacho, y donde los veranos discurrían entre animales de granja, huertas, calles empedradas y gentes de una calidad humana sin parangón.

Ver a los ñacos disfrutar así no tiene precio. Interactuar con los conejos de Josemari sin ser conscientes de la suerte que les esperaba (a los conejos, se entiende), correr entre las tomateras de la huerta de Emilio y flipar con un gusano, entrar como Pedro por su casa en casa (valga la redundancia) de Lourdes o Rosi, caminar de la mano de Marino por las angostas calles… Vamos, que si les dejamos dos días más colonizan el pueblo.

En el escaso día y medio que estuvimos allí nos dio tiempo principalmente a dos cosas: a pasarnos por el forro la dieta express iniciada días atrás para perder barriga (con los excelsos productos de Julián y la maestría culinaria de Celsa no había otra opción) y a conocer el Real Fuerte de la Concepción, joya de la arquitectura militar patria que data del siglo XVIII y que en su día sirvió de defensa ante la amenaza portuguesa (la bélica, no la de las mujeres con bigote)

Durante el paseo por éste último, Nacho debió escuchar esto del fuerte y, confundido por la inefable influencia del western norteamericano, optó por emular al bueno de John Wayne y su característico caminar. Lo hizo a su manera, claro está, previa relajación del esfinter, lo que permitió que la acumulación de alimentos de la zona ya procesados por su aparato digestivo abandonara de forma abrupta su cuerpo. Vamos, que se cagó encima. Allí, en el Real Fuerte de la Concepción, lugar histórico e icónico con 350 años de historia, entre muros que guardan celosamente mitos y leyendas, en medio de un jardín paradisíaco teñido con la tenue luz del atardecer cayendo sobre sus defensas otrora inexpugnables. Allí, mientras el resto de la expedición disfrutaba del merecido descanso, soltó lastre y dejó su impronta. Fue su particular manera de dar por concluida la excursión. Abandonó el recinto dignamente camino del baño con las piernas separadas como dejando espacio al caballo y volvió en calzoncillos con el pantalón declarado siniestro total. Superad eso.
A pesar del incidente, el resto de la estancia transcurrió sin sobresaltos, rodeados de las buenas gentes de Aldea y con la sensación de que, a pesar de las ‘comodidades’ de las que disfrutamos en las grandes ciudades, la calidad de vida la tienen lugares como éste. Volveremos, seguro, con Nacho controlando los esfínteres y la dieta express superada. 
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Qué Fuerte

Para concluir nuestras vacaciones estivales de este año, decidimos poner el colofón visitando Aldea del Obispo, un pequeño pueblito de Salamanca que vio nacer al abuelo materno de Adriana y Nacho y donde los dos enanos ya han hecho de las suyas en el pasado.

La visita no ha podido ser más edificante, a pesar de la brevedad de la misma. Uno se retrotrae a su infancia en Almonacid del Marquesado, pequeño pueblito de Cuenca que vio nacer al abuelo paterno de Adriana y Nacho, y donde los veranos discurrían entre animales de granja, huertas, calles empedradas y gentes de una calidad humana sin parangón.

Ver a los ñacos disfrutar así no tiene precio. Interactuar con los conejos de Josemari sin ser conscientes de la suerte que les esperaba (a los conejos, se entiende), correr entre las tomateras de la huerta de Emilio y flipar con un gusano, entrar como Pedro por su casa en casa (valga la redundancia) de Lourdes o Rosi, caminar de la mano de Marino por las angostas calles… Vamos, que si les dejamos dos días más colonizan el pueblo.

En el escaso día y medio que estuvimos allí nos dio tiempo principalmente a dos cosas: a pasarnos por el forro la dieta express iniciada días atrás para perder barriga (con los excelsos productos de Julián y la maestría culinaria de Celsa no había otra opción) y a conocer el Real Fuerte de la Concepción, joya de la arquitectura militar patria que data del siglo XVIII y que en su día sirvió de defensa ante la amenaza portuguesa (la bélica, no la de las mujeres con bigote)

Durante el paseo por éste último, Nacho debió escuchar esto del fuerte y, confundido por la inefable influencia del western norteamericano, optó por emular al bueno de John Wayne y su característico caminar. Lo hizo a su manera, claro está, previa relajación del esfinter, lo que permitió que la acumulación de alimentos de la zona ya procesados por su aparato digestivo abandonara de forma abrupta su cuerpo. Vamos, que se cagó encima. Allí, en el Real Fuerte de la Concepción, lugar histórico e icónico con 350 años de historia, entre muros que guardan celosamente mitos y leyendas, en medio de un jardín paradisíaco teñido con la tenue luz del atardecer cayendo sobre sus defensas otrora inexpugnables. Allí, mientras el resto de la expedición disfrutaba del merecido descanso, soltó lastre y dejó su impronta. Fue su particular manera de dar por concluida la excursión. Abandonó el recinto dignamente camino del baño con las piernas separadas como dejando espacio al caballo y volvió en calzoncillos con el pantalón declarado siniestro total. Superad eso.
A pesar del incidente, el resto de la estancia transcurrió sin sobresaltos, rodeados de las buenas gentes de Aldea y con la sensación de que, a pesar de las ‘comodidades’ de las que disfrutamos en las grandes ciudades, la calidad de vida la tienen lugares como éste. Volveremos, seguro, con Nacho controlando los esfínteres y la dieta express superada. 
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¿Cómo os lo explico, hijos míos?

Mis hijos se empiezan a hacer mayores. Pronto llegará el momento en el que habrá que mantener con ellos esas ineludibles conversaciones en las que un padre trata de inculcar en sus vástagos aquellos valores que considera imprescindibles en la vida. 
La educación conlleva estas cosas, casi desde el primer momento, y acarrea la pesada responsabilidad de intentar que nuestros hijos sean mejores personas, que puedan caminar por la vida con la cabeza alta y con una mochila bien cargada de principios morales y éticos. 
Me gustaría que mis hijos fueran personas respetuosas, humildes, sencillas, que tiendan la mano al de al lado cuando lo necesite, que sonrían todo lo que puedan. Quiero que mis hijos sean competitivos pero sin pisar al prójimo, que sean ambiciosos sin tener que abrirse camino a codazos. Que aprendan a ser constantes y a esforzarse en aquello que decidan emprender, pero que lo hagan desde el respeto al compañero e incluso al adversario. Quiero que mis hijos, en definitiva, sean buenas personas. 
Pero ¿cómo se lo explico? ¿Cómo les explico que deben ser humildes cuando encienden la televisión y ven a Cristiano Ronaldo triunfar? ¿Cómo les cuento que en esta vida hay que ser honrados cuando ven a Messi defraudar? ¿Cómo coño me puedo atrever a intentar que mis hijos sean buenas personas cuando en esta puta vida solo triunfan los sinvergüenzas y los cínicos? Simplemente no puedo. 
No puedo sentarme delante de mis hijos con la responsabilidad que la paternidad me asigna y condenarles a una vida de sufrimiento y de padecimiento personal y profesional a cambio de intentar hacerles mejores seres humanos en una sociedad cada vez más deshumanizada. ¿Cómo voy a hacerles eso? ¿Cómo puedo yo, simple mortal sometido desde tiempos inmemoriales al yugo de estos ‘triunfadores’, explicarles a mis hijos que deben seguir mi triste ejemplo? No puedo, pero aun así, lo haré. 
Porque yo no quiero que mis hijos sean cristianos ni messis, que derramen lágrimas sólo cuando su ego se sienta dañado sin importarles un carajo lo que tienen alrededor. ¿Cómo os explico esto, hijos míos?

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¿Cómo os lo explico, hijos míos?

Mis hijos se empiezan a hacer mayores. Pronto llegará el momento en el que habrá que mantener con ellos esas ineludibles conversaciones en las que un padre trata de inculcar en sus vástagos aquellos valores que considera imprescindibles en la vida. 
La educación conlleva estas cosas, casi desde el primer momento, y acarrea la pesada responsabilidad de intentar que nuestros hijos sean mejores personas, que puedan caminar por la vida con la cabeza alta y con una mochila bien cargada de principios morales y éticos. 
Me gustaría que mis hijos fueran personas respetuosas, humildes, sencillas, que tiendan la mano al de al lado cuando lo necesite, que sonrían todo lo que puedan. Quiero que mis hijos sean competitivos pero sin pisar al prójimo, que sean ambiciosos sin tener que abrirse camino a codazos. Que aprendan a ser constantes y a esforzarse en aquello que decidan emprender, pero que lo hagan desde el respeto al compañero e incluso al adversario. Quiero que mis hijos, en definitiva, sean buenas personas. 
Pero ¿cómo se lo explico? ¿Cómo les explico que deben ser humildes cuando encienden la televisión y ven a Cristiano Ronaldo triunfar? ¿Cómo les cuento que en esta vida hay que ser honrados cuando ven a Messi defraudar? ¿Cómo coño me puedo atrever a intentar que mis hijos sean buenas personas cuando en esta puta vida solo triunfan los sinvergüenzas y los cínicos? Simplemente no puedo. 
No puedo sentarme delante de mis hijos con la responsabilidad que la paternidad me asigna y condenarles a una vida de sufrimiento y de padecimiento personal y profesional a cambio de intentar hacerles mejores seres humanos en una sociedad cada vez más deshumanizada. ¿Cómo voy a hacerles eso? ¿Cómo puedo yo, simple mortal sometido desde tiempos inmemoriales al yugo de estos ‘triunfadores’, explicarles a mis hijos que deben seguir mi triste ejemplo? No puedo, pero aun así, lo haré. 
Porque yo no quiero que mis hijos sean cristianos ni messis, que derramen lágrimas sólo cuando su ego se sienta dañado sin importarles un carajo lo que tienen alrededor. ¿Cómo os explico esto, hijos míos?

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Bienvenido al lado oscuro

Uno de esos pocos amigos irresponsables que me quedaban se acaba de pasar al lado oscuro. Era el último reducto, la aldea gala, la Islandia de la Eurocopa, la última esperanza blanca, el último de nosotros que no había probado aún las mieles de la paternidad. 
Digo “era” porque acaba de ser padre, desoyendo nuestros sabios consejos y dejándose embeber por los cantos de sirena de una vida plena al lado de su retoño. El último gran héroe es ahora uno de los nuestros, otro jedi abducido por el Imperio que ha entregado su espada al poder supremo y que, a partir de ahora, rara vez volverá a desenvainarla (y sí, esto es un símil sexual).

De nada sirven ahora los lamentos, los “cuánta razón tenías”, la nostalgia de un tiempo pretérito en el que dormir y yacer no eran cuestión de cábalas. Ha dado un paso hacia el abismo, hacia el averno, y con el agravante de tener tras de sí una legión de voces que le gritaban que no lo hiciera. Pero lo ha hecho, y ahora no hay vuelta de hoja. Mi amigo ha entregado su placa y su pistola y ha recibido a cambio el biberón y el pañal, estandartes que le acompañarán durante los próximos años cual fiel escudero a su quijote.
Y oye, a pesar de los pesares, se le ve contento, satisfecho, pleno, con un atisbo de certeza en sus actos como siendo consciente, en esos escasos momentos de lucidez que le concede la vida entre toma y toma, de haber hecho lo correcto. Enhorabuena tronco; bienvenido Marco.  
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Bienvenido al lado oscuro

Uno de esos pocos amigos irresponsables que me quedaban se acaba de pasar al lado oscuro. Era el último reducto, la aldea gala, la Islandia de la Eurocopa, la última esperanza blanca, el último de nosotros que no había probado aún las mieles de la paternidad. 
Digo “era” porque acaba de ser padre, desoyendo nuestros sabios consejos y dejándose embeber por los cantos de sirena de una vida plena al lado de su retoño. El último gran héroe es ahora uno de los nuestros, otro jedi abducido por el Imperio que ha entregado su espada al poder supremo y que, a partir de ahora, rara vez volverá a desenvainarla (y sí, esto es un símil sexual).

De nada sirven ahora los lamentos, los “cuánta razón tenías”, la nostalgia de un tiempo pretérito en el que dormir y yacer no eran cuestión de cábalas. Ha dado un paso hacia el abismo, hacia el averno, y con el agravante de tener tras de sí una legión de voces que le gritaban que no lo hiciera. Pero lo ha hecho, y ahora no hay vuelta de hoja. Mi amigo ha entregado su placa y su pistola y ha recibido a cambio el biberón y el pañal, estandartes que le acompañarán durante los próximos años cual fiel escudero a su quijote.
Y oye, a pesar de los pesares, se le ve contento, satisfecho, pleno, con un atisbo de certeza en sus actos como siendo consciente, en esos escasos momentos de lucidez que le concede la vida entre toma y toma, de haber hecho lo correcto. Enhorabuena tronco; bienvenido Marco.  
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Razones para tener un tercer hijo

Vaya por delante que por nada del mundo se lo recomendaría a ningún padre que se atreviese a preguntarme. Un hijo es necesario, dos es una temeridad y tres… No quiero ni imaginarlo. O sí. Hagamos un ejercicio de abstracción y reflexionemos sobre lo que puede suponer la llegada de un tercer vástago a la unidad familiar.

1- Para empezar habría que reorganizar el espacio en casa. Esto, en una vivienda con tres habitaciones como es el caso que nos ocupa, puede gestionarse de forma sencilla. Lo más lógico sería que los dos hermanos mayores compartieran habitación y que el recién llegado tuviese su propio espacio, mientras los padres mantienen una distancia prudencial que les permita… bah, pamplinas. Lo que ocurrirá será que cada hermano mayor mantendrá su habitación, el recién llegado dormirá en la cama de matrimonio con mamá y papá pasará a ocupar un digno lugar en el sofá, con el gato.

2- Los traslados de cualquier índole se convierten en un verdadero galimatías. La monovolumen, otrora cómoda y espaciosa, se convierte en la furgoneta de un gitano. Cinco en un coche, tres de ellos niños, aboca irremediablemente al suicidio. Para salir de casa necesitas una media de dos horas o la ayuda del vecino. Cuando la mayor esté vestida y peinada, se pondrá a jugar mientras vistes y peinas al mediano, que hará lo propio mientras vistes y ‘peinas’ al pequeño, lo que supondrá que cuando hayas acabado por el pequeño tengas que volver a empezar porque la mayor y el mediano se habrán despeinado y desvestido de motu proprio.

3- La gestión de las finanzas es otro elemento a tener en cuenta. Las ayudas a familias numerosas están bien, pero no son suficientes. Dos sueldos para mantener a cinco humanos y un gato, dos coches, una hipoteca y los juegos de la play no dan, ya os digo que no dan. Los Magikis y los Pin&Pon se llevarán una parte importante del jornal. Hay opciones de financiación paralela como coser balones en casa o pintar soldaditos de plomo, pero que no se entere Montoro.

4- Normalmente la llegada del tercer descendiente, en los tiempos que corren, os pillará mucho más viejos. Si rondáis la cuarentena en el momento en el que venga a este mundo os ahorraréis de un plumazo la crisis de los 40, porque no vais a tener tiempo de plantearos el sentido de la vida ni vuestro lugar en el mundo. Las crisis identitarias solo se las puede permitir quien tiene tiempo para pensar, quien duerme más de 5 horas al día y quien puede incluso plantearse la opción de apuntarse al gimnasio para intentar frenar el inexorable paso del tiempo. No va a ser vuestro caso.

5-  Por descontado, la vida de pareja quedará reducida a cenizas, que no se reavivarán hasta que estéis en edad de solicitar los viajes del Imserso. Y para entonces harán falta ayudas extra en forma de píldora azul. No volveréis a salir a cenar, no pisaréis un cine, no tomaréis una copa, no veréis un partido del Atleti, no quedaréis con los pocos amigos que os quedan, no intercambiaréis impresiones con personas del sexo opuesto a excepción de las dependientas del DIA y, por supuesto, no volverás a tener un momento de intimidad en ninguna de sus versiones.

Si aun así os quedan ganas, adelante, pero no digáis que no os advertí.

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Razones para tener un tercer hijo

Vaya por delante que por nada del mundo se lo recomendaría a ningún padre que se atreviese a preguntarme. Un hijo es necesario, dos es una temeridad y tres… No quiero ni imaginarlo. O sí. Hagamos un ejercicio de abstracción y reflexionemos sobre lo que puede suponer la llegada de un tercer vástago a la unidad familiar.

1- Para empezar habría que reorganizar el espacio en casa. Esto, en una vivienda con tres habitaciones como es el caso que nos ocupa, puede gestionarse de forma sencilla. Lo más lógico sería que los dos hermanos mayores compartieran habitación y que el recién llegado tuviese su propio espacio, mientras los padres mantienen una distancia prudencial que les permita… bah, pamplinas. Lo que ocurrirá será que cada hermano mayor mantendrá su habitación, el recién llegado dormirá en la cama de matrimonio con mamá y papá pasará a ocupar un digno lugar en el sofá, con el gato.

2- Los traslados de cualquier índole se convierten en un verdadero galimatías. La monovolumen, otrora cómoda y espaciosa, se convierte en la furgoneta de un gitano. Cinco en un coche, tres de ellos niños, aboca irremediablemente al suicidio. Para salir de casa necesitas una media de dos horas o la ayuda del vecino. Cuando la mayor esté vestida y peinada, se pondrá a jugar mientras vistes y peinas al mediano, que hará lo propio mientras vistes y ‘peinas’ al pequeño, lo que supondrá que cuando hayas acabado por el pequeño tengas que volver a empezar porque la mayor y el mediano se habrán despeinado y desvestido de motu proprio.

3- La gestión de las finanzas es otro elemento a tener en cuenta. Las ayudas a familias numerosas están bien, pero no son suficientes. Dos sueldos para mantener a cinco humanos y un gato, dos coches, una hipoteca y los juegos de la play no dan, ya os digo que no dan. Los Magikis y los Pin&Pon se llevarán una parte importante del jornal. Hay opciones de financiación paralela como coser balones en casa o pintar soldaditos de plomo, pero que no se entere Montoro.

4- Normalmente la llegada del tercer descendiente, en los tiempos que corren, os pillará mucho más viejos. Si rondáis la cuarentena en el momento en el que venga a este mundo os ahorraréis de un plumazo la crisis de los 40, porque no vais a tener tiempo de plantearos el sentido de la vida ni vuestro lugar en el mundo. Las crisis identitarias solo se las puede permitir quien tiene tiempo para pensar, quien duerme más de 5 horas al día y quien puede incluso plantearse la opción de apuntarse al gimnasio para intentar frenar el inexorable paso del tiempo. No va a ser vuestro caso.

5-  Por descontado, la vida de pareja quedará reducida a cenizas, que no se reavivarán hasta que estéis en edad de solicitar los viajes del Imserso. Y para entonces harán falta ayudas extra en forma de píldora azul. No volveréis a salir a cenar, no pisaréis un cine, no tomaréis una copa, no veréis un partido del Atleti, no quedaréis con los pocos amigos que os quedan, no intercambiaréis impresiones con personas del sexo opuesto a excepción de las dependientas del DIA y, por supuesto, no volverás a tener un momento de intimidad en ninguna de sus versiones.

Si aun así os quedan ganas, adelante, pero no digáis que no os advertí.

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Cambio de prioridades

Habréis oído hasta la saciedad esa de que cuando tienes hijos, cambian tus prioridades. Es un hecho que cuando vienen al mundo esas criaturitas endemoniadas tan dependientes de ti automáticamente se genera un efecto reactivo que te hace convertirte en protector. 
Dejas de ahorrar para tu viaje a Varadero y empiezas a pensar en la universidad de los niños. Eliges destino de vacaciones en función de su ocio y no del tuyo. Te compras un monovolumen y desechas la idea del descapotable, que retomarás seguramente cuando cumplas los 60 y se hayan ido de casa. Empiezas a vestir como tu abuelo porque la ropa que hay que renovar es la suya. Ya no vas al bar de la esquina, sino al parque que está enfrente del bar de la esquina. Los fines de semana los planificas en función del centro comercial al que vaya Peppa Pig, o en su defecto en base al cine que proyecte la última de Disney. Los domingos de fútbol y cerveza en el sofá han dado paso a domingos de Frozen y palomitas dulces, ellos en el sofá y tú en una silla. El concierto más emocionante al que irás será el de Cantajuegos en las fiestas patronales, y la fiesta más loca que te espera en Navidad es la Cabalgata de Reyes.
Trasnochar ahora es acostarte a las 3:00 montando el castillo de Pin y Pon; las bajas laborales no se deben a la resaca del sábado sino al virus que te ha pegado el niño; las cenas con amigos te las pasas de pie vigilando al crío que juega en el parque de bolas… En fin, cambian las prioridades, ya lo creo que cambian. Cambian tanto que en estos días, cuando todos tenemos el miedo en el cuerpo por la amenaza yihadista, uno no piensa en que pueda morir a los 40, sino en que les pueda ocurrir algo a nuestros críos. Cambian tanto las prioridades que nuestra vida ya no importa porque tenemos otro objetivo por el que luchar, otra meta que cumplir, y no es otra que garantizar que nuestros pequeños endemoniados tengan un futuro y puedan disfrutar de la vida, al menos hasta que tengan hijos.
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Cambio de prioridades

Habréis oído hasta la saciedad esa de que cuando tienes hijos, cambian tus prioridades. Es un hecho que cuando vienen al mundo esas criaturitas endemoniadas tan dependientes de ti automáticamente se genera un efecto reactivo que te hace convertirte en protector. 
Dejas de ahorrar para tu viaje a Varadero y empiezas a pensar en la universidad de los niños. Eliges destino de vacaciones en función de su ocio y no del tuyo. Te compras un monovolumen y desechas la idea del descapotable, que retomarás seguramente cuando cumplas los 60 y se hayan ido de casa. Empiezas a vestir como tu abuelo porque la ropa que hay que renovar es la suya. Ya no vas al bar de la esquina, sino al parque que está enfrente del bar de la esquina. Los fines de semana los planificas en función del centro comercial al que vaya Peppa Pig, o en su defecto en base al cine que proyecte la última de Disney. Los domingos de fútbol y cerveza en el sofá han dado paso a domingos de Frozen y palomitas dulces, ellos en el sofá y tú en una silla. El concierto más emocionante al que irás será el de Cantajuegos en las fiestas patronales, y la fiesta más loca que te espera en Navidad es la Cabalgata de Reyes.
Trasnochar ahora es acostarte a las 3:00 montando el castillo de Pin y Pon; las bajas laborales no se deben a la resaca del sábado sino al virus que te ha pegado el niño; las cenas con amigos te las pasas de pie vigilando al crío que juega en el parque de bolas… En fin, cambian las prioridades, ya lo creo que cambian. Cambian tanto que en estos días, cuando todos tenemos el miedo en el cuerpo por la amenaza yihadista, uno no piensa en que pueda morir a los 40, sino en que les pueda ocurrir algo a nuestros críos. Cambian tanto las prioridades que nuestra vida ya no importa porque tenemos otro objetivo por el que luchar, otra meta que cumplir, y no es otra que garantizar que nuestros pequeños endemoniados tengan un futuro y puedan disfrutar de la vida, al menos hasta que tengan hijos.
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La vuelta al cole o ‘Herodes qué grande eres’

¿Conocéis esa sensación de culpa que te embarga cuando llega septiembre y llevas a los niños a su primer día de colegio? ¿Ese sentimiento de abandono que te llena de responsabilidad cuando te miran con esa carita como diciendo “por qué me dejas aquí solo” y te hace sentir mal padre/mala madre? Yo tampoco.

Madredelamorhermoso, qué largos son los veranos. Tres meses, tres largos meses con sus interminables días, sus calurosas noches, sus mañanas de piscina, sus tardes de playa, sus fines de semana de parque infantil… Los chinos inventaron torturas menos lentas y agónicas.

No sé si a alguno de vosotros se os habrá presentado la ocasión de “disfrutar” de unas largas vacaciones con dos niños a cuestas. Un día cualquiera en un destino costero cualquiera suele discurrir como sigue: por lo general, los niños se sincronizarán con el sistema solar para despertarse como motos con las primeras luces del alba. A partir de ese momento, todo irá a peor, obviamente. Si el día amanece despejado y Roberto Brasero pronostica no menos de 30 grados, prepárate y átate los machos. Te espera una larga jornada de sol pegándote en el melón, arena metida en orificios otrora impenetrables y riñones al jerez persiguiendo niños por la playa. Si tienes suerte y no te quitas las chanclas igual logras volver a casa sin puntos de sutura por pisadura de conchas. 
Ahora, que si Roberto Brasero pronostica alerta por tormentas localizadas échate a temblar, porque un día de verano metido en casa con dos niños sólo es equiparable al conflicto de la franja de Gaza. Y además, como en Gaza, siempre ganan los mismos.

Por descontado, después de tres horas sacudiéndote el salitre y la mala ostia, olvídate de dormir la siesta, poner los pies en alto o ver a Los Manolos. Si comes en casa, te tocará pelearte con uno de los dos delincuentes, a elegir, para que ingiera la ensalada campera, que “está muy fresquita y es muy saludable, que te pasas el día comiendo chuches y mierdas”.

Después, con suerte quizá consigas que se metan en la habitación a destrozar el mobiliario y los juguetes, a pelearse entre sí y a gritar como fans de Cristiano en la grabación de un anuncio de Abanderado.

Por la tarde, si se mantienen las previsiones climáticas, volverás a la playa con el hombro izquierdo dislocado por el peso de la bolsa-nevera y con el derecho a medio seccionar por ese cordoncito mínimo que algún lumbreras ha patentado como mecanismo infalible para colgarte la sombrilla. Tres horitas más de arena y sal provocándote irritaciones inguinales y erosionando tu pundonor, y estarás a punto de terminar el día. Ya sólo te queda volver a casa con los hombros para choped y bañar a las criaturas, intentado que la mezcla de agua, jabón, barro, arena, pequeños fragmentos de moluscos indeterminados y algún que otro elemento desconocido no termine por colapsar las tuberías. Te resta darle la cena a uno de los dos, a elegir, intentado que se coma la rodaja de salmón “que es de color naranja muy bonito y es muy saludable, que te pasas el día comiendo Aspitos, Kolorikis y mierdas de esas”.

Por fin llega el momento de acostarles, pobres, que están cansados, no sin antes leerles un cuento, si es que el escozor de los ojos te permite centrarte en las apasionantes aventuras de Robotito y Carcoma.

Pues esto, amigos, multiplicado por 90 es lo que viene a suponer unas vacaciones de tres meses con dos niños, sustituyendo en ocasiones la playa por la piscina comunitaria que no está el tema para demasiados dispendios. ¿Culpabilidad por llevarles al colegio/guardería? Hoy por hoy, los centros educativos se han convertido para mí en lugares sagrados de culto donde ir a rezar y agradecer al Santísimo que se hagan cargo de los niños durante unas horas. 
Feliz vuelta al cole, papis, disfrutadla…

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La vuelta al cole o ‘Herodes qué grande eres’

¿Conocéis esa sensación de culpa que te embarga cuando llega septiembre y llevas a los niños a su primer día de colegio? ¿Ese sentimiento de abandono que te llena de responsabilidad cuando te miran con esa carita como diciendo “por qué me dejas aquí solo” y te hace sentir mal padre/mala madre? Yo tampoco.

Madredelamorhermoso, qué largos son los veranos. Tres meses, tres largos meses con sus interminables días, sus calurosas noches, sus mañanas de piscina, sus tardes de playa, sus fines de semana de parque infantil… Los chinos inventaron torturas menos lentas y agónicas.

No sé si a alguno de vosotros se os habrá presentado la ocasión de “disfrutar” de unas largas vacaciones con dos niños a cuestas. Un día cualquiera en un destino costero cualquiera suele discurrir como sigue: por lo general, los niños se sincronizarán con el sistema solar para despertarse como motos con las primeras luces del alba. A partir de ese momento, todo irá a peor, obviamente. Si el día amanece despejado y Roberto Brasero pronostica no menos de 30 grados, prepárate y átate los machos. Te espera una larga jornada de sol pegándote en el melón, arena metida en orificios otrora impenetrables y riñones al jerez persiguiendo niños por la playa. Si tienes suerte y no te quitas las chanclas igual logras volver a casa sin puntos de sutura por pisadura de conchas. 
Ahora, que si Roberto Brasero pronostica alerta por tormentas localizadas échate a temblar, porque un día de verano metido en casa con dos niños sólo es equiparable al conflicto de la franja de Gaza. Y además, como en Gaza, siempre ganan los mismos.

Por descontado, después de tres horas sacudiéndote el salitre y la mala ostia, olvídate de dormir la siesta, poner los pies en alto o ver a Los Manolos. Si comes en casa, te tocará pelearte con uno de los dos delincuentes, a elegir, para que ingiera la ensalada campera, que “está muy fresquita y es muy saludable, que te pasas el día comiendo chuches y mierdas”.

Después, con suerte quizá consigas que se metan en la habitación a destrozar el mobiliario y los juguetes, a pelearse entre sí y a gritar como fans de Cristiano en la grabación de un anuncio de Abanderado.

Por la tarde, si se mantienen las previsiones climáticas, volverás a la playa con el hombro izquierdo dislocado por el peso de la bolsa-nevera y con el derecho a medio seccionar por ese cordoncito mínimo que algún lumbreras ha patentado como mecanismo infalible para colgarte la sombrilla. Tres horitas más de arena y sal provocándote irritaciones inguinales y erosionando tu pundonor, y estarás a punto de terminar el día. Ya sólo te queda volver a casa con los hombros para choped y bañar a las criaturas, intentado que la mezcla de agua, jabón, barro, arena, pequeños fragmentos de moluscos indeterminados y algún que otro elemento desconocido no termine por colapsar las tuberías. Te resta darle la cena a uno de los dos, a elegir, intentado que se coma la rodaja de salmón “que es de color naranja muy bonito y es muy saludable, que te pasas el día comiendo Aspitos, Kolorikis y mierdas de esas”.

Por fin llega el momento de acostarles, pobres, que están cansados, no sin antes leerles un cuento, si es que el escozor de los ojos te permite centrarte en las apasionantes aventuras de Robotito y Carcoma.

Pues esto, amigos, multiplicado por 90 es lo que viene a suponer unas vacaciones de tres meses con dos niños, sustituyendo en ocasiones la playa por la piscina comunitaria que no está el tema para demasiados dispendios. ¿Culpabilidad por llevarles al colegio/guardería? Hoy por hoy, los centros educativos se han convertido para mí en lugares sagrados de culto donde ir a rezar y agradecer al Santísimo que se hagan cargo de los niños durante unas horas. 
Feliz vuelta al cole, papis, disfrutadla…

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LA DECISIÓN. Fauna y Flora de los Parques Infantiles (Parte 2)

Hoy hemos decidido ir al parque. Los tres, es decir, los dos enanos delincuentes y el padre ciclotímico, porque la madre ha puesto pies en polvorones y está trabajando. Son las 10:00 de la mañana, así que vamos a ir haciendo un poco de tiempo, que es sábado y tampoco es plan de pasarnos la jornada completa de descanso entre arena y toboganes. Aprovecho un despiste de ambos, que parecen ocupados destrozando el mobiliario de la habitación, para meterme en la ducha. Los ecologistas y Árias Cañete recomiendan duchas rápidas, pero eso es porque no tienen niños, porque de lo contrario la recomendación se presupone. Es inviable regocijarse en la ducha con un niño aporreando la puerta y una niña diciendo “papá date prisa que me hago caca”.


Tras pasar por la ducha como por un túnel de lavado, toca vestir a los dos calamares. Con Adriana no hay mucho problema, salvo porque ha olvidado limpiarse el trasero después de hacer popó. La coleta ya es otro cantar, pero en fin, dicen que esta primavera-verano se llevan las asimetrías. Lo de combinar colores y tejidos tampoco es relevante para ir al parque.


Con Nacho el combate comienza de inmediato. Primero hay que perseguirle por toda la casa, después inmovilizarle y arrastrarle hasta al cambiador evitando manotazos y patadas voladoras. Una vez allí, conviene rezar al Altísimo para que en ese pañal no haya deposiciones sólidas, o de lo contrario la batalla entra en un nuevo nivel. Con el niño en posición horizontal, hay que utilizar el brazo izquierdo para sujetar piernas y brazos y evitar que se incorpore, mientras con el derecho procedes a la operación limpieza. Para que luego digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas a la vez. Vestirle es pan comido una vez superado el cambio de pañal, sólo hay que centrarse en mantener la inmovilización con el brazo izquierdo mientras con el otro quitas body, pones body, colocas calcetines, metes camiseta, subes pantalón y abrochas zapatillas. Luego hay que peinarle e intentar que no parezca Eduardo Inda, pero aquí fracaso siempre.


Hale, listos, los dos niños están vestidos y presuntamente peinados. Papá tiene que volver a pasar por la ducha porque el esfuerzo ha derivado en transpiración, y hay que estar presentables no vaya a ser que una vez en la calle surja algún planazo imprevisto como ir al Mercadona a por potitos.


Adriana dice que qué pasa, que cuándo vamos a llegar al parque. Nacho dice que jdefrefjnkaj el coche y que adsndfsondfoine al carro. Así que recojo sus sugerencias y amables apreciaciones y salimos a la calle. Bueno, al portal, porque hemos olvidado los juguetes, el agua, las galletas, las gafa de sol, el móvil y la dignidad. Son cerca de las 12 con la tontería y yo sin comida preparada, que la madre sigue con los pies en polvorones y hasta las 14 no llega de trabajar. 

Una vez repasado el inventario y con la bolsa del niño como la mochila de Dora, vislumbramos al fin el parque, que dista unos 500 metros de casa. Huelga decir que el camino hasta el mismo es una travesía por el desierto, con Nacho intentando bajarse del carro y Adriana, que es muy suya para estas cosas, tropezando cada dos pasos y a punto de reservar noche en Urgencias. Por fin llegamos y comienza la aventura….. 

CONTINUARÁ…


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LA DECISIÓN. Fauna y Flora de los Parques Infantiles (Parte 2)

Hoy hemos decidido ir al parque. Los tres, es decir, los dos enanos delincuentes y el padre ciclotímico, porque la madre ha puesto pies en polvorones y está trabajando. Son las 10:00 de la mañana, así que vamos a ir haciendo un poco de tiempo, que es sábado y tampoco es plan de pasarnos la jornada completa de descanso entre arena y toboganes. Aprovecho un despiste de ambos, que parecen ocupados destrozando el mobiliario de la habitación, para meterme en la ducha. Los ecologistas y Árias Cañete recomiendan duchas rápidas, pero eso es porque no tienen niños, porque de lo contrario la recomendación se presupone. Es inviable regocijarse en la ducha con un niño aporreando la puerta y una niña diciendo “papá date prisa que me hago caca”.


Tras pasar por la ducha como por un túnel de lavado, toca vestir a los dos calamares. Con Adriana no hay mucho problema, salvo porque ha olvidado limpiarse el trasero después de hacer popó. La coleta ya es otro cantar, pero en fin, dicen que esta primavera-verano se llevan las asimetrías. Lo de combinar colores y tejidos tampoco es relevante para ir al parque.


Con Nacho el combate comienza de inmediato. Primero hay que perseguirle por toda la casa, después inmovilizarle y arrastrarle hasta al cambiador evitando manotazos y patadas voladoras. Una vez allí, conviene rezar al Altísimo para que en ese pañal no haya deposiciones sólidas, o de lo contrario la batalla entra en un nuevo nivel. Con el niño en posición horizontal, hay que utilizar el brazo izquierdo para sujetar piernas y brazos y evitar que se incorpore, mientras con el derecho procedes a la operación limpieza. Para que luego digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas a la vez. Vestirle es pan comido una vez superado el cambio de pañal, sólo hay que centrarse en mantener la inmovilización con el brazo izquierdo mientras con el otro quitas body, pones body, colocas calcetines, metes camiseta, subes pantalón y abrochas zapatillas. Luego hay que peinarle e intentar que no parezca Eduardo Inda, pero aquí fracaso siempre.


Hale, listos, los dos niños están vestidos y presuntamente peinados. Papá tiene que volver a pasar por la ducha porque el esfuerzo ha derivado en transpiración, y hay que estar presentables no vaya a ser que una vez en la calle surja algún planazo imprevisto como ir al Mercadona a por potitos.


Adriana dice que qué pasa, que cuándo vamos a llegar al parque. Nacho dice que jdefrefjnkaj el coche y que adsndfsondfoine al carro. Así que recojo sus sugerencias y amables apreciaciones y salimos a la calle. Bueno, al portal, porque hemos olvidado los juguetes, el agua, las galletas, las gafa de sol, el móvil y la dignidad. Son cerca de las 12 con la tontería y yo sin comida preparada, que la madre sigue con los pies en polvorones y hasta las 14 no llega de trabajar. 

Una vez repasado el inventario y con la bolsa del niño como la mochila de Dora, vislumbramos al fin el parque, que dista unos 500 metros de casa. Huelga decir que el camino hasta el mismo es una travesía por el desierto, con Nacho intentando bajarse del carro y Adriana, que es muy suya para estas cosas, tropezando cada dos pasos y a punto de reservar noche en Urgencias. Por fin llegamos y comienza la aventura….. 

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FAUNA Y FLORA DE LOS PARQUES INFANTILES (PARTE 1)

Ahora que ha llegado el buen tiempo, es momento de frecuentar estos curiosos lugares en los que se dan cita toda clase de especies, que se ven en la obligación de convivir en paz y armonía en una pequeña porción de terreno. A grandes rasgos, diferenciaremos dos grandes subgrupos que se diferencian entre sí por dos características muy determinadas: su tamaño y su situación en el parque. Los niños son, por lo general, los pequeños, y tienden a ocupar la parte interior, aunque con excepciones, ya que es frecuente encontrar algún que otro enano intentando salir por patas del arenero y huir poniendo pies en polvorosa. Los padres y madres, por su parte, suelen ser más grandes, aunque no por ello más responsables, ya que la madurez en muchos casos sólo se les presupone. Suelen ocupar la zona circundante del parque, a modo de afición ultra durante un partido de fútbol. Vamos a analizarlos.

Los niños se relacionan entre sí con naturalidad, sin complejos, hablan e interactúan sin prejuicios, sin importar que su interlocutor sea blanco, negro, rojo o azul; rubio, moreno, pelirrojo o albino. Ellos se miran, se saludan y hala, ya está todo hecho, ya son amigos. Y si alguien se anda con titubeos o se revira más de la cuenta, está fuera, se convierte en un outsider. Como no tienen complejos ni prejuicios, tampoco les importa apartar a todo el que no empatice con rapidez. Es como cuando en una discoteca te acercas al grupo de las guapas e intentas entablar conversación. Con suerte tienes una oportunidad, y si no la aprovechas estás perdido. Por eso te conviene estudiar antes la situación y elegir con tiento al objetivo.

La complejidad de las relaciones sociales de los niños en los parques se resume en frases como ‘quieres jugar conmigo’ o ‘vente conmigo al tobogán’. Un consejo, no las uséis con las madres, tienen el efecto contrario.

Los padres/madres, por su parte, socializan de forma muy distinta. Lo normal es que la comunicación se inicie con acercamientos del tipo “joé que calor hace ya” o “ya estamos aquí otra vez”. No suele ir mucho más allá de esto, salvo que aparezca la figura del abuelo/a. Entonces la conversación puede girar sobre cualquier tema, estad prevenidos.

En el caso de que dos o más padres logren conectar, el tema será necesariamente lo dura que es la vida con niños, el fútbol o lo que nos explotan nuestras mujeres y lo bien que vivíamos antes. Si en cambio el grupúsculo es de madres, la conversación puede girar sobre cualquier tema, estad prevenidos.

Por regla general, en los parques se dan varios perfiles paternos/maternos muy determinados. El progenitor temeroso de dios que se pasa la tarde persiguiendo al crío para evitar que se abra la cabeza; el padre o madre que se sienta en el banco teléfono móvil en mano y no levanta la cabeza hasta que el crío se abre la cabeza; el padre hiperpreparado que acude bien provisto de chuches para sus niños y para todos los del parque, y que por ende acaba convirtiéndose en el principal protagonista; el padre que acaba de volver de trabajar traje de chaqueta y corbata en ristre y al que le han encasquetado al niño “para que se desfogue un poco”; la madre comepipas que lo pone todo perdido; la pareja de abuelos que convierten el tobogán en una fiesta; la madre enrollada que no duda a la hora de tirarse al suelo para acompañar a los pequeños en el noble arte de echarse arena por encima…
Si os toca durante estos días frecuentar estos inventos del demonio, haceos estas preguntas:  
¿Por qué a ningún lumbreras se le ha ocurrido proyectar un parque con sombra para los padres? En dos días seréis capaces de coger un moreno parque infantil que va a ser la envidia de camioneros y taxistas.

¿Dónde están las madres buenorras que nos prometieron en series y películas? No he visto ni una en cerca de 4 años visitando parques con asiduidad.

¿Por qué te miran mal si bebes cerveza en un parque infantil? Pasarte 3 horas mirando cómo un niño se lanza una y otra vez por un tobogán y una niña hace pasteles de arena se hace bola si no se acompaña con alcohol. Pero al parecer, no está bien visto.

CONTINUARÁ…
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FAUNA Y FLORA DE LOS PARQUES INFANTILES (PARTE 1)

Ahora que ha llegado el buen tiempo, es momento de frecuentar estos curiosos lugares en los que se dan cita toda clase de especies, que se ven en la obligación de convivir en paz y armonía en una pequeña porción de terreno. A grandes rasgos, diferenciaremos dos grandes subgrupos que se diferencian entre sí por dos características muy determinadas: su tamaño y su situación en el parque. Los niños son, por lo general, los pequeños, y tienden a ocupar la parte interior, aunque con excepciones, ya que es frecuente encontrar algún que otro enano intentando salir por patas del arenero y huir poniendo pies en polvorosa. Los padres y madres, por su parte, suelen ser más grandes, aunque no por ello más responsables, ya que la madurez en muchos casos sólo se les presupone. Suelen ocupar la zona circundante del parque, a modo de afición ultra durante un partido de fútbol. Vamos a analizarlos.

Los niños se relacionan entre sí con naturalidad, sin complejos, hablan e interactúan sin prejuicios, sin importar que su interlocutor sea blanco, negro, rojo o azul; rubio, moreno, pelirrojo o albino. Ellos se miran, se saludan y hala, ya está todo hecho, ya son amigos. Y si alguien se anda con titubeos o se revira más de la cuenta, está fuera, se convierte en un outsider. Como no tienen complejos ni prejuicios, tampoco les importa apartar a todo el que no empatice con rapidez. Es como cuando en una discoteca te acercas al grupo de las guapas e intentas entablar conversación. Con suerte tienes una oportunidad, y si no la aprovechas estás perdido. Por eso te conviene estudiar antes la situación y elegir con tiento al objetivo.

La complejidad de las relaciones sociales de los niños en los parques se resume en frases como ‘quieres jugar conmigo’ o ‘vente conmigo al tobogán’. Un consejo, no las uséis con las madres, tienen el efecto contrario.

Los padres/madres, por su parte, socializan de forma muy distinta. Lo normal es que la comunicación se inicie con acercamientos del tipo “joé que calor hace ya” o “ya estamos aquí otra vez”. No suele ir mucho más allá de esto, salvo que aparezca la figura del abuelo/a. Entonces la conversación puede girar sobre cualquier tema, estad prevenidos.

En el caso de que dos o más padres logren conectar, el tema será necesariamente lo dura que es la vida con niños, el fútbol o lo que nos explotan nuestras mujeres y lo bien que vivíamos antes. Si en cambio el grupúsculo es de madres, la conversación puede girar sobre cualquier tema, estad prevenidos.

Por regla general, en los parques se dan varios perfiles paternos/maternos muy determinados. El progenitor temeroso de dios que se pasa la tarde persiguiendo al crío para evitar que se abra la cabeza; el padre o madre que se sienta en el banco teléfono móvil en mano y no levanta la cabeza hasta que el crío se abre la cabeza; el padre hiperpreparado que acude bien provisto de chuches para sus niños y para todos los del parque, y que por ende acaba convirtiéndose en el principal protagonista; el padre que acaba de volver de trabajar traje de chaqueta y corbata en ristre y al que le han encasquetado al niño “para que se desfogue un poco”; la madre comepipas que lo pone todo perdido; la pareja de abuelos que convierten el tobogán en una fiesta; la madre enrollada que no duda a la hora de tirarse al suelo para acompañar a los pequeños en el noble arte de echarse arena por encima…
Si os toca durante estos días frecuentar estos inventos del demonio, haceos estas preguntas:  
¿Por qué a ningún lumbreras se le ha ocurrido proyectar un parque con sombra para los padres? En dos días seréis capaces de coger un moreno parque infantil que va a ser la envidia de camioneros y taxistas.

¿Dónde están las madres buenorras que nos prometieron en series y películas? No he visto ni una en cerca de 4 años visitando parques con asiduidad.

¿Por qué te miran mal si bebes cerveza en un parque infantil? Pasarte 3 horas mirando cómo un niño se lanza una y otra vez por un tobogán y una niña hace pasteles de arena se hace bola si no se acompaña con alcohol. Pero al parecer, no está bien visto.

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Síntomas del embarazo en el hombre o Síndrome de la Covada

Sí sí, como os lo cuento. Resulta que los hombres también padecemos síntomas relacionados con el embarazo. Cuando creíais que vuestro único (e impagable) padecimiento era aguantarlas a ellas, resulta que a todo lo que eso conlleva (que no es poco, y lo digo, féminas, desde el más absoluto respeto al calvario hormonal que tenéis que sufrir) hay que añadir el llamado “Síndromede la Covada”. ¿A que suena a coña? Pues es real amigos míos.

Os dejo aquí un enlace a un artículode ‘Bebés y Más’ donde lo explican mejor que yo. Por resumir, resulta que la empatía con nuestra pareja nos lleva a sufrir en nuestras carnes seis síntomas durante este “maravilloso” proceso previo al alumbramiento: ansiedad, náuseas, aumento de peso, cambios de humor, modificación del apetito sexual y dolores varios. Ahí es ná. Y atentos, que también existe la depresión postparto en hombres.

Con todo esto, a mí personalmente se me plantean varias cuestiones. ¿Somos los hombres tan sumamente calzonazos que hasta somos capaces de convertir en nuestros estos padecimientos? ¿Quién se ha preocupado o se preocupa hasta la fecha de lo mal que lo pasamos nosotros durante el embarazo (y después del parto)? ¿Para cuándo una asociación de padres afectados por los embarazos en diferido?

Vale que la mayor parte de la carga la soportan ellas, que son las que sufren en primera persona los devastadores efectos de esto del embarazo (podéis encontrar referencias a ello en cualquier blog o página de estas características).

Pero ojo, que si nos ponemos tiquismiquis y empezamos a sumar antojos, el desgaste psicológico de esos 9 meses, las preguntas trampa que amenazan tu relación del tipo “¿me ves más gorda?” o “¿sigo estando guapa?”, los síntomas descritos en el artículo, la depresión postparto masculina, la cuarentena sexual (¿son 40 meses, verdad?) etc etc etc…  igual las fuerzas se igualan un poco y resulta que en esta “apasionante” aventura de la procreación, estamos ambas partes a un nivel parecido.


Y espérate a que nazca la criatura, que entonces todo lo anterior te parecerá una nimiedad, a los hechos me remito.




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Síntomas del embarazo en el hombre o Síndrome de la Covada

Sí sí, como os lo cuento. Resulta que los hombres también padecemos síntomas relacionados con el embarazo. Cuando creíais que vuestro único (e impagable) padecimiento era aguantarlas a ellas, resulta que a todo lo que eso conlleva (que no es poco, y lo digo, féminas, desde el más absoluto respeto al calvario hormonal que tenéis que sufrir) hay que añadir el llamado “Síndromede la Covada”. ¿A que suena a coña? Pues es real amigos míos.

Os dejo aquí un enlace a un artículode ‘Bebés y Más’ donde lo explican mejor que yo. Por resumir, resulta que la empatía con nuestra pareja nos lleva a sufrir en nuestras carnes seis síntomas durante este “maravilloso” proceso previo al alumbramiento: ansiedad, náuseas, aumento de peso, cambios de humor, modificación del apetito sexual y dolores varios. Ahí es ná. Y atentos, que también existe la depresión postparto en hombres.

Con todo esto, a mí personalmente se me plantean varias cuestiones. ¿Somos los hombres tan sumamente calzonazos que hasta somos capaces de convertir en nuestros estos padecimientos? ¿Quién se ha preocupado o se preocupa hasta la fecha de lo mal que lo pasamos nosotros durante el embarazo (y después del parto)? ¿Para cuándo una asociación de padres afectados por los embarazos en diferido?

Vale que la mayor parte de la carga la soportan ellas, que son las que sufren en primera persona los devastadores efectos de esto del embarazo (podéis encontrar referencias a ello en cualquier blog o página de estas características).

Pero ojo, que si nos ponemos tiquismiquis y empezamos a sumar antojos, el desgaste psicológico de esos 9 meses, las preguntas trampa que amenazan tu relación del tipo “¿me ves más gorda?” o “¿sigo estando guapa?”, los síntomas descritos en el artículo, la depresión postparto masculina, la cuarentena sexual (¿son 40 meses, verdad?) etc etc etc…  igual las fuerzas se igualan un poco y resulta que en esta “apasionante” aventura de la procreación, estamos ambas partes a un nivel parecido.


Y espérate a que nazca la criatura, que entonces todo lo anterior te parecerá una nimiedad, a los hechos me remito.




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Los niños ¿son lo peor?

Recientemente se ha generado cierto revuelo por una cuenta en Instragram con el nombre “Kids are the worst” (Los niños son lo peor, para los que estudiasteis en Opening). Evidentemente se trata de una cuenta con cierta ironía en la que, a pesar del nombre, se parte del amor que profesamos a los peques para poner de manifiesto el por culo que dan. La cuenta tiene ya más de 80.000 seguidores. Enlace a la noticia


Quizá sea algo exagerado decir que los niños son lo peor. Hay cosas más destructivas para el ser humano como el holocausto nazi, la peste bubónica, Telecinco o las versiones de Pitingo.


Entramos en el peligroso campo de lo políticamente correcto. No queda ‘bonico’ decir que los niños son un coñazo, que te quitan la vida, que te eliminan la capacidad de socializar, que limitan tu ocio a comer pipas en los parques infantiles… Lo procedente es decir públicamente que son lo mejor que te ha pasado en la vida, y supongo que en algunos casos será verdad, pero vamos que yo he tenido ataques de apendicitis menos molestos que lidiar una tarde con dos delincuentes en potencia.


Eso por no hablar de cómo te modifican tus valores, algo de lo que no te das cuenta hasta que empiezas a cantar “Suéltalo” en la ducha o a tener sueños eróticos con las actrices del Cantajuego.


El caso es que hombre, no son lo peor, pero muchos de vosotros tendréis que reconocerme que al meteros en la cama por las noches (los que logréis llegar a la cama y no caigáis rendidos en el sofá) y hacer balance de la jornada, la cosa rara vez compensa. Y si tenéis alguna duda, sentaos con un padre de familia en un bar, ponerle dos cervezas delante, y cuando se las haya tomado preguntadle cómo es la experiencia de la paternidad. A ver si alguno os dice que los niños son lo mejor que le ha pasado en la vida.   

Que molan, sí, que son entrañables, que es una gozada verles crecer, verles empezar a hablar, verles andar, verles reír con esa sinceridad, ver cómo no paran de gritar en todo el día, cómo se estrellan contra todo saliente de la casa, cómo escupen la comida por las paredes…. Me voy del tema. Molan, sí, y evidentemente no son lo peor, sólo faltaría. Pero ¿lo mejor? Ahí lo dejo, acepto vuestras valoraciones y opiniones, a ser posible políticamente incorrectas.


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Los niños ¿son lo peor?

Recientemente se ha generado cierto revuelo por una cuenta en Instragram con el nombre “Kids are the worst” (Los niños son lo peor, para los que estudiasteis en Opening). Evidentemente se trata de una cuenta con cierta ironía en la que, a pesar del nombre, se parte del amor que profesamos a los peques para poner de manifiesto el por culo que dan. La cuenta tiene ya más de 80.000 seguidores. Enlace a la noticia


Quizá sea algo exagerado decir que los niños son lo peor. Hay cosas más destructivas para el ser humano como el holocausto nazi, la peste bubónica, Telecinco o las versiones de Pitingo.


Entramos en el peligroso campo de lo políticamente correcto. No queda ‘bonico’ decir que los niños son un coñazo, que te quitan la vida, que te eliminan la capacidad de socializar, que limitan tu ocio a comer pipas en los parques infantiles… Lo procedente es decir públicamente que son lo mejor que te ha pasado en la vida, y supongo que en algunos casos será verdad, pero vamos que yo he tenido ataques de apendicitis menos molestos que lidiar una tarde con dos delincuentes en potencia.


Eso por no hablar de cómo te modifican tus valores, algo de lo que no te das cuenta hasta que empiezas a cantar “Suéltalo” en la ducha o a tener sueños eróticos con las actrices del Cantajuego.


El caso es que hombre, no son lo peor, pero muchos de vosotros tendréis que reconocerme que al meteros en la cama por las noches (los que logréis llegar a la cama y no caigáis rendidos en el sofá) y hacer balance de la jornada, la cosa rara vez compensa. Y si tenéis alguna duda, sentaos con un padre de familia en un bar, ponerle dos cervezas delante, y cuando se las haya tomado preguntadle cómo es la experiencia de la paternidad. A ver si alguno os dice que los niños son lo mejor que le ha pasado en la vida.   

Que molan, sí, que son entrañables, que es una gozada verles crecer, verles empezar a hablar, verles andar, verles reír con esa sinceridad, ver cómo no paran de gritar en todo el día, cómo se estrellan contra todo saliente de la casa, cómo escupen la comida por las paredes…. Me voy del tema. Molan, sí, y evidentemente no son lo peor, sólo faltaría. Pero ¿lo mejor? Ahí lo dejo, acepto vuestras valoraciones y opiniones, a ser posible políticamente incorrectas.


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No soy buen padre

Y punto. Mientras escribo estas líneas, Adriana está bramando porque quiere ver los dibus a la vez que Nacho grita por encima de ella intentado hacerse oír y suplicando quién sabe qué. Yo, mientras tanto, intento contener las ganas que me entran de presentar mi dimisión irrevocable como padre, esperando sólo a que llegue el momento de que se metan en la cama. Es como el anuncio de Coca Coca Cero pero en versión realidad, es decir, cabreado. Nada de sonrisas, miradas distraídas y suspiritos propios de La Casa de la Pradera hasta que caen en brazos de Morfeo. Eso son fruslerías comerciales para que quienes no sufrís este calvario no os desaniméis del todo. Frunzo tanto el ceño de un tiempo a esta parte que casi se me ha juntado ya con la perilla. Mis líneas de expresión, otrora fruto de risas y muecas joviales, se deben ahora a regañinas, castigos, gritos y oraciones desesperadas a deidades superiores que, dicho sea de paso, no me hacen ni puto caso.


No soy buen padre porque el mejor momento del día es cuando se acuestan. No soy buen padre porque echo de menos lo que era mi vida, que tampoco era nada del otro mundo, pero coño, era mía. No soy buen padre porque a pesar de todo no hago nada por salir de esta espiral. No soy buen padre porque me he convertido en el padre que nunca quise ser. Y por extensión, en el insoportable marido que ninguna mujer en su sano juicio aguantaría; si es que es una bendita. No soy buen padre porque, a pesar de todo, mis hijos me quieren sin condiciones. Y no lo merezco.


Adoro a mis hijos, vaya por delante. Y a mi santa mujer. Y sin embargo, no soy capaz de disfrutar de esta etapa que se presupone preciosa. No sé disfrutar del hecho tener que pelearme con dos criaturas a la vez, cada uno con sus fortalezas, que se complementan a la perfección para no darme un segundo de respiro. No sé cómo disfrutar de un niño al que tengo que perseguir 12 horas al día (el resto duerme, gracias a dios) por toda la casa para evitar desastres de todo tipo en el mobiliario y en su propia integridad física. O que grita como Camarón pillándose los testículos con la tapa del piano sin ton ni son, porque sí, porque mola desquiciar a papá. O que repite una y otra vez todo aquello que le dices que no haga mientras sonríe viendo cómo te desquicias y te reta con burlona sonrisa.  


No sé cómo disfrutar de una niña que casca como una cotorra de cualquier cosa, sin importar de qué se trate, a un volumen propio de una rave. Que se cae constantemente y se levanta veloz al grito de “no me he hecho daño”. Que tarda una media de 45 minutos en merendar cualquier cosa que le pongas, y cerca de hora y media si se trata de la cena. O que tiene la virtud de vomitar sin motivo aparente justo cuando acabas de fregar el suelo. O que se llena diariamente los bolsillos de arena para que caiga toda ella sobre el parqué del salón. O que se distrae viendo crecer la hierba con tal de no recoger su habitación.


No, no soy buen padre, al menos no lo que se entiende tradicionalmente por buen padre, ese ser resignado que parece realizarse con cada cambio de pañal impregnado en caca de bebé, ese hombre capaz de poner la mejor de sus sonrisas cuando su niño le rompe el móvil, esa personal condescendiente que disfruta de sus lumbalgias. No soy ese tipo de buen padre. Pero me estoy dejando barba, a ver si así….



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No soy buen padre

Y punto. Mientras escribo estas líneas, Adriana está bramando porque quiere ver los dibus a la vez que Nacho grita por encima de ella intentado hacerse oír y suplicando quién sabe qué. Yo, mientras tanto, intento contener las ganas que me entran de presentar mi dimisión irrevocable como padre, esperando sólo a que llegue el momento de que se metan en la cama. Es como el anuncio de Coca Coca Cero pero en versión realidad, es decir, cabreado. Nada de sonrisas, miradas distraídas y suspiritos propios de La Casa de la Pradera hasta que caen en brazos de Morfeo. Eso son fruslerías comerciales para que quienes no sufrís este calvario no os desaniméis del todo. Frunzo tanto el ceño de un tiempo a esta parte que casi se me ha juntado ya con la perilla. Mis líneas de expresión, otrora fruto de risas y muecas joviales, se deben ahora a regañinas, castigos, gritos y oraciones desesperadas a deidades superiores que, dicho sea de paso, no me hacen ni puto caso.


No soy buen padre porque el mejor momento del día es cuando se acuestan. No soy buen padre porque echo de menos lo que era mi vida, que tampoco era nada del otro mundo, pero coño, era mía. No soy buen padre porque a pesar de todo no hago nada por salir de esta espiral. No soy buen padre porque me he convertido en el padre que nunca quise ser. Y por extensión, en el insoportable marido que ninguna mujer en su sano juicio aguantaría; si es que es una bendita. No soy buen padre porque, a pesar de todo, mis hijos me quieren sin condiciones. Y no lo merezco.


Adoro a mis hijos, vaya por delante. Y a mi santa mujer. Y sin embargo, no soy capaz de disfrutar de esta etapa que se presupone preciosa. No sé disfrutar del hecho tener que pelearme con dos criaturas a la vez, cada uno con sus fortalezas, que se complementan a la perfección para no darme un segundo de respiro. No sé cómo disfrutar de un niño al que tengo que perseguir 12 horas al día (el resto duerme, gracias a dios) por toda la casa para evitar desastres de todo tipo en el mobiliario y en su propia integridad física. O que grita como Camarón pillándose los testículos con la tapa del piano sin ton ni son, porque sí, porque mola desquiciar a papá. O que repite una y otra vez todo aquello que le dices que no haga mientras sonríe viendo cómo te desquicias y te reta con burlona sonrisa.  


No sé cómo disfrutar de una niña que casca como una cotorra de cualquier cosa, sin importar de qué se trate, a un volumen propio de una rave. Que se cae constantemente y se levanta veloz al grito de “no me he hecho daño”. Que tarda una media de 45 minutos en merendar cualquier cosa que le pongas, y cerca de hora y media si se trata de la cena. O que tiene la virtud de vomitar sin motivo aparente justo cuando acabas de fregar el suelo. O que se llena diariamente los bolsillos de arena para que caiga toda ella sobre el parqué del salón. O que se distrae viendo crecer la hierba con tal de no recoger su habitación.


No, no soy buen padre, al menos no lo que se entiende tradicionalmente por buen padre, ese ser resignado que parece realizarse con cada cambio de pañal impregnado en caca de bebé, ese hombre capaz de poner la mejor de sus sonrisas cuando su niño le rompe el móvil, esa personal condescendiente que disfruta de sus lumbalgias. No soy ese tipo de buen padre. Pero me estoy dejando barba, a ver si así….



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Feliz cumpleaños, Nachete

Pues hale, que ya ha pasado un año. Un añito entero desde que esta cosita que veis abajo decidiera adelantarse y romper la bolsa antes de tiempo y ponernos los atributos masculinos de corbata con un parto de lo más movidito. Un año entero desde que, a eso de las 3 de la mañana, decidiera que ya estaba bien de andarse quietecito y que ya tocaba comenzar la fiesta. Desde ese momento, hace justo un año, esto es lo que ha sido la vida para él, una fiesta. Para su padre no tanto, yo me he saltado la parte festiva y he pasado directamente a la resaca. Un añito entero en el que el pieza, ahí donde le veis, ha ido dando retazos sólidos y bastante contundentes de lo que va a ser su personalidad. Rasgos de lo que se presupone que será su esencia. Detalles de cómo se configurará su temperamento y su carácter. Esbozos, en definitiva, de que está como un cencerro.
Un añito ya, señores, que se dice pronto. Su padre, el que suscribe (en teoría) es un año más viejo, con más canas en la perilla y con bolsas en los ojos del tamaño de Alabama. La travesía se está haciendo dura, no lo voy a negar, porque con dos niños al cuidado la cosa se complica y porque, quieras que no, el tiempo hace mella. A ello se une que Nacho es chico. Pero chico chico, o lo que es lo mismo, es más inquieto que Don Quijote en un parque eólico.
Con todo, haciendo balance, sigue siendo un privilegio poderle ver crecer, poder ver cómo interactúa, cómo forja su genio, cómo llora, grita, patalea y muerde si es menester con tal de salirse con la suya, cómo después te mira con esos ojillos como si no hubiera pasado nada y claro, te derrites. Cómo, a pesar del agotamiento y la jaqueca que a veces genera, tenerle en brazos y poder besarle y achucharle es una bendición. Feliz cumpleaños, Nachete
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Feliz cumpleaños, Nachete

Pues hale, que ya ha pasado un año. Un añito entero desde que esta cosita que veis abajo decidiera adelantarse y romper la bolsa antes de tiempo y ponernos los atributos masculinos de corbata con un parto de lo más movidito. Un año entero desde que, a eso de las 3 de la mañana, decidiera que ya estaba bien de andarse quietecito y que ya tocaba comenzar la fiesta. Desde ese momento, hace justo un año, esto es lo que ha sido la vida para él, una fiesta. Para su padre no tanto, yo me he saltado la parte festiva y he pasado directamente a la resaca. Un añito entero en el que el pieza, ahí donde le veis, ha ido dando retazos sólidos y bastante contundentes de lo que va a ser su personalidad. Rasgos de lo que se presupone que será su esencia. Detalles de cómo se configurará su temperamento y su carácter. Esbozos, en definitiva, de que está como un cencerro.
Un añito ya, señores, que se dice pronto. Su padre, el que suscribe (en teoría) es un año más viejo, con más canas en la perilla y con bolsas en los ojos del tamaño de Alabama. La travesía se está haciendo dura, no lo voy a negar, porque con dos niños al cuidado la cosa se complica y porque, quieras que no, el tiempo hace mella. A ello se une que Nacho es chico. Pero chico chico, o lo que es lo mismo, es más inquieto que Don Quijote en un parque eólico.
Con todo, haciendo balance, sigue siendo un privilegio poderle ver crecer, poder ver cómo interactúa, cómo forja su genio, cómo llora, grita, patalea y muerde si es menester con tal de salirse con la suya, cómo después te mira con esos ojillos como si no hubiera pasado nada y claro, te derrites. Cómo, a pesar del agotamiento y la jaqueca que a veces genera, tenerle en brazos y poder besarle y achucharle es una bendición. Feliz cumpleaños, Nachete
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DILIs del mundo, uníos

Ya desmonté en este mismo espacio tiempo atrás los mitos sobre el presunto y supuesto atractivo que despertamos los padres entre el género femenino. Ha quedado demostrado con hechos que la capacidad del padre para provocar instintos primarios entre las féminas, ya sean casadas, madres, solteras, abuelas o estudiantes universitarias, no guarda relación alguna con el hecho de llevar un niño/a colgado del brazo.
Más bien al contrario, ha quedado evidenciado que la invisibilidad del padre hacia el género opuesto se acrecenta y acentúa cuando nos exponemos en la vía pública con un retoño, dado que todas las miradas, comentarios, carantoñas y zarandajas se dirigen de forma exclusiva hacia él.
Pues bien, traigo ahora a colación otro mito más que en las últimas fechas se está extendiendo en redes sociales bajo la etiqueta “DILFs”, acrónimo de origen anglosajón resultante de la expresión ‘Dad I’d Like to Fuck’, o lo que es lo mismo, ‘Padre con el que me acostaría’, y que no es más que una extensión de las conocidas MILFs o maduritas sexys que surgieron tras el fenómeno de Amercian Pie y la madre de Stifler.
Parece ser que se están poniendo de modas los DILFs, o papás con actitudes cariñosas para con sus vástagos que, además o quizá como consecuencia de ello, desprenden y destilan atractivo y poder de seducción hacia el sexo opuesto (y hacia el propio, obviamente). Se citan a modo de ejemplo casos como los de Ryan Gosling, Hugo Silva, David Beckham o Brad Pitt. Ahí es ná.
Ahora resulta que esta caterva liga porque son padres, no te jode. ¿En qué lugar nos deja esto al resto? Si ellos, guapos, ricos y famosos, son DILFs ¿qué somos los demás?  ¿DILIs? ¿Dads I’d like to Ignore? ¿Acaso esta clase de “padres buenorros” se pasan la noche en vela porque lloren sus hijos? ¿Les manchan sus rubísimos y guapísimos bebés sus trajes de Armani cuando les dan el potito multifrutas? ¿Se ensucian sus preciosas manos con las deposiciones de sus críos? ¿Llegan a casa después de currar 8 horas y se lían la manta a la cabeza para preparar meriendas, bajar al parque, bañar a los niños, darles la cena y acostarles? ¿Lidian con los pequeños cuando se ponen cabezones y pretenden llamar la atención? ¿Salen de madrugada en busca de farmacias de guardia para abastecerse de Dalsy y/o Apiretal cuando la fiebre aflora? Dúdolo.
Es fácil ser DILF cuando sólo tienes que preocuparte de ponerte mono para las fotos, durmiendo a pierna suelta y sin preocuparte de llegar a fin de mes. Así la piel luce mucho más tersa y el pelo reluce bajo el sol de otoño, nos ha jodido.

Desde aquí hago un llamamiento a todos los DILIs del mundo para que nos unamos y seamos tendencia con nuestras ojeras, nuestras camisas arrugadas, nuestro pelo descuidado (el que aún lo mantenga) y nuestro culo pelao de cambiar pañales, calentar biberones, aguantar llantinas y pasar noches en vela. DILIs del mundo, unámonos.
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DILIs del mundo, uníos

Ya desmonté en este mismo espacio tiempo atrás los mitos sobre el presunto y supuesto atractivo que despertamos los padres entre el género femenino. Ha quedado demostrado con hechos que la capacidad del padre para provocar instintos primarios entre las féminas, ya sean casadas, madres, solteras, abuelas o estudiantes universitarias, no guarda relación alguna con el hecho de llevar un niño/a colgado del brazo.
Más bien al contrario, ha quedado evidenciado que la invisibilidad del padre hacia el género opuesto se acrecenta y acentúa cuando nos exponemos en la vía pública con un retoño, dado que todas las miradas, comentarios, carantoñas y zarandajas se dirigen de forma exclusiva hacia él.
Pues bien, traigo ahora a colación otro mito más que en las últimas fechas se está extendiendo en redes sociales bajo la etiqueta “DILFs”, acrónimo de origen anglosajón resultante de la expresión ‘Dad I’d Like to Fuck’, o lo que es lo mismo, ‘Padre con el que me acostaría’, y que no es más que una extensión de las conocidas MILFs o maduritas sexys que surgieron tras el fenómeno de Amercian Pie y la madre de Stifler.
Parece ser que se están poniendo de modas los DILFs, o papás con actitudes cariñosas para con sus vástagos que, además o quizá como consecuencia de ello, desprenden y destilan atractivo y poder de seducción hacia el sexo opuesto (y hacia el propio, obviamente). Se citan a modo de ejemplo casos como los de Ryan Gosling, Hugo Silva, David Beckham o Brad Pitt. Ahí es ná.
Ahora resulta que esta caterva liga porque son padres, no te jode. ¿En qué lugar nos deja esto al resto? Si ellos, guapos, ricos y famosos, son DILFs ¿qué somos los demás?  ¿DILIs? ¿Dads I’d like to Ignore? ¿Acaso esta clase de “padres buenorros” se pasan la noche en vela porque lloren sus hijos? ¿Les manchan sus rubísimos y guapísimos bebés sus trajes de Armani cuando les dan el potito multifrutas? ¿Se ensucian sus preciosas manos con las deposiciones de sus críos? ¿Llegan a casa después de currar 8 horas y se lían la manta a la cabeza para preparar meriendas, bajar al parque, bañar a los niños, darles la cena y acostarles? ¿Lidian con los pequeños cuando se ponen cabezones y pretenden llamar la atención? ¿Salen de madrugada en busca de farmacias de guardia para abastecerse de Dalsy y/o Apiretal cuando la fiebre aflora? Dúdolo.
Es fácil ser DILF cuando sólo tienes que preocuparte de ponerte mono para las fotos, durmiendo a pierna suelta y sin preocuparte de llegar a fin de mes. Así la piel luce mucho más tersa y el pelo reluce bajo el sol de otoño, nos ha jodido.

Desde aquí hago un llamamiento a todos los DILIs del mundo para que nos unamos y seamos tendencia con nuestras ojeras, nuestras camisas arrugadas, nuestro pelo descuidado (el que aún lo mantenga) y nuestro culo pelao de cambiar pañales, calentar biberones, aguantar llantinas y pasar noches en vela. DILIs del mundo, unámonos.
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Ensayo sobre la ceguera

Sobre la mía, concretamente. Tras una bronca paterno-filial generada por  una de esas travesuras que los hermanos mayores llevan a cabo para llamar la atención de sus sufridos padres, Adriana se marchó cabizbaja a su habitación.
Al día siguiente, al ir a despertarla de buena mañana, su madre y yo vimos en su pizarra un dibujo de un monigote con cara triste, difícil de identificar por lo abstracto del retazo pero con una línea en forma de U invertida en la zona de la boca muy evidente.
Le preguntamos por la identidad del personaje del dibujo, y nos contestó que era ella. El nudo en el estómago que me provocó esa respuesta y la imagen de ese dibujo es indescriptible. Adriana, triste por la regañina (seguramente desproporcionada) de su padre, plasmó su estado de ánimo en un dibujo, en unos breves trazos a tiza que no pueden ser más elocuentes y que merecen, cuanto menos, una reflexión.
A menudo somos incapaces de medir la hipersensibilidad de nuestros pequeños, les tratamos como mayores, demandamos de ellos reacciones y comportamientos que no se corresponden a su edad, a su condición de niños inocentes a los que cualquier palabra fuera de tono, cualquier grito, cualquier amenaza velada, les hace un daño tremendo que espero no sea irreparable.
Pretendemos que niños de 4 años entiendan nuestra idiosincrasia, que se pongan en nuestro lugar y permanezcan quietos y callados en un rincón porque papá está cansado o porque papá quiere tranquilidad. Eso es ceguera, de la peligrosa, de la dañina, de la que acaba convirtiendo a nuestros pequeños en blancos de nuestra ira, volcando sobre ellos frustraciones que acaban en dibujos en pizarras que se clavan como puñales.

Esta mañana, nada más levantarse, Adriana me ha dicho: “Papi, ¿me perdonas?”. Tras recibir la absolución, y sin decir nada a nadie, se ha dirigido a su habitación, ha borrado la cara triste, y ha dibujado en su lugar una sonrisa. Y a mi me ha matado de amor.
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