Otras mujeres

Una escena de la novela Bearn o la sala de les nines, de Llorenç Villalonga: el protagonista, que dedica los últimos años a escribir sus memorias, le cuenta a su paciente esposa, a la que durante décadas ha sido infiel sin recato, que “escribo sobre ti”. “¿Sólo hablas de mí?”, pregunta ella. “Hablo también de otras mujeres», admite él, «pero todas se reducen a ti. Nunca te he engañado”. La mujer muestra su escepticismo. “Quiero decir” –explica el marido- “que no te he engañado con nadie que no se pareciera a ti”.

Sigue leyendo ->

Otras mujeres

Una escena de la novela Bearn o la sala de les nines, de Llorenç Villalonga: el protagonista, que dedica los últimos años a escribir sus memorias, le cuenta a su paciente esposa, a la que durante décadas ha sido infiel sin recato, que “escribo sobre ti”. “¿Sólo hablas de mí?”, pregunta ella. “Hablo también de otras mujeres», admite él, «pero todas se reducen a ti. Nunca te he engañado”. La mujer muestra su escepticismo. “Quiero decir” –explica el marido- “que no te he engañado con nadie que no se pareciera a ti”.

Sigue leyendo ->

La novela

Llevo muchos meses sin publicar apenas nada pues dedico casi todo mi tiempo a la escritura de una novela que debe ser clásica y monumental: será la típica historia del hombre inadecuado en el momento equivocado, enamorado de una mujer escurridiza y silenciosa dominada por un tercero: un extranjero misterioso y de pasado inolvidable que nadie recuerda. El extranjero debe ser belga, evidentemente. Con estos datos ya debéis intuir que en mi novela no faltarán un niño misterioso y su extraña hermana, la institutriz, un hermoso jardinero y una ciudad acobardada por un secreto y un enemigo monstruoso que nadie osa ni nombrar. Por supuesto, claro está, mi novela debe acabar con un incendio, pero aquí no puedo adelantar noticias pues aún no he escrito ese capítulo y no estoy seguro de si en el incendio habrá un muerto, más de uno o ninguno. Ignoro si el incendio será mortal o simplemente estético, es decir, un incendio pavoroso y bomberos desbordados o uno de esos incendios con buhardillas furiosamente humeantes y noches sin luna que se aclaran gracias al fuego. Mientras tanto sigo trabajando con los personajes y sus circunstancias, veo claro que no habrá ni perros, gatos ni caballos pero sí una anciana madre. Ya debéis intuir, como yo, que el protagonista bebe demasiado y visita a su madre menos de lo que debería. Y sospecho que no os sorprenderé si descubro que la madre, una tarde de domingo, morirá silenciosamente en el jardín ante el parterre de los rododendros. Aún tengo que buscar unos rododendros en el google y saber cómo son, para poder describir con todo tipo de detalles la muerte de la anciana, digna pero estrepitosa. Por cierto, esa misma tarde la madre le habrá revelado a su hijo, extrañamente sobrio ese día, los misterios del pasado y las claves del futuro y cerrando los ojos le contará qué hizo antes de morir su padre con el dinero que le robó al belga durante la guerra, no sé aún cuál. Las revelaciones de la anciana me tienen en ascuas y de hecho las ignoraré hasta que no escriba ese capítulo; yo empiezo por el inicio y terminaré por el final, con el incendio, ya sabéis, pero de momento aún sigo estancado con la llegada a la ciudad aterrada de la mujer escurridiza y silenciosa. Y rubia. Bueno, quizá no.

Sigue leyendo ->

La novela

Llevo muchos meses sin publicar apenas nada pues dedico casi todo mi tiempo a la escritura de una novela que debe ser clásica y monumental: será la típica historia del hombre inadecuado en el momento equivocado, enamorado de una mujer escurridiza y silenciosa dominada por un tercero: un extranjero misterioso y de pasado inolvidable que nadie recuerda. El extranjero debe ser belga, evidentemente. Con estos datos ya debéis intuir que en mi novela no faltarán un niño misterioso y su extraña hermana, la institutriz, un hermoso jardinero y una ciudad acobardada por un secreto y un enemigo monstruoso que nadie osa ni nombrar. Por supuesto, claro está, mi novela debe acabar con un incendio, pero aquí no puedo adelantar noticias pues aún no he escrito ese capítulo y no estoy seguro de si en el incendio habrá un muerto, más de uno o ninguno. Ignoro si el incendio será mortal o simplemente estético, es decir, un incendio pavoroso y bomberos desbordados o uno de esos incendios con buhardillas furiosamente humeantes y noches sin luna que se aclaran gracias al fuego. Mientras tanto sigo trabajando con los personajes y sus circunstancias, veo claro que no habrá ni perros, gatos ni caballos pero sí una anciana madre. Ya debéis intuir, como yo, que el protagonista bebe demasiado y visita a su madre menos de lo que debería. Y sospecho que no os sorprenderé si descubro que la madre, una tarde de domingo, morirá silenciosamente en el jardín ante el parterre de los rododendros. Aún tengo que buscar unos rododendros en el google y saber cómo son, para poder describir con todo tipo de detalles la muerte de la anciana, digna pero estrepitosa. Por cierto, esa misma tarde la madre le habrá revelado a su hijo, extrañamente sobrio ese día, los misterios del pasado y las claves del futuro y cerrando los ojos le contará qué hizo antes de morir su padre con el dinero que le robó al belga durante la guerra, no sé aún cuál. Las revelaciones de la anciana me tienen en ascuas y de hecho las ignoraré hasta que no escriba ese capítulo; yo empiezo por el inicio y terminaré por el final, con el incendio, ya sabéis, pero de momento aún sigo estancado con la llegada a la ciudad aterrada de la mujer escurridiza y silenciosa. Y rubia. Bueno, quizá no.

Sigue leyendo ->

Extravagancias interiores

En 1903 Thomas Mann publicó Tonio Kröger, breve novela de carácter autobiográfico en la que se esbozan sus primeros años de formación como escritor. En una escena, el protagonista, el Tonio Kröger del título, charla con su amiga Lizaveta, una jovencita bohemia que se burla de su aspecto poco artístico «con su traje de aristócrata». Y Tonio responde airado:

«¡Déjeme usted en paz con mi vestido de aristócrata! ¿Preferiría verme pasear con una chaqueta de pana raída o un chaleco de seda roja? Cuando uno es artista, ya tiene bastante con sus extravagancias interiores. Por fuera hay que ir bien vestido, ¡diablos!, y comportarse como persona decente!»

Me encantan los clichés despedazados.

Sigue leyendo ->

Extravagancias interiores

En 1903 Thomas Mann publicó Tonio Kröger, breve novela de carácter autobiográfico en la que se esbozan sus primeros años de formación como escritor. En una escena, el protagonista, el Tonio Kröger del título, charla con su amiga Lizaveta, una jovencita bohemia que se burla de su aspecto poco artístico «con su traje de aristócrata». Y Tonio responde airado:

«¡Déjeme usted en paz con mi vestido de aristócrata! ¿Preferiría verme pasear con una chaqueta de pana raída o un chaleco de seda roja? Cuando uno es artista, ya tiene bastante con sus extravagancias interiores. Por fuera hay que ir bien vestido, ¡diablos!, y comportarse como persona decente!»

Me encantan los clichés despedazados.

Sigue leyendo ->

Gracias a Dios que soy negro

Leyendo a Hemingway, en Por quién doblan las campanas. Me hizo gracia, y eso que no soy negro.

«-Bueno -dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamentosa:

Tengo nariz aplastá,
tengo cara charolá,
pero soy un hombre
como los demás.

-Olé -dijo alguien- Adelante, gitano.

La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:

Gracias a Dios que soy negro
y que no soy catalán
«

Sigue leyendo ->

Gracias a Dios que soy negro

Leyendo a Hemingway, en Por quién doblan las campanas. Me hizo gracia, y eso que no soy negro.

«-Bueno -dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamentosa:

Tengo nariz aplastá,
tengo cara charolá,
pero soy un hombre
como los demás.

-Olé -dijo alguien- Adelante, gitano.

La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:

Gracias a Dios que soy negro
y que no soy catalán
«

Sigue leyendo ->

El papel

Gentes que entienden de ello me aseguran que las redes sociales ganan terreno día a día y que sus usuarios abandonan en masa los medios de comunicación tradicionales: la radio y hasta la televisión y, sobre todo, la prensa escrita. Dicen que la celeridad de Twitter y otras redes es irresistible y que las noticias se anuncian en décimas de segundos al mundo entero. Y es verdad, veo que la estupidez y la mentira nos llega ahora a una velocidad inimaginable para quienes, como yo, preferimos la falsedad y la tontería reposada de los viejos diarios de siempre. En el papel sabemos leer entre líneas y creemos entender quién engaña a quién y para qué; entre las breves líneas de Twitter uno sospecha que jamás hay nada escrito. O sea, que todo ha cambiado. Y que todo es lo de siempre, pero ya ni el papel nos queda. A ver quién se limpia el culo con un iPad.

Sigue leyendo ->

El papel

Gentes que entienden de ello me aseguran que las redes sociales ganan terreno día a día y que sus usuarios abandonan en masa los medios de comunicación tradicionales: la radio y hasta la televisión y, sobre todo, la prensa escrita. Dicen que la celeridad de Twitter y otras redes es irresistible y que las noticias se anuncian en décimas de segundos al mundo entero. Y es verdad, veo que la estupidez y la mentira nos llega ahora a una velocidad inimaginable para quienes, como yo, preferimos la falsedad y la tontería reposada de los viejos diarios de siempre. En el papel sabemos leer entre líneas y creemos entender quién engaña a quién y para qué; entre las breves líneas de Twitter uno sospecha que jamás hay nada escrito. O sea, que todo ha cambiado. Y que todo es lo de siempre, pero ya ni el papel nos queda. A ver quién se limpia el culo con un iPad.

Sigue leyendo ->

Ojos azules

Leo en los periódicos que “los europeos de hace 7.000 años tenían la piel oscura y los ojos azules y, curiosamente, no poseían la capacidad de digerir la lactosa”. El estudio del genoma de los restos de un hombre del mesolítico hallado en unas excavaciones en León así lo indica. Bueno… ¿están seguros? ¿Y quienes están seguros? ¿Los científicos? ¿O los periódicos?
Me acuerdo ahora aquel chiste del viajero que, al acercarse su barco a las costas británicas por primera vez, divisó a lo lejos por fin a un hombre, que caminaba ayudado de sus muletas. “Los ingleses son cojos”, exclamó el viajero. Si en el futuro –unos 7.000 años, por ejemplo- mis restos son conservados magníficamente –y los vuestros no- y alguien pierde el tiempo en estudiar mi genoma, es posible que acaben deduciendo que los europeos de nuestra época tenían los ojos marrones. Llevaban gafas. Y digerían estupendamente la lactosa.
Leo también, y nada tiene que ver con lo anterior, que el científico Stephen Hawking ha asegurado que los agujeros negros no existen. ¡Bueno! ¡Por supuesto! No sé vosotros, pero yo siempre estuve seguro.

Sigue leyendo ->

Ojos azules

Leo en los periódicos que “los europeos de hace 7.000 años tenían la piel oscura y los ojos azules y, curiosamente, no poseían la capacidad de digerir la lactosa”. El estudio del genoma de los restos de un hombre del mesolítico hallado en unas excavaciones en León así lo indica. Bueno… ¿están seguros? ¿Y quienes están seguros? ¿Los científicos? ¿O los periódicos?
Me acuerdo ahora aquel chiste del viajero que, al acercarse su barco a las costas británicas por primera vez, divisó a lo lejos por fin a un hombre, que caminaba ayudado de sus muletas. “Los ingleses son cojos”, exclamó el viajero. Si en el futuro –unos 7.000 años, por ejemplo- mis restos son conservados magníficamente –y los vuestros no- y alguien pierde el tiempo en estudiar mi genoma, es posible que acaben deduciendo que los europeos de nuestra época tenían los ojos marrones. Llevaban gafas. Y digerían estupendamente la lactosa.
Leo también, y nada tiene que ver con lo anterior, que el científico Stephen Hawking ha asegurado que los agujeros negros no existen. ¡Bueno! ¡Por supuesto! No sé vosotros, pero yo siempre estuve seguro.

Sigue leyendo ->

El día en que Mallafré se rompió el brazo

Las de submarinos, sin duda; las películas que prefiero son las de submarinos. Ese juego del gato y el ratón con los enemigos, ese sepulcral silencio exterior… ¡esa claustrofobia! Y, por encima de todo, esos fantásticos capitanes capaces de emitir seis o siete órdenes seguidas sin apenas respiro, y siempre a gritos. “¡Cierren la escotilla de babor!”, “¡Póngame en comunicación con el contramaestre!”, “¡Bajen el periscopio!”, “¡Preparen misil número dos!”… “¡Lancen contramedidas!”. Es mi género preferido, sin duda. Y no puedo oír esa maravillosa retahíla de órdenes sin recordar el día en que Mallafré se rompió el brazo.
Fue en el patio del colegio, hace ya muchos años, cuando apenas teníamos doce o trece. Jugábamos al fútbol y en realidad no sé cómo sucedió: recuerdo, sí, el silencio sepulcral que se apoderó de todos, Mallafré incluido. En la caída, el brazo se le había roto por un par de sitios y le colgaba como un guiñapo ante su atónita mirada. Y la nuestra. Lo siguiente fue la inmediata aparición del Hermano Agustí, llegando desde la banda y cruzando el patio a grandes y decididas zancadas. Y dando órdenes: “¡No le toquéis!” “¡Apartaos!” “¡Subid a clase! ¡Todos!”. Borderas, no sé por qué él, recibió una orden directa del Hermano Agustí: “Corre, Borderas, rápido, a consejería, avisa al señor Vicente que llame a una ambulancia!”. El Hermano, de quien jamás habría sospechado yo esos dotes de mando, cogió delicada y eficazmente a Mallafré, que a esas alturas ya se había desmayado, sin proferir un solo gritito, y se lo llevó en volandas. El silencio seguía siendo sepulcral y lo fue toda la tarde, incluso cuando ya estábamos otra vez en clase.
Mallafré tardó unos días en volver, aparatosamente enyesado y, estoy seguro, esperando lucir su protagonismo. Craso error. Mallafré no tardó en darse cuenta del anónimo papel que le tocó vivir en la tragedia. Los protagonistas, quedó claro, no fueron ni él ni tampoco el Hermano Agustí. Fuimos nosotros, que llevábamos días contándonos los unos a los otros qué vimos, qué sentimos, qué hicimos en esos breves segundos que sucedieron entre la caída de Mallafré y la marcha del Hermano con nuestro compañero en brazos. Nos contamos la historia, la recordamos, la mejoramos.

-Cuando llegó la ambulancia… –empezó Mallafré.
-Tú que sabrás, tú estabas desmayado –le corregimos.

Las películas de submarinos, sin duda.

Sigue leyendo ->

El día en que Mallafré se rompió el brazo

Las de submarinos, sin duda; las películas que prefiero son las de submarinos. Ese juego del gato y el ratón con los enemigos, ese sepulcral silencio exterior… ¡esa claustrofobia! Y, por encima de todo, esos fantásticos capitanes capaces de emitir seis o siete órdenes seguidas sin apenas respiro, y siempre a gritos. “¡Cierren la escotilla de babor!”, “¡Póngame en comunicación con el contramaestre!”, “¡Bajen el periscopio!”, “¡Preparen misil número dos!”… “¡Lancen contramedidas!”. Es mi género preferido, sin duda. Y no puedo oír esa maravillosa retahíla de órdenes sin recordar el día en que Mallafré se rompió el brazo.
Fue en el patio del colegio, hace ya muchos años, cuando apenas teníamos doce o trece. Jugábamos al fútbol y en realidad no sé cómo sucedió: recuerdo, sí, el silencio sepulcral que se apoderó de todos, Mallafré incluido. En la caída, el brazo se le había roto por un par de sitios y le colgaba como un guiñapo ante su atónita mirada. Y la nuestra. Lo siguiente fue la inmediata aparición del Hermano Agustí, llegando desde la banda y cruzando el patio a grandes y decididas zancadas. Y dando órdenes: “¡No le toquéis!” “¡Apartaos!” “¡Subid a clase! ¡Todos!”. Borderas, no sé por qué él, recibió una orden directa del Hermano Agustí: “Corre, Borderas, rápido, a consejería, avisa al señor Vicente que llame a una ambulancia!”. El Hermano, de quien jamás habría sospechado yo esos dotes de mando, cogió delicada y eficazmente a Mallafré, que a esas alturas ya se había desmayado, sin proferir un solo gritito, y se lo llevó en volandas. El silencio seguía siendo sepulcral y lo fue toda la tarde, incluso cuando ya estábamos otra vez en clase.
Mallafré tardó unos días en volver, aparatosamente enyesado y, estoy seguro, esperando lucir su protagonismo. Craso error. Mallafré no tardó en darse cuenta del anónimo papel que le tocó vivir en la tragedia. Los protagonistas, quedó claro, no fueron ni él ni tampoco el Hermano Agustí. Fuimos nosotros, que llevábamos días contándonos los unos a los otros qué vimos, qué sentimos, qué hicimos en esos breves segundos que sucedieron entre la caída de Mallafré y la marcha del Hermano con nuestro compañero en brazos. Nos contamos la historia, la recordamos, la mejoramos.

-Cuando llegó la ambulancia… –empezó Mallafré.
-Tú que sabrás, tú estabas desmayado –le corregimos.

Las películas de submarinos, sin duda.

Sigue leyendo ->

Ex alumnos

Llevaba como treinta años sin verle, desde los tiempos escolares, pero enseguida supe que era él: gordinflón, bajito, sonrojado, aniñado. Ahora llevaba bigote. Y ese apellido inolvidable, recordé, De la Uña. Muy pronto supe que el encuentro sería inevitable: él me había reconocido también. Me dio un abrazo que consideré excesivo, pues en realidad nunca tuvimos mucha relación. En la escuela él tenía sus amigos, supongo, y yo los míos y quizá en todo esos años apenas cruzamos tres o cuatro frases banales y, desde luego, ninguna confidencia sobre política, mujeres o mucho menos fútbol.

-¡Hombre, hombre! –exclamó De la Uña tras ese absurdo abrazo suyo.
-¡De la Uña! –dije yo.

No hubo escapatoria. De la Uña empezó a charlotear incesantemente mostrando su alegría por el encuentro, su feliz sorpresa ante mi buen estado físico general, tan similar al que lucía ya, según él, en nuestros tiempos escolares, se congratuló por su propia buena salud y de ese modo, con un par más de hábiles frases, impidió que yo pudiera despedirme rápidamente. Mi torpe táctica de comprobar el reloj no sirvió de nada y De la Uña me tomó del brazo en modo confidencia, ese modo que jamás compartimos en el pasado.

-Oye –dijo- ¿te enteraste de lo de Clares?
-¿El jugador del Barça?
-No, hombre. El Clares del colegio.
-Pues no. La verdad es que llevo años sin verle, como a ti.
-Murió hace quince días.
-Vaya. Lo siento.
-Un ictus. Fulminante.
-Qué triste –lamenté relativamente.
-Dejó viuda y seis hijos.
-Cielos -me escandalicé.
-¿Y lo de Furrallats? –dijo De la Uña.
-¿Furrallats?
-Aquel rubito.
-Ah, ya –mentí.
-Cáncer. Le cogieron tarde –anunció De la Uña- Hace un año.
-No somos nadie –dije, pensando que en el caso de Furrallats tenía yo más razón que un santo, pues ignoraba quién era Furrallats.
-¿Y García Batés? –prosiguió sin respiro De la Uña.
-¿El que su padre tenía una taller mecánico? –tanteé.
-De suministros navales -corrigió él.
-¿Muerto también? –insinué.
-Ictericia galopante con afección pulmonar – diagnosticó De la Uña- En 2010.

En fin, para qué seguir. Tres o cuatro excompañeros muertos después, De la Uña afirmó que le esperaban en la notaría para un asunto urgente. Se despidió con prisa, no sin aconsejarme que me cuidara y con un “¡nos llamamos!” bastante absurdo, pues ni yo tengo su número ni él, espero, el mío. De eso hace tres semanas. Ayer cené con Borderas, mi amigo del alma, en el bachillerato y aún ahora.

-El otro día vi a De la Uña –anuncié.
¿De la Uña? –repitió él.
-Sí, aquel tonto gordinflón. Ahora lleva bigotito –recordé.
-Imposible –dijo Borderas.
-Bigotito, te lo juro –reí cruelmente.
-De la Uña murió hace años, coño.
-¿Qué? –protesté.
-Se tiró al metro. Fui al entierro. En el 92.

Sigue leyendo ->

Ex alumnos

Llevaba como treinta años sin verle, desde los tiempos escolares, pero enseguida supe que era él: gordinflón, bajito, sonrojado, aniñado. Ahora llevaba bigote. Y ese apellido inolvidable, recordé, De la Uña. Muy pronto supe que el encuentro sería inevitable: él me había reconocido también. Me dio un abrazo que consideré excesivo, pues en realidad nunca tuvimos mucha relación. En la escuela él tenía sus amigos, supongo, y yo los míos y quizá en todo esos años apenas cruzamos tres o cuatro frases banales y, desde luego, ninguna confidencia sobre política, mujeres o mucho menos fútbol.

-¡Hombre, hombre! –exclamó De la Uña tras ese absurdo abrazo suyo.
-¡De la Uña! –dije yo.

No hubo escapatoria. De la Uña empezó a charlotear incesantemente mostrando su alegría por el encuentro, su feliz sorpresa ante mi buen estado físico general, tan similar al que lucía ya, según él, en nuestros tiempos escolares, se congratuló por su propia buena salud y de ese modo, con un par más de hábiles frases, impidió que yo pudiera despedirme rápidamente. Mi torpe táctica de comprobar el reloj no sirvió de nada y De la Uña me tomó del brazo en modo confidencia, ese modo que jamás compartimos en el pasado.

-Oye –dijo- ¿te enteraste de lo de Clares?
-¿El jugador del Barça?
-No, hombre. El Clares del colegio.
-Pues no. La verdad es que llevo años sin verle, como a ti.
-Murió hace quince días.
-Vaya. Lo siento.
-Un ictus. Fulminante.
-Qué triste –lamenté relativamente.
-Dejó viuda y seis hijos.
-Cielos -me escandalicé.
-¿Y lo de Furrallats? –dijo De la Uña.
-¿Furrallats?
-Aquel rubito.
-Ah, ya –mentí.
-Cáncer. Le cogieron tarde –anunció De la Uña- Hace un año.
-No somos nadie –dije, pensando que en el caso de Furrallats tenía yo más razón que un santo, pues ignoraba quién era Furrallats.
-¿Y García Batés? –prosiguió sin respiro De la Uña.
-¿El que su padre tenía una taller mecánico? –tanteé.
-De suministros navales -corrigió él.
-¿Muerto también? –insinué.
-Ictericia galopante con afección pulmonar – diagnosticó De la Uña- En 2010.

En fin, para qué seguir. Tres o cuatro excompañeros muertos después, De la Uña afirmó que le esperaban en la notaría para un asunto urgente. Se despidió con prisa, no sin aconsejarme que me cuidara y con un “¡nos llamamos!” bastante absurdo, pues ni yo tengo su número ni él, espero, el mío. De eso hace tres semanas. Ayer cené con Borderas, mi amigo del alma, en el bachillerato y aún ahora.

-El otro día vi a De la Uña –anuncié.
¿De la Uña? –repitió él.
-Sí, aquel tonto gordinflón. Ahora lleva bigotito –recordé.
-Imposible –dijo Borderas.
-Bigotito, te lo juro –reí cruelmente.
-De la Uña murió hace años, coño.
-¿Qué? –protesté.
-Se tiró al metro. Fui al entierro. En el 92.

Sigue leyendo ->

Tumbas

¿Tumbas? ¿Qué me viene a la mente al leer esa palabra? Pues ahora mismo me viene París, por la monstruosa tumba de Napoleón, la de Jim Morrison, la de Chopin, la de… en París hay miles de tumbas importantes, pienso. También se me ocurre pensar en Ernesto Sabato y ‘Sobre héroes y tumbas’. Lo leí hace décadas y casi no recuerdo nada. Salía una muchacha llamada Alejandra. Me enamoré de ella, claro. Pienso en las tumbas que con los años he visto abrir y cerrar. Bueno, quizá me equivoco: ¿Un nicho es una tumba? También en la expresión “a tumba abierta”, en crónicas ciclistas narrando el descenso del, por ejemplo, el Galibier, y los tópicos deportivos. En la tumba de no recuerdo qué rey: es en realidad una bañera aunque haga las veces de tumba. Está en el Monasterio de Santes Creus. La bañera-tumba está hecha de pórfido: desde pequeño recuerdo el nombre de ese material pero no quién está allí enterrado. En Boris Vian y su “Escupiré sobre vuestro tumba”: tampoco recuerdo nada de ese libro y mira que me sabe mal, por Vian, que me cae muy bien. No me olvido de Edgar Allan Poe, por supuesto. Ni de la nieve que cae sobre Irlanda y sobre la tumba de Michael Furey. ¿Y retumbante viene de tumba? Una timba en una tumba. Tumbarse al sol. Seré una tumba. No sé. Las tumbas dan mucho juego, me doy cuenta.

Sigue leyendo ->

Tumbas

¿Tumbas? ¿Qué me viene a la mente al leer esa palabra? Pues ahora mismo me viene París, por la monstruosa tumba de Napoleón, la de Jim Morrison, la de Chopin, la de… en París hay miles de tumbas importantes, pienso. También se me ocurre pensar en Ernesto Sabato y ‘Sobre héroes y tumbas’. Lo leí hace décadas y casi no recuerdo nada. Salía una muchacha llamada Alejandra. Me enamoré de ella, claro. Pienso en las tumbas que con los años he visto abrir y cerrar. Bueno, quizá me equivoco: ¿Un nicho es una tumba? También en la expresión “a tumba abierta”, en crónicas ciclistas narrando el descenso del, por ejemplo, el Galibier, y los tópicos deportivos. En la tumba de no recuerdo qué rey: es en realidad una bañera aunque haga las veces de tumba. Está en el Monasterio de Santes Creus. La bañera-tumba está hecha de pórfido: desde pequeño recuerdo el nombre de ese material pero no quién está allí enterrado. En Boris Vian y su “Escupiré sobre vuestro tumba”: tampoco recuerdo nada de ese libro y mira que me sabe mal, por Vian, que me cae muy bien. No me olvido de Edgar Allan Poe, por supuesto. Ni de la nieve que cae sobre Irlanda y sobre la tumba de Michael Furey. ¿Y retumbante viene de tumba? Una timba en una tumba. Tumbarse al sol. Seré una tumba. No sé. Las tumbas dan mucho juego, me doy cuenta.

Sigue leyendo ->

La confusión perfecta

En una película me hubiera parecido un gag estúpido. En la vida real se me antojó sensacional. Sucedió esta mañana, ante la Sagrada Familia, mientras acompañaba a Fratello a su parque favorito zigzagueando entre centenares de turistas. Dos de ellos, diría que escandinavos, consultaban apurados una guía de viaje con aspecto de no entender nada. En la portada de su guía, el asombro. “Lisboa”, he leído.

Sigue leyendo ->

La confusión perfecta

En una película me hubiera parecido un gag estúpido. En la vida real se me antojó sensacional. Sucedió esta mañana, ante la Sagrada Familia, mientras acompañaba a Fratello a su parque favorito zigzagueando entre centenares de turistas. Dos de ellos, diría que escandinavos, consultaban apurados una guía de viaje con aspecto de no entender nada. En la portada de su guía, el asombro. “Lisboa”, he leído.

Sigue leyendo ->

Cielo amarillo

Durante muchos años la gente daba por hecho que por abril aguas mil y que hasta el cuarenta de mayo no había que quitarse el sayo. En el diario, la información del tiempo era una breve nota no mayor que el jeroglífico o el chiste de la página de los pasatiempos y en la tele se ocupaban del tema amables señores que, convencidos de la levedad de su tarea, llegaban a jugarse el bigote por si erraban con su pronóstico de lluvia para el día siguiente. Lo perdían, claro. El tiempo era el Tiempo, a secas, pero con los años la cosa se complicó: los medios apostaron por darle a esta paraciencia más minutos y más páginas, y más minutos y más páginas, y los simpáticos Hombres del Tiempo se convirtieron en meteorólogos. La gente, que durante siglos había vivido sin necesidad de informarse del tiempo del día anterior –porque ya lo había sufrido-, del presente –bastaba con salir a la calle para enterarse- y del de mañana –para eso disponía de un puñado de refranes y de la observación del vuelo del grajo- acabó convenciéndose de que toda esa papanatada de isobaras, satélites, humedades relativas, máximas, mínimas y precipitaciones aportaba realmente algún valor, olvidando que en los viejos y serios periódicos de antaño esa charlatanería había convivido, sin que nadie se indignara por ello, con los pronósticos del astrólogo, de la quiniela o el problema de ajedrez.

La insistencia de los meteorólogos en errar en sus predicciones no ha hecho mella en la fe del populacho: recuerdo que, hace unos pocos años, nadie se tomó la molestia de embadurnar en plumas y alquitrán al charlatán que se ocupaba del tiempo en una televisión de por aquí cuando parloteó incesamente durante veinte minutos, mostrando soleados mapas y calurosas imágenes por satélite obviando que en ese preciso momento caía una bíblica tromba de agua sobre la ciudad que incluso dejó muertos en alguna vía urbana.

Pienso en todo esto a menudo. A la Nueva, que es una convencida creyente de las bondades de la meteorología la tengo harta con mis incendiarios discursos. Pero es que día tras día hallo nuevos argumentos con los que combatir a esa paraciencia. El de ayer fue hasta curioso: yo estaba leyendo una novela (Mr. Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender) y di con una frase que me llamó la atención, más que nada por el año que en ella se menciona: “Era un mayo éste de 1873 amarillo como un octubre”. Media hora después, mientras ganduleaba en el sofá, en la tele interrumpieron precipitadamente la imprescindible información deportiva para anunciar… ¡que llovía abundantemente! Supongo que para darle empaque a esta absurda noticia, que cualquiera que no viva en un búnker ya conocía, la meteoróloga explicó que no debíamos sorprendernos mucho si veíamos que el cielo tenía un color amarillento, pues la borrasca provenía de norte de África y ese tono lo daban las partículas en suspensión provenientes del desierto. O algo así. En cualquier caso, di un salto del sofá, recordé el amarillento mayo de 1873 de Sender y me emocioné por poder vivir, en 2013, otro mayo (bueno, casi) amarillo. Salí al balcón desafiando a los elementos y miré al cielo y vi… el gris de siempre de los días de lluvia de siempre. Otra vuelta a la tuerca, pensé. Que vuelvan ya el grajo que vuela bajo y el Hombre del Tiempo y sus bigotes.

Sigue leyendo ->

Cielo amarillo

Durante muchos años la gente daba por hecho que por abril aguas mil y que hasta el cuarenta de mayo no había que quitarse el sayo. En el diario, la información del tiempo era una breve nota no mayor que el jeroglífico o el chiste de la página de los pasatiempos y en la tele se ocupaban del tema amables señores que, convencidos de la levedad de su tarea, llegaban a jugarse el bigote por si erraban con su pronóstico de lluvia para el día siguiente. Lo perdían, claro. El tiempo era el Tiempo, a secas, pero con los años la cosa se complicó: los medios apostaron por darle a esta paraciencia más minutos y más páginas, y más minutos y más páginas, y los simpáticos Hombres del Tiempo se convirtieron en meteorólogos. La gente, que durante siglos había vivido sin necesidad de informarse del tiempo del día anterior –porque ya lo había sufrido-, del presente –bastaba con salir a la calle para enterarse- y del de mañana –para eso disponía de un puñado de refranes y de la observación del vuelo del grajo- acabó convenciéndose de que toda esa papanatada de isobaras, satélites, humedades relativas, máximas, mínimas y precipitaciones aportaba realmente algún valor, olvidando que en los viejos y serios periódicos de antaño esa charlatanería había convivido, sin que nadie se indignara por ello, con los pronósticos del astrólogo, de la quiniela o el problema de ajedrez.

La insistencia de los meteorólogos en errar en sus predicciones no ha hecho mella en la fe del populacho: recuerdo que, hace unos pocos años, nadie se tomó la molestia de embadurnar en plumas y alquitrán al charlatán que se ocupaba del tiempo en una televisión de por aquí cuando parloteó incesamente durante veinte minutos, mostrando soleados mapas y calurosas imágenes por satélite obviando que en ese preciso momento caía una bíblica tromba de agua sobre la ciudad que incluso dejó muertos en alguna vía urbana.

Pienso en todo esto a menudo. A la Nueva, que es una convencida creyente de las bondades de la meteorología la tengo harta con mis incendiarios discursos. Pero es que día tras día hallo nuevos argumentos con los que combatir a esa paraciencia. El de ayer fue hasta curioso: yo estaba leyendo una novela (Mr. Witt en el Cantón, de Ramón J. Sender) y di con una frase que me llamó la atención, más que nada por el año que en ella se menciona: “Era un mayo éste de 1873 amarillo como un octubre”. Media hora después, mientras ganduleaba en el sofá, en la tele interrumpieron precipitadamente la imprescindible información deportiva para anunciar… ¡que llovía abundantemente! Supongo que para darle empaque a esta absurda noticia, que cualquiera que no viva en un búnker ya conocía, la meteoróloga explicó que no debíamos sorprendernos mucho si veíamos que el cielo tenía un color amarillento, pues la borrasca provenía de norte de África y ese tono lo daban las partículas en suspensión provenientes del desierto. O algo así. En cualquier caso, di un salto del sofá, recordé el amarillento mayo de 1873 de Sender y me emocioné por poder vivir, en 2013, otro mayo (bueno, casi) amarillo. Salí al balcón desafiando a los elementos y miré al cielo y vi… el gris de siempre de los días de lluvia de siempre. Otra vuelta a la tuerca, pensé. Que vuelvan ya el grajo que vuela bajo y el Hombre del Tiempo y sus bigotes.

Sigue leyendo ->

Téngame informado

En el diario de hoy afirman que Corea del Norte amenaza a Estados Unidos con un ataque nuclear, que uno de cada cuatro estadounidenses cree que Obama podría ser el Anticristo y que los hombres que pierden pelo en la coronilla tienen más probabilidades de sufrir problemas coronarios. ¡Hasta en un 32 por ciento! Luego leo en una novela de John le Carré a un personaje exigiendo, sabiamente: “Téngame informado, pero no muy informado”.

Sigue leyendo ->

Téngame informado

En el diario de hoy afirman que Corea del Norte amenaza a Estados Unidos con un ataque nuclear, que uno de cada cuatro estadounidenses cree que Obama podría ser el Anticristo y que los hombres que pierden pelo en la coronilla tienen más probabilidades de sufrir problemas coronarios. ¡Hasta en un 32 por ciento! Luego leo en una novela de John le Carré a un personaje exigiendo, sabiamente: “Téngame informado, pero no muy informado”.

Sigue leyendo ->

Fraile

Seguro que no era su intención pero, al morir, Medardo Fraile me obligó a constatar una vez más mi vasta incultura. No es que yo no hubiera leído ninguno de sus libros; es que ni siquiera sabía que existía este escritor. Fraile murió hace unos pocos días en Glasgow y los diarios han hablado de un cuentista excepcional, adscrito a una difusa ‘generación del 50’. Ignacio Aldecoa, que aquí ha aparecido un par de veces en los últimos meses, por influencia de la desechería urbana, sería quizá uno de sus representantes más destacados. Bueno, de Medardo Fraile sigo sin leer nada, solo una entrevista que concedió a ‘El País’ en 2004 y que el diario ha rescatado con motivo de su fallecimiento. Una de sus respuestas, una reflexión sobre sus propios cuentos, me encantó: “A mí me gustan los cuentos en los que aparentemente no ocurre nada. Aparentemente. Cuando me dicen: «Es que ahí no pasa nada»; digo: «Bueno, pasa lo que no pasa». Y uno siente esa falta. Si eres muy obvio te sale un cuento decimonónico, muy atado pero sin espacio para el lector. El lector debe quedarse con la idea de que él podría acabar la historia”.

Sigue leyendo ->

Fraile

Seguro que no era su intención pero, al morir, Medardo Fraile me obligó a constatar una vez más mi vasta incultura. No es que yo no hubiera leído ninguno de sus libros; es que ni siquiera sabía que existía este escritor. Fraile murió hace unos pocos días en Glasgow y los diarios han hablado de un cuentista excepcional, adscrito a una difusa ‘generación del 50’. Ignacio Aldecoa, que aquí ha aparecido un par de veces en los últimos meses, por influencia de la desechería urbana, sería quizá uno de sus representantes más destacados. Bueno, de Medardo Fraile sigo sin leer nada, solo una entrevista que concedió a ‘El País’ en 2004 y que el diario ha rescatado con motivo de su fallecimiento. Una de sus respuestas, una reflexión sobre sus propios cuentos, me encantó: “A mí me gustan los cuentos en los que aparentemente no ocurre nada. Aparentemente. Cuando me dicen: «Es que ahí no pasa nada»; digo: «Bueno, pasa lo que no pasa». Y uno siente esa falta. Si eres muy obvio te sale un cuento decimonónico, muy atado pero sin espacio para el lector. El lector debe quedarse con la idea de que él podría acabar la historia”.

Sigue leyendo ->

La velocidad relativa

Los libros ya no caben en mis estantes así que ayer recogí algunos y los llevé a la desechería. Nada que lamentar: eran libros que llegaron a casa sin que yo se lo pidiera, libros que nunca pude leer o, sencillamente, libros que me negué a abrir. Mientras hacía la selección de los descartados tuve en mis manos Paradiso, de José Lezama Lima. Me di cuenta de que ya hace casi 20 años que lo compré –el 25 de octubre de 1994, para ser exactos- y que durante todo este tiempo se me ha resistido tenazmente. Sé que empecé a leerlo en ese lejano octubre, nada más comprarlo, y no pasé de las primeras cuarenta páginas; luego, periódicamente, he insistido en su lectura varias veces y siempre he fracasado.

A Paradiso, en cualquier caso, siempre lo he relacionado con la velocidad o, para ser exactos, con la velocidad relativa, un concepto físico que intentaré exponer en unas breves palabras. Pocos meses después de abandonar por primera vez la lectura de Paradiso devoré La vuelta al día en ochenta mundos, de mi querido Julio Cortázar que, casualmente, dedica ahí un capítulo al libro de Lezama Lima. Cortázar se muestra asombrado por la novela y cuenta que “en diez días, interrumpiéndome para respirar y darle su leche a mi gato Teodoro W. Adorno, he leído Paradiso”. ¡Diez días, pensé yo! ¡Eso es un récord! Yo llevaba, por aquel entonces, ya casi cuatro meses con la novela del cubano y seguía atascado. Me confortó, eso sí, que Cortázar admitiera que “leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritante que puedan darse”.

En fin, que siguieron pasando los meses, como ya sabéis, y en 1997 cayó en mis manos el Dietari de Pere Gimferrer. Casi se me salieron los ojos de sus órbitas –bueno, miento, no les ocurrió nada a mis ojos- al leer lo que sigue, en un párrafo de su anotación llamada Un cartel turístico: “Siempre recordaré que en un viaje en tren Madrid-Barcelona leí, entera, la primera edición cubana de Paradiso, de Lezama Lima”. ¡Dios mío! Aún suponiendo que la RENFE funcionara tan mal como acostumbra –la anécdota de Gimferrer sucedió, se deduce, a finales de los 60- el viaje de Madrid a Barcelona no podría haber durado más de 10 horas, tirando a largo, sumando apagones, huelgas y descarrilamientos. ¡Leer Paradiso en horas! ¡Increíble! Da la casualidad de que, en esa época en la que yo me torturaba con Paradiso, a Pere Gimferrer solía verle pasear por la barcelonesa calle Provença, los viernes al mediodía, mientras yo esperaba a unos amigos con los que solía almorzar ese día de la semana. Durante meses, viernes tras viernes, quise armarme de valor y detener a Gimferrer y espetarle a la cara: “Eso de que leyó Paradiso en un viaje en tren, ¿se lo inventó, no? ¿O fue en el Orient Express?”. Nunca me atreví: no sé si visteis nunca a Gimferrer pasear por la calle, lo cierto es que daba un poco de miedo.    

¿Vosotros habéis leído Paradiso? ¿En cuánto tiempo? ¿Más que mis veinte años, veinte años que siguen contando? Porque Paradiso, por supuesto, sigue en su estante, le salvé de la desechería, y no pienso morirme sin vencerle.
Sigue leyendo ->

La velocidad relativa

Los libros ya no caben en mis estantes así que ayer recogí algunos y los llevé a la desechería. Nada que lamentar: eran libros que llegaron a casa sin que yo se lo pidiera, libros que nunca pude leer o, sencillamente, libros que me negué a abrir. Mientras hacía la selección de los descartados tuve en mis manos Paradiso, de José Lezama Lima. Me di cuenta de que ya hace casi 20 años que lo compré –el 25 de octubre de 1994, para ser exactos- y que durante todo este tiempo se me ha resistido tenazmente. Sé que empecé a leerlo en ese lejano octubre, nada más comprarlo, y no pasé de las primeras cuarenta páginas; luego, periódicamente, he insistido en su lectura varias veces y siempre he fracasado.

A Paradiso, en cualquier caso, siempre lo he relacionado con la velocidad o, para ser exactos, con la velocidad relativa, un concepto físico que intentaré exponer en unas breves palabras. Pocos meses después de abandonar por primera vez la lectura de Paradiso devoré La vuelta al día en ochenta mundos, de mi querido Julio Cortázar que, casualmente, dedica ahí un capítulo al libro de Lezama Lima. Cortázar se muestra asombrado por la novela y cuenta que “en diez días, interrumpiéndome para respirar y darle su leche a mi gato Teodoro W. Adorno, he leído Paradiso”. ¡Diez días, pensé yo! ¡Eso es un récord! Yo llevaba, por aquel entonces, ya casi cuatro meses con la novela del cubano y seguía atascado. Me confortó, eso sí, que Cortázar admitiera que “leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritante que puedan darse”.

En fin, que siguieron pasando los meses, como ya sabéis, y en 1997 cayó en mis manos el Dietari de Pere Gimferrer. Casi se me salieron los ojos de sus órbitas –bueno, miento, no les ocurrió nada a mis ojos- al leer lo que sigue, en un párrafo de su anotación llamada Un cartel turístico: “Siempre recordaré que en un viaje en tren Madrid-Barcelona leí, entera, la primera edición cubana de Paradiso, de Lezama Lima”. ¡Dios mío! Aún suponiendo que la RENFE funcionara tan mal como acostumbra –la anécdota de Gimferrer sucedió, se deduce, a finales de los 60- el viaje de Madrid a Barcelona no podría haber durado más de 10 horas, tirando a largo, sumando apagones, huelgas y descarrilamientos. ¡Leer Paradiso en horas! ¡Increíble! Da la casualidad de que, en esa época en la que yo me torturaba con Paradiso, a Pere Gimferrer solía verle pasear por la barcelonesa calle Provença, los viernes al mediodía, mientras yo esperaba a unos amigos con los que solía almorzar ese día de la semana. Durante meses, viernes tras viernes, quise armarme de valor y detener a Gimferrer y espetarle a la cara: “Eso de que leyó Paradiso en un viaje en tren, ¿se lo inventó, no? ¿O fue en el Orient Express?”. Nunca me atreví: no sé si visteis nunca a Gimferrer pasear por la calle, lo cierto es que daba un poco de miedo.    

¿Vosotros habéis leído Paradiso? ¿En cuánto tiempo? ¿Más que mis veinte años, veinte años que siguen contando? Porque Paradiso, por supuesto, sigue en su estante, le salvé de la desechería, y no pienso morirme sin vencerle.
Sigue leyendo ->