La eficiencia nunca fue mi lema

Yo acaba de salir de una larga adolescencia y, contra todo pronóstico, una empresa contrató mis servicios como auxiliar de secretaría, o algo así. Mi puesto carecía de nombre exacto en el organigrama de la empresa (me llamaban “el chico”, “el chaval”, “ese” y, en las últimas semanas, “el atontado ese”) y el propio organigrama carecía de méritos para ostentar dicho nombre, pues solo éramos cuatro: el jefe, el señor Esmarats; su anciano padre, la señorita Flora y yo. Flora llevaba el peso de la empresa, más bien leve, mientras el señor Esmarats iba de un lado para otro molestando bastante y produciendo nada, la verdad, y su padre dormitaba todo el día en un rincón. Dormitaba tanto que, en ocasiones, Flora y yo llegamos a temer que hubiera muerto. “Voy a ir buscando el teléfono de Pompas Fúnebres”, llegó a decir un día Flora, cuyo lema era la eficiencia.

Mis ocupaciones eran varias: la primera de todos fue acercarme al estanco en busca de un paquete de Marlboro para el señor Esmarats. A veces, cuando Flora se iba a desayunar, incluso me ocupaba del teléfono. Digo a veces, porque muchos días cuando Flora se ausentaba yo dejaba sonar el teléfono, seguro como estaba de que la llamada –cualquier llamada- me acarrearía graves problemas. Esa actitud poco profesional pero muy práctica se acentuó desde la mañana en que llamó nuestro mayor cliente, el señor Tramullas y yo, ante la ausencia de Flora y del señor Esmarats, descolgué el teléfono con una inconsciencia solo explicablepor mi juventud. Para resumir, diré que Tramullas pretendía hacernos llegar, inmediatamente, unos importantes documentos.

-¿Tenéis fax? –dijo autoritario.
-¿Eh? –dije yo.

Bueno, creeréis que soy estúpido y muy lejos de la verdad no andáis, pero en mi disculpa diré que esta rica anécdota ocurrió hace ya décadas. La informática solo aparecía en las más novedosas películas americanas y algo tan simple como el fax acaba de desembarcar en las oficinas españolas. No en la del señor Esmarats, por supuesto. Y yo no sabía de qué me hablaba Tramullas. En mi joven mente atontada –hoy sería un fan del Facebook- fax solo sonaba a personaje de Vickie el Vikingo. Fax y Snorre. Hoy, buscando información sobre esa serie de dibujos animados, he descubierto que Fax ni siquiera se llamaba así. Faxe es su nombre exacto. Bueno, para mí siempre se llamará Fax y el caso es que el señor Tramullas pretendía imperiosamente mandarme sus documentos y, mientras le oía hablar –o gritar y maldecirme- al otro lado de la línea telefónica, yo pensaba en Vikie el Vikingo, en su padre Alvar, en Fax y Snorre. La llegada de Flora salvó la situación.
-El señor Tramullas, que no sé qué quiere –le dije a Flora, escabulléndome a ver si el viejo Esmarats seguía dormitando o, finalmente, nos había abandonado.
Me acordé de todo esto esta mañana, cuando con Umbrello y Fratello veíamos la tele a horas intempestivas. En TV3 han emprendido con la reposición (o deposición) de Vickie el Vikingo. Su estreno, según compruebo en la vikipedia la vikinga, ja ja ja, se produjo en 1975. Eran duros años, recuerdo, en los que solo existían dos canales de televisión. Cualquier estreno, así, era un éxito asegurado y únicamente eso explica que personajes como el propio Vickie, Heidi, Marco, Orzowei o el Algarrobo se convirtieran inmediatamente en trending topics ja jaja, que sembrado estoy hoy, en la España franquista o postfranquista cuando, en realidad, solo habrían merecido, como el propio Franco, un tiro en la nuca. Me acuerdo de otros personajes incomprensiblemente célebres de la televisión de la época (aquí admito que no todos merecían la ejecución): el doctor Jiménez del Oso, el árbitro Ortiz de Mendíbibil, el doctor Rosado o la periodista taurina Mariví Romero. Esta última siempre me hacía pensar en mi propia abuela con treinta años menos. Nunca se lo dije (a mi abuela), por si acaso se esfumaba una herencia que, finalmente, se reveló inexistente.
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La eficiencia nunca fue mi lema

Yo acaba de salir de una larga adolescencia y, contra todo pronóstico, una empresa contrató mis servicios como auxiliar de secretaría, o algo así. Mi puesto carecía de nombre exacto en el organigrama de la empresa (me llamaban “el chico”, “el chaval”, “ese” y, en las últimas semanas, “el atontado ese”) y el propio organigrama carecía de méritos para ostentar dicho nombre, pues solo éramos cuatro: el jefe, el señor Esmarats; su anciano padre, la señorita Flora y yo. Flora llevaba el peso de la empresa, más bien leve, mientras el señor Esmarats iba de un lado para otro molestando bastante y produciendo nada, la verdad, y su padre dormitaba todo el día en un rincón. Dormitaba tanto que, en ocasiones, Flora y yo llegamos a temer que hubiera muerto. “Voy a ir buscando el teléfono de Pompas Fúnebres”, llegó a decir un día Flora, cuyo lema era la eficiencia.

Mis ocupaciones eran varias: la primera de todos fue acercarme al estanco en busca de un paquete de Marlboro para el señor Esmarats. A veces, cuando Flora se iba a desayunar, incluso me ocupaba del teléfono. Digo a veces, porque muchos días cuando Flora se ausentaba yo dejaba sonar el teléfono, seguro como estaba de que la llamada –cualquier llamada- me acarrearía graves problemas. Esa actitud poco profesional pero muy práctica se acentuó desde la mañana en que llamó nuestro mayor cliente, el señor Tramullas y yo, ante la ausencia de Flora y del señor Esmarats, descolgué el teléfono con una inconsciencia solo explicablepor mi juventud. Para resumir, diré que Tramullas pretendía hacernos llegar, inmediatamente, unos importantes documentos.

-¿Tenéis fax? –dijo autoritario.
-¿Eh? –dije yo.

Bueno, creeréis que soy estúpido y muy lejos de la verdad no andáis, pero en mi disculpa diré que esta rica anécdota ocurrió hace ya décadas. La informática solo aparecía en las más novedosas películas americanas y algo tan simple como el fax acaba de desembarcar en las oficinas españolas. No en la del señor Esmarats, por supuesto. Y yo no sabía de qué me hablaba Tramullas. En mi joven mente atontada –hoy sería un fan del Facebook- fax solo sonaba a personaje de Vickie el Vikingo. Fax y Snorre. Hoy, buscando información sobre esa serie de dibujos animados, he descubierto que Fax ni siquiera se llamaba así. Faxe es su nombre exacto. Bueno, para mí siempre se llamará Fax y el caso es que el señor Tramullas pretendía imperiosamente mandarme sus documentos y, mientras le oía hablar –o gritar y maldecirme- al otro lado de la línea telefónica, yo pensaba en Vikie el Vikingo, en su padre Alvar, en Fax y Snorre. La llegada de Flora salvó la situación.
-El señor Tramullas, que no sé qué quiere –le dije a Flora, escabulléndome a ver si el viejo Esmarats seguía dormitando o, finalmente, nos había abandonado.
Me acordé de todo esto esta mañana, cuando con Umbrello y Fratello veíamos la tele a horas intempestivas. En TV3 han emprendido con la reposición (o deposición) de Vickie el Vikingo. Su estreno, según compruebo en la vikipedia la vikinga, ja ja ja, se produjo en 1975. Eran duros años, recuerdo, en los que solo existían dos canales de televisión. Cualquier estreno, así, era un éxito asegurado y únicamente eso explica que personajes como el propio Vickie, Heidi, Marco, Orzowei o el Algarrobo se convirtieran inmediatamente en trending topics ja jaja, que sembrado estoy hoy, en la España franquista o postfranquista cuando, en realidad, solo habrían merecido, como el propio Franco, un tiro en la nuca. Me acuerdo de otros personajes incomprensiblemente célebres de la televisión de la época (aquí admito que no todos merecían la ejecución): el doctor Jiménez del Oso, el árbitro Ortiz de Mendíbibil, el doctor Rosado o la periodista taurina Mariví Romero. Esta última siempre me hacía pensar en mi propia abuela con treinta años menos. Nunca se lo dije (a mi abuela), por si acaso se esfumaba una herencia que, finalmente, se reveló inexistente.
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Ocho años

Digan lo que digan, ocho años son muchos y eso a veces es un problema. Ocho son los años que le llevo a la Nueva y aunque mi siempre intacta lozanía disimule a la vista de terceros la considerable diferencia, lo cierto es que en ocasiones ese abismo generacional es… pues eso, un abismo. Como el otro día, cuando nos cruzamos por la calle con el Grasas, un hombrecillo que debe su apodo a su siempre brillante tupecillo y que trabaja de camarero en una cafetería del barrio que la Nueva y yo solo frecuentamos en verano, en los días más insoportables de agosto, cuando hasta los chinos se han ido de vacaciones.

-Siempre pienso que el Grasas –dijo la Nueva tras cruzarnos con él- se quedó anclado en algún momento del pasado.

Pensé que la Nueva tenía razón, como casi siempre. El Grasas es de un anticuado terrible. Original, eso sí. Viste original, sus gafas de sol son espeluznantes. Se peina original. Incluso lleva un peine en el bolsillo trasero del pantalón.

-No creo que tenga muchos más años que tú –prosiguió la Nueva- pero se quedó anclado en el pasado hace muchos años. Tantos, que ni siquiera sabría decir cuándo. No recuerdo que la gente se haya vestido así nunca.
-Bueno –dije yo. (Siempre digo “bueno” cuando voy a iniciar un sabio discurso desde la experiencia que me dan los ocho años de ventaja que le llevo a la Nueva)- Para mí que el Grasas se quedó anclado en 1978.
-¿Cómo puedes ser tan exacto? –me dijo la Nueva con admiración.
-Bueno –repetí- Es que el Grasas me recuerda mucho a Rocky Sharpe y los Replays.
-¿Eh? –dijo ella. La admiración que segundos antes la Nueva había sentido por mí acababa de tornarse en impenetrable incomprensión, como si a Umbrello y a Fratello les habláramos ahora del fax, las fiestas de guardar o el UHF.
-Sí, Rocky Sharpe y los Replays –dije- Un grupo de mi infancia. Al Grasas seguro que les gustaban antes de caer en coma o en alguna drogadicción o de que le encerraran en la cárcel, o una mezcla de todas esa cosas.
-Ah. Ni idea- dijo ella.
-No son tan antiguos –dije algo incómodo.
-No, claro –dijo.
-Ramalama ding dong –insistí absurdamente- Si hasta salen en youtube.
-Claro, claro -murmuró.

 En fin, pues eso. El Grasas. Rocky Sharpe. Ocho malditos años.

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Ocho años

Digan lo que digan, ocho años son muchos y eso a veces es un problema. Ocho son los años que le llevo a la Nueva y aunque mi siempre intacta lozanía disimule a la vista de terceros la considerable diferencia, lo cierto es que en ocasiones ese abismo generacional es… pues eso, un abismo. Como el otro día, cuando nos cruzamos por la calle con el Grasas, un hombrecillo que debe su apodo a su siempre brillante tupecillo y que trabaja de camarero en una cafetería del barrio que la Nueva y yo solo frecuentamos en verano, en los días más insoportables de agosto, cuando hasta los chinos se han ido de vacaciones.

-Siempre pienso que el Grasas –dijo la Nueva tras cruzarnos con él- se quedó anclado en algún momento del pasado.

Pensé que la Nueva tenía razón, como casi siempre. El Grasas es de un anticuado terrible. Original, eso sí. Viste original, sus gafas de sol son espeluznantes. Se peina original. Incluso lleva un peine en el bolsillo trasero del pantalón.

-No creo que tenga muchos más años que tú –prosiguió la Nueva- pero se quedó anclado en el pasado hace muchos años. Tantos, que ni siquiera sabría decir cuándo. No recuerdo que la gente se haya vestido así nunca.
-Bueno –dije yo. (Siempre digo “bueno” cuando voy a iniciar un sabio discurso desde la experiencia que me dan los ocho años de ventaja que le llevo a la Nueva)- Para mí que el Grasas se quedó anclado en 1978.
-¿Cómo puedes ser tan exacto? –me dijo la Nueva con admiración.
-Bueno –repetí- Es que el Grasas me recuerda mucho a Rocky Sharpe y los Replays.
-¿Eh? –dijo ella. La admiración que segundos antes la Nueva había sentido por mí acababa de tornarse en impenetrable incomprensión, como si a Umbrello y a Fratello les habláramos ahora del fax, las fiestas de guardar o el UHF.
-Sí, Rocky Sharpe y los Replays –dije- Un grupo de mi infancia. Al Grasas seguro que les gustaban antes de caer en coma o en alguna drogadicción o de que le encerraran en la cárcel, o una mezcla de todas esa cosas.
-Ah. Ni idea- dijo ella.
-No son tan antiguos –dije algo incómodo.
-No, claro –dijo.
-Ramalama ding dong –insistí absurdamente- Si hasta salen en youtube.
-Claro, claro -murmuró.

 En fin, pues eso. El Grasas. Rocky Sharpe. Ocho malditos años.

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Un día volveré

Pero bueno, olvidémonos del ministro Wert y centrémonos en la basura estrictamente dicha: en la basura depositada en el Punt Verd, la desechería urbana en la que los barceloneses depositan sus trastos reutilizables y en la que, como ya expliqué hace unos meses, me proveo de todo tipo de libros que, por si fuera poco, después leo. Acudir al Punt Verd me evita tener que pasar por las librerías al uso y bla bla bla. No me repetiré, todo eso ya está explicado en otro post.

El caso es que mi última adquisición en el Punt Verd, ayer mismo, es una edición de Un día volveré, de Juan Marsé, autor que suele satisfacerme (no siempre, pero eso ni Messi) y que, sorprendentemente, aparece con frecuencia entre los libros de la desechería. ¿Por qué? Tengo varias teorías: una, es un autor de cierto prestigio que se regala mucho a gente que no lee y que con él tiempo se libra de ese molesto obsequio. Dos, es un autor que ya lleva muchos años vendiéndose bien y, por ley de vida, ya tiene seguidores que empiezan a morirse, con lo que sus herederos aprovechan para liquidar sus bibliotecas. Tres, es un autor que se vende bien pero se lee poco, con lo que sus libros, con el tiempo, acaban molestando en casa. No sé, es posible que la explicación sea otra, o una mezcla de mis tres teorías.

Lo cierto es que ayer, al llegar feliz a casa con mi amarillenta edición de Un día volveré y empezar a hojearlo, tuve que decir ¡coño! varias veces al descubrir que acababa de conseguir un libro firmado por el propio Marsé en persona. En la primera página, como se acostumbra a firmar los libros: “Para Montse con afecto de su amigo, Juan Marsé. 1982”. Nunca sabré quién es o quién fue Montse (la oscura historia de la prima Montse, pensé enseguida, por supuesto) y por qué triste circunstancia su libro acabó en el Punt Verd. Supongo, en realidad, que la firma de Marsé es una de las miles que el autor habrá tenido que hacer en sus actos promocionales a lo largo de los años. Y, en realidad, tampoco me hace más feliz tener un libro firmado por él: soy bastante mitómano, pero no de esa calaña. Que yo recuerde, sólo he pedido tres o cuatro autógrafos y de eso hace una eternidad: a un par de viejas glorias del Barça y al doctor Cabeza, que fue presidente del Atlético de Madrid hace unas décadas y que se hizo célebre por su extravagante comportamiento. Le pedí la firma en un barco, en el anvés de un prospecto de Primperán -lo único que tenía a mano- y ambos, creo, estábamos como mínimo alegres.

Ahora me pongo a leer Un día volveré, pero me despido con una rica anécdota que leí no recuerdo dónde y que no sé si ya conté en este mismo blog. Asegura la leyenda que se hallaba Juan Marsé en unos grandes almacenes presentando su último libro. Le habían sentado ante una mesa, casi oculto por una pila de ediciones del libro en cuestión, para que se los firmara a sus incondicionales. Pero el caso es que pasaban los minutos y apenas se había acercado nadie. Al final, una señora se plantó ante Marsé y le preguntó:

-¿Cuánto vale?

-¿El libro? –dijo Marsé- No lo sé exactamente, ahora se lo pregunto y se lo digo.

-No, el libro no. La mesa -cortó la señora.

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Un día volveré

Pero bueno, olvidémonos del ministro Wert y centrémonos en la basura estrictamente dicha: en la basura depositada en el Punt Verd, la desechería urbana en la que los barceloneses depositan sus trastos reutilizables y en la que, como ya expliqué hace unos meses, me proveo de todo tipo de libros que, por si fuera poco, después leo. Acudir al Punt Verd me evita tener que pasar por las librerías al uso y bla bla bla. No me repetiré, todo eso ya está explicado en otro post.

El caso es que mi última adquisición en el Punt Verd, ayer mismo, es una edición de Un día volveré, de Juan Marsé, autor que suele satisfacerme (no siempre, pero eso ni Messi) y que, sorprendentemente, aparece con frecuencia entre los libros de la desechería. ¿Por qué? Tengo varias teorías: una, es un autor de cierto prestigio que se regala mucho a gente que no lee y que con él tiempo se libra de ese molesto obsequio. Dos, es un autor que ya lleva muchos años vendiéndose bien y, por ley de vida, ya tiene seguidores que empiezan a morirse, con lo que sus herederos aprovechan para liquidar sus bibliotecas. Tres, es un autor que se vende bien pero se lee poco, con lo que sus libros, con el tiempo, acaban molestando en casa. No sé, es posible que la explicación sea otra, o una mezcla de mis tres teorías.

Lo cierto es que ayer, al llegar feliz a casa con mi amarillenta edición de Un día volveré y empezar a hojearlo, tuve que decir ¡coño! varias veces al descubrir que acababa de conseguir un libro firmado por el propio Marsé en persona. En la primera página, como se acostumbra a firmar los libros: “Para Montse con afecto de su amigo, Juan Marsé. 1982”. Nunca sabré quién es o quién fue Montse (la oscura historia de la prima Montse, pensé enseguida, por supuesto) y por qué triste circunstancia su libro acabó en el Punt Verd. Supongo, en realidad, que la firma de Marsé es una de las miles que el autor habrá tenido que hacer en sus actos promocionales a lo largo de los años. Y, en realidad, tampoco me hace más feliz tener un libro firmado por él: soy bastante mitómano, pero no de esa calaña. Que yo recuerde, sólo he pedido tres o cuatro autógrafos y de eso hace una eternidad: a un par de viejas glorias del Barça y al doctor Cabeza, que fue presidente del Atlético de Madrid hace unas décadas y que se hizo célebre por su extravagante comportamiento. Le pedí la firma en un barco, en el anvés de un prospecto de Primperán -lo único que tenía a mano- y ambos, creo, estábamos como mínimo alegres.

Ahora me pongo a leer Un día volveré, pero me despido con una rica anécdota que leí no recuerdo dónde y que no sé si ya conté en este mismo blog. Asegura la leyenda que se hallaba Juan Marsé en unos grandes almacenes presentando su último libro. Le habían sentado ante una mesa, casi oculto por una pila de ediciones del libro en cuestión, para que se los firmara a sus incondicionales. Pero el caso es que pasaban los minutos y apenas se había acercado nadie. Al final, una señora se plantó ante Marsé y le preguntó:

-¿Cuánto vale?

-¿El libro? –dijo Marsé- No lo sé exactamente, ahora se lo pregunto y se lo digo.

-No, el libro no. La mesa -cortó la señora.

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Física

En mis tiempos escolares fui un patán en esa disciplina, pero ahora con los niños charlamos a menudo de Física. A Umbrello y a Fratello les sorprenden, por ejemplo, las diferentes velocidades a las que pueden circulan coches y motos, el choque de las piedrecitas en el agua del mar, la gigantesca potencia de las cuerdas vocales de la Nueva, su madre o, sin ir más lejos, la capacidad de Spiderman de lanzar telarañas a grandes distancias con ese artilugio que Peter Parker ha adosado a sus muñecas. Suelen comentar conmigo estos y otros temas y yo, pobre inútil, hago lo que puedo. Un ejemplo:  al ver por enésima vez al hombre-araña disparando sus telarañas, Fratello muestra su admiración:

-Uooooohhh  -grita.

-¡Qué lejos! –digo yo en el inconsciente papel de papá participativo.

-¡Hacia el infinito! –cree observar Umbrello.  

-¡Má lejo! –exclama Fratello.

-Bueno, eso es imposible –corrijo yo.

Umbrello y Fratello me miran en silencio unos segundos. Luego, Umbrello, más reflexivo que su hermano menor, pregunta:

-¿Más lejos que el infinito no puede ser?

-No –digo.

-Mmm –dicen ambos al unísono.

Tras una nueva reflexión –y una breve e inaudible consulta con su hermano- Umbrello  pregunta:

-¿Postulas, papá, por un infinito finito?

-Bueeno… –digo yo, consciente ya de dónde me he metido.

-¿Potulas tí papá? ¿Tí? ¿Potulas finito? –repite Fratello.

-Hijos míos, es que así se infiere de los últimos trabajos de los reputados físicos alemanes Grabowski y Beckenbauer –improviso yo, seguro de que los conocimientos futbolísticos de Umbrello no pueden ir aún más allá de Messi y Víctor Valdés.

Mi respuesta satisface a los niños, que se van jugar con sus trenecitos de madera. Umbrello hace salir a su tren de la estación azul y Fratello el suyo desde la verde y en los siguientes minutos querrán descubrir a qué hora y exactamente dónde chocarán ambos vehículos. Los rudimentos de la física, vaya, secretos que yo jamás llegué a dominar. Luego, por la noche, oiré la vocecita de Umbrello pedir desde su camita:

-Papá, cuéntame cosas del doctor Beckenbauer.

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Física

En mis tiempos escolares fui un patán en esa disciplina, pero ahora con los niños charlamos a menudo de Física. A Umbrello y a Fratello les sorprenden, por ejemplo, las diferentes velocidades a las que pueden circulan coches y motos, el choque de las piedrecitas en el agua del mar, la gigantesca potencia de las cuerdas vocales de la Nueva, su madre o, sin ir más lejos, la capacidad de Spiderman de lanzar telarañas a grandes distancias con ese artilugio que Peter Parker ha adosado a sus muñecas. Suelen comentar conmigo estos y otros temas y yo, pobre inútil, hago lo que puedo. Un ejemplo:  al ver por enésima vez al hombre-araña disparando sus telarañas, Fratello muestra su admiración:

-Uooooohhh  -grita.

-¡Qué lejos! –digo yo en el inconsciente papel de papá participativo.

-¡Hacia el infinito! –cree observar Umbrello.  

-¡Má lejo! –exclama Fratello.

-Bueno, eso es imposible –corrijo yo.

Umbrello y Fratello me miran en silencio unos segundos. Luego, Umbrello, más reflexivo que su hermano menor, pregunta:

-¿Más lejos que el infinito no puede ser?

-No –digo.

-Mmm –dicen ambos al unísono.

Tras una nueva reflexión –y una breve e inaudible consulta con su hermano- Umbrello  pregunta:

-¿Postulas, papá, por un infinito finito?

-Bueeno… –digo yo, consciente ya de dónde me he metido.

-¿Potulas tí papá? ¿Tí? ¿Potulas finito? –repite Fratello.

-Hijos míos, es que así se infiere de los últimos trabajos de los reputados físicos alemanes Grabowski y Beckenbauer –improviso yo, seguro de que los conocimientos futbolísticos de Umbrello no pueden ir aún más allá de Messi y Víctor Valdés.

Mi respuesta satisface a los niños, que se van jugar con sus trenecitos de madera. Umbrello hace salir a su tren de la estación azul y Fratello el suyo desde la verde y en los siguientes minutos querrán descubrir a qué hora y exactamente dónde chocarán ambos vehículos. Los rudimentos de la física, vaya, secretos que yo jamás llegué a dominar. Luego, por la noche, oiré la vocecita de Umbrello pedir desde su camita:

-Papá, cuéntame cosas del doctor Beckenbauer.

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Petrificado

Ayer hojeaba un diario de provincias –de Madrid, creo- y en un artículo que leí en diagonal di con la palabra: PETRIFICADO. Bueno, es una palabra bien vulgar, diría que casi petrificada por el uso, pero esta vez me llamó vivamente la atención, ignoro por qué. Petrificado, petrificado, dije mentalmente. Y luego repetí la palabra a media voz, lo que me llevó a recordar, por cierto, que un personaje del Ulises aseguraba que “repetir prudente y prismas cuarenta veces todas las mañanas, cura para labios gordos”.
¿Cuántas veces en mi vida habré quedado yo petrificado?, pensé después. Me acordé sin esfuerzo de dos situaciones. En la primera yo era un estudiante que viajaba adormilado en el tren que me llevaba a la Facultad. En una de las estaciones, ya fuera de Barcelona, subió una señora extraordinariamente parecida a mi madre que fue a sentarse delante de mí. En realidad, si no hubiera sido por sus ropas, en nada parecidas a las que solía usar mamá, y a la indiscutible certeza de que hacía media hora me había despedido de ella en casa y que por tanto era imposible físicamente que apareciera ahora en esa estación y con ese llamativo abrigo fucsia, hubiera pensado que esa mujer no se parecía a mamá, sino que realmente era mamá. Y, además, claro está, la señora me ignoró por completo, algo que no habría hecho mi madre. Sin embargo, estuve tentado de preguntarle:

-¿Mamá?

Solo me lo impidió la angustiosa sensación de sentirme petrificado. No tan petrificado, sin embargo, como me sentí un día en que aguardaba en una pequeña sala vacía de un enorme hospital a que me llamaran para hacerme unas pruebas analíticas. Yo era apenas un niño. Me había acompañado hacia allí un camillero, que me mostró una silla y me dijo:

-Siéntate. Ahora mismito vengo.

Le obedecí, desapareció y apenas un minuto después se abrió otra puerta y apareció otro sanitario empujando una camilla en la que descansaba… un cadáver. De que se trataba un cadáver no tuve dudas, nadie amortaja con una sábana a un paciente, por muy enfermo que esté. El nuevo camillero me miró con cierto apuro y dijo:

-Uops. Espera un momento. No te preocupes. Ahora vengo.

Dejó allí su cadáver y desapareció por la misma puerta por la que había desaparecido mi camillero que, casi al instante, reapareció. Miró el cadáver, me miró a mí y dijo:

-Vaya. Qué cosas. En fin, ven conmigo.

Me costó moverme, petrificado como me encontraba.

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Petrificado

Ayer hojeaba un diario de provincias –de Madrid, creo- y en un artículo que leí en diagonal di con la palabra: PETRIFICADO. Bueno, es una palabra bien vulgar, diría que casi petrificada por el uso, pero esta vez me llamó vivamente la atención, ignoro por qué. Petrificado, petrificado, dije mentalmente. Y luego repetí la palabra a media voz, lo que me llevó a recordar, por cierto, que un personaje del Ulises aseguraba que “repetir prudente y prismas cuarenta veces todas las mañanas, cura para labios gordos”.
¿Cuántas veces en mi vida habré quedado yo petrificado?, pensé después. Me acordé sin esfuerzo de dos situaciones. En la primera yo era un estudiante que viajaba adormilado en el tren que me llevaba a la Facultad. En una de las estaciones, ya fuera de Barcelona, subió una señora extraordinariamente parecida a mi madre que fue a sentarse delante de mí. En realidad, si no hubiera sido por sus ropas, en nada parecidas a las que solía usar mamá, y a la indiscutible certeza de que hacía media hora me había despedido de ella en casa y que por tanto era imposible físicamente que apareciera ahora en esa estación y con ese llamativo abrigo fucsia, hubiera pensado que esa mujer no se parecía a mamá, sino que realmente era mamá. Y, además, claro está, la señora me ignoró por completo, algo que no habría hecho mi madre. Sin embargo, estuve tentado de preguntarle:

-¿Mamá?

Solo me lo impidió la angustiosa sensación de sentirme petrificado. No tan petrificado, sin embargo, como me sentí un día en que aguardaba en una pequeña sala vacía de un enorme hospital a que me llamaran para hacerme unas pruebas analíticas. Yo era apenas un niño. Me había acompañado hacia allí un camillero, que me mostró una silla y me dijo:

-Siéntate. Ahora mismito vengo.

Le obedecí, desapareció y apenas un minuto después se abrió otra puerta y apareció otro sanitario empujando una camilla en la que descansaba… un cadáver. De que se trataba un cadáver no tuve dudas, nadie amortaja con una sábana a un paciente, por muy enfermo que esté. El nuevo camillero me miró con cierto apuro y dijo:

-Uops. Espera un momento. No te preocupes. Ahora vengo.

Dejó allí su cadáver y desapareció por la misma puerta por la que había desaparecido mi camillero que, casi al instante, reapareció. Miró el cadáver, me miró a mí y dijo:

-Vaya. Qué cosas. En fin, ven conmigo.

Me costó moverme, petrificado como me encontraba.

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Listeza

«De un muchacho que principia y que promete, el mayor elogio que se puede hacer es exclamar: «¡Qué listo!». Es listeza la labia, la travesura, la habilidad: he ahí los supremos dones entre los españoles, he ahí las cualidades insignes para llegar a ser ministro».
(Azorín, Tiempos y cosas)

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Listeza

«De un muchacho que principia y que promete, el mayor elogio que se puede hacer es exclamar: «¡Qué listo!». Es listeza la labia, la travesura, la habilidad: he ahí los supremos dones entre los españoles, he ahí las cualidades insignes para llegar a ser ministro».
(Azorín, Tiempos y cosas)

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Urgencias

Esta mañana, al salir de casa con mis fieles escuderos Umbrello y Fratello, vi que una ambulancia había aparcado delante de nuestro portal. Fratello, que es muy aficionado a celebrar con alaridos la presencia de cualquier servicio público que lleve sirenas, se mostró feliz y ruidoso con la novedad. Umbrello estaba más ocupado en alguna misteriosa reflexión intelectual y, a mí, la verdad, no me sorprendió el vehículo dado que vivimos en un barrio que al ser habitado casi por completo por niños y ancianos es muy de romperse la crisma, partirse la cadera o sufrir un ictus.

En lo que sí pensé es que debía revisar mi estigmatismo, enfermedad de la que me avisó hace un par de años un amable lector de este blog (en el post “Mudanzas”, en junio del 2010) y que, al parecer, va en aumento. Y es que vi la ambulancia y donde claramente se anunciaba “Urgencias Médicas” yo leí “Urgencias Míticas”. Intenté no pensar en eso y llevar a sus escuelas a Fratello y a Umbrello sin contratiempos, pero el mal ya estaba hecho. ¿Urgencias míticas? Sin duda, pensé, las de Héctor ante Aquiles, las de éste al recibir la flecha mortal en su talón; las de Julio César ante la poco amistosa visita de Bruto y compañía; mucho más modernas pero ya tambien míticas son las urgencias del Titanic tras su encuentro con el iceberg o las de la evacuación de Dunkerque. Las urgencias de los habitantes de la Atlántida. O de Pompeya. Las ya míticas urgencias históricas de Jorge Valdano. Las urgencias de Stanley por hallar a Livingstone. Cuántas urgencias míticas. Y qué poco mítico es correr detrás de un autobús, día tras día, pero cuánto me urge hacerlo para que Umbrello no llegue tarde a clase de psicomotricidad (II).

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Urgencias

Esta mañana, al salir de casa con mis fieles escuderos Umbrello y Fratello, vi que una ambulancia había aparcado delante de nuestro portal. Fratello, que es muy aficionado a celebrar con alaridos la presencia de cualquier servicio público que lleve sirenas, se mostró feliz y ruidoso con la novedad. Umbrello estaba más ocupado en alguna misteriosa reflexión intelectual y, a mí, la verdad, no me sorprendió el vehículo dado que vivimos en un barrio que al ser habitado casi por completo por niños y ancianos es muy de romperse la crisma, partirse la cadera o sufrir un ictus.

En lo que sí pensé es que debía revisar mi estigmatismo, enfermedad de la que me avisó hace un par de años un amable lector de este blog (en el post “Mudanzas”, en junio del 2010) y que, al parecer, va en aumento. Y es que vi la ambulancia y donde claramente se anunciaba “Urgencias Médicas” yo leí “Urgencias Míticas”. Intenté no pensar en eso y llevar a sus escuelas a Fratello y a Umbrello sin contratiempos, pero el mal ya estaba hecho. ¿Urgencias míticas? Sin duda, pensé, las de Héctor ante Aquiles, las de éste al recibir la flecha mortal en su talón; las de Julio César ante la poco amistosa visita de Bruto y compañía; mucho más modernas pero ya tambien míticas son las urgencias del Titanic tras su encuentro con el iceberg o las de la evacuación de Dunkerque. Las urgencias de los habitantes de la Atlántida. O de Pompeya. Las ya míticas urgencias históricas de Jorge Valdano. Las urgencias de Stanley por hallar a Livingstone. Cuántas urgencias míticas. Y qué poco mítico es correr detrás de un autobús, día tras día, pero cuánto me urge hacerlo para que Umbrello no llegue tarde a clase de psicomotricidad (II).

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En Iges de Valnorte, la aldea de donde huyó mi abuelo, las personas son raras, muy raras o simplemente anormales. Y algunos, los menos, salen listos. Mi abuelo, que era de los raros a secas, pero también de los listos, decía que eso era cosa de la endogamia. Basta con pasearse brevemente por sus dos cementerios, el viejo y el nuevo, para sospechar que algo habrá de eso: casi todos los muertos –y los vivos que siguen malviviendo en Iges- se apellidan Porrés o Batés. Muchos son Porrés Porrés o Batés Batés, algunos son Batés Porrés y otros Porrés Batés. De vez en cuando uno se sorprende al descubrir a un García o quizá a un Martínez; sin duda llegaron a Iges por error y, por un error aún más monumental, allí se quedaron, con lo que en los cementerios de la aldea descansan también muertos llamados García Batés o Porrés Martínez. Los Porrés y los Batés, en cualquier caso, llevan siglos matándose y amándose entre ellos, sin apenas rivales, por conservar en su poder las miserias de Iges.
Mi abuelo, un Porrés Porrés, era, además de raro, de los listos. Fue así que nada más cumplir los 14 huyó de Iges, como quien huye de un maldición y, decidido a tener un futuro para él y para quienes pudiera engendrar en el futuro, se fue tan lejos como pudo: su talento le permitió llegar a San Juan, donde se casó con una muchacha de la ciudad y donde nació mi padre, que aún salió raro, pero normal, y donde mi padre me tuvo a mí y a mis hermanos. Alguno de ellos es raro, pero su rareza no es ya la de Iges.
Más listo que mi abuelo –y también mucho más raro, según se ha contado siempre en casa, de los muy raros- era su primo segundo Aquilino Batés. Mi abuelo, pese a su inteligencia, no pudo llegar más allá de San Juan y aquí se quedó. Aquilino Batés supo ir mucho más lejos, a América, donde llegó con cuatro chavos y donde prosperó con no sé qué negocios sin duda raros. Durante unos años se escribió con el abuelo y, después, ya muy brevemente, con papá. Sabemos que se casó con una chica de allí. Nunca volvió a Iges, ni siquiera a España, se americanizó por completo y hasta perdió feliz el acento de su maldito apellido Batés. Tuvo cuatro o cinco hijos y al parecer todo empezó a torcerse al nacer el menor, que de tan raro que era, escribió Aquilino, parecía haber nacido en Iges. Luego su mujer empezó a enfermar, algo mental, y años después Aquilino murió asesinado, no sabemos cómo. Perdimos el contacto con la familia y de los hijos solo llegamos a saber algo muchos años después. Del menor, aquel al que Aquilino bautizó con ese nombre que siempre nos pareció más propio de una marca de calzoncillos. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí. Norman, eso. Norman Bates.

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Mi abuelo, un Porrés Porrés, era, además de raro, de los listos. Fue así que nada más cumplir los 14 huyó de Iges, como quien huye de un maldición y, decidido a tener un futuro para él y para quienes pudiera engendrar en el futuro, se fue tan lejos como pudo: su talento le permitió llegar a San Juan, donde se casó con una muchacha de la ciudad y donde nació mi padre, que aún salió raro, pero normal, y donde mi padre me tuvo a mí y a mis hermanos. Alguno de ellos es raro, pero su rareza no es ya la de Iges.
Más listo que mi abuelo –y también mucho más raro, según se ha contado siempre en casa, de los muy raros- era su primo segundo Aquilino Batés. Mi abuelo, pese a su inteligencia, no pudo llegar más allá de San Juan y aquí se quedó. Aquilino Batés supo ir mucho más lejos, a América, donde llegó con cuatro chavos y donde prosperó con no sé qué negocios sin duda raros. Durante unos años se escribió con el abuelo y, después, ya muy brevemente, con papá. Sabemos que se casó con una chica de allí. Nunca volvió a Iges, ni siquiera a España, se americanizó por completo y hasta perdió feliz el acento de su maldito apellido Batés. Tuvo cuatro o cinco hijos y al parecer todo empezó a torcerse al nacer el menor, que de tan raro que era, escribió Aquilino, parecía haber nacido en Iges. Luego su mujer empezó a enfermar, algo mental, y años después Aquilino murió asesinado, no sabemos cómo. Perdimos el contacto con la familia y de los hijos solo llegamos a saber algo muchos años después. Del menor, aquel al que Aquilino bautizó con ese nombre que siempre nos pareció más propio de una marca de calzoncillos. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí. Norman, eso. Norman Bates.

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